La camioneta de correos se detuvo a las nueve menos diez delante de Sprogg’s Cottage, en las afueras de Chevisham, para entregar una sola carta. Iba dirigida a Miss Stella Mawson, Lavender Cottage, Chevisham, pero el cartero era natural del pueblo y la diferencia de nombres no le produjo ninguna confusión. La familia Sprogg había vivido en aquella casita durante cuatro generaciones, y el pequeño triángulo verde enfrente de la verja había sido el prado de Sprogg durante todo ese tiempo. El propietario actual, que había mejorado la vivienda con la adición de un pequeño garaje de ladrillo y una cocina y un cuarto de baño modernos, había decidido celebrar la metamorfosis plantando un seto de lavanda y rebautizando la propiedad. Pero los habitantes de la localidad consideraban el nuevo nombre como el capricho excéntrico de un forastero, y no se sentían bajo ninguna obligación de utilizarlo ni reconocerlo. El seto de lavanda, como sumándose a sus opiniones, no logró sobrevivir al primer invierno en el marjal, y Sprogg’s Cottage siguió llamándose Sprogg’s.
Ángela Foley, que a sus veintisiete años era secretaria particular del director del Laboratorio Hoggatt, recogió el sobre y, juzgando por la calidad del papel, la pulcramente mecanografiada dirección y el matasellos londinense, supo al instante de qué debía tratarse. Era una carta que estaban esperando. La llevó a la cocina, donde su amiga y ella habían empezado a desayunar, y se la entregó sin decir nada. Luego, se quedó mirando a Stella mientras ésta leía. Al cabo de un minuto, preguntó:
—¿Y bien?
—Es lo que nos temíamos. No puede seguir esperando. Quiere una venta rápida, y parece que a un amigo suyo le gustaría comprarla para pasar los fines de semana. Como actuales inquilinos, tenemos derecho a una primera oferta, pero quiere que antes del próximo lunes le digamos si nos interesa quedárnosla.
Echó la carta sobre la mesa. Ángela exclamó con amargura:
—¡Si nos interesa! ¡Claro que nos interesa! Ya se lo hemos dicho. Hace semanas le dijimos que estábamos haciendo trámites para tratar de conseguir una hipoteca.
—Eso es sólo jerga de abogados. Lo que su procurador nos pregunta en realidad es si podemos quedarnos con la casa. Y la respuesta es que no podemos.
La aritmética era muy sencilla. Ninguna de ellas necesitaba discutirla. El propietario pedía dieciséis mil libras esterlinas. Ninguna de las sociedades hipotecarias a las que se habían dirigido estaba dispuesta a adelantarles más de diez mil. Entre ambas tenían unos ahorros de poco más de dos mil libras. Les faltaban cuatro mil. Y, a punto de expirar el plazo, igual daría que fueran cuarenta. Ángela dijo:
—¿No se conformaría con menos?
—No. Ya lo hemos intentado. ¿Por qué habría de conformarse? Es un cottage del siglo XVII, con techo de bardas y completamente restaurado. Y nosotras aún se lo hemos mejorado. Hemos hecho el jardín. Sería un bobo si lo vendiera por menos de dieciséis mil, incluso a los inquilinos actuales.
—¡Pero, Star, nosotras somos los actuales inquilinos! ¡Antes tendría que desalojarnos!
—Ése es el único motivo de que nos haya dejado tanto tiempo. Sabe que podemos crearle problemas. Pero no estoy dispuesta a vivir aquí por tolerancia, sabiendo todo el tiempo que al final tendremos que irnos. No podría escribir en estas condiciones.
—Pero ¡no podemos conseguir cuatro mil libras en una semana! Y, tal como están las cosas, no podríamos esperar un crédito bancario ni aunque…
—Ni aunque yo sacara un libro este año, lo que no es el caso. Y lo que gano con mis escritos apenas paga mi parte en los gastos de la casa. Has tenido siempre el tacto de no mencionarlo.
Tampoco en aquel momento iba a decirlo. Stella no era una escritora mecánica. No se podía pretender que sus novelas le dieran dinero. ¿Qué decía la última crítica? «Una observación minuciosa unida a una prosa oblicua y de elegante sensibilidad». No era de extrañar que Ángela fuese capaz de citar de memoria todas las críticas, aunque a veces se preguntara qué querían decir en realidad: ¿Acaso no era ella quien las adhería con meticuloso cuidado en el álbum de recortes que Stella tanto aseguraba despreciar? Contempló a su amiga mientras ésta daba comienzo a lo que ambas llamaban su pasear de tigre, un compulsivo pasear de un lado a otro con la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos de la bata. Finalmente, Stella comentó:
—Lástima que ese primo tuyo sea tan desagradable. Si no lo fuera, no me importaría en absoluto pedirle un préstamo. Él no lo echaría de menos.
—Pero es que ya se lo he pedido. No para la casa, claro. Pero le pedí que me prestara algún dinero.
Era absurdo que le costara tanto explicarlo. Al fin y al cabo, Edwin era su primo. Tenía derecho a pedírselo. Y, a fin de cuentas, era el dinero de su abuela. Star no tenía ningún motivo para sentirse molesta. Había ocasiones en que no le preocupaba la cólera de Star, ocasiones en que incluso la provocaba deliberadamente, esperando con vergonzosa excitación aquel extraordinario estallido de amargura y desespero del que ella no era tanto una víctima como una espectadora privilegiada, y que le hacía disfrutar aún más los inevitables arrepentimiento y culpa, la dulzura de la reconciliación. Pero en aquel instante, y por vez primera, sintió el escalofrío del miedo.
—¿Cuándo?
Ya no quedaba más remedio que seguir adelante.
—El martes pasado, por la tarde. Fue después de que decidieras cancelar nuestras reservas para el viaje a Venecia, en marzo, debido al cambio de la moneda. Quería que fuera un regalo de cumpleaños, me refiero a Venecia.
Se había imaginado la escena. Ella entregando los billetes y las reservas de hotel dentro de una de esas tarjetas de felicitación de gran tamaño. Star tratando de ocultar su sorpresa y su alegría. Las dos unidas estudiando toda clase de mapas y guías, planeando anticipadamente el itinerario de cada uno de aquellos maravillosos días. Ver por primera vez, y juntas, ese incomparable panorama de San Marco desde el extremo occidental de la Piazza. Star le había leído la descripción que hiciera Ruskin: «Una multitud de columnas y blancas cúpulas, arracimadas en una pirámide baja y alargada de luz coloreada». Detenerse juntas en la Piazzetta por la mañana temprano y mirar, más allá de las trémulas aguas, hacia San Giorgio Maggiore. Era un sueño, tan inmaterial como la ruinosa ciudad. Pero la esperanza de cumplirlo había hecho que valiera la pena ir a pedir el préstamo a Edwin.
—¿Y qué te contestó?
Ya no le quedaba ninguna posibilidad de suavizar aquella brutal negativa, de borrar de su mente todo el humillante episodio.
—Que no.
—Supongo que le explicaste para qué lo querías. No se te ocurrió pensar que nos vamos de aquí para tener intimidad, ni que nuestras vacaciones son asunto exclusivamente nuestro, ni que a mí podría resultarme humillante que Edwin se entere de que no puedo permitirme el lujo de llevarte a Venecia, ni siquiera en una excursión organizada de sólo diez días.
—¡No, no! —protestó con vehemencia, horrorizándose al oír que se le quebraba la voz, al sentir las primeras lágrimas, ásperas y calientes. Era extraño, pensó, que fuese ella la que podía llorar. De las dos, Star era la emotiva, la vehemente. Y, en cambio, Star nunca lloraba—. ¡No le conté nada, sólo que necesitaba el dinero!
—¿Cuánto?
Vaciló, preguntándose si no sería mejor mentir. Pero a Star jamás le mentía.
—Quinientas libras. Pensé que, ya puestas, podíamos hacerlo bien. Me limité a decirle que necesitaba quinientas libras con urgencia.
—Y, como es lógico, al verse ante tan irrefutable argumento, declinó aflojar la mosca. ¿Qué te dijo exactamente?
—Solamente que la abuela había dejado muy claras disposiciones en su testamento y que él no tenía intención de violentarlas. Yo le contesté que la mayor parte del dinero vendrá de todos modos a mi poder cuando él muera —quiero decir, eso es lo que me explicó él mismo cuando nos leyeron el testamento—, pero entonces será demasiado tarde. Yo seré una anciana. Incluso puede que me muera yo primero. Lo que importa es el presente. Pero no le conté por qué lo quería, te lo juro.
—¿Jurar? No seas melodramática. No estás ante un tribunal. ¿Y qué dijo él entonces?
Si al menos Star dejara de pasearse nerviosamente, se volviera y la mirase a la cara en vez de interrogarla con aquella voz fría e inquisitorial… Y lo que venía a continuación aún era más difícil de explicar. Ella misma no comprendía por qué debía ser así, pero era algo que había intentado expulsar de su mente, al menos por el momento. Algún día se lo contaría a Star, cuando llegara el momento adecuado para contárselo. Jamás había imaginado que se vería obligada a revelarlo tan brutalmente de improviso.
—Dijo que no confiara en recibir nada en su testamento, que podía ser que adquiriera nuevas obligaciones. Ésa es la palabra que utilizó: obligaciones. Y si lo hacía, el testamento perdería su validez.
Y entonces Star se giró en redondo y la miró a la cara.
—Nuevas obligaciones. ¡Matrimonio! No, eso es demasiado absurdo. ¿Matrimonio ese mojigato disecado, pedante y satisfecho de sí mismo? Dudo que alguna vez toque deliberadamente un cuerpo humano que no sea el suyo. El vicio subrepticio, masoquista y solitario, eso es lo único que comprende. No, vicio no; es una palabra demasiado fuerte. ¡Pero casarse! Cualquiera hubiese dicho…
Dejó la frase en el aire, sin terminarla. Ángela observó:
—No habló para nada del matrimonio.
—¿Por qué habría de hacerlo? Pero ¿qué otra cosa anularía automáticamente un testamento en vigor, a menos que redactara uno nuevo? El matrimonio cancela un testamento, ¿no lo sabías?
—¿Quieres decir que en cuanto él se case yo quedo automáticamente desheredada?
—Sí.
—¡Pero eso no es justo!
—¿Desde cuándo es célebre la vida por su justicia? No fue justo que tu abuela le dejara a él su fortuna en vez de repartirla entre los dos, solamente porque él es un hombre y ella tenía el anticuado prejuicio de que las mujeres no deben poseer dinero. No es justo que únicamente seas secretaria en el Laboratorio Hoggatt porque nadie se preocupó de educarte para otras cosas. Si a eso vamos, no es justo que tengas que mantenerme.
—No te mantengo. En todos los aspectos, salvo el menos importante, eres tú quien me mantiene a mí.
—Es humillante valer más dinero muerta que viva. Si esta noche me fallara el corazón, quedarías bien situada. Podrías utilizar el dinero del seguro de vida para comprar la casa y seguir viviendo aquí. Sabiendo que eras mi heredera, el banco te adelantaría el dinero necesario.
—No querría quedarme sin ti.
—Bueno, si no deseas seguir aquí, al menos te proporcionará una excusa para vivir por tu cuenta, si es eso lo que quieres.
Ángela replicó con una vehemente protesta.
—¡Nunca viviré con nadie más que contigo! No quiero vivir en ninguna parte salvo aquí, en este cottage. Tú ya lo sabes. Es nuestro hogar.
Era su hogar. Era el único hogar verdadero que ella había conocido. No necesitaba mirar en torno para visualizar con asombrosa precisión todas y cada una de sus familiares y amadas posesiones. De noche, podía acostarse y, en su imaginación, moverse confiadamente por la vivienda y tocar todos sus objetos en una feliz exploración de recuerdos compartidos. Los dos tiestos victorianos de loza barnizada con pedestales a juego, hallados un fin de semana del verano en The Lanes, en Brighton. El óleo de Wicken Fen, pintado en el siglo XVIII por un artista anónimo cuya firma indescifrable, examinada a través de un microscopio, les había proporcionado tantos instantes felices de conjeturas compartidas. El sable francés con su decorada vaina, encontrado en una subasta rural y desde entonces suspendido sobre su chimenea. No era solamente que sus posesiones, madera y porcelana, pinturas y lino, simbolizaran su vida en común. La casa y sus pertenencias eran su vida en común, la adornaban y le conferían realidad, del mismo modo en que las flores y los arbustos que habían plantado en el jardín delimitaban su territorio de confianza.
De repente, le vino el aterrador recuerdo de una pesadilla recurrente Estaban las dos de pie cara a cara, en un ático deshabitado y de paredes desnudas sobre las que resaltaban las pálidas huellas de cuadros desaparecidos, con un suelo de tablones ásperos a los pies, como dos extrañas desnudas en un vacío; ella trataba de extender sus manos para tocar los dedos de Stella, pero no lograba alzar los pesados y monstruosos contrafuertes de carne en que se habían convertido sus brazos. Sintió un escalofrío, y el sonido de la voz de su amiga la devolvió a la realidad de aquella fría mañana otoñal.
—¿Cuánto dejó tu abuela? Me lo dijiste, pero lo he olvidado.
—Unas treinta mil, creo.
—Y es imposible que las haya gastado, viviendo con su anciano padre en ese miserable cottage. Ni siquiera ha remozado el molino de viento. Con su salario debe de tener de sobra para los dos, y eso sin contar la pensión del viejo. Lorrimer es un científico superior, ¿no? ¿Cuánto cobra?
—Es funcionario científico principal. Los salarios de esta categoría están sobre unas ocho mil libras.
—¡Dios mío! Gana más en un año de lo que yo podría obtener con cuatro novelas. Supongo que, si se echó atrás por quinientas, no habrá manera de sacarle cuatro mil; por lo menos, no a un interés que nos podamos permitir. Pero no lo notaría. Casi estoy decidida a pedírselas, después de todo.
Stella sólo bromeaba, por supuesto, pero no se dio cuenta hasta que ya era demasiado tarde para dominar el pánico de su voz.
—¡No, Star, por favor! ¡No lo hagas!
—Lo odias de veras, ¿eh?
—No es odio. Indiferencia. Es sólo que no quiero tener ninguna obligación hacia él.
—Tampoco yo, si vamos a eso. Y no la tendrás.
Ángela salió al recibidor y regresó poniéndose el abrigo.
—Si no me doy prisa, llegaré tarde al laboratorio. La cazuela ya está en el horno. Procura acordarte de encenderlo a las cinco y media. Y no toques el regulador. Ya bajaré yo el calor cuando llegue.
—Creo que podré hacerlo.
—Me llevo unos emparedados para almorzar, o sea que no vendré. En el frigorífico hay jamón y ensalada. ¿Tendrás bastante, Star?
—Estoy segura de que sobreviviré.
—Las páginas mecanografiadas de ayer están en la carpeta, pero no he terminado de leerlas.
—¡Cuánta desidia por tu parte!
Stella siguió a su amiga hasta el recibidor. Ya ante la puerta, comentó:
—Supongo que en el laboratorio deben de creer que te estoy explotando.
—En el laboratorio no saben nada de ti. Y me da igual lo que piensen.
—¿Es eso lo que piensa Edwin Lorrimer, que te estoy explotando? ¿Qué piensa, en realidad?
—No quiero hablar más de él.
Dispuso el pañuelo sobre su rubia cabellera. En el espejo antiguo, con un marco de conchas talladas, vio las caras de ambas distorsionadas por una imperfección de la luna; el verde y el castaño de los grandes y luminosos ojos de Stella parecían correrse como pintura aún húmeda por las profundas hendeduras entre las aletas de la nariz y la boca, mientras que sus amplias cejas sobresalían como las de un niño hidrocefálico. Antes de salir, observó:
—Me pregunto qué sentiría si Edwin muriera esta semana; un ataque al corazón, un accidente de automóvil, una hemorragia cerebral…
—La vida no suele ser tan complaciente.
—La muerte no lo es nunca. Star, ¿contestarás hoy a ese procurador?
—No espera nuestra respuesta hasta el lunes. Puedo telefonear a su oficina de Londres el lunes por la mañana. Todavía faltan cinco días. En cinco días pueden pasar muchas cosas.