Capítulo 7

Brenda dijo:

—¡Pero si son igual que las mías! Las bragas, quiero decir. Tengo unas exactamente iguales. Las compré en Marks & Spencer, en Cambridge, con el primer cheque de mi sueldo.

Eran las 10:35 y Brenda Pridmore, en la mesa de recepción al fondo del vestíbulo principal del Laboratorio Hoggatt, miraba con ojos como platos cómo el inspector Blakelock se hacía cargo de la primera bolsa etiquetada con las pruebas instrumentales del asesinato del pozo de tajón. La joven extendió un dedo y lo deslizó, vacilante, sobre el delgado plástico a cuyo través eran claramente visibles las bragas, arrugadas y manchadas en la entrepierna. El policía que les había traído las pruebas había comentado que la chica había estado en un baile. Era curioso, pensó Brenda, que no se hubiera tomado la molestia de ponerse ropa interior limpia. Quizá no era muy cuidadosa. O quizás había tenido demasiada prisa para cambiarse. Y aquella prenda íntima, que tan irreflexivamente se había puesto en el día de su muerte, sería desplegada por manos extrañas, sometida a escrutinio bajo luz ultravioleta, tal vez incluso entregada, pulcramente rotulada, al juez y al jurado del Tribunal de la Corona.

Brenda comprendió que jamás volvería a ser capaz de llevar aquellas bragas, cuyo encanto había quedado para siempre contaminado por el recuerdo de la desconocida joven muerta. Tal vez las habían comprado en el mismo comercio, el mismo día. Recordaba bien la excitación de gastar por vez primera un dinero ganado con su propio trabajo. Había sido un sábado por la tarde, y en torno al mostrador de la ropa interior se arremolinaba un verdadero gentío, manos ávidas que revolvían entre las prendas. A ella le había gustado aquel par, con rosadas ramitas de flores bordadas a máquina en la parte delantera. También a la desconocida le había gustado. Tal vez sus manos habían llegado a tocarse. Brenda exclamó:

—¿No es horrible la muerte, inspector?

—El asesinato lo es. La muerte, no; por lo menos, no más que el nacimiento. No se puede tener una cosa sin la otra, o no habría sitio para todos. Creo que cuando me llegue la hora no voy a lamentarlo demasiado.

—Pero ese policía que ha traído las pruebas ha dicho que sólo tenía dieciocho años. Igual que yo.

El inspector estaba preparando una carpeta para este caso, copiando meticulosamente los detalles del informe policial en el nuevo expediente. Su cabeza, con sus secos y cortos cabellos que a Brenda le recordaban un trigal después de la siega, estaba inclinada sobre la página, de forma que no podía verle la cara. De pronto, la muchacha recordó haber oído decir que el inspector había perdido a su hija única, atropellada por un conductor que se dio a la fuga, y deseó no haber pronunciado la última frase. Pero, cuando él le contestó, su voz era perfectamente tranquila.

—Es cierto, pobrecilla. Me atrevería a decir que ella misma le dio alas a su asesino. No aprenden nunca. ¿Qué tiene ahí?

—Es la bolsa de ropa masculina. Traje, zapatos y ropa interior. ¿Cree que todo esto pertenece al sospechoso principal?

—Será del marido, seguramente.

—Pero ¿qué esperan demostrar? La chica fue estrangulada, ¿no?

—No lo sabremos de cierto hasta que tengamos el informe del doctor Kerrison. Pero normalmente suelen examinar las ropas del principal sospechoso. Pueden quedar rastros de sangre, un grano de arena o de tierra, pintura, minúsculas fibras de la ropa de la víctima, incluso indicios de saliva. También es posible que la violaran. Toda esta ropa pasará a la sala de exámenes biológicos, junto con las prendas de la víctima.

—Pero el policía no ha dicho nada de una violación. Además, usted mismo ha dicho que la ropa pertenece al marido, ¿no?

—No se deje impresionar por todo esto. Tiene que aprender a ser como un médico o una enfermera, a ver las cosas con desapego, ¿me entiende?

—¿Es así como sienten los científicos forenses?

—Sin duda. Es su trabajo. Ellos no piensan en víctimas y sospechosos; eso es cosa de la policía. A ellos sólo les importan los datos científicos.

Tenía razón, pensó Brenda. Recordó la ocasión, apenas tres días antes, en que el funcionario científico superior al frente de la sección de instrumentos le había permitido atisbar por el enorme microscopio electrónico y contemplar cómo una diminuta bola de masilla estallaba instantáneamente para convertirse en una exótica flor incandescente.

—Es un cocolito —le había explicado—, visto a seis mil aumentos.

—¿Un qué?

—El esqueleto de un microorganismo que antiguamente vivió en el mar donde sedimentó la creta que hay en la masilla. Son todos distintos, según el lugar de donde se haya extraído la creta. Así es como se puede distinguir una muestra de masilla de otra.

—¡Es precioso! —exclamó ella.

El hombre tomó su lugar ante el ocular del microscopio.

—Sí, muy bonito, ¿verdad?

Pero Brenda había notado que mientras ella, maravillada, volvía la vista un millón de años atrás, toda la atención del científico estaba centrada en el minúsculo resto de masilla encontrado en el tacón del zapato de un sospechoso, un resto que podía demostrar que el hombre era un violador o un asesino. Y aun así, había pensado ella, en realidad no le importa. Lo único que le interesa es obtener la respuesta correcta. Habría sido inútil preguntarle si creía que existía un propósito unificador en la vida, si verdaderamente podía deberse a la casualidad que un animalillo tan diminuto que no se distinguía a simple vista hubiera muerto millones de años antes en las profundidades del mar hasta ser resucitado por la ciencia para demostrar la inocencia o la culpabilidad de un hombre. Era extraño, pensó, que los científicos no acostumbraran ser personas religiosas, cuando su trabajo revelaba un mundo tan diversamente maravilloso y, al mismo tiempo, tan misteriosamente unificado y concordante. El doctor Lorrimer parecía ser el único miembro del laboratorio de quien se supiera que acudía regularmente a la iglesia. Trató de imaginar si se atrevería a interrogarlo acerca del cocolito y de Dios. Aquella mañana se había mostrado muy amable a propósito del asesinato. Había llegado al laboratorio con más de una hora de retraso, pasadas las diez, con aspecto de profundo cansancio por haber acudido durante la noche al escenario del crimen, y se había dirigido al escritorio de recepción para recoger su correo personal. Entonces había observado:

—Esta mañana recibirá las pruebas de su primer caso de asesinato. No permita que eso la afecte, Brenda. Sólo hay una muerte a la que debamos temer, y es la nuestra.

Era un comentario sorprendente, una extraña forma de darle confianza. Pero estaba en lo cierto. De repente, se alegró de que el inspector Blakelock se hubiera encargado de toda la documentación referente al asesinato del pozo de tajón. Con un poco de cuidado, la propietaria de aquellas bragas manchadas seguiría siendo, al menos para ella, anónima y desconocida, un simple número en la lista de biología dentro de una carpeta de papel manila. La voz del inspector Blakelock interrumpió sus pensamientos:

—¿Ha preparado para el correo los informes judiciales que revisamos ayer?

—Sí, ya están registrados en el libro. Quería preguntárselo. ¿Por qué todas las declaraciones para los tribunales llevan impresa la frase «Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1967, secciones 2 y 9»?

—Se trata de la legislación que regula la presentación de declaraciones escritas en los procesos criminales y ante el Tribunal de la Corona. Puede buscar las referencias en la biblioteca. Antes de la ley de 1967, los laboratorios se las veían y se las deseaban, créame, cuando todas las conclusiones científicas tenían que presentarse oralmente. Los funcionarios que van a los tribunales, desde luego, todavía tienen que dedicar bastante tiempo a los juicios. La defensa no siempre acepta las averiguaciones científicas. Ésa es la parte más difícil del trabajo, no el análisis, sino el subir uno solo al estrado de los testigos para defender los resultados bajo un interrogatorio cruzado. Si un hombre no es bueno en el estrado, todo el minucioso trabajo que haya hecho aquí habrá sido en vano.

Brenda recordó de pronto otra cosa que le había dicho la señora Mallett, que el conductor que atropellara a la hija del inspector había sido absuelto porque el científico se había venido abajo durante el interrogatorio; algún detalle relacionado con el análisis de las trazas de pintura halladas en la carretera, que coincidían con el coche del sospechoso. Perder un hijo único tenía que ser terrible; o perder un hijo, sin más. Quizá fuese lo peor que podía ocurrirle a un ser humano. No era de extrañar que el inspector Blakelock se mostrara generalmente tan callado. Cuando llegaban los oficiales de policía con sus joviales chanzas, él sólo respondía con aquella lenta y suave sonrisa suya.

Miró de soslayo hacia el reloj del laboratorio. Las diez cuarenta y cinco. De un momento a otro llegarían los estudiantes para su lección sobre la recogida y preservación de pruebas científicas en la escena del crimen, y el breve lapso de tranquilidad habría terminado. Trató de imaginar qué pensaría el coronel Hoggatt si pudiera visitar su laboratorio en la actualidad. Como a menudo le sucedía, los ojos de Brenda se volvieron hacia el retrato que pendía justo enfrente del despacho del director. Incluso desde su escritorio alcanzaba a distinguir claramente las letras doradas del marco:

Coronel William Makepeace Hoggatt V.C.

Jefe de policía, 1894-1912

Fundador del Laboratorio Forense Hoggatt

Se le veía de pie en la sala que aún seguía utilizándose como biblioteca, su rubicundo rostro severo y patilludo bajo el penacho de plumas de su sombrero. Aparecía enfundado en una guerrera con trenzas y medallas, abrochada con una hilera de botones dorados. Una mano, con ademán de propietario pero ligera como una bendición sacerdotal, se posaba sobre un anticuado microscopio de reluciente latón. Pero los amenazantes ojos no contemplaban esta moderna maravilla de la ciencia, sino que estaban fijos en Brenda. Bajo la acusadora mirada, que le recordaba su deber, la joven volvió a enfrascarse en el trabajo.