Capítulo 2

Inmóvil tras los visillos del rellano delantero, la mano derecha ahuecada sobre el pálido parpadeo de su lamparilla, Eleanor Kerrison percibió el súbito destello rojo de las luces traseras del Rover cuando el coche se detuvo en el portón antes de girar a la izquierda y acelerar hasta perderse de vista. Permaneció esperando hasta que el resplandor de los faros se hubo desvanecido por completo. Entonces se volvió y anduvo por el corredor hacia la habitación de William. Sabía que no se habría despertado. Su sueño era una sensual glotonería de olvido. Y mientras durmiera, ella sabía que estaba a salvo, que podía sentirse libre de su ansiedad. Contemplarlo entonces era un gozo tan entremezclado de anhelo y compasión que, en ocasiones, asustada de sus propios pensamientos en vela pero temiendo más las pesadillas del sueño, llevaba la luz al dormitorio del niño y se agazapaba junto a la cuna durante una hora o más, la vista fija en la cara del dormido que, con su paz, apaciguaba la inquietud de ella.

Aunque estaba segura de que no se despertaría, hizo girar el tirador de la puerta tan cuidadosamente como si creyera que podía explotar. La vela que ardía uniformemente en la palmatoria se volvió innecesaria; la luz lunar, entrando a raudales por las ventanas sin cortinajes, extinguía la amarillenta claridad de la llama. William, enfundado en su desaliñado pijama, estaba como siempre tendido de espaldas, con ambos brazos alzados por encima de la cabeza. Tenía la cabeza caída hacia un lado, y el delgado cuello, tan tenso y tan quieto que le veía latir el pulso, parecía demasiado frágil para sostener el peso de la testa. Sus labios estaban ligeramente entreabiertos, y ella no podía ver ni oír el leve susurro del aliento. Mientras lo contemplaba, él abrió de pronto unos ojos sin visión, los puso en blanco y, con un suspiro, los cerró de nuevo y volvió a sumirse en su pequeña apariencia de muerte.

Ella ajustó suavemente la puerta al salir y regresó a su propio cuarto, inmediatamente contiguo. Arrancando el edredón de la cama, se envolvió los hombros con él y volvió a cruzar el rellano hacia la parte superior de la escalera. El pasamano de roble profusamente tachonado se curvaba hacia las tinieblas del vestíbulo, donde el acompasado tictac del reloj del abuelo resonaba de forma tan antinaturalmente fuerte y ominosa como una bomba de tiempo. Hasta su olfato llegó el olor de la casa, agrio como el de un termo cuyo contenido se ha vuelto rancio, impregnado de los tristes efluvios de pesadas cenas clericales. Dejando la palmatoria junto a la pared, se sentó en el último peldaño, se arrebujó en el edredón y escrutó la oscuridad. Bajo sus desnudas plantas, la alfombra de la escalera era rasposa. La señora Willard no le pasaba nunca la aspiradora, aduciendo que su corazón no soportaría el esfuerzo de arrastrar el aparato de escalón en escalón, y su padre jamás parecía advertir el desaseo o la suciedad de su casa. Después de todo, pasaba muy poco tiempo en ella. Rígidamente sentada en la oscuridad, la chica pensó en su padre. Quizás hubiera llegado ya a la escena del crimen. Dependía de lo lejos que estuviera: si se hallaba en el mismo límite de su zona, quizá no pudiera volver hasta la hora del almuerzo.

Pero su esperanza era que regresara antes del desayuno para que la encontrase allí, solitaria y agotada, acurrucada al final de la escalera en espera de su llegada, atemorizada por el hecho de haberse quedado sola. Él guardaría silenciosamente el automóvil, dejando el garaje abierto para que no la despertara el golpe de la puerta, y entraría a hurtadillas como un ratero por la puerta de atrás. Ella oiría correr el agua en el cuarto de baño de la planta baja, sus pisadas sobre el teselado suelo del vestíbulo. Después, él alzaría la mirada y la vería. Se precipitaría escaleras arriba, desgarrado entre el ansia que sentiría por ella y el miedo a despertar a la señora Willard, con el rostro repentinamente envejecido por el cansancio y la preocupación cuando rodeara sus temblorosos hombros con los brazos.

—¡Nell, cariño! ¿Cuánto rato llevas aquí? Tendrías que estar aún en la cama. Vas a enfriarte. Venga, chica, ya no debes tener miedo de nada. Ya he vuelto. Mira, te acompaño otra vez a la cama y tú procuras dormir un poco más. Yo me ocuparé del desayuno. ¿Qué tal si te lo subo en una bandeja dentro de media hora, más o menos? ¿Te gustaría?

Y la conduciría de vuelta a su habitación, lisonjeándola, tranquilizándola con sus murmullos, intentando fingir que no tenía miedo: miedo de que ella comenzara a llorar por su madre; miedo de que apareciera la señora Willard, toda reproches y lamentaciones, y se quejara de que no la dejaban dormir; miedo de que la pequeña y precaria familia acabara desmoronándose y lo separaran de William. Era a William a quien quería, no soportaría perder a William. Y únicamente podría conservar a William y evitar que el tribunal concediera la custodia a mamá si ella estaba en casa y le ayudaba a cuidar a su hermano.

Pensó en el día que iba a comenzar. Era miércoles, un día gris. No uno de los días negros, en los que no veía en absoluto a su padre, pero tampoco un día amarillo como el domingo, cuando, si no era requerido, podía pasar casi todo el tiempo en casa. Por la mañana, inmediatamente después de desayunar, iría al depósito judicial de cadáveres a realizar la necropsia. Habría también otras autopsias por hacer: los que habían muerto en el hospital, los viejos, los suicidas, las víctimas de accidente. Pero el cuerpo que probablemente estaba examinando en aquellos momentos sería el primero en pasar por la mesa de las autopsias. El asesinato tiene prioridad. ¿No era eso lo que decían siempre en el laboratorio? Se preguntó distraídamente, sin verdadera curiosidad, qué debía de estar haciendo su padre en ese mismo instante con aquel cadáver desconocido, joven o anciano, hombre o mujer. Le hiciera lo que le hiciese, el cuerpo no lo sentiría, no se daría cuenta. Los muertos ya no tenían nada que temer, y no había nada que temer de ellos. Eran los vivos quienes tenían el poder de hacer daño. Y de pronto se movieron dos sombras en la oscuridad del vestíbulo, y oyó la voz de su madre, estridente, pavorosamente extraña, una voz tensa, quebrada y desconocida.

—¡Siempre tu trabajo! ¡Tu asqueroso trabajo! Y, Dios me valga, no es raro que sepas hacerlo bien. Te falta valentía para ser un verdadero médico. Hiciste un diagnóstico equivocado cuando empezabas y ahí se acabó todo, ¿verdad? No podías soportar la responsabilidad de los cuerpos vivos, de la sangre que fluye, de los nervios que realmente sienten. Tú sólo sirves para chapucear con los muertos. Te gusta, ¿verdad?, que te den este trato… Las llamadas telefónicas a cualquier hora del día o de la noche, la escolta policial… No te importa tenerme enterrada viva en estos asquerosos marjales, con tus hijos. Ya ni siquiera nos vemos. Te interesarías más por mí si estuviera muerta y tendida sobre tu losa. Así al menos te verías obligado a prestarme alguna atención.

Contestó el bajo murmullo defensivo de la voz de su padre, desalentado, abyecto. Ella había estado escuchando en la oscuridad y había deseado gritarle:

—¡No le contestes así! ¡No estés tan hundido! ¿Es que no ves que así sólo consigues que te desprecie más aún?

Las palabras le habían llegado fragmentadas, apenas audibles:

—Es mi trabajo. Es lo que sé hacer mejor. Es lo único que sé hacer. —Y luego, con mayor claridad—: Es lo que nos da de comer.

—A mí, no. Ya no más.

Y luego el violento portazo.

El recuerdo fue tan vívido que por un instante llegó a creer que oía el eco de aquel portazo. Se incorporó, tambaleante, y, envolviéndose en el edredón, abrió la boca para llamarlos. Pero entonces vio que el vestíbulo estaba vacío. En él no había nada más que la débil imagen del vidrio coloreado de la puerta delantera por donde se filtraba la luz de la luna, el tictac del reloj, el bulto de las chaquetas colgadas del perchero. Volvió a sentarse sobre el escalón.

Y entonces se acordó. Tenía que hacer una cosa. Metiendo la mano en el bolsillo de la bata, sintió el frío y escurridizo tacto de la plastilina que había utilizado para modelar una figura del doctor Lorrimer. La extrajo cuidadosamente por entre los pliegues del edredón y la sostuvo ante la llama de la vela. La figura estaba un poco deformada, y el rostro cubierto de borrilla de la bata, pero aún seguía entera. Enderezó sus largas extremidades e hizo presión sobre las hebras de algodón negro que había utilizado como cabello para hundirlas más firmemente en la cabeza. La bata blanca, cortada de un pañuelo viejo, le parecía lo más conseguido. Lástima que no hubiera podido utilizar uno de los pañuelos del doctor o un mechón de su propio pelo. La figurita representaba algo más que el doctor Lorrimer, que no había sido amable con ella y con William, que prácticamente los había echado de su laboratorio. Representaba todo el Laboratorio Hoggatt.

Y ahora, a matarlo. Golpeó suavemente la cabeza de la figura contra el pasamano, pero la plastilina solamente se aplastó y la cabeza perdió su identidad. Volvió a darle forma con dedos cuidadosos y la acercó a la llama. Pero el olor era muy desagradable y tenía miedo de prenderle fuego al blanco lino. Hundió profundamente la uña de su meñique por detrás de la oreja izquierda de la figurita. Fue un corte limpio, directamente a través del cerebro. Eso estaba mejor. Satisfecha, emitió un suspiro. Sujetando la criatura muerta en la palma de su mano derecha, aplastó la plastilina rosada, la bata blanca y el cabello de algodón hasta formar una masa amorfa. Luego, arropándose bien con el edredón, se quedó sentada y esperó a que amaneciera.