Shaina estaba soñando que había atrapado un ratón y jugaba con él en el suelo de mosaico del palacio. Era el gatuno sueño de Mitz; Shaina se había acostumbrado a ello hasta cierto punto, de tal modo que una surrealista lobreguez se sobreponía a la fantasía. Después se alteró la naturaleza del sueño. El ratón dejó de estar entre las garras de Shaina; ella se convirtió en ratón. Shaina cayó de la cálida y húmeda boca del gato, junto a otro ratón: un ratón que por alguna razón ella pensó era Dasyel.
—¡Corre! —gritó Shaina—. ¡Volk el gato nos quiere coger!
Pero el ratón Dasyel se limitó a mirarla con sus hermosos y apáticos ojos verdeazulados, y entonces la zarpa de Volk cayó sobre ambos con el dolor del fuego y el peso del hierro.
Shaina despertó con un terrible sobresalto, y al momento cayó de un lugar elevado a otro lugar más bajo. Ello le había sucedido con frecuencia cuando sus sueños y los de Mitz se enredaban.
—Perdóname —indicó Shaina a Mitz.
Se incorporó y empezó a limpiarse las patas, y…
Ya no eran unas patas finas y de negro pelaje, sino finas, claras y lisas, con diez familiares dedos. No, no era verdad. Todavía soñando. Imposible.
Shaina cerró los ojos, los abrió. Veía de otra forma, oía de otra forma. Absurdo tratar de correr a cuatro patas y, que la Madre Tierra se apiadara, había estado a punto de partirse la espalda en ese mismo momento, al intentar volverse como los gatos, girando sobre el espinazo.
—Shaina, estás loca. Vuelve a tus cabales —dijo Shaina.
Porque en ese instante se hallaba derecha, con el viento alborotándole el cabello e incluso, sí, hablando consigo misma con una voz bien recordada.
—¿Qué me ha sucedido?
Y entonces vio una ladera, un cielo tormentoso, un carro con una caja abierta… y sentada en el carro, envuelta en su chal, la bruja de Peñasco Frío.
—Barbayat —dijo Shaina, muy lentamente, con las lágrimas hirientes en los ojos, y el terror y el gozo aguardando juntos en su corazón, ambos dispuestos a inundarla—. Barbayat, cuéntamelo todo, ahora mismo y rápidamente.
—Barbayat, la Dama Gris, se explicó, rápida como un parpadeo pero olvidando pocos detalles.
Entonces Shaina maulló (no pudo evitarlo) y trató de saltar sobre una libélula por puro y alocado placer… y recordó que todo eso había acabado, y tocó todas las partes de su cuerpo para asegurarse de que toda ella estaba allí. No pudo creerlo, a pesar de todo, y dio las gracias a Barbayat como una emperatriz las habría dado a una diosa, y de pronto se sentó en la ladera, echó a reír, lloró y el corazón se le salió del pecho.
Barbayat aguardó unos instantes antes de hablar.
—Tendrás tiempo suficiente para llorar más tarde, quizá. Te he explicado cómo te saqué de la tumba y reuní tus partes, y cómo te atraje a tu hogar, a tu carne. Bien, hija mía, hemos saldado cuentas. En cierta ocasión te engañé, pero he pagado mi deuda. Di que la he pagado.
—Cien veces más, Barbayat. La has pagado, pagado, pagado.
—Perfecto. En ese caso, si te menciono otras cosas y tú actúas siguiendo tus alocadas costumbres y la red te atrapa de nuevo, doncella, no tendrás ya derecho a exigirme que te rescate. Que eso quede claro.
—Sí, Barbayat. ¿Qué cosas?
—Qué cosas. Ah, qué cosas. Aquí hay manzanas y aquí hay pan. Come mientras escuchas. En primer lugar diré esto. La puerta todavía está abierta, mi puerta redonda. Vuelve conmigo a la montaña y haré de ti una bruja, tan seguro como que una abeja hace miel. Luego resolveremos ciertos asuntos. Sí, estás sacudiendo la cabeza, como yo suponía. El espíritu y el corazón siguen siendo iguales. Él está por encima de todo, tu Dasyel. Bien, pues. Traga la manzana antes de que te asfixies con ella, y cuéntame qué averiguaste cuando ibas a cuatro patas en Arkev bajo el negro cielo de Volk.
Shaina obedeció. Tratando de reconvenir a Barbayat e intentando recordar que no debía comer como una gata, Shaina había estado a punto de atragantarse, ciertamente.
—He conocido los callejones de la ciudad y las entradas secretas del palacio. He aprendido a cazar ratones, una lección que no aprecio, como comprenderá la Dama Gris. He conocido los ritos del dios negro del mago y los he presenciado. He averiguado que el mago tiene una mano muy suave para el lomo de un gato.
Barbayat estaba sentada como una roca en el carro, junto al abierto ataúd, y miraba hacia el norte, más allá de la ladera, hacia una negra cordillera que era en realidad un gran pabellón de tormenta.
—¿Algo más?
—Otra cosa —dijo Shaina—, una cosa que suena dentro de mí igual que una campana. No sé por qué. He sabido que el dios de Volk, el dios que él ha convertido en rey de Arkev, es el mismo dios que el pequeño caballero al que yo saludaba en la montaña.
—¿Y alguna vez —dijo Barbayat— ofreciste algo a ese caballero de la montaña?
—Una vez, cuando él parecía enfadado, y mi corazón estaba triste, le ofrecí una flor blanca.
—Así me lo parecía. Hay una maleza de flores blancas que crecen allí ahora —dijo Barbayat.
Luego la bruja señaló el lugar que estaba observando, hacia el norte, las negras montañas de la tormenta que abrumaba al horizonte.
—Ahí está Arkev —dijo Barbayat—, Arkev en la noche de Volkhavaar. Un día, únicamente, tardaría una doncella resuelta en llegar a ese lugar con sus dos pies. Pero esa elección es un camino oscuro, muy oscuro.
—Mi camino, de todas formas, amable madre —dijo Shaina—, y tú lo sabes.
—¿Y es tu corazón fuerte y tu voluntad como un roble?
—Más fuerte. Ponme a prueba. O quizá la Dama Gris piensa que ya he pasado la prueba y no soy apta.
Barbayat miró a Shaina con los afilados cuchillos de sus ojos. Shaina miró a Barbayat, y ésta interpretó la mirada.
—Una vez, cadenas de metal —dijo Barbayat—, ahora otras cadenas. Sigues siendo una esclava. Escucha pues, esclava del amor, oye y recuerda. Voy a hablar de Volkhavaar, de su historia. No lo repetiré.
El camino era largo y duro; costó un día llegar a Arkev, como había dicho Barbayat. Pero qué magnífico sentir las rudas y amargas piedras bajo dos plantas humanas, el áspero viento de tormenta en dos ojos humanos, y en una cara de mujer joven y tirando de su cabello. Qué maravilloso.
Las negras montañas que eran nubes jamás se movieron del horizonte del camino de Shaina. Podían haberse formado sobre Arkev hacía diez millones de años. Sin embargo, al acercarse a la ciudad, Shaina vio los penachos de color púrpura y granate atrapados en los valles y grietas de aquellas montañas: la evidencia de antorchas y fuegos.
El siniestro dios era honrado muy a menudo: tal era el decreto de Volk. Cuando las luces ardían brillantemente con ese nauseabundo fulgor, era momento de sacrificio.
Shaina no se detuvo una sola vez. Sus pies siguieron caminando. Pero su corazón se estremecía en su pecho, los desiertos poseían su boca, y tenía mucho frío. Mas el miedo era como un perro para ella, un compañero irracional. Ella estaba muy acostumbrada al miedo. A veces le echaba un hueso, o le daba unas palmadas en la cabeza para calmarlo, pero el miedo no impediría que ella volviera a la ciudad, ese sombrío lamento que la seguía de cerca.
Finalmente, mucho después de la puesta de sol (suponiendo que el crepúsculo hubiera mostrado su llama, que no fue el caso). Shaina llegó a las afueras de Arkev, los muros, el río con los barcos, las torres y amplias calles. Todo estaba negro, como ella recordaba, pero en algunos puntos había rubores de antorcha.
Las palabras de Barbayat resonaban en la mente de Shaina, y ésta apretaba los dientes sobre aquella costra de resolución, aquel pan del destino que la bruja le había dado junto con la otra carga real.
El efluvio del mago estaba por todas partes, pero no tenía importancia.
«Estoy viva», pensó Shaina, «él no me ha derrotado todavía».
Woana estaba sentada ante su cofrecillo de joyas.
Sus ojos eran inexpresivos como piedras, y su corazón confuso por el miserable pánico imposible de aliviar.
Nadie podía salvarla. Ella no podía salvarse. No habría escape. Volkhavaar la tenía en su poder, se divertía con el simbólico valor de la Duquesa. Él había asesinado a sus desventurados y necios padres y entregado Arkev a la iniquidad y al horror sin sol, y ella debía presenciarlo sentada tranquilamente. Sentada con él, incluso. Sentada en el Templo, observando a la alocada gente que adoraba a Sovan Tovannazit con orgías y brutalidades, mientras su esposo, unido en matrimonio a la sangre, permanecía sentado muy cerca, devorando fríamente el espectáculo con un aire de triunfo horrible, increíblemente impersonal.
Woana sabía que la gente, su gente, no podía evitar lo que hacía, que estaba en poder del mago tanto como ella. Sabía que inenarrables cosas sucedían después: el gran lobo negro que recorría furtivamente las calles y desgarraba los cuellos de los jaraneros ciudadanos. Un día el lobo podía entrar en su dormitorio…
No había nadie a quien recurrir. Incluso su gata parecía hechizada, a veces huía de Volk como impulsada a hacerlo contra su voluntad, y después se acurrucaba bajo las abominables y acariciantes palmas. Su Mitz, ronroneando en las rodillas de Volkhavaar.
Acababa de llegar otro mensaje de su señor: Woana debía ir con él en su carroza, recorrer la tumultuosa ciudad y entrar en el Templo, y ella no podía soportarlo.
Algo le había sucedido a Woana. Algo que debe suceder sutil y suavemente pero que raramente es así. Algo que en Woana había sucedido con el golpe de un hacha de hierro, partiendo en dos su inofensiva vida. Woana había crecido. Era una mujer. Una mujer, presa del colmo del terror y, pese a todo, demasiado orgullosa y fuerte para sufrir su timidez y debilidad en esos momentos.
En un cofre de joyas, anteriormente lleno de los extraños y fabulosos regalos del siniestro prometido de Woana, había un alfiler muy largo. Woana, blanca como la cera, estaba contemplando aquel alfiler, y su corazón ya se había helado, a la espera de que la plateada punta lo espetara.
Su mano avanzó furtivamente, como un ladrón en las sombras, tratando de que Woana no viera lo que estaba haciendo. Los dedos se aferraron a la perla que era la cabeza del alfiler. Woana la cogió, la dispuso cerca de su cuerpo y cerró con fuerza los ojos.
Un arañazo, algo en el cristal de la ventana. Otro arañazo, otro más.
Woana soltó su improvisada daga con un grito, y volvió bruscamente la cabeza.
—¡Mitz! —exclamó mientras corría hacia la ventana.
En el exterior, la negrura ocultaba todo, incluso los odiosos y ocultos colores del vidrio.
Woana abrió la ventana de par en par sin pensarlo, y en lugar de cuatro blandas patas de resbaladiza seda y una peluda cabeza de serpiente con orejas, fuertes y finas manos de mujer aferraron las suyas, y una voz femenina dijo rápidamente:
—No tema, princesa. No le haré daño. Confíe en mí y déjeme entrar antes de que mi pie resbale y caiga al jardín.
Woana liberó sus manos y se hizo a un lado para que la desconocida pudiera entrar. La visitante era inconfundiblemente humana y poseía una curiosa convicción y resolución que había transmitido al instante en sus manos y en su voz. Woana comprobó que estaba más tranquilizada que preocupada mientras una doncella con cabello de cuervo, y vestida como la criatura más pobre de todos los pobres, entraba ágilmente en la habitación. Una joven encantadora, además, observó Woana, aunque, dada su apurada situación, la vieja timidez no la dominaba.
—Haz el favor de decirme cómo has llegado a la ventana —dijo Woana, no obstante, esforzándose por dominar la inesperada situación.
—De una forma salvaje, señora: trepando por el poste de una antorcha, saltando un muro, caminando por el césped, subiendo a un árbol para saltar a la pared y llegar al borde de la ventana. Como un gato, y me lo enseñó un gato. Le ruego que me perdone, pero no hay mucho tiempo.
—¿Tiempo para qué? —preguntó Woana, presintiendo vagamente que la fortuna estaba muy cerca, representada por aquella magnética joven, tan curiosamente conocida y sin embargo desconocida.
—Debe acompañar a Volk, como otras veces, ¿no es cierto? Y seguramente la princesa no tiene ganas de ir al Templo y adorar al dios negro… O quizá supongo demasiado. Quizá ella se complazca en esa clase de actos.
—¡No, oh, no! —exclamó Woana—. Preferiría morir, preferiría…
—Ciertamente, pero no hay necesidad especial de que muera, señora, porque yo estoy ansiosa por ocupar su lugar.
—¿Tú?
—Yo.
Las piernas de la princesa la traicionaron y tuvo que sentarse temblorosamente, con la mirada fija en la joven.
—¿Por qué…? —musitó.
—¿Por qué no? Tengo asuntos que arreglar con Volk Volkhavaar, demoledor de vidas y ciudades.
Y la joven se echó a reír, con una risa clara como el cristal, sorprendiendo a Woana y, al parecer, a ella misma.
El miedo había abandonado a Shaina velozmente, ese perro ya no gañía junto a sus talones. Se sentía gozosa, tensa como la cuerda de un arco, pero capaz, dispuesta, segura. Presentía su fortuna, como antes Woana la suya, como en la visión de una bruja, y con modesto orgullo.
—Creo —dijo Shaina— que tengo más o menos su estatura, y ninguna de las dos somos gordas. Quizá pueda prestarme un vestido y un velo, no por vanidad, como comprenderá la princesa, sino con el fin de disfrazarme.
Woana la miró. Sí, podía hacerse, aunque Shaina era más delgada, pese a que la princesa lo era mucho, un joven sauce comparada con su huesudo cuerpo.
—Haré lo que quieras. Pero ¿por qué quieres esas cosas?
—Que el cielo me proteja, para tratar de acabar con Volkhavaar.
Woana se mordió los labios. Después se volvió y abrió las puertas del armario igual que las había abierto, no hacía mucho tiempo, la desventurada Duquesa, su madre.
—Llévate mi vestido de boda, que es dorado, y un velo con bordados de oro para hacer juego.
—Lo más elegante que he llevado en mi vida —dijo Shaina—. Gracias.
En otra ocasión, Shaina se habría demorado tras ponerse el vestido de escamas de dragón y ceñirse a la cintura una guirnalda de azulados fuegos. Y tras cubrirse el cabello de oropel y gemas, quizá hubiera absorbido el reflejo del pulido espejo, ella, que raramente se había visto en un espejo y nunca con prendas tan magníficas. Pero esa noche tales sueños estaban fuera de lugar. Y también otros sueños, quizá. Estaba cambiada, ya no era una mujer, sólo una criatura toda ella Voluntad e Intención.
Woana bajó los ojos brevemente ante la aparición, chamuscada por su magnificencia. Luego el velo de oropel cayó sobre la cara y la ocultó.
—No —dijo Woana—, yo no ando así. Me arrastro, con la cabeza gacha y los hombros caídos. —Y lo dijo objetivamente, sin vergüenza.
Shaina hizo una reverencia.
—No continúe así, noble señora. Cuando yo me vaya, váyase usted también, al sur, fuera de Arkev. Le deseo una buena fuga.
—No sé cómo esperas ganar tu batalla… ni siquiera sé cuál es tu batalla —dijo Woana—. Pero si vences, creo que no me hará falta huir. Si pierdes, no estaré a salvo de él. De modo que me quedaré. ¿Eres una hechicera?
—Ruego que lo sea. Ya veremos. Bien, dígame una cosa, ¿llamará él a la puerta?
—No. Cuando suenen las siguientes campanadas, debo bajar a buscarlo. Tú debes bajar a buscarlo. Él irá en una gran carroza negra por las calles en dirección al Templo. Los caballos de la carroza son negros, sus hocicos como las llamas. En el Templo deberás sentarte junto a él, y entonces…
—Y entonces —repitió Shaina—. Lo sé, porque lo he visto. Pero esta noche será distinto.
Un sonido recorrió la ciudad, un sonido seguido por otro sonido. El primero, ruido de campanas, el segundo, ruido de gritos, chillidos, un estridente cántico.
—Me voy —dijo Shaina.
—¿Acabará pronto la noche? —preguntó Woana, revirtiendo brevemente, una niña en la oscuridad.
—Todas las noches —dijo Shaina— acaban.
Y en su extraña gloria, andando de otra forma, una réplica de Woana, Shaina abrió la puerta, salió y bajó la escalera.
Hacia donde él aguardaba. Volkhavaar.
La última vez que lo vio Shaina ocupaba el cuerpo de Mitz, y había sentido el encanto de aquellas manos. Pero antes de eso Volk había sido su demonio, la negrura que la persiguió, que la acosó, que la condujo a la muerte; la sombra sin sombra posada sobre el hombre que Shaina amaba, su único amor.
Y ahora, ¿qué? ¿La dominaría el miedo al ver a Volk, al ver su alargada cara, sus garras, su boca, sus dientes de lobo?
No. Ningún temor. Shaina tenía una coraza. Si no era lo bastante fuerte, la coraza, ella moriría, aunque, oh, ella estaba preparada para esa posibilidad.
Y cuando pensaba en Dasyel, no lo veía ya como un hombre, como un amante, como un sueño. Él era también un símbolo, aunque Shaina no comprendió este curioso hecho en aquel atareado momento de su vida.
—Mi esposa llega pronto —dijo Volkhavaar—. Quizás esta noche está ansiosa de participar en los festejos… Eso podría arreglarse.
Shaina se estremeció, tembló, tiritó, igual que habría hecho Woana, como había visto reaccionar a Woana observándola a través de los ojos de Mitz.
Volk la condujo afuera.
La negra ciudad estaba febrilenta, en estado tísico, llena de fuegos de sobrenaturales tonalidades: carmesí, violeta, marrón y bronce. Fuegos artificiales se agitaban lívidamente en el cielo. La negra carroza permanecía a la espera, muy parecida a la empleada por Volk para acosar a Shaina, con su lupina cabeza sonriente, terror que superaba la razón y la resistencia. Pero no era la misma carroza. Una ilusión. Volk ayudó a subir a Shaina.
Un látigo de verde relampagueo crujió y chisporroteó. Una cadena de mujeres, medio desnudas, chillando como animales atravesados por púas, corriendo detrás de la carroza. Negros sacerdotes gimiendo, olor a perfume y corrupción. Flores crecidas en la tierra más oscura del alma y la mente.
—Veo que me honras poniéndote tu vestido de boda —dijo el mago—, y que te has puesto el velo. Bien, no importa. Sospecho que Arkev sobrevivirá sin la visión de tu belleza.
Shaina se acurrucó, y Volk sonrió. Como anteriormente, el mago no sospechaba nada, estaba ciego ante el Presagio, sordo al Toque a Muerto. El amor lo había destruido una vez, pero Volk lo había olvidado.
Llegaron al Atrio del Sol y a los escalones. Subieron éstos y entraron en el Templo, y la gente corrió para acercarse, entre vítores y risas.
Las antorchas rugían en filas de purpúreas estrellas.
El dios de las cuatro caras, una torre de ojos y hambre que tocaba el techo con la cabeza.
Shaina lo contempló. Sus pulsos parecieron tambores, y el torrente de venas y arterias quiso estrangularla, pero a pesar de todo no era miedo, y nunca más podría serlo. Ella había llegado muy lejos y muy rápidamente, el miedo no podía alcanzarla.
Shaina miró alrededor. Vio a Dasyel, Yevdora, Roshi. Los negros sacerdotes pululaban en el mancillado altar. Un caballo negro había trepado a la peana, y permanecía allí como basalto. El ambiente rebosaba de poder y espera.
Volkhavaar bajó a Shaina de la carroza y caminó hacia su dios, y la gente gritó y se arrodilló a ambos lados. Volk no advirtió que Shaina ya no andaba como Woana, no se percató de que la mujer acompasaba su paso al de él.
—¡Takerna! —gritó Volk.
Y el Templo entero repitió:
—¡Takerna, Takerna, Dios Negro, Señor de la Noche y los Lugares Sombríos!
Y las antorchas saltaron, el caballo negro saltó; un instante en equilibrio al borde del futuro. Y luego:
—Espera, mi querido esposo —dijo una suave vocecilla junto a Volkhavaar—. También yo deseo adorar al más importante dios de Arkev.
Volk, tras soltarle la muñeca, se volvió para mirarla. Había barruntado la diferencia, pero no lograba concretarla. Ella no era Woana, pero ¿quién era ella?
—Te enorgulleces —dijo la mujer del velo, todavía en voz sosegada, baja— de tu dura vida, de tu lucha, del dolor, la espera y la muerte de la que emergiste para convertirte en lo que por fin eres, Volk Volkhavaar, Kernik, Profeta del Dios. También yo he conocido el dolor, la lucha y la tumba. También yo he dado sangre. También yo he cambiado de forma. También yo he salido de la muerte en la mañana. Somos como hermano y hermana, tú y yo, oh mago, surgidos de una misma matriz. Los dos extranjeros, los dos huérfanos, los dos esclavos, los dos liberados de las cadenas, los dos luchadores y con fuerza de voluntad, y ambos con nuestras particulares habilidades, parejas pero distintas.
Volk vaciló. Arkev entera notó que vacilaba.
—Quítate el velo —dijo por fin.
Y la mujer inclinó la cabeza, levantó las manos, desabrochó el velo y lo dejó caer.
—Me llamo Shaina —dijo—. Me dijiste en cierta ocasión que no te hacía falta saberlo. Quizás has cambiado de opinión. Viste cómo cortaban mi cabeza y cómo se marchitaba mi alma. Pero aquí estoy, intacta como puedes ver. He vuelto del país de la Muerte igual que tú, Volk Volkhavaar.
Volk vaciló. Arkev entera notó que vacilaba. Levantó un brazo. Shaina dijo:
—Tu magia es ilusión. No ensayes ilusión con esta mujer que ves aquí. Ella se reirá de ti. Ella no cree en tus diablos, en tus caballos negros, en tu cara de lobo. Ella ha sobrevivido a todo esto.
Volk habló entonces. Una voz de serpientes. Sólo dijo, como podía esperarse, una palabra, un nombre:
—Takerna.
Negra luz se abalanzó sobre el Templo, empapó las columnas, deslustró las antorchas que empezaron a arder con grises llamas.
Shaina se volvió. Caminó rápidamente y puso las manos en los pies manchados de sangre de la inmensa estatua. Ya no miraba a Volk. Miraba hacia arriba, hacia la cruel e inhumana cara del dios.
—No es Takerna —dijo sosegadamente Shaina—. Sovan Tovannazit. Una vez, en una montaña, te pusieron ese nombre por la sombra y la oscura roca y los pinos que había abajo. Y un muchacho llegó allí. Percibió el tenue espíritu, lo único que quedaba de ti. Te adoró e imploró con toda su fuerza, con toda la fuerza de su odio y su violencia. Y tú respondiste, regresaste. Te alimentaste de odio y de sangre, y creciste. Él te entregó su vida y tú te convertiste en la vida de él. Devoraste su sombra y las sombras de los otros tres que están junto al altar.
El aire fluctuó y vibró.
—Doncella —dijo Volkhavaar—, el río es muy negro y muy ancho. ¿Cómo piensas que lograrás atravesarlo?
—Mago —dijo Shaina—, el río es ancho, pero somero. Lo bastante somero para que un niño lo cruce. Observa, y verás cómo se hace.
Shaina se apartó de la estatua. Alzó los brazos. Y gritó, con la misma voz apasionada y bárbara de Kernik o Volk:
—¡Sovan Tovannazit, Sumo Señor, Señor del Viento! Él olvida, pero tu sierva no. Yo soy tu verdadera sacerdotisa y vuelvo a adorarte como mereces ser adorado. Pero no con negra sangre, no con sacrificios humanos.
Y sacó de su pecho las blancas flores arrancadas por la bruja, todavía mágicamente intactas, y las dejó a los pies del dios, y tras agacharse, besó el lugar donde las había dejado.
La luz del Templo se agitó como si rebosara de alas de murciélago.
Volkhavaar permanecía observando. Y dijo:
—¿Piensas que puedes luchar conmigo, esclava del corazón enfermo de amor?
—¿Luchar contra ti? —dijo Shaina, volviéndose, apoyada en los pies de la estatua—. Puedo destruirte, mago. ¿Qué predomina, la noche o el día, el día o la noche? Ambos son iguales, y uno debe ceder el paso al otro. Los hombres crean dioses a su imagen. Sólo se necesita pasión, Volkhavaar. Mi pasión es tan grande como la tuya. Tú odias hasta el límite de tu carne y de tu cerebro, morirías de odio, y por eso tu dios es el odio. Yo amo hasta el límite de mi carne y de mi cerebro, y moriría de amor. ¿Qué dios creo yo? Éste es mi blanco escudo que anula tu negra espada. Sovan…
Con los ojos brillantes, Shaina empezó a recitar el antiguo ritual aprendido por Kernik de boca del sacerdote hacía incontables años en la aldea de los pinos. Barbayat, al observar en su cristal el pasado de Volk, no pasó por alto un solo detalle. Ella era excelente maestra y Shaina excelente alumna. Realizado por completo, el ritual era largo, pero Shaina no olvidó una sola frase. Y cuando terminó, recurrió de nuevo a las palabras que el muchacho amarillo había pronunciado en la montaña. Pero las dijo de esta forma:
—Gran Señor Sovan, he hecho todo como debía hacerse. Te ensalzaré y haré de ti un dios otra vez, un poderoso dios a ser adorado y honrado en todo el Korkeem y las tierras limítrofes. Pero para que yo pueda hacer esto, debes concederme cierto poder a cambio. Ofrenda por ofrenda, Inconquistable. Vomita las almas que devoraste. Ya no las necesitas Sumo Señor, Señor del Viento, Señor Blanco, Señor del Día y los Lugares Sin Sombra. Porque tú no eres un dios del odio, tú eres un blanco dios del disco solar, el orbe lunar y el cielo despejado: el dios puro del cuerno de vino, la cosecha, el caballo blanco. Esto es lo que eres, y esa oscuridad sólo es la sombra proyectada hacia los lados por tu vasta luz perlina, igual que una sombra del sol. Has sido honrado erróneamente. Ahora, yo lo hago correctamente.
Entonces llegó el llanto, dejando en Shaina (porque ella sintió que el llanto la dejaba como el dolor del parto o una caída hacia la muerte) una enorme emoción, cálida y vibrante, bondad, inocencia y deleite. Sus lágrimas cayeron en la negra piedra. Sus lágrimas dijeron: «Mátame si lo deseas, accedo a ello, pero déjame ser la última, no la primera». Estaba preparada para morir con el fin de acabar con la muerte, como una madre se entrega a un oso para que su hijo pueda escapar. Tal es la violenta, estúpida, misteriosa y primitiva naturaleza del amor, que empuja todo ante él igual que el mar. Lo racional es el odio, el odio hace leyes. El amor no necesita leyes. El amor sabe.
Pero Shaina no murió, sólo notó que la virtud salía de ella, violenta y debilitadora como cualquier sangre. Vio que sus lágrimas limpiaban la suciedad y las manchas de los pies del ídolo, los limpiaban y limpiaban, dejando una negra piedra que, a su vez, se convirtió en gris y, por último, blanca como sal.
Y al mirar hacia arriba a través de sus lágrimas, la gran masa que era el dios descollaba como una plateada columna, no tenía ya aquella máscara de halcón, y su mano era apacible, con el cuerno de marfil ansioso únicamente de vino o agua fresca.
El viento empezó a soplar. Su soplido convirtió en jirones la negra luz del Templo, se llevó la misma como si descorriera unas cortinas.
La multitud sollozaba, niños despertando de una pesadilla, sin horror, sin reprocharse nada, con agradecimiento. Una niebla luminosa corría y atravesaba las filas de gente. La niebla golpeó con lechosas notas doradas las columnas, las espléndidas ventanas, las rojas vestiduras de los sacerdotes. Golpeó al caballo blanco, erguido como mármol junto al altar, golpeó también el paño del sagrado altar, prístino como la nieve con un borde que parecía una barra de plata no deslustrada. La niebla tocó a Roshi, el gordinflón, que empezó a maldecir de forma execrable, feliz; a Dasyel, el joven actor, que con los ojos muy abiertos maldijo de un modo muy parecido, y miró alrededor y rodeó con su brazo la cintura de Yevdora. Ésta, mientras se retorcía su amarillo cabello con los dedos, exclamó asombrada:
—¿Dónde están los cántaros de agua? ¡Llegaré tarde a casa!
—Tarde a casa llegarás, ciertamente —dijo Roshi—. Varios meses tarde, años, tal vez.
A través de las puertas del Templo la fuente luminosa se vertió con el color de las rosas y el topacio fundido, un amanecer digno de verse, y el sol volvió con él a Arkev.
Y recortadas en este ardiente cielo, las blancas torres, las relucientes cúpulas, los brillantes barcos del río. Y Woana salió corriendo del claro palacio, para encontrar allí a un gatito negro y bailar con el animal. Y el sol pintó la cara de la princesa mejor que cualquier cosmético, haciéndola parecer casi bonita.