El poder del dios negro de Volk estaba agotado, acabado. Jamás retornaría, porque el amor lo había cambiado, amor tan fuerte como odio, tan resuelto, tan cruel, y el amor mantendría ese poder blanco del mismo modo que conservaba blanca la imagen. El reino de Volk había caído otra vez. Anteriormente fue el joven que cayó hacia la muerte, arrastrando la oscuridad con él. Pero en esta ocasión fue la doncella, besando a la Muerte en su fría mejilla, prohibiendo la Noche para siempre, simplemente llamándola Día. También ella era experta de la ilusión, conjuradora de almas. Ella era todo lo que había dicho. La hermana del mago con la magia de sus lágrimas y su abierto y salvaje corazón. Incluso la oscura piedra del bastón de mago-presentador, aquel fragmento del mismo Takerna, estaba tan clara como una perla.
Kernik lloró aquella primera vez, gimoteó de abyecto temor, al notar que la grandeza huía de él. En esta ocasión, igual que un hombre que de pronto se queda sin extremidades, Volk se esforzó ciega, frenéticamente en cubrir su desnudez, en hacer una ilusión. Y la habilidad estaba muda. Bien porque su dios ya no era suyo, o bien porque no tenía total confianza en ser maestro sin la capa de su maestro echada sobre sus hombros.
Volk se revolvió, gruñó, miró a un lado, luego a otro, desafiante, enseñando los dientes, igual que un perro rabioso, pero sólo era un hombre. Sólo eso.
Iba vestido con jirones de cosas, harapos de la vulgar y pobre realidad sobre la que había construido las galas de su esplendor, engañando a todo el mundo, incluso a sí mismo.
Si aquella gente le atacaba, si le atacaba como la gente ataca siempre al coloso caído, Volk podría defenderse con nada. Ninguna forma de lobo para herir a la chusma, ningún ala de halcón que le llevara al cielo del amanecer que alejaba la tormenta de la ciudad.
Volk empezó a dar vueltas. Quería lamerse las heridas, huir, estar seguro, aullar y golpear las rocas con sus manos. Desconocía su edad, no podía calcularla, pero de nuevo era un adolescente, roto y desvalido ante la gente en la nieve bajo el pico.
Y el hechizo había abandonado a los ciudadanos de Arkev. La venganza calentaría sus heladas venas. Manos buscando cuchillos, buscando piedras a tientas, como anteriormente.
¿Podía morir él? ¿Podían matarle? No, de algún modo Volk presentía que, al menos, quedaría abandonado a sí mismo, al incierto lapso que había recibido a cambio de sangre y alma. Y él continuaba sin proyectar sombra, a diferencia de los tres secuaces que había mantenido cautivos durante tanto tiempo. La bruja llamada Shaina había recobrado sus almas, las almas que Volk les había arrebatado. Sólo la suya, ofrecida, voluntariamente, y destruida, era irreclamable. Y aquellos tres, ¿qué harían? La joven Yevdora lloraba, Roshi sonreía, divertido. El joven actor, no obstante, estaba de pie, arrogante, frío, conocía a Volk, le conocía perfectamente, a él y a sus obras. Dasyel no sentía simpatía por su esclavitud. Estaba buscando una espada, preguntándose si sus puños servirían, ojos fijos con verdeazulado hielo en la arrebolada cara del encogido mago…
Volk se volvió. Volk echó a correr. Espanto, agonía y desesperación mordieron y acuchillaron al exmago. Aulló, tal como quería, como un lobo. Saliendo del Templo como una exhalación, corrió por las calles. Su ímpetu, su maniaco aullido le permitieron pasar entre el excitado gentío, que poco después, no obstante, salió tras él.
Volk no era ya tan veloz, ya no, no tan ágil, toda su agilidad se perdió en cadenas y mazmorras hacía eones.
Curiosamente, nadie pudo atraparle. Quizá aborrecían la idea de tocarle. Y quizá, en ese día del dios blanco, Sovan Tovannazit, la gente no era capaz de asestar golpes de odio.
Volk llegó al río Karga. Estaba loco y totalmente destrozado. Se lanzó al agua, él, que había sido el lucio, el rey de los peces, que había nadado y pescado en los profundos y verdes terrenos acuáticos. Volk el hombre pensó que se ahogaría o ardería, una de las dos cosas, cuando el río cubrió su cuerpo, le asfixió, y se apresuró a salir a la superficie entre burbujas, recibiendo las piedras y frutas podridas que la gente de Arkev le tiraba.
Volk jamás llegó a oír el grito cuando brotó, cuando brotó junto con palomas y melodiosas campanadas para recibir al sol:
—¡La bestia negra ha muerto, muerto, muerto! También Arkev estaba libre de sus cadenas.
El tiempo de los esclavos había pasado.
Y después de todo esto, silencio. Y en el silencio, cosas que arreglar.
Los alfareros hacen vasijas con los lados lisos, pero la vida no es así.
Woana, la princesa vulgar, ya Duquesa de Arkev y con su gata ronroneando exclusivamente en sus rodillas, como antes, jamás pensó en tener un marido, y menos dos. En los meses que siguieron, alguien al que ella miró tímidamente una vez, alguien en quien habría confiado, un moreno gordinflón, flautista, amigo de niños y gorriones, iba a convertirse en algo que jamás soñó: Duque del Korkeem, esposo de Woana.
Al principio él la miró y sólo vio una sosa jovencita. Sintió pena por ella, y trató de animarla, siempre su costumbre, Roshi, el siempre amable. Luego vio que ella florecía con su amabilidad y vio también otras cosas. La amabilidad de Woana, su humildad, su asombrosa solicitud con la gente de la blanca ciudad. Porque Woana, ya adulta, había tomado la decisión de no gobernar neciamente, como su padre, ni maliciosamente como Volkhavaar. Había extraído provechosas lecciones. Y cuando un día Roshi descubrió que le gustaba la compañía de la Duquesa más que la de cualquier otra persona, del mismo modo que siempre le había gustado sentarse a mirar a un pajarillo cuya ala había curado, verlo bien y feliz, cuando vio cómo le miraba aquella mujer, las cosas iban a arreglarse. Roshi dirá a Woana: «No puedo casarme con una Duquesa. Renuncia al título y ven a vivir conmigo en el campo». Y Woana responderá: «Debo estar aquí y atender a mi pueblo», y su cabeza estará tan erguida como la de Shaina. Y Roshi tendrá que acceder a ser Duque, cosa que en realidad será poco importante, excepto que ciertos embajadores de países extranjeros se maravillarán del talento musical del Duque, y de las maravillosas vueltas de acróbata que efectúa después de la comida. Y cuando una o dos cunas estén llenas, Woana le dirá: «Amado Esposo» y lo dirá en serio. «Explícame una cosa», preguntará la Duquesa, «¿por qué me quieres, si soy tan vulgar?». Y Roshi contestará: «Nadie repara en el ruiseñor hasta que canta». Y cualquiera que mire atentamente a Woana entonces verá en cualquier caso que ella ya no es vulgar, ni mucho menos.
Esto por lo que respecta a Roshi y Woana.
En cuanto a Yevdora, ella volverá al hogar y se casará con un hombre seguro y trabajador, que es bastante inevitable, aunque poco emprendedor por su parte. En realidad, pese a su encanto, sólo la magia de Volk había hecho interesante a Yevdora. Ella estará satisfecha en su hogar de Yevdor, con su rueca, sus hijos y un esposo no mago, y ¿quién puede culparla por eso?
Y así, casi con el último giro de la rueda, y de la arcilla que inició el relato, llegamos a la esclava y a su actor. Y para eso la rueda debe pararse en ese primer amanecer de Arkev tras la huida del mago.
En el silencio que cubrió Arkev, podía oírse el canto de los pájaros en lo alto del cielo, menudas campanas tañendo junto al sol.
Todo el mundo abandonó el Templo: la gente, incluso los sacerdotes salieron a la calle para saludar a la mañana. Todos menos dos personas. El Templo estaba blanco, limpio, y el enorme y gentil dios reposaba en su blancura, inmóvil como si durmiera.
Y bajo él se hallaba Shaina, y a cinco metros de ella Dasyel. Y ambos se miraron, fija, atentamente, con desenvoltura y sinceridad, por fin.
Si lo hubiera encontrado así mucho antes, cuando se enamoró de él, Shaina no habría podido mirarle con tanta calma, directamente a los ojos, esos ojos que taladraban su alma. Se habría puesto a temblar, habría bajado los ojos con la emoción dura como roca en su garganta. Pero habían sucedido cosas entre tanto, cosas extrañas, más extrañas incluso que el encantamiento de Dasyel por parte del mago. Shaina podía mirar y ver, y no había duda.
Barbayat le había explicado que ella lo vería, y así fue. En los ojos de Dasyel había admiración, simpatía, incluso deseo, pero no amor, no amor como el de Shaina. Y ella comprendió entonces que un amor como el suyo, enfrentado a un amor inferior, devoraría y mutilaría al joven actor, y era cierto.
Dasyel, el hijo del noble, el actor, le hizo una hermosa reverencia y le dijo:
—Creo que la joven dama es una bruja… ¿Puedo conocer su nombre para darle las gracias? Porque imagino que ella comprende lo que ha hecho por mí…
—Me llamó Shaina —dijo ella—, con tu permiso. Y tú Dasyel. Eso es todo lo que sé.
Pero él también estaba mirándola a los ojos, y había visto en su mente igual que ella en la de él. Se acercó un paso, y le dijo graciosamente y en voz baja:
—La joven dama que es una bruja llamada Shaina sabe que yo estaré eternamente en deuda con ella. Ella es muy hermosa e inteligente, y si ella quisiera aceptarme como esposo, me sentiría excepcionalmente honrado.
—Tú —dijo Shaina, en voz aún más baja— serías excepcionalmente tonto. Es una tontería, ¿sabes?, que un hombre joven tan inteligente tome por esposa a una mujer que no ama.
Dasyel la miró un minuto o más. Finalmente dijo:
—Creo que sería muy fácil acostumbrarse a amarte, Shaina.
—Y yo creo —dijo Shaina— que te amé sin tener que acostumbrarme, que tú eres mi único amor, que nunca amaré a otro hombre. No me avergüenza decirte esto. No hay vergüenza cuando se ama y nunca la hubo. Y tampoco te reprocho que tus ojos no respondan a los míos. Es algo que no puede evitarse. He llevado tantas cadenas que no deseo encadenar a otras personas. Tu camino, deduzco, es el mismo de siempre y yo no puedo recorrerlo contigo. Vete libremente, Dasyel, no me debes nada. ¿Ofrecemos pago al grano cuando madura o a la luna cuando sale? Yo no podía hacer más que lo que hice.
Después de lo cual Shaina sonrió, porque su tristeza no era esa clase de tristeza que imposibilita la sonrisa. Se acercó un poco a él y le tocó el rizado cabello con un dedo.
—He oído decir que los que tienen el pelo rizado tienen pensamientos rizados. Será mejor que lo tengas presente en el camino.
Y luego, todavía sonriente, Shaina se volvió y se alejó hacia la puerta del Templo. Y Dasyel gritó:
—¡Quizá nos veamos otra vez, Shaina la bruja!
—¡Si me necesitas, búscame, te ayudaré! Si puedes encontrarme, te aguardaré. Nunca habrá otro hombre, y si vuelves conmigo me alegraré. Pero yo no me preocuparé ni te buscaré, Dasyel. Que el sol siempre brille en ti, y adiós.
Y de este modo Shaina emprendió su camino, y Dasyel el suyo. El camino de Dasyel era el antiguo, el de los actores, el camino de la lluvia y las duras camas, el camino de los pintados carromatos, los príncipes de estrelladas armaduras, las amantes, las peleas, la tierra siempre cambiante. El camino de Shaina acababa en la puerta de Barbayat, y empezaba allí también. Después de eso nadie llamaría hechicera a Shaina sin motivo. Tal era la cima que había pensado Shaina, el camino que la atraía y que, por su amor, nunca antes había visto, del mismo modo que raramente se ve la tierra bajo su manto de hierba, aunque está allí, y no puede dudarse. La ironía de la historia de Shaina es meramente que su amor se convirtió, al final, en su motivo y no en su meta, el umbral y no la casa.
Y quizás un día, en cualquier caso, alguien llegue caminando por la montaña de Barbayat, u otra montaña donde esté Barbayat y su hija aprendiza, alguien con pelo negro y rizado, pensando en Shaina como antes había pensado ella en él. ¿Quién sabe?
Porque todas las cosas cambian, nada es seguro.
¿Quién se atreve a decir, por ejemplo, que esa caída del mago fue la última? En alguna enlodada orilla, muy lejos, río Karga abajo, imaginen algún hombre-pez arrastrado a la costa por las aguas, Kernik Volk, ya no Volkhavaar, mirando alrededor, frío como el odio, iniciando de nuevo el torbellino de su guerra con el Korkeem y los hombres.
Porque el día sigue a la noche, la noche al día. Luego llega de nuevo el día. Las manzanas maduran, las manzanas caen, los pájaros las picotean, las semillas caen de sus picos… y en algún lugar nuevos manzanos empiezan a crecer. Así es la vida, un círculo, un anillo. Y el mundo gira.