Prólogo

«La fantasía es verdadera, por supuesto. No es real pero es verdadera. Los niños lo saben. Los adultos lo saben también, y precisamente por ello muchos temen la fantasía. Temen a los dragones porque temen la libertad».

URSULA K. LEGUIN

(Why Are Americans Afraid of Dragons?)

La ocasión que se me brinda de presentar esta nueva colección[1] dedicada a la fantasía es única para lucir profundos conocimientos de erudición literaria, y desarrollar un sesudo análisis paradigmático destinado a justificar la existencia de un anhelo popular hacia el producto que esta editorial se propone ofrecer. Por ello, e inspirado en parte por el texto citado en la cabecera, aprovecharé para esbozar unas cuantas inconsistencias.

Permítaseme que en primer lugar divida al mundo en dos mitades: los buenos y los malos. Los buenos, faltaría más, somos nosotros, ardientes defensores del derecho inalienable de imaginar lo imposible. Los malos son todos aquellos enanos mentales que defienden la superioridad de los valores de la narrativa realista frente al fantástico, mirándolo desde su pedestal como a una especie de pariente pobre que ha sucumbido a las desidias del escapismo. (Hay una tercera mitad que comprende a todos aquéllos que nunca leen una novela: desde los analfabetos basta los que dicen no tener tiempo. Obviamente, esta mitad no cuenta).

Por suerte los malos son cada vez menos numerosos, y dentro de poco serán calvos. Hay una diferencia substancial entre leer un libro escapista y el placer de leer una obra imaginativa, porque si en algo se distingue el hombre de otros animalitos que a veces también caminan sobre dos patas es en su capacidad de llegar a imaginar algo tan improbable como, por ejemplo, un hobbit. Y si algo muestra con claridad inequívoca la esencia de sus aspiraciones más secretas es la magia, el deseo de todo lo que representa, y el temor a su precio. La fantasía es verdadera, y quienes la desprecian han matado al niño que llevan dentro, han matado la eterna capacidad de maravillarse de su propia naturaleza y de sus sueños.

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En los últimos años se ha visto un resurgimiento de las formas más clásicas de la fantasía, cuya creciente popularidad está acaparando el mercado del fantástico. Dejando aparte la consideración de factores externos como podría ser la creciente desconfianza en la primacía que el racionalismo y la ciencia tienen en la sociedad contemporánea, el impacto que está causando puede entenderse por su aceptación de un reto que nunca antes había encarado directamente la literatura. El moderno cultivador del género se enfrenta a la elaboración de universos enteros y a la elaboración simultánea de sus reglas, debiendo conseguir que lo que no es real se sostenga a sí mismo como verdadero.

Y me perdonará el lector que no corte todavía mi indigesta verborrea, pero queda pendiente uno de los puntos esenciales de todo prólogo que se precie (y éste, aunque a ratos no lo parezca, se precia muchísimo): hay que situar a los autores y obras que se anuncian. Para ello, daré un breve y muy superficial repaso de lo que ha llevado a la fantasía a ser lo que es. Obviando la influencia de Poe o fuentes como Las mil y una noches, me centraré en su desarrollo como género durante el presente siglo.

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El punto de partida podría ser el británico Henry Ridder Haggard, autor de obras imperecederas como Las minas del rey Salomón[3] y Ella[4], a las que siguió una cantidad considerable de otras novelas hasta bien entrados los años veinte. Con ellas se popularizó el uso de elementos como la inmortalidad y los mundos perdidos en el seno de la novela de aventuras. También en la Inglaterra de la época cabe mencionar a E. R. Eddison y su notable The Worm Ouroboros[5], y sobre todo a Lord Dunsany, quien, con obras como La espada de Welleran[6], Cuentos de un soñador[7] o La hija del rey del país de los elfos[8], por citar tan sólo aquellos títulos más o menos asequibles al lector castellano, fuera una de las figuras más influyentes en el posterior desarrollo de la fantasía. En estos autores pueden encontrarse los embriones de lo que sería la fantasía heroica —o espada y brujería, como a veces se la denomina más visualmente—, y la reelaboración de elementos de la mitología céltica que acudirían a enriquecer el género.

Pasando a la narrativa norteamericana, hay dos figuras que destacan en el mercado de las revistas populares del momento. Edgar Rice Burroughs, creador de Tarzán de los monos[9] y de Una princesa de Marte[10], primeras entregas de sendas series que convirtieron a su autor en una de las firmas más vendidas de toda la historia de la literatura, y el no menos popular Abraham Merritt, de quien citaremos únicamente la inolvidable The Ship of Ishtar.[11] En la obra de ambos se produjo la fusión de los elementos hasta ahora enumerados con las posibilidades que ofrecía la ciencia ficción, constituyendo el primer paso hacia la exploración de los ilimitados horizontes del género.

Otro personaje que resulta obligatorio mencionar es James Branch Cabell, con novelas de corte paródico tan delirantes como Jurgen[12], Figures of the Earth[13] y The Silver Stallion[14], en las que demuestra una riqueza de recursos extraordinaria. Su influencia no fue demasiado marcada, y sólo recientemente ha sido rescatado de un olvido inmerecido.

Considerado el padre de la fantasía heroica, Robert E. Howard es mayormente conocido por uno de los muchos personajes que surgieron de su pluma: Conan, cuyas historias originales aparecieron en la revista Weird Tales[15] entre 1932 y 1936. También habituales de la misma fueron H. P. Lovecraft y Clark Ashton Smith, este último un barroco creador de mundos imaginarios cuya obra perdura magníficamente.

Durante las décadas siguientes, la fantasía evolucionó en Estados Unidos a caballo entre la fantasía heroica y la ciencia ficción, apareciendo un aluvión de historias en las que se repetían una y otra vez los mismos esquemas. De entre una lista interminable, destacaremos tan sólo a Catherine L. Moore y su ciclo de Northwest Smith[16], escrito durante los años treinta, Leigh Brackett, autora de una serie de novelas más que notables con las que homenajeó a Burroughs —y de las que se encuentra traducida La espada de Rhiannon[17]—, y muy especialmente a Fritz Leiber, cuya saga de Fafhrd y el Ratonero Gris trascendió las limitaciones de este subgénero y ha quedado consagrada como la obra cumbre del mismo.

La creación de mundos imaginarios fue una aventura que sólo emprendieron ocasionalmente autores de ciencia ficción al hacer incursiones en nuestro género. The Dying Earth[18], con sus diversas secuelas, de Jack Vance, es el ejemplo más importante. A pesar de la escasez de este tipo de novelas, el entusiasmo con que eran acogidas puede considerarse indicador del auge que alcanzarían posteriormente.

La definitiva revitalización de la fantasía se originó con la incorporación a su imaginería de los resultados que distintos autores ingleses —repentinamente descubiertos por un público adulto que se sintió maravillado— habían obtenido en el campo de la literatura juvenil. Se trata, en particular, de C. S. Lewis y The Chronicles of Narnia[19], y de J. R. R. Tolkien con El hobbit[20] y El Señor de los Anillos[21], una obra ya más ambiciosa que supongo y espero sea conocida del lector. Tras la difusión que tuvo El Señor de los Anillos a partir de los años sesenta, la fantasía nunca volvería a ser la misma. Asimismo, también resultó influyente la figura de Mervyn Peake, debido a la riqueza de detalles del universo en que se desarrolla su Titus Trilogy[22], una obra destinada al público adulto.

Y no hay mucho más que añadir, ya que la popularidad que ha llegado a alcanzar el género en los últimos años ha motivado la constante aparición de nombres nuevos, tantos que resulta difícil seguirles la pista y hacerse una idea de sus méritos. Lo que sigue es, pues, una selección bastante personal.

Entre las muchas secuelas tolkienianas, la obra que más impacto ha causado entre el público es la Trilogía de Terramar[23], de Ursula K. LeGuin, una de las personalidades de mayor talla en la ciencia ficción norteamericana. A su lado, y también enfrentándose a la tarea de construir un universo, hay que destacar a Nancy Springer, con The White Hart[24] y el resto de su poética serie sobre Isla.

En Inglaterra, dos personalísimos escritores han enriquecido la fantasía recientemente. Por un lado, el polifacético Michael Moorcock, quien ha conseguido algo que parecía imposible: dar un tratamiento nuevo a la fantasía heroica, llevándola como nunca antes al terreno de la elaboración de universos. Moorcock es el creador de más de media docena de personajes que transitan el «multiuniverso», especie de tablero de ajedrez cósmico donde tiene lugar el enfrentamiento eterno del Caos y el Orden; la novela Elric of Melniboné[25] es la primera de la serie en que aparece la más popular y conocida manifestación del Campeón Eterno.

Y, por último, Tanith Lee, en cuya obra se recogen las influencias más diversas para demostrar que la fantasía se encuentra en un momento de esplendor. De entre su más reciente y espectacular producción, con la que ha ganado el título indisputado de «reina de la fantasía», hemos escogido el libro que el lector tiene en sus manos para abrir la colección, con la seguridad de que su magia conseguirá hacerle soñar sueños más allá de lo imposible.

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Pero ¿y Michael Ende? ¿Cómo encajan Momo[26] y La historia interminable[27] en todo esto? Bueno, ésa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión.

ALEJO CUERVO