A las seis y media, en el dormitorio principal de su domicilio de Chevisham, en el número 2 de Acacia Cióse, Susan Bradley, la esposa del funcionario científico superior del departamento de biología del Laboratorio Hoggatt, fue despertada por los débiles y quejumbrosos vagidos de su bebé de dos meses, que reclamaba la primera comida del día. Susan encendió la lámpara de cabecera, un resplandor rosado bajo la escarolada pantalla, y, tras coger la bata, se dirigió soñolienta, arrastrando los pies, hacia el cuarto de baño, y enseguida al cuarto del bebé. Era una habitación pequeña en la parte de atrás de la casa, pero cuando la mujer accionó el interruptor de la luz de bajo voltaje volvió a sentir un resplandor de orgullo maternal, de propietaria. Aun en su semidormido ofuscamiento matinal, la primera visión del cuarto de la niña le alegraba el corazón; la sillita infantil, con el respaldo decorado con conejitos; la mesa para cambiar al bebé, a juego, con cajones para guardar sus cosas; la cuna de mimbre con su soporte, que ella había forrado de algodón rosa, azul y blanco, para hacer juego con las cortinas; la vistosa cenefa con personajes de cuentos infantiles que Clifford había pegado a lo largo de las paredes.
Con el ruido de sus pisadas, el llanto se hizo más fuerte. Susan cogió el cálido capullo de olor a leche y canturreó suavemente para tranquilizarla. Los gritos cesaron de inmediato y la húmeda boca, que Debbie abría y cerraba como si fuera un pez, buscó su pecho, mientras los minúsculos y arrugados puños, liberados de la manta, se agarraban a los pliegues de la arrugada bata. Los libros decían que lo primero era cambiar al bebé, pero ella se sentía incapaz de hacer esperar a Debbie. Además, había otra razón. Los tabiques de la moderna vivienda eran delgados, y no quería que el llanto de la criatura despertara a Cliff.
Pero de pronto apareció en la puerta, tambaleándose ligeramente, con la chaqueta del pijama desabrochada. A ella le cayó el alma a los pies. Hizo que su voz sonara animosa, despreocupada.
—Esperaba que la niña no te hubiera despertado, cariño. Pero ya son las seis y media. Ha dormido más de siete horas. La cosa va mejorando.
—Ya estaba despierto.
—Vuelve a la cama, Cliff. Todavía puedes dormir una hora más.
—No puedo dormir.
El hombre paseó la mirada por el pequeño cuarto de la niña, con expresión intrigada. Parecía desconcertarle que no hubiera ninguna silla.
—Trae el taburete del cuarto de baño —le sugirió Susan—. Y ponte la bata; vas a enfriarte.
Colocó el taburete contra la pared y se sentó sobre él en hosco silencio. Susan alzó la mejilla que reposaba sobre la suave pelusilla de la cabeza infantil. La pequeña y chata sanguijuela se aferró a su pecho, los dedos extendidos en un éxtasis de satisfacción. Susan se dijo que debía conservar la calma, no debía dejar que nervios y músculos se anudaran en el familiar dolor de la inquietud. Todo el mundo decía que era malo para la leche. Preguntó en voz baja:
—¿Qué te pasa, cariño?
Pero ya sabía qué le pasaba. Sabía qué le diría. La idea de que ya ni siquiera podía alimentar a Debbie en paz le hizo sentir una nueva y temerosa sensación de resentimiento. Deseó que se abrochara de una vez el pijama. Sentado de aquella manera, desgalichado y medio desnudo, casi parecía un disoluto. Susan se preguntó qué estaba ocurriéndole. Antes de que naciera Debbie, nunca se había sentido de esta forma con respecto a Cliff.
—No puedo continuar. No puedo ir al laboratorio.
—¿Estás enfermo?
Pero sabía que no estaba enfermo; no todavía, al menos. Aunque pronto lo estaría si no resolvía de algún modo su problema con Edwin Lorrimer. La vieja aflicción descendió sobre ella. La gente escribía sobre el negro peso de la preocupación, y tenían toda la razón, eso era exactamente lo que se sentía, una perpetua carga física que lastraba los hombros y el corazón, negaba cualquier alegría e incluso, pensó con amargura, destruía el gozo que les producía Debbie. Tal vez al final destruyera también su amor. Susan no dijo nada, pero se colocó más cómodamente la leve y cálida carga que sostenía en sus brazos.
—Tengo que dejar el trabajo. No vale la pena, Susan, no puedo seguir así. Me tiene en un estado que al final soy tan inútil como él dice que lo soy.
—Pero, Cliff, tú sabes que eso no es cierto. Eres un buen trabajador. Nunca hubo la menor queja contra ti en tu antiguo laboratorio.
—Entonces no era funcionario científico superior. Lorrimer considera que no deberían haberme ascendido. Y tiene razón.
—No tiene razón, cariño, y no debes dejar que socave tu confianza. Eso es fatal. Eres un biólogo forense concienzudo y competente. Da igual que no seas tan rápido como los demás. Eso no tiene importancia. El doctor Mac siempre decía que lo que cuenta es la exactitud. ¿Qué más da si tardas un poco? Al final, obtienes la respuesta correcta.
—Ya no. Ya ni siquiera soy capaz de hacer una sencilla prueba de la peroxidasa sin equivocarme en algo. Cuando él se me acerca a menos de medio metro, empiezan a temblarme las manos. Y ahora ha empezado a comprobar todos mis resultados. Acabo de terminar el análisis de las manchas que había en el mazo del presunto asesinato de Pascoe, pero esta noche se quedará hasta tarde para hacerlo de nuevo. Y ya se encargará él de que todo el departamento de biología sepa el porqué.
Ella sabía que Cliff no era capaz de reaccionar contra las intimidaciones y los sarcasmos. Tal vez fuera a causa de su padre. El viejo había quedado paralítico a raíz de un ataque y Susan suponía que debería sentir lástima por él, tendido en su cama del hospital, inútil como un árbol derribado, con labios babeantes y solamente los furiosos ojos moviéndose en impotente cólera de uno a otro rostro. Pero, a juzgar por algunas alusiones de Cliff, no había sido un buen padre; un maestro de escuela sin éxito ni popularidad, pero con irrazonables ambiciones para su único hijo. Cliff había vivido aterrorizado por él. Lo que Cliff necesitaba era afecto y apoyo. ¿A quién le importaba que nunca llegara a ser más que un funcionario científico superior? Era cariñoso y amable.
Se cuidaba de Debbie y de ella. Era su esposo, y lo amaba. Pero no debía dimitir. ¿Qué otro empleo podía encontrar? ¿Para qué otra cosa servía? El paro era tan alto en East Anglia como en cualquier otro lugar. Había que pagar la hipoteca y el gasto de electricidad de la calefacción central —ahí no podían hacer economías, porque Debbie necesitaba calor—, y los plazos del dormitorio. Ni siquiera habían terminado de pagar los muebles del cuarto de la niña. Ella había querido que Debbie lo tuviera todo nuevo y bonito, pero eso se había llevado lo que quedaba de sus ahorros.
—¿Y no podrías solicitar un traslado?
El desespero de su voz le desgarró el corazón.
—Si Lorrimer dice que no valgo, nadie me querrá aceptar. Es probable que sea el mejor biólogo forense que hay en el servicio. Si él cree que no sirvo, es que no sirvo.
También esto comenzaba a resultarle irritante a Susan, el obsequioso respeto de la víctima hacia su opresor. A veces, consternada por su propia deslealtad, empezaba a entender el desprecio del doctor Lorrimer.
—¿Por qué no hablas con el director?
—Lo haría si estuviera aún el doctor Mac. Pero a Howarth le traerá sin cuidado. Es nuevo. No quiere problemas con el personal de mayor antigüedad, y menos ahora que estamos preparándonos para el traslado al laboratorio nuevo.
Y entonces ella se acordó del señor Middlemass. Era el funcionario científico principal y examinador de documentos, y Susan había trabajado para él como secretaria antes de casarse. Había conocido a Cliff en el Laboratorio Hoggatt. Quizás él pudiera hacer algo, hablar con Howarth en nombre de ellos, utilizar su influencia para conseguirle un traslado. No sabía muy bien qué clase de ayuda esperaba de él, pero la necesidad de confiar en alguien era abrumadora. No podían seguir así. A Cliff le daría un ataque. ¿Y cómo se las arreglaría ella ante un futuro incierto, con la criatura y Cliff enfermo? Pero seguro que el señor Middlemass podía hacer algo. Creía en él, porque necesitaba creer. Alzó la cara hacia Cliff.
—No te preocupes, cariño, todo se arreglará. Pensaremos en algo. Ve hoy a trabajar y ya hablaremos por la noche.
—No podremos. Hoy viene tu madre a cenar.
—Después de cenar, entonces. Cogerá el autobús de las ocho menos cuarto. Hablaremos entonces.
—No puedo seguir así, Sue.
—No hará falta. Ya pensaré en algo. Todo se arreglará. Te lo prometo, cariño. Todo se arreglará.