Capítulo 3

El coche, un Morris Minor de color verde, había sido empujado por el borde de una depresión poco profunda en el páramo, y había rodado dando tumbos por la pendiente hasta detenerse en un llano herboso a unos tres metros de la cresta, como un animal torpe que fuera a esconderse en su madriguera. Debía de hacer años que estaba allí, abandonado a los saqueadores, convertido en juguete ilícito para los niños de la vecindad o en bienvenido refugio para algún vagabundo ocasional como el alcohólico de setenta años que había tropezado con el cadáver. Las dos ruedas delanteras habían desaparecido, y las oxidadas ruedas traseras, con sus neumáticos medio podridos, estaban firmemente empotradas en la gredosa tierra; la pintura estaba llena de rayas y desconchados; el interior, despojado de instrumentos y volante. Dos lámparas de arco montadas sobre sendos pies, una de ellas enfocada hacia abajo desde la parte superior de la cuesta y la otra precariamente plantada en un margen del llano, alumbraban su cruda decrepitud. Tan brillantemente iluminado, pensó Kerrison, el coche parecía una grotesca y pretenciosa escultura moderna, simbólicamente suspendida en el borde del caos. El asiento posterior, cuyo relleno sobresalía por los desgarrones del plástico, había sido arrancado de su sitio y echado a un lado.

El cuerpo de la joven descansaba sobre el asiento delantero. Sus piernas permanecían decorosamente unidas, los vidriosos ojos estaban pícaramente entornados y la boca, desprovista de pintura, se había fijado en una mueca acentuada en las comisuras por dos hilillos de sangre. Eso le daba a la cara, que debió haber sido bonita o, cuando menos, infantilmente vulnerable, la expresión vacua de un payaso adulto. El fino vestido, sin duda demasiado fino para una noche de principios de noviembre, estaba arremangado hasta la cintura. Llevaba medias, y las pinzas de las ligas se incrustaban en los rollizos y blancos muslos.

Acercándose al cadáver bajo los atentos ojos de Lorrimer y Doyle, pensó, como a menudo solía hacer en situaciones semejantes, que aquello parecía irreal, una anomalía, algo tan absurda y singularmente fuera de lugar que tenía que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. Esta sensación no era tan intensa cuando la descomposición del cadáver estaba ya avanzada. Entonces era como si la carne putrefacta e infestada de gusanos, o los restos de ropa apelmazada, se hubieran convertido ya en parte de la tierra que a ellos se adhería y los cubría, nada más anormal ni horripilante que un montón de estiércol o un remolino de hojas muertas en el viento. Pero allí, con las líneas y los colores intensificados por el fulgor de las lámparas, el cadáver, exteriormente aún tan humano, parecía una parodia absurda, y la piel de las pálidas mejillas tan artificial como el plástico manchado sobre el que reposaba. Resultaba increíble que ya cualquier ayuda estuviera de más. Como siempre, tuvo que reprimir el impulso de aplicar su boca a la del cadáver y practicarle la respiración artificial, de hundirle una aguja en el aún caliente corazón.

Le había sorprendido encontrar allí a Maxim Howarth, el recién nombrado director del Laboratorio Forense, hasta que recordó que Howarth había dicho algo acerca de intervenir directamente en el siguiente caso de asesinato, y supuso que esperaba que él le instruyera. Retirando la cabeza de la abierta portezuela, observó:

—Estrangulación manual, casi con toda certeza. La ligera hemorragia que se advierte en la boca proviene de la lengua, que ha quedado atrapada entre los dientes. La estrangulación manual es invariablemente homicida. Es imposible que se lo haya hecho ella misma.

La voz de Howarth sonó cuidadosamente controlada:

—Habría esperado ver más hematomas en el cuello.

—Es lo más normal, desde luego. Los tejidos siempre quedan dañados, aunque la extensión de la superficie magullada depende de la posición del atacante y de la víctima, de la forma en que se sujeta el cuello y también de la presión que se aplica. Creo que encontraremos profundas magulladuras internas, pero es posible tenerlas sin muchos signos externos. Es lo que ocurre cuando el asesino ha mantenido la presión hasta después de la muerte; los vasos sanguíneos se vacían y el corazón deja de latir antes de que retire sus manos. La muerte sobreviene por asfixia, y es de esperar que aparezcan los signos correspondientes. Aquí, lo más interesante es el espasmo cadavérico. Fíjese que está aferrando el asa de bambú de su bolso. Los músculos están absolutamente rígidos, prueba de que el apretón se produjo en el momento de la muerte, o muy cerca de él. Nunca había observado espasmo cadavérico en un caso de estrangulación manual, y es interesante. Debe de haber muerto con extraordinaria rapidez. Pero ya se hará una idea más clara de lo que ocurrió exactamente cuando asista a la autopsia.

Por supuesto, pensó Howarth, la autopsia. Se preguntó cuánta prisa se daría Kerrison en comenzar ese trabajo. No temía que le traicionaran los nervios, solamente el estómago, pero se arrepintió de haber dicho que asistiría. No existía intimidad para los muertos; a lo más que uno podía aspirar era a cierta reverencia. En aquellos instantes se le antojaba monstruoso que al día siguiente él, un extraño, pudiera contemplar sin reproche la desnudez de la víctima. Pero, por el momento, ya había visto suficiente. Podía retirarse a un lado sin desdoro. Subiéndose el cuello de la Burberry para protegerse del helado aire de la madrugada, subió por el talud hasta el borde de la depresión y se quedó mirando el coche. Así debía ser la filmación de una película: el escenario brillantemente iluminado, el aburrimiento de esperar la llegada de los actores principales, los breves momentos de actividad, toda la atención concentrada en los menores detalles. El cuerpo muy bien habría podido ser el de una actriz simulando la muerte. Casi esperaba ver a uno de los policías precipitarse hacia ella para recomponerle el peinado.

La noche casi había terminado. A su espalda ya apuntaba la aurora por el horizonte oriental, y el páramo, hasta entonces un informe vacío de oscuridad sobre la tierra apelmazada, comenzaba a asumir una identidad y una forma. Hacia el oeste vio siluetas de casas, probablemente edificadas por el municipio; una pulcra hilera de tejados idénticos y cuadradas láminas de oscuridad sembradas de regulares recuadros amarillos cuando los madrugadores encendían sus luces. El pedregoso y plateado camino sobre el que se había bamboleado su coche, ajeno como un paisaje lunar bajo la luz de los faros, tomaba forma y dirección, se volvía ordinario. Desaparecía todo el misterio. El lugar, cubierto de maleza y salpicado de desechos, era un descampado entre los dos extremos de la población, bordeado por unos cuantos árboles junto a una zanja. Supo con certeza que la zanja estaría desagradablemente húmeda y llena de ortigas y que olería mal por las basuras en descomposición, que los árboles habrían sido dañados por los vándalos, grabando sus iniciales en el tronco y arrancando las ramas bajas. Aquello era una tierra de nadie urbana, un condigno territorio para el asesinato.

Acudir allí había sido una equivocación, desde luego; habría debido darse cuenta de que el papel de mirón es siempre innoble. Pocas cosas resultaban más desmoralizadoras que quedarse parado como un inepto mientras otros hombres ponían de manifiesto su competencia profesional. Kerrison, aquel perito en muertes, que literalmente olfateaba el cadáver; los fotógrafos, taciturnos y concentrados en la iluminación y los ángulos; el inspector Doyle, que por fin se veía al frente de un caso de asesinato, empresario de la muerte, tenso por el esfuerzo de contener una excitación como la de un niño en Navidad, regocijándose maliciosamente con su juguete nuevo. Mientras esperaban la llegada de Kerrison, Doyle incluso había reído en una ocasión, una espontánea risotada que había llenado toda la depresión. ¿Y Lorrimer? Antes de tocar el cadáver, se había santiguado rápidamente. Fue un gesto tan breve y tan preciso que a Howarth fácilmente habría podido pasarle desapercibido, salvo que nada de lo que hacía Lorrimer le pasaba desapercibido. Los demás no habían dado muestras de sorprenderse ante aquella excentricidad. Tal vez estaban acostumbrados a ella. Domenica no le había dicho que Lorrimer fuese religioso. Aunque lo cierto era que su hermana no le había dicho nada de su amante: ni siquiera le había dicho que sus relaciones habían terminado ya. Pero para saber eso le había bastado con ver la cara que ponía Lorrimer durante el mes anterior. La cara de Lorrimer, las manos de Lorrimer… Era curioso que no se hubiera fijado antes en lo largos que eran sus dedos o en la evidente suavidad con que aplicaba la cinta adhesiva sobre las bolsas de plástico que envolvían las manos de la chica, para resguardar, como explicó con voz monótona, consciente de su papel de instructor, cualquier evidencia que pudiera encontrarse bajo las uñas. Había tomado una muestra de sangre del fláccido y regordete brazo, buscando la vena con tanto cuidado como si ella aún pudiera retroceder ante el pinchazo de la aguja.

Las manos de Lorrimer. Howarth expulsó de su mente las atormentadoras y brutalmente explícitas imágenes. Nunca antes había sentido resentimiento contra los amantes de su hermana. Ni siquiera había estado celoso de su difunto marido. Había considerado perfectamente razonable que algún día deseara casarse, del mismo modo en que, en un ataque de aburrimiento o de pasión adquisitiva, podía tomar la decisión de comprarse un abrigo de pieles o una nueva pieza de joyería. Incluso había llegado a gustarle Charles Schofield. ¿Por qué, pues, la idea de Lorrimer en la cama de su hermana le había resultado intolerable ya desde el primer momento? Aunque, por lo menos, no había podido estar nunca en la cama de ella, no en Leamings. Se preguntó una vez más dónde se las ingeniaban para encontrarse, cómo se las había arreglado Domenica para tomar un amante nuevo sin que se enterase todo el laboratorio y todo el pueblo. ¿Cómo podían reunirse, y dónde?

La cosa había comenzado, desde luego, en aquella desastrosa cena de doce meses antes. En aquel momento les había parecido natural y correcto celebrar su ascenso a director invitando al personal más antiguo a una pequeña cena privada en su propia casa. Recordaba que habían tomado melón, seguido de boeuf stroganoff y una ensalada. Domenica y él apreciaban la buena comida, y a veces ella disfrutaba preparándola. Les había servido el clarete de 1961 porque era el vino que a Dom y a él les apetecía beber, y jamás se le hubiera ocurrido ofrecer algo inferior a sus invitados. Dom y él se habían cambiado porque era su costumbre. Les divertía cenar con cierta elegancia, separando así formalmente la jornada laboral de sus veladas en común. No era culpa de ellos que Bill Morgan, el examinador de vehículos, hubiera elegido acudir con una camisa de cuello abierto y pantalones de pana; ni a Dom ni a él les importaba en lo más mínimo que sus invitados vistieran de una u otra forma. Si Bill Morgan se sentía embarazado por estas triviales ceremonias del gusto, debería aprender a cambiarse de ropa o a cultivar una mayor confianza social en sus excentricidades indumentarias.

A Howarth en ningún momento se le había ocurrido pensar que los seis expertos incómodamente sentados en torno a su mesa bajo la luz de las velas, inmunes incluso a los efectos molificantes del vino, verían aquella situación como una elaborada charada gastronómica destinada a demostrarles su superioridad social e intelectual. Por lo menos Paul Middlemass, funcionario científico principal y examinador de documentos, había apreciado el vino, llevando la botella hacia su lado de la mesa y volviendo a llenar su vaso, mientras contemplaba a su anfitrión con perezosa e irónica mirada. ¿Y Lorrimer? Lorrimer no había comido prácticamente nada y aún había bebido menos, apartando su copa casi malhumoradamente y fijando sus grandes y llameantes ojos en Domenica como si nunca antes hubiera visto una mujer. Y ése, sin duda, había sido el comienzo. Cómo había continuado, cuándo y cómo habían seguido viéndose, cómo había terminado, eran cosas que Domenica no le había confiado.

La cena había sido un fracaso personal y público. Pero, se preguntó, ¿qué esperaban los expertos de mayor antigüedad? ¿Una velada a base de tragos en la cómoda intimidad del Moonraker? ¿Una celebración general en el ayuntamiento para todo el personal del laboratorio, incluyendo a la encargada de la limpieza, la señora Bidwell, y al viejo Scobie, el bedel del laboratorio? ¿«Venga jaleo, madre Brown» en la barra del pub? Quizá consideraban que el primer gesto debía venir de su lado. Pero eso equivalía a admitir que había dos lados. La sofistería convencional afirmaba que el laboratorio funcionaba como un equipo unido por un propósito común, con las riendas suave pero firmemente sujetas por las manos del director. Eso había dado buenos resultados en Bruche, pero allí dirigía un laboratorio de investigación bajo una sola disciplina. ¿Cómo se podía dirigir un equipo cuando el personal practicaba media docena de disciplinas científicas diferentes, utilizaba sus propios métodos, corría con la responsabilidad de sus propios resultados y, en último término, acudía en solitario a justificarlos y defenderlos en el único lugar en que se podía juzgar adecuadamente la calidad del trabajo de un científico forense, el estrado de los testigos ante un tribunal? Era uno de los lugares más solitarios de la tierra, y él nunca había estado allí.

Sabía que el viejo doctor Mac, su antecesor, solía encargarse de algún que otro caso «para no perder la costumbre», como decía él, corriendo hacia la escena del crimen como un viejo sabueso que olfatea con satisfacción pistas medio olvidadas, efectuando personalmente los análisis y, finalmente, presentándose en el estrado de los testigos como un profeta resucitado del Antiguo Testamento, para ser saludado por el juez con secos cumplidos judiciales y ruidosamente acogido por los abogados en el bar como un viejo e impenitente compañero de copas, mucho tiempo añorado, que les hubiera sido felizmente restituido. Pero éste jamás sería su estilo. Le habían nombrado para que dirigiera el laboratorio, y lo dirigiría a su manera. Morbosamente introspectivo bajo la fría claridad del alba, se preguntó si su decisión de seguir un caso de asesinato desde la llamada a la escena del crimen hasta el momento del juicio se debía verdaderamente al deseo de aprender o sólo a un pusilánime deseo de impresionar o, peor aún, de congraciarse con su personal, de demostrarles que sabía valorar sus conocimientos, que quería ser un miembro más del equipo. De ser así, se trataba de un error de juicio, otro más que añadir a la triste aritmética del fracaso desde que había aceptado el nuevo trabajo.

Parecía que estuvieran a punto de acabar. Habían desprendido el bolso de entre los rígidos dedos de la joven y las enguantadas manos de Doyle estaban esparciendo su menguado contenido sobre una lámina de plástico extendida sobre la capota del automóvil. Howarth a duras penas alcanzaba a distinguir la forma de lo que le pareció un pequeño monedero, un pintalabios, una hoja de papel plegada. Seguramente una carta de amor, pobre desdichada. ¿Habría Lorrimer escrito cartas a Domenica? Siempre era el primero en acudir a la puerta cuando llegaba el correo, y por lo general era él quien entregaba sus cartas a su hermana. Quizá Lorrimer estuviera enterado de ello. Pero tenía que haberle escrito. Tenían que citarse. Resultaba difícil creer que Lorrimer se hubiera arriesgado a telefonear desde el laboratorio o desde su casa por las noches, cuando era probable que él, Howarth, atendiera la llamada.

Estaban comenzando a retirar el cuerpo. La furgoneta de la funeraria se había acercado al borde de la depresión y estaban colocando la camilla en su lugar. Los policías sacaban unas mamparas de lona de su propia furgoneta, disponiéndose a cercar la escena del crimen. No tardaría en congregarse el pequeño grupo de espectadores, los niños curiosos ahuyentados por los adultos, los fotógrafos de la prensa… Vio que Lorrimer y Kerrison se habían apartado un poco de los demás y estaban conversando, vueltos de espaldas, muy juntas sus oscuras cabezas. Doyle cerraba su libreta y supervisaba la recogida del cuerpo como si éste fuese una prueba crucial y temiera que alguien pudiera romperlo. La claridad se intensificaba.

Esperó mientras Kerrison subía a su lado y juntos anduvieron hacia los coches aparcados. El pie de Howarth golpeó una lata de cerveza. Salió despedida, rebotando ruidosamente a través del camino, y chocó contra lo que parecía ser el desvencijado armazón de un pequeño bote de fondo plano, con un estampido como el de un tiro de pistola. El ruido le provocó un sobresalto. Con aire irritable, comentó:

—¡Qué lugar para morir! ¿Dónde diablos estamos exactamente? Al venir, he ido siguiendo a los coches de la policía.

—Le llaman el campo de tajón. Se trata del nombre local de esa especie de creta blanda que vienen extrayendo de aquí desde la Edad Media. En las cercanías no se encuentra ninguna clase de piedra dura para la construcción, de modo que utilizaban el tajón para la mayoría de las viviendas e incluso en los interiores de algunas iglesias. La capilla de Nuestra Señora que hay en Ely es un buen ejemplo. Casi todos los pueblos tenían sus pozos de tajón. Ahora están llenos de plantas. En primavera y verano, algunos de ellos resultan incluso bastante bonitos, como pequeños oasis de flores silvestres.

Le dio la información con voz inexpresiva, como un guía cumplidor repitiendo mecánicamente la perorata oficial. De pronto, pareció tambalearse y se sujetó a la portezuela de su coche. Howarth se preguntó si estaría enfermo o si aquello se debía a un excesivo cansancio. El patólogo volvió a enderezarse de inmediato y, tratando de mostrarse enérgico, añadió:

—Haré la autopsia en el San Lucas, mañana a las nueve de la mañana. El conserje del vestíbulo ya le indicará dónde. Le dejaré un mensaje.

Se despidió con una inclinación de cabeza, esbozó una sonrisa forzada, se acomodó en el automóvil y cerró de un golpe la portezuela. El Rover comenzó a bambolearse lentamente hacia la carretera.

Howarth advirtió que Doyle y Lorrimer estaban a su lado. La excitación de Doyle era casi palpable. Se volvió para mirar hacia la distante hilera de casas, al otro lado del campo de tajón, cuyas paredes de ladrillo amarillo con humildes ventanas cuadradas resultaban ya claramente visibles.

—Está allí, en alguna parte. Probablemente en la cama. Es decir, si no vive solo. No sería conveniente estar levantado y en movimiento a una hora demasiado temprana, ¿verdad? No, estará tendido allí, preguntándose cómo puede actuar con normalidad, esperando el automóvil anónimo, la llamada a la puerta. Si vive solo, desde luego, la cosa cambia. Estará yendo de un lado a otro en la penumbra, preguntándose si no tendría que quemar su traje, rasparse el barro de los zapatos. Pero no podrá eliminarlo todo. Siempre quedarán indicios. Y no tendrá una caldera lo bastante grande para el traje. Y aunque la tuviera, ¿qué nos dirá cuando se lo pidamos? Conque es posible que no esté haciendo nada. Estará tendido allí, esperando. No estará dormido. No durmió anoche. Y se pasará bastante tiempo sin dormir.

Howarth se sintió ligeramente mareado. Había tomado una cena temprana y frugal, y se daba cuenta de que tenía hambre. La sensación de náusea resultaba peculiarmente desagradable con el estómago vacío. Dominó su voz, sin expresar otra cosa que un interés casual:

—Entonces, ¿le parece que se trata de un caso relativamente sencillo?

—El asesinato doméstico casi siempre lo es. Y me imagino que se trata de un asesinato doméstico. Chica casada, un resguardo de entrada del Baile de los Solteros local, una carta en el bolso con amenazas si no deja en paz a otro tipo. Un extraño no conocería este lugar. Y, aunque lo conociera, ella no habría venido aquí con él. A juzgar por cómo la hemos encontrado, parece que estuvieron cómodamente sentados un rato antes de que él le echara las manos al cuello. Se trata de saber si salieron los dos juntos de casa o si él salió antes y la estaba esperando.

—¿Sabe ya quién es?

—Todavía no. No hay ninguna agenda en el bolso; las de esa clase no llevan jamás agendas. Pero lo sabré en media hora.

Se volvió hacia Lorrimer.

—Calculo que las pruebas llegarán al laboratorio sobre las nueve o así. ¿Le dará prioridad a este caso?

La voz de Lorrimer fue áspera:

—El asesinato siempre tiene prioridad. Ya lo sabe.

El exultante y complacido bramido de Doyle le alteró los nervios a Howarth:

—¡Gracias a Dios que algo la tiene! El caso Gutteridge se lo están tomando con mucha calma. Ayer estuve en el departamento de biología y Bradley me dijo que el informe aún no estaba listo; estaba ocupado con un caso para la defensa. Todos conocemos la estupenda ficción de que el Laboratorio es independiente de la policía, y en general me complace seguir el juego. Pero el viejo Hoggatt fundó el lugar como un laboratorio de la policía y, a fin de cuentas, eso es lo que sigue siendo. Conque hágame un favor: no se duerma con este caso. Quiero cazar al palomo, y deprisa.

Se balanceaba suavemente sobre los talones, con el rostro sonriente alzado hacia el amanecer como un sabueso feliz olfateando el aire, eufórico por la excitación de la caza. Parecía extraño, pensó Howarth, que no hubiera percibido la fría amenaza de la voz de Lorrimer.

—El Laboratorio Hoggatt realiza ocasionalmente análisis para la defensa, si así nos lo solicitan y si las pruebas son empaquetadas y entregadas de la forma estipulada. Tal es la política del departamento. Todavía no somos un laboratorio de la policía, por más que tengan ustedes la costumbre de entrar y salir como si se tratara de su propia cocina. Y soy yo quien decide las prioridades en mi laboratorio. Recibirá su informe en cuanto esté listo. Entretanto, si desea hacer alguna pregunta, diríjase a mí y no a mi personal subalterno. Y no vuelva a entrar en mi laboratorio sin haber sido invitado.

Sin esperar respuesta, echó a andar hacia su automóvil. Doyle le siguió con la vista, sumido en una especie de airado desconcierto.

—¡Me cago en…! ¡Su laboratorio! ¿Qué bicho le ha picado? Últimamente está tan quisquilloso como una perra en celo. Si no se controla, acabará en el sofá de un comecocos o encerrado en un manicomio.

Howarth replicó fríamente:

—Tiene toda la razón, desde luego. Cualquier pregunta sobre el trabajo debe ir dirigida a él, no a un miembro de su personal. Y lo normal es pedir permiso antes de entrar en un laboratorio.

La repulsa hizo mella. Doyle frunció el ceño. Sus facciones se endurecieron. Howarth tuvo un desconcertante vislumbre de la apenas controlada agresividad que se ocultaba bajo su máscara de despreocupado buen humor.

—El viejo doctor Mac siempre recibió bien a la policía en su laboratorio —dijo Doyle—. Tenía la extraña idea, ya ve usted, de que ayudar a la policía era la razón de todo. Pero, si no nos quieren, hablen ustedes con el jefe. Ya dará él sus instrucciones.

Giró sobre sus talones y se alejó hacia su coche sin esperar respuesta. Howarth pensó: «¡Maldito Lorrimer! Todo lo que él toca se me tuerce». Sintió un espasmo de odio tan intenso, tan físico, que le hizo basquear. ¡Si pudiera ver el cuerpo de Lorrimer tendido en el fondo del pozo de tajón! ¡Si fuera su cadáver el que depositaran al día siguiente sobre la porcelana de la mesa para las autopsias, entregándolo a la evisceración ritual! Howarth sabía bien qué le pasaba. El diagnóstico era tan sencillo como humillante: esa espontánea fiebre de la sangre que puede permanecer engañosamente adormecida y de pronto, como le sucedía en aquellos momentos, estallar en una deflagración de sufrimiento. Los celos, pensó, eran tan físicos como el miedo; la misma sequedad de la boca, el corazón desbocado, la inquietud que destruía el apetito y la paz. Y sabía también que esta vez la enfermedad era incurable. Carecía de importancia que las relaciones hubieran terminado, que también Lorrimer estuviera sufriendo. La razón no era capaz de curarle, como tampoco, sospechaba, la distancia ni el tiempo. Sólo la muerte podía solventarlo; la muerte de Lorrimer o la suya.