20

En el interior de una casa de musgosa piedra, sin ventanas, al otro lado de una cerrada puerta redonda, iluminada por velas que ardían en un candelabro de cráneos humanos, se hallaba la bruja, mirando su cristal. Eso es lo que vio:

Una ciudad negra bajo un negro cielo donde brillaba un sol pálido y frío como fósforo. Un templo de piedra negra como el azabache con una negra llama saltando. Sacerdotes vestidos de negro que se postraban ante una gran imagen con cara de pesadilla. Negras yeguas que gambeteaban y copulaban en el altar, y sangre de bestias y hombres formando una lluvia escarlata. Un palacio de piedra negra como el azabache a poca distancia, donde un siniestro Duque ocupaba un dorado trono con una insignificante y macilenta Duquesa junto a él. Una joven de amarillo cabello hilaba humo, un oso rubio bailaba, un hombre joven miraba con sus ciegos ojos verdemar. Ante el Duque, arrodillados, príncipes y señores ofrecían cofres de joyas y monedas. Barcos en el río, caravanas en los caminos. En lo alto de un tejado, un gatito comiendo la cabeza de un pescado. Un cerebro de gato pensando en la acariciante mano de un mago; el alma de una mujer joven posada en ese cerebro como un pájaro en insegura rama barrida por el viento.

Ya era suficiente, incluso para Barbayat.

Así pues, Barbayat se volvió, y en el suelo había un símbolo dibujado con blanca arcilla: un símbolo nunca antes dibujado allí. Y muy cerca de este símbolo, algo envuelto en grisácea ropa, con la forma de una muñeca de tamaño natural. Y en el interior del símbolo, la punta clavada en el suelo, la empuñadura en lo alto, una espada de bronce.

—Bien, Espada —dijo Barbayat—. Te lo explicaré. Alguien está muerto, ahí, en esa sábana, cerca de ti. Una joven doncella, cuya cabeza tú cercenaste, ¿no es cierto? Bien, Espada, respóndeme, por el poder de la arcilla que te rodea, y por el poder del fuego que te templó, y por el poder del agua que te enfrió, y por el poder del aire que hendiste con un golpe, y por el poder de la tierra en que te hallas. Responde, Espada, porque una respuesta tendré yo.

La Espada habló. Tenía, muy adecuado, una voz de bronce.

—Sí —sonó la Espada.

—Escúchame —dijo Barbayat—. ¿Sabes que soy una bruja?

—Sí —sonó la Espada.

—Me llamo Barbayat, Espada. Dime mi nombre.

—Barbayat —sonó la Espada—. Saludos, Barbayat.

—Ahora te pondré nombre yo. Te llamas Espada. Te llamas Bronce. Escucha, Espada de Bronce. Ahí yace la doncella cuya cabeza cercenaste. ¿Cercenaste tú su cabeza?

—Sí, Barbayat.

—Escucha, Espada, yo la engañé, pero su sangre está en mis venas, y el engaño pesa igual que grumos en un plato de gachas. Yo y ella hemos mantenido su alma en este mundo. Así pues, entérate de esto, Espada: lo que Es, es, lo que Fue, fue, pero lo que Ha De Ser puede ser distinto. ¿Cercenaste su cabeza?

—Sí, Barbayat.

—Tres veces han respondido «sí» a esa pregunta, Espada, pero pronto responderás de otra forma. Ésta es la magia más antigua: lo que creemos Es, lo que creemos Fue y lo que Ha De Ser será. Ahora crees que tú mataste a la doncella. Cuando olvides que mataste a la doncella, cuando respondas más veces «no» que «sí», cambiarás el pasado como lo cambian todos los que recuerdan y olvidan cosas, y entonces el hecho no se habrá producido. Cuando tú, que mataste a la doncella, me digas que no la mataste, y creas que no lo hiciste, no habrá muerte y el cuerpo de la doncella estará entero otra vez. Y su alma, puesto que aún subsiste en esta tierra, podrá reclamarlo. Y ella vivirá. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo, Barbayat. Pero recuerdo el golpe que asesté en manos del sacerdote, la calidez de la sangre de la doncella, y la cabeza separada. A pesar de todo, recuerdo.

Barbayat se limitó a asentir.

—Espada, te he llamado Bronce. Pero el bronce está formado por dos metales: cobre y estaño. Espada, te pondré nombre de nuevo. Te llamas Cobre, y te llamas Estaño. Responde ahora, Cobre, cálido y rojizo Cobre, metal de llama de una tierra cálida y próxima. Responde ahora, Estaño, metal frío, gris y frágil de la escoria de una tierra fría y lejana.

La espada pareció estremecerse de punta a punta. Se tornó extraña e inconclusamente moteada, un moteado de fuego y ceniza juntos, separados, fluidos como en estado de fusión.

—Saludos, Barbayat —dijo la profunda y ardiente voz de Cobre.

—Saludos, Barbayat —chilló la fina, helada voz de Estaño.

—Dime, Cobre de la espada, ¿has matado a una doncella recientemente? —preguntó Barbayat.

—Fui forjado para matar —replicó el Cobre—. Soy fuerte y voraz. Sin duda que maté.

—Dime, Estaño de la Espada, ¿también tú has matado a una doncella?

—¿Yo? Soy frágil y delicado, me gustaría mellar y hacer muescas. Quizá la arañara, pero dudo de que la matara.

—¡Necio! —bramó el Cobre—. Conmigo junto a ti, podrías matar a cien hombres. Una doncella sería trabajo fácil para nosotros. Coge mi mano y recuerda: el cántaro de hueso, el sabor de la sangre…

—Sí —dijo lastimosamente el Estaño—, quizá lo haga, quizá lo hice. Sí. Con la ayuda de mi hermano, maté a la doncella.

Barbayat se limitó a asentir.

—Espada, te llamé Bronce. Bronce, te llamé Cobre y Estaño. Te pondré otros nombres. En el yunque donde te martillearon, antes del yunque, en el horno, un hombre mezcló los metales, y antes de la mezcla, antes de que os fundieran.

En el interior de la figura de arcilla la espada pareció disolverse, separarse, el cobre con iracundo gruñido, el estaño con salvaje chillido.

—Molde de Estaño te llamas, Molde de Cobre te llamas. Dime —preguntó Barbayat—, Molde de Estaño, ¿dónde te encontraron durmiendo?

La voz de Estaño brotó blandamente, soñadora y distante, como atravesando grandes océanos y selvas.

—Muy hondo estaba yo, Barbayat, en mi madriguera de roca. ¿Alguien me dijo quién era yo? Nadie. Formaba parte de mi Madre, la tierra. Fría y largamente dormí, hasta que los hombres me arrancaron del pecho de mi madre. Negro y escondido yo estaba, pero me metieron en agua y me quemaron al fuego y me derramaron y me unieron a otro, a otro ardiente y rojo que me odiaba, y me martillearon cruelmente, y mi espíritu quedó alterado.

—Vuelve —dijo la bruja— a lo que fuiste.

Y el Estaño se perdió en una vaga oscuridad del suelo.

—Dime —dijo Barbayat—, Molde de Cobre, ¿dónde te encontraron durmiendo?

La voz del Cobre también había variado; brotó suave, con muchas notas distintas.

—Muchos de nosotros estábamos allí, Barbayat, una colonia, una familia, dispuestos como un helecho en un solo tallo. Hondos estábamos, y hablábamos y nos amábamos. ¿Quién nos decía quiénes éramos? Nosotros. ¿Quién nos decía en qué nos convertiríamos? Nosotros. Pero éramos fuertes. Los hombres nos separaron por la fuerza. Nos trituraron en un majadero y nos destrozaron. Nos pusieron en el fuego hasta que lloramos, y nos unieron con otro, otro frío y gris que nos odiaba, y dejamos de ser Todos para ser simplemente Uno. El martillo fue cruel, pero no tan cruel como esa separación y esa terrible unión.

—Vuelve —dijo la bruja— a lo que fuiste.

Y el cobre se diseminó y luego se amalgamó formando un rojizo montón en el suelo.

—Y ahora —dijo Barbayat—, os pondré nombre por última vez: Óxido de Cobre, Óxido de Estaño.

—Saludos, Barbayat —susurró uno.

—Saludos, Barbayat —murmuró otro.

—Bien, ahora os lo explicaré —dijo la bruja—. Alguien yace muerto ahí, en esa sábana, muy cerca de vosotros. Una joven doncella cuya cabeza cercenasteis vosotros, ¿no es cierto?

—¿Yo? —exclamó el susurro—. No, Barbayat, yo sólo conozco secreto, no muerte.

—¿Yo? —exclamó el murmullo—. No, Barbayat, yo sólo conozco compañerismo, no muerte.

—Aseguraos —dijo Barbayat—, recordad la bendición en Kost, las manos del sacerdote, el cántaro de hueso, el sabor de la sangre. ¿Cercenasteis la cabeza de la doncella?

—No, Barbayat.

—No, Barbayat.

—Tierra —dijo Barbayat—, fuego, aire y agua. La mina, el horno, la mezcla, el martillo sobre el yunque, el temple. Óxido, sé Estaño, sé Cobre. Estaño y Cobre, sed uno, sed Bronce. Bronce, sé Espada.

Y en el suelo el polvo remolineó y rojo y gris se unieron y mezclaron, y allí estaba la bruñida y sagrada espada, la punta hacia abajo, la empuñadura en lo alto.

—Espada —dijo Barbayat—, te he hecho de nuevo. Eres nueva y limpia, virgen e inocente. Escucha, Espada de Bronce. Ahí yace la doncella cuya cabeza cercenaste. ¿Cercenaste tú su cabeza?

—No, Barbayat —sonó la espada con su altiva y brillante voz—. No, y no, y no.

Y la bruja prorrumpió en carcajadas como ladridos de zorra y, tras volverse, apartó la sábana de la forma parecida a una muñeca que yacía al lado del símbolo dibujado con arcilla.

Y allí estaba Shaina con su cabello de medianoche, quieta como si durmiera, serena como la gracia, y su cabeza firmemente unida al cuello con la lisura de la leche, y su cuello a sus esbeltos hombros, y ni siquiera una cicatriz indicaba lo contrario. Y de su cuerpo surgía, apenas visible, un humo fino y chispeante, una cadena de plata. Intacta.

Poco antes de la salida del sol, alguien bajó de Peñasco Frío, cruzó el puente de roca y siguió la senda que conducía a las montañas cubiertas de hierba con pastos para las cabras y arroyos, hacia las colinas y el valle.

Ese alguien tenía el mismo aspecto que una aldeana, recios zapatos, delantal, un pañuelo sobre el canoso cabello y un musgoso chal. Ese alguien llevaba una pequeña mula y un carro, y en el carro había una vulgar y triste caja de madera que no podía ser más que un ataúd. Melancólica visión, infortunada visión. Luego, cuando la aldeana y su deprimente carga bajaron de la colina y tomaron el amplio y duro camino que llevaba a Kost, y más lejos, los hombres se descubrieron al paso de la anciana, le cedieron el paso, le ofrecieron trozos de pan y manzanas. Y todo ello sería muy útil para Barbayat, que teniendo que cuidar el cuerpo recientemente reparado de una doncella, no podía viajar de otra forma.

Sin embargo, antes de salir de la senda de la montaña, Barbayat tuvo tiempo de advertir un pequeño detalle.

El ídolo tallado que había estado en la parte rocosa cerca del final de la senda durante incontables años, parecía haberse esfumado, tan abundantes eran las flores blancas que crecían alrededor.

La Dama Gris se acercó. Examinó y hurgó, siempre saludando cortésmente al ídolo. Difícil descifrar la cara de piedra de la anciana, pero ésta, antes de proseguir, cogió unas cuantas flores y las puso en la caja de madera del carro.