Capítulo 5

Brenda dijo:

—Mamá, ¿sabías que todos los seres humanos son únicos?

—Claro que lo sabía. Es de lógica, ¿no? Sólo hay uno de cada persona. Tú eres tú. Yo soy yo. Pásale la mermelada a papá y no metas el codo en la mantequilla.

Brenda Pridmore, recién nombrada funcionaría administrativa y recepcionista en el Laboratorio Hoggatt, empujó la mermelada hacia el otro lado de la mesa del desayuno y, como acostumbraba hacer desde la infancia, comenzó a cortar sistemáticamente finas tiras de la clara de su huevo frito, aplazando el cataclísmico instante en que hundiría el tenedor en la reluciente cúpula amarilla. Pero su dedicación a este pequeño ritual personal era casi automática. Su mente estaba abstraída en las excitaciones y los descubrimientos de su magnífico primer empleo.

—Biológicamente únicos, quiero decir. El inspector Blakelock, que es oficial adjunto de enlace con la policía, me ha dicho que todas las personas tienen huellas digitales distintas, y que no hay dos tipos de sangre exactamente iguales. Si los científicos tuvieran suficientes sistemas, podrían clasificarlos todos. Los tipos de sangre, quiero decir. El cree que algún día se llegará a eso. El serólogo forense podrá decir con plena seguridad de dónde procede la sangre, aunque sólo tenga una mancha seca. El problema es la sangre seca. Con la sangre fresca podemos hacer mucho más.

—¡Vaya trabajo más raro te has ido a buscar! —La señora Pridmore llenó por segunda vez la tetera con agua caliente y se acomodó en su silla. La cocina de la granja, con las floreadas cortinas de cretona aún sin descorrer, resultaba cálida y acogedoramente doméstica, con su aroma a tostadas, tocino frito y té fuerte y caliente.

—No sé si me gusta la idea de que estés allí recibiendo pedazos de cuerpo y ropas manchadas de sangre. Supongo que te lavarás bien las manos antes de volver a casa.

—¡Oh, mamá, la cosa no va así! Todas las pruebas nos llegan en bolsas de plástico con etiquetas identificativas. Tenemos que fijarnos mucho en que todas vayan etiquetadas y se anoten correctamente en el libro. De eso depende la continuidad de la prueba, lo que el inspector Blakelock llama la integridad de la muestra. Y no nos mandan pedazos de cuerpo.

Recordando de pronto los frascos precintados con restos de contenido estomacal, los fragmentos de hígado e intestinos cuidadosamente diseccionados, que, ahora que pensaba en ello, no parecían más macabros que las muestras almacenadas en el laboratorio de ciencias de la escuela, se apresuró a añadir:

—Bueno, no del modo en que tú te lo imaginas. Todo lo que es cortar lo hace el doctor Kerrison. Es un patólogo forense que colabora con el laboratorio. Desde luego, a veces nos envían órganos para que los analicemos.

El inspector Blakelock le había explicado que en cierta ocasión el frigorífico del laboratorio contuvo una cabeza entera. Pero ésa no era cosa para contársela a mamá. Incluso deseaba que el inspector no se lo hubiera dicho. Desde entonces, el frigorífico, alargado y resplandeciente como un sarcófago quirúrgico, ejercía una siniestra fascinación sobre ella. Pero la señora Pridmore se aferró con alivio a un apellido que conocía.

—Ya sé quién es el doctor Kerrison, me parece. Es uno que vive en la vieja rectoría de Chevisham, al lado de la iglesia, ¿verdad? Su mujer se fue con uno de los médicos del hospital, lo dejó plantado con los dos hijos, esa chica tan rara y el pequeñín, pobre criatura. ¿Recuerdas las historias que circularon sobre este asunto, Arthur?

Su marido no contestó, ni ella esperaba que lo hiciera. Era un convenio tácito que Arthur Pridmore dejara toda la conversación del desayuno a cargo de sus mujeres. Brenda prosiguió alegremente:

—El laboratorio forense no sólo ayuda a la policía a descubrir a los culpables. También ayudamos a salvar al inocente. Y eso a veces la gente lo olvida. El mes pasado hubo un caso —no puedo citar nombres, por supuesto— en que una chica de dieciséis años acusó de violación al vicario. Bueno, pues era inocente.

—¡Eso espero! ¡Una violación!

—No creas, la cosa se le puso muy negra. Pero tuvo suerte. Era un secretor.

—¿Un qué, por el amor de Dios?

—Secretaba su grupo sanguíneo en todos sus fluidos corporales. No a todo el mundo le ocurre.

Así que el biólogo pudo analizar su saliva y comparar su grupo sanguíneo con las manchas que la víctima tenía en…

—En el desayuno no, Brenda, si no te importa.

La propia Brenda, posando repentinamente la vista en una redonda mancha de leche sobre el mantel, pensó que la hora del desayuno no era tal vez el momento más apropiado para la exposición de sus recién adquiridos conocimientos respecto a la investigación de la violación. Pasó a un tema más seguro.

—El doctor Lorrimer, que es el funcionario científico principal a cargo del departamento de biología, dice que tendría que preparar un tema de nivel A y presentarme para un cargo de funcionario científico auxiliar. Piensa que yo podría hacer cosas mejores que trabajar de oficinista. Y entonces estaría en la escala científica y podría seguir ascendiendo. Dice que algunos de los científicos forenses más famosos comenzaron de esta manera. Se ha ofrecido a prepararme una lista de lecturas, y dice que no ve por qué no he de poder utilizar parte del material del laboratorio para mis prácticas.

—No sabía que trabajaras en el departamento de biología.

—Y no trabajo. Estoy casi siempre en recepción, con el inspector Blakelock, y a veces ayudo en la oficina general. Pero tuve que pasarme una tarde en su laboratorio comprobando informes para los tribunales con su personal, y se mostró la mar de amable. A mucha gente no les cae bien. Dicen que es demasiado severo, pero yo creo que simplemente es tímido. Habría podido ser director si el Home Office no hubiera pasado por encima suyo para nombrar al doctor Howarth.

—Parece que se ha tomado bastante interés por ti, este señor Lorrimer.

—Doctor Lorrimer, mamá.

—Doctor Lorrimer, pues. Pero no entiendo por qué se hace llamar doctor. No tenéis ningún paciente en el laboratorio.

—Es doctor en filosofía, mamá.

—¿Ah, sí? Creía que se suponía que era un científico. De todas formas, cuidado con lo que haces.

—Oh, mamá, no seas tonta. Es un viejo. Debe de tener cuarenta años o más. Mamá, ¿sabías que el nuestro es el laboratorio forense más antiguo del país? Hay laboratorios regionales que cubren todo el territorio del país, pero el nuestro fue el primero. El coronel Hoggatt lo fundó en Chevisham Manor cuando era el jefe de policía, en 1860, y luego, al morir, legó la mansión al Cuerpo. Por entonces, dice Blakelock, la ciencia forense estaba en pañales, y el coronel Hoggatt fue uno de los primeros jefes de policía en ver sus posibilidades. Tenemos su retrato en el vestíbulo. Somos el único laboratorio que lleva el nombre de su fundador. Por eso el Home Office ha consentido que el nuevo laboratorio siga llamándose Hoggatt. Otras fuerzas de la policía envían sus muestras al laboratorio regional correspondiente, el del Noreste, el Metropolitano y así. Pero en East Anglia dicen: «Habrá que enviarlo al Hoggatt».

—Tú si que tendrás que enviarte al Hoggatt si quieres estar allí a las ocho y media. Y no tomes ningún atajo a través del laboratorio nuevo. Estando a medio construir, no es seguro; y menos con estas mañanas tan oscuras. Tienes todas las posibilidades de caerte en los cimientos o recibir un ladrillo en la cabeza. Las obras nunca son seguras. Mira qué le pasó a tu tío Will.

—Muy bien, mamá. De todas formas, tampoco nos permiten cruzar por el laboratorio nuevo. Y además, voy en bicicleta. ¿Estos sandwiches son míos o de papá?

—Tuyos, claro. Ya sabes que los miércoles tu padre viene a casa a comer. Hoy son de queso y tomate, y te he puesto también un huevo duro.

Cuando Brenda se hubo despedido agitando la mano, la señora Pridmore tomó asiento ante su segunda taza de té y dirigió la vista hacia su esposo.

—Supongo que está bien este trabajo que se ha buscado.

En aquellas ocasiones en que Arthur Pridmore condescendía a hablar durante el desayuno, lo hacía con la autoridad magistral que le confería el ser cabeza de su propia familia, administrador del señor Bowlem y Custodio del pueblo en la iglesia de la localidad. Dejando a un lado el tenedor, sentenció:

—Es un buen trabajo y ha tenido suerte al encontrarlo. Muchas chicas de la escuela secundaria lo habrían querido, ¿verdad? Ahora es funcionaria oficial, ¿no? Y fíjate lo que le pagan. Más de lo que gana el de los cerdos en la granja. Con derecho a pensión, además. Es una chica muy juiciosa y estará perfectamente. En el pueblo no quedan muchas posibilidades para chicas con buenas calificaciones. Y tú no has querido que buscara un empleo en Londres.

Desde luego que la señora Pridmore no quería que Brenda fuera a Londres para convertirse en víctima de asaltantes, terroristas del I.R.A. y lo que la prensa misteriosamente denominaba «el mundo de la droga». Ninguna de sus escasas pero plácidas y agradables visitas a la capital, ya fuera en las excursiones teatrales del Instituto Femenino o en sus contadísimos viajes de compras, había logrado hacer mella en su convicción de que la estación de Liverpool Street era la cavernosa entrada a una jungla urbana, donde predadores armados de bombas y jeringuillas acechaban en todas las estaciones del metro y en todas las oficinas había seductores que tendían sus trampas a las ingenuas provincianas. Brenda, pensó su madre, era una chica muy guapa. En cuanto al físico, era absurdo negarlo, había salido a la rama de su madre, aunque hubiera heredado el cerebro de su padre, y la señora Pridmore no tenía ninguna intención de exponerla a las tentaciones de Londres. Brenda estaba saliendo con Gerald Bowlem, el hijo menor del jefe de su padre, y si la cosa no se torcía no se podía negar que sería un enlace muy satisfactorio. El chico no se llevaría la granja principal, desde luego, pero en Wisbech había una pequeña propiedad, muy bonita, que pasaría a su poder. La señora Pridmore no lograba entender a qué venían tantos exámenes y tanta charla acerca de una carrera. Mientras Brenda no se casara, este trabajo del laboratorio le vendría bien. Pero era una pena que la sangre desempeñara un papel tan importante.

Como si le leyera el pensamiento, su esposo prosiguió:

—Por supuesto, ahora todo le parece emocionante. Es la novedad. Pero me atrevería a afirmar que no ha de ser muy distinto a cualquier otro empleo, y bastante aburrido la mayor parte del tiempo. No creo que a nuestra Brenda le ocurra nada verdaderamente pavoroso en el Laboratorio Hoggatt.

Esta conversación sobre el primer empleo de su única hija ya la habían mantenido anteriormente, como una tranquilizadora reiteración de mutuas seguridades. La señora Pridmore siguió con la imaginación a su hija mientras ésta pedaleaba vigorosamente hacia su trabajo; traqueteando sobre el irregular camino de tierra por entre los campos llanos del señor Bowlem hasta llegar a Tenpenny Road, más allá de la antigua casita de la señora Button donde, de niña, le habían dado pastel de arroz y limonada casera, bordeando la acequia Tenpenny donde todavía recogía prímulas en verano, y luego girando a la derecha por Chevisham Road para cubrir las dos últimas millas en línea recta por las tierras del capitán Massey hasta llegar al pueblo de Chevisham. Hasta el último metro del recorrido le resultaba familiar, tranquilizador, nada amenazante. E incluso el Laboratorio Hoggatt, con sangre o sin ella, había formado parte de la población durante más de setenta años, mientras que Chevisham Manor llevaba ya casi el triple de este tiempo. Arthur estaba en lo cierto. Nada malo podía ocurrirle a su Brenda en el Laboratorio Hoggatt. La señora Pridmore, apaciguada, volvió a correr las cortinas y tomó asiento ante la tercera taza de té.