19

La negra fiesta de Takerna.

Siendo niño, Kernik, con su dios, había dominado una aldea entera. Eso fue un triunfo, entonces. En ese momento ambos probaban Arkev con la lengua, con la del Volk, con la de Takerna.

La orgía se hallaba en su indescriptible apogeo cuando el mago y su desposada regresaron al palacio del Duque. Del Duque y la Duquesa no había huella.

En el interior. Los apagados fuegos y efluvios, los gemidos, gritos y chillidos acallados por las coloreadas ventanas. La gente demoníaca se había evaporado y no quedaba un solo siervo o guardián humano. Volk y su esposa disponían del palacio para ellos solos.

Volk la miró, y ella, inexpresiva, retrocedió un paso, retrocedió otro paso, se apartó de él.

—Veo que la piel de lija que es la Duquesa teme que yo esté a punto de exigir satisfacción de mis derechos conyugales. Bien, señora, no es preciso temblar. Puedes conservar tu aguado himen. Esas cosas no me interesan. Aunque fueras hermosa, no me interesarían. Dejo ese pasatiempo para las bestias del campo, y para la otra clase de bestias que habitan las casas.

Woana se dejó caer temblorosamente en un sillón.

Volk se hallaba junto a una ventana, atento, y su perfil era muy parecido al otro perfil, el de Takerna.

—No, mujercita fea —dijo Volkhavaar, meditativo—, lo único que quiero de ti es tu valor simbólico. Los magos deben comerciar en símbolos, y de esa forma los símbolos acaban siendo queridos para ellos, y en especial para mí, Señor de los Magos, Sumo Sacerdote de todos los símbolos. Cuando tus infortunados padres no estén ya con nosotros, que será muy pronto, tú heredarás el Korkeem y yo, tu esposo, lo gobernaré. Por lo demás, puedes hacer lo que te plazca, mientras no me molestes. Ahora puedes irte, ciertamente, a tu estrecha cama virginal.

Woana logró incorporarse de alguna forma, salió del salón y subió las escaleras del mudo y abandonado palacio. Estremeciéndose de alivio y horror, entró furtivamente en su alcoba y atrancó la puerta, esa inútil y absurda precaución que había practicado anteriormente.

Incluso allí, Woana notó los ojos de él, vigilándola. No le cabía duda alguna de que Volk podía ver a través de las paredes si lo deseaba.

En el exterior, los alocados ruidos proseguían.

Woana se acostó y se tapó las orejas con las sábanas. Deseaba borrar la señal de sangre, pero, por alguna razón, no se atrevía a hacerlo. Había llamado a Mitz, mas la gata no había respondido; seguramente estaría escondida otra vez, como Woana ansiaba fervientemente estar. ¿Qué había dicho él respecto a su padre y a su madre? Ella no consiguió recordarlo, quizá tenía miedo de recordar. No quería a sus padres, pero imaginarlos a merced de Volkhavaar… ¡Oh, qué pena! Y Woana no podía hacer nada.

Seguramente el amanecer llegaría pronto. ¡Cuánto anhelaba Woana la mañana!

Cuatro o cinco horas después de medianoche el sol tenía que salir sobre Arkev. Pero el sol no salió. Sin sol, sin luna, sin estrellas, el cielo continuó negro sobre cúpulas y chapiteles. El dios de la noche había apagado todas las luces excepto la suya.

Las otras llamas iban apagándose ya hasta el agotamiento, y el silencio. Los durmientes se mezclaban en las calles. Sólo humo pasado flotaba por jardines y pórticos.

Como peces muertos arrojados por una bajamar de violencia, los adoradores de Takerna yacían repantigados alrededor de los pies del dios en el templo que ya le pertenecía, entre sangre y vino.

Pero el dios no dormía, el dios nunca dormía en cuanto lo despertaban.

Sordos sonidos de pisadas. Lupinas garras en el suelo. Un negro lobo, alto como un caballo, cruzó el umbral y recorrió el pasillo, pisando delicadamente a los que yacían allí. En el hocico del lobo algo pegajoso, y en las calles algunas personas que dormirían para siempre, con rojos collares. El pastor que era además lobo había rapiñado su ganado en la fría hora del alba, cuando ningún sol salió.

El Duque y la Duquesa del Korkeem despertaron al unísono y miraron fijamente al lobo. Entonces el lobo desapareció, y allí estaba Volkhavaar, su querido hijo político.

—Qué extraño —observó la Duquesa con una sofocada risita de asombro e incertidumbre—. ¿Para qué son todas estas cadenas?

—Os atan a la columna —dijo Volkhavaar—. O quizá sean únicamente una ilusión. Tocadlas y comprobadlo.

—Vaya, qué novedad. ¿Es alguna costumbre de los volkianos?

—Ahora lo es —dijo Volk.

—Exijo ser liberado —dijo el colérico Duque mientras observaba las cadenas, el pilar, la horrenda y maldita confusión; curiosamente omitió la contemplación de la alta sombra cuya cabeza tocaba el techo.

—Ahora mismo —dijo Volk—. Pero antes, ¿deseáis decirme algunas palabras, una última petición o bendición, o incluso alguna maldición?

La cara de la Duquesa se contrajo.

—¡Clemencia! —exclamó—. ¡Haré cualquier cosa, pero perdóname!

—Tengo todo cuanto deseo.

—¡Guardias! —gritó el Duque—. ¡Socorro! ¡Socorro!

—Ningún guardia, ningún socorro. Ya no sois necesarios, señor y señora. Mi maestro ni siquiera quiere vuestras mezquinas almas.

—¡Es un lobo! —chilló la Duquesa—. ¡Lo he visto! ¡Lo he visto!

Volk frunció los labios. Inclinó la cabeza y besó el borde de la vestidura del inmenso, oscuro ídolo.

—¿Recuerdas al sacerdote llamado Voy? Sí, Increíble, lo recuerdas. ¿Cuántas veces en esta larga noche han calcinado tus rayos cúpulas y hombres por igual, en las calles de ésta tu ciudad? Ahora, como la hacendosa mujer, queda este último fragmento de suciedad que debemos barrer.

Volk se hizo a un lado. Observó al Duque y a la Duquesa (arañando la piedra del palacio de blancas torres por el que Volk habría muerto, en una cantera) y las dos caras estaban tan pálidas y desmoronadas como aquella piedra.

—Llévatelos, mi señor y maestro —dijo Volkhavaar.

Y llegó el rugido, y la negra brillantez, y el aroma de carne chamuscada, y junto a la columna brotaron dos antorchas, una de la misma altura que el Duque Moyko, otra de la misma altura que la esposa del anterior.

Los gatos tienen relojes de sol en sus cabezas. Saben qué hora es, aunque no lo especifiquen. Mitz sabía que había amanecido y que había pasado el alba, pese a estar acurrucada en el hueco tronco de roble del jardín del palacio. Incluso cuando sacó la cabeza y vio la ciudad todavía negra de punta a punta, sumida en la más profunda medianoche.

—El ojo dorado del cielo se ha negado a abrirse —pensó Mitz.

—No —replicó Shaina, mirando a través de los ojos de Mitz—, el sol ha salido. Pero Volkhavaar ha extendido una bóveda negra de ilusión y nubes sobre Arkev, por eso nadie puede ver la carroza del sol.

—Quizá tengas razón —dijo Mitz—, pero yo pienso seguir oculta.

—No, no harás eso —dijo Shaina—. ¿No tienes hambre? Vamos a la gran cocina y veamos qué podemos comer.

De esta forma Shaina convenció a su anfitriona de que saliera del árbol donde se habían refugiado tras el primer fragor de los mágicos truenos. Pero el salto desde el roble hasta el césped no fue un gran éxito.

—Casi nos metes en el estanque —se quejó Mitz.

—Escucha —dijo Shaina—, tú con tus orejas tan agudas… ¿ni siquiera puedes oír el chillido de una rata?

Mitz y Shaina, vagando entre las hierbas, recorrieron el musgoso camino, y allí estaba el palacio.

Mitz se pegó al suelo, y su pelo se erizó, y la cola de Shaina (sí, ella la consideraba también su propiedad) se abrió como ramas de escoba, y ambas gruñeron con una emoción común.

El palacio de Arkev no era ya blanco, las cúpulas no eran ya de claro y reluciente oro, las ventanas no eran ya de vidrio rosa, azul y verdemar. Oh, no. Negro era el palacio, oscuras las cúpulas, de color gris, púrpura y ominosa sangre de dragón las ventanas. Y alrededor, todos los árboles del jardín tenían negras hojas, todas las flores eran de color veneno y la hierba polvo de carbón. ¿Y Arkev, la Siempre Brillante? Negras paredes, negras torres, nada brillaba; una gran necrópolis bajo el cielo de Takerna.

Mitz escaló la negra torre. Silenciosos pájaros se agazapaban en el alero. Mitz y Shaina observaron las alteradas ventanas de la habitación de Woana.

—Ella está durmiendo. Él no la ha dañado, no la ha deshonrado —dijo Shaina.

Mitz escupió. Arañó el vidrio, pero Woana no despertó. Mitz huyó.

—¡Espera! —exclamó el alma de Shaina, barrida física y mentalmente por el alocado pánico de la gata.

Torre abajo hacia un alto árbol, de árbol en árbol, a la hierba, por un pequeño agujero, escalones, una pared, una amplia calle pavimentada por un barril de alquitrán, en el que una antorcha ardía aún con espantosa llama sepia.

—Espera.

—Nada de esperar. —Gritos de Mitz—. ¡Noche! ¡Miedo! ¡Hay que huir!

Shaina, enteramente helada en la ardiente y erizada selva del pánico de Mitz, se aferró a su cordura precariamente.

—Está bien, Mitz, preciosa Mitz, bonita Mitz, ve como el viento, sigue a las nubes. Es bueno correr, magnífico correr. Pero si vas a correr, vayamos por aquí.

Y así lo hicieron, en dirección a donde Shaina sabía que estaba el Templo, no porque deseara ver la ruina del lugar, sino porque presentía que Dasyel se hallaba allí. Y además porque… ella no sabía exactamente el motivo.

A Shaina estaba sucediéndole algo curioso, incómodo, volátil. Atrapada en la carrera de fondo del felino terror de Mitz, notó que viejas y primitivas fibras se entretejían con su espíritu. Siempre sensible, en parte bruja, como había dicho Barbayat, su transparente alma había adquirido insoportable receptividad. La magia y la noche la acuchillaban y la importunaban, pero se sentía apunto de… ¿qué? «No preguntes ahora», pensó Shaina, «no trates de razonar, todavía no».

Y llegaron ante las puertas del Templo del Sol, antes que Mitz se diera cuenta.

—Demasiado tarde para volver —dijo Shaina a Mitz.

—Te arañaré y te morderé —dijo la irritada Mitz.

—Amable Mitz, gentil Mitz. Nadie te hará daño.

—Yo te haré daño a ti —prometió Mitz—. Saltaré sobre ti y jugaré contigo, te morderé y te aplastaré el espinazo con mi pata, y te…

Shaina perdió la paciencia.

—Haré que te muerdas la cola —dijo—, si no te callas.

Mitz guardó silencio, y sus pelos descendieron sobre la espalda de ambas. Shaina, alumna adelantada en las clases de Barbayat, era la más fuerte a pesar de todo.

El Templo tenía una apariencia acuática, empapado en sombras y lleno de sus orgiásticos detritos. Y había dos extraños montones de cenizas en el suelo. Pero… ¿qué era aquello tan alto, tan negro, tan…?

Mitz no quería acercarse, y Shaina tampoco, pero avanzaron sin saber cómo, llegaron muy cerca, y contemplaron aquel rostro, aquella demoníaca cara de halcón de Sovan Tovannazit-Takerna.

Entonces habló alguien. No el ídolo. La voz del mago diciendo extraordinarias cosas:

—Ven, minino, minino. Ven a sentarte en la rodilla del Duque del Korkeem, ven a compartir su trono con él. Éstas son las horas de triunfo de Volkhavaar.

Y de pronto apareció un ratón en el mosaico, corriendo bulliciosamente. O, mejor dicho, era la ilusión de un ratón. Shaina oscureció sus pensamientos y se preparó. Mitz, el instinto en predominante posición, corrió un poco, saltó, jugueteó, pateó y despedazó de horrible forma. Los sucesivos movimientos fueron situando a la gata un poco más cerca del mago, tal como éste pretendía. Al fin, dominada por el hambre, Mitz mató y devoró al irreal ratón. Su sabor fue muy real.

Shaina salió de su escondite, ignoró el cálido fulgor de sangre de ratón en la garganta de Mitz y descubrió que estaban sentadas en las rodillas del mago.

—Después tendrás un desayuno apropiado —dijo él, mirando a la gata con su deshumanizada cara de papel y sus plomizos ojos—. Pequeño, cruel, inteligente, malévolo. Crees estar satisfecho, pero sólo te has alimentado con un sueño.

Mitz, extrañamente conmovida y turbada, empezó a limpiarse las patas. Shaina se mantuvo en segundo término y capto indirectos vislumbres de cosas mientras la gata volvía la cabeza.

El sillón era dorado y negro, el sillón del Duque, o del Sumo Sacerdote, o una amalgama de ambos. En cualquier caso, muy elegante. Yevdora, la encantadora hija zombie, estaba sentada a la izquierda, hilando humo con una dorada rueda y una rueca de plata. A la derecha de Volk, Dasyel, leyendo en voz alta un libro todo él esmeraldas. Muy cerca, Roshi con forma de oso, tocando una flauta de jade. Símbolos. Porque el mago, como él mismo decía, amaba los símbolos, los necesitaba, eran los cimientos de su casa.

—Pequeño gato negro —dijo Volk, suave y secamente—, he conseguido que la brillante y bella Arkev sea oscura y fea. He hecho de mi dios el dios de Arkev. Mira, ahí está. He bebido caliente sangre de hombres.

Y entonces sus manos descendieron con un suave y liso toque y acariciaron a Mitz de la cabeza a la cola.

Los ojos de Mitz se cerraron. La gata ronroneó. Notó el ronroneo, calló. Empezó a ronronear de nuevo ¿Quién habría pensado que el hombre de púrpura podía acariciar así?

Shaina también notó la caricia, le maravilló la suavidad. Casi olvidó todo, pero sólo casi…

El ídolo, Shaina. Recuérdalo.

Sí. Reconoció al ídolo, el dios negro de Volk. Era la pequeña deidad demoníaca de la aldea de la montaña, el variable dios temido por las cabras, el colérico ídolo al que Shaina había saludado y aplacado con una flor.

Mitz ronroneó y se durmió, y Shaina fue arrastrada con la gata, ronroneando y durmiendo.

Negros halcones volaban. El ambiente se llenó con sus alas.

Pronto se propagó el rumor. Hay un nuevo Duque en Arkev. La hija del antiguo Duque es su esposa. Se llama Volkhavaar. Y dice que todos los pueblos y ciudades, aldeas y granjas, y también los templos, deben enviarle un tributo. Cuarenta bueyes negros, cien ovejas negras, doscientas vacas negras; cincuenta barriles de cerveza negra, sesenta de vino negro, una tonelada de plata, una tonelada de oro, seis cofres de diamantes, la piel de veinte osos negros, la lana de ochenta carneros negros. Había otras cosas, historias. Arkev mantenida bajo una nube de perpetua noche. Volkhavaar había prohibido la antigua religión, y el sol, la luna y las estrellas habían abandonado la ciudad. Todos los sacerdotes servían ahora a un cruel dios lujurioso y sangriento, y las Doncellas eran rameras y peor. Ninguna caravana ni embarcación de las que habían acudido a Arkev para la Feria de Primavera había emprendido el camino de vuelta.

Algunos se negaron a enviar los presentes que su Duque requería. Qué curioso, cómo se bifurcaron los rayos aquí y allá, y aquí y allá un príncipe se esfumó.

El Korkeem entero supo por fin su nombre, Volk Volkhavaar, y los caminos se llenaron de tesoros y rebaños que iban apresuradamente a Arkev la Ya No Brillante, la ciudad que no adoraba ya al cielo.

El sacerdote del sol rojo cabalgaba hacia Kost por el abrupto camino que atravesaba la colina de la aldea del viejo Ash.

Era temprano, el sol casi acababa de salir, las montañas seguían oscuras bajo el esmaltado lustre del cielo. El ambiente era plateado, lleno de sonidos de cascabeles de vacas, el canto de los pájaros, y el estómago del corpulento sacerdote estaba bien repleto. Sin embargo, a lomos de su mula, él no se sentía ligero, no tenía el corazón tranquilo, ni mucho menos.

Ciertamente, él había hecho todo lo posible por el valle. Y le habían exigido algo agotadoramente duro. ¿Qué podía hacerse con una vampira aparte de lo que él había hecho? Era lo mejor para la doncella, y la única respuesta para aquella aldea y el resto de aldeas de las inmediaciones. Pero de todos modos, el sacerdote no se sentía bien, había tenido que hacer un esfuerzo para realizar la necesaria acción. Cercenar la cabeza de la muchacha fue una tarea espantosa de por sí, pero a él le pareció que la voz de la esclava resonaba por todas partes en aquel momento, igual que un pájaro enloquecido. Y cuando el golpe estuvo dado y los aldeanos volvieron a sus hogares, ¿fueron sollozos lo que él oyó, saliendo de la tumba, suaves como la lluvia sobre el viento detrás de él? El golpe de la espada aportaba paz, incluso a los no muertos, eso sabía el sacerdote. Mas para aquella doncella, ¿habría sido paz?

En ese momento, naturalmente, el viaje de regreso a Kost condujo al sacerdote a las cercanías de la tumba, y muy cerca del lugar donde yacía enterrada la esclava. Y a plena luz del día o no, él, instruido e inteligente o no, se alegraría cuando la colina quedara a su espalda, y era imposible negarlo.

La mula, nunca gran amante de viajes, había estado arrastrándose de modo condescendiente y farisaico. En ese momento, de súbito, se detuvo.

—Vamos, arre, mi gorda amiga —dijo el sacerdote.

La mula meneó la cabeza.

El sacerdote vio entonces que una roca pequeña, que debía haber caído rodando desde algún lugar más alto, se había colocado en medio de la senda.

—Ahora tienes miedo de una piedra, ¿no es eso?

En ese preciso instante la roca se agitó y se levantó… o así lo pareció. La mula emitió un sonido como de grava vigorosamente soplada por el otro extremo de una trompeta, y dio tres alocados saltos, hacia el oeste, hacia el este y hacia atrás. El último salto desmontó al sacerdote, que cayó con un sordo retumbo en la tierra.

—Gracias al Rey Sol por tener buenos cojines para estos casos —gruñó filosóficamente el sacerdote mientras se incorporaba.

—Cierto —dijo otra voz—. Me alegro. No me gustaría ver magullado al buen padre.

—De magulladuras no digo nada —corrigió el sacerdote—, aunque mis huesos están intactos.

Y sus agudos ojos se alzaron y se posaron en la anciana que estaba en la senda, observándole. Una anciana extraña y grisácea era aquélla, con un arrugado chal como de musgo, y unos ojos tan agudos al menos como los del sacerdote.

—Las mulas son criaturas tontas —dijo la anciana—, mudas un momento, chillonas al siguiente. Mire, un fardo había caído también, pero ya he vuelto a ponerlo.

—Mi agradecimiento —dijo el sacerdote—. ¿Y puedo saber a quién estoy dando las gracias?

—Sólo a una pobre vieja de las montañas —dijo la mujer gris—. Pero dígame, ¿ha oído el buen padre las noticias de Arkev?

—Algo he oído. Un nuevo Duque con nuevos hábitos.

—Peor que eso. Cuide su vestidura roja y su dorado disco del sol, padre. Hay alguien que no se preocupa por esas cosas.

—Siempre hay que escuchar los consejos dados en el camino —dijo el sacerdote—. Pero me seguiría gustando saber cómo se llama la sabia dama.

—«Dime tu nombre, será lo único que nos diferencie» —observó la anciana—, como el perro dijo a la pulga. Y ahí va la mula del padre con rápido trote. Pienso que sería mejor que él fuera en busca del animal, a no ser que prefiera ir andando a Kost.

El sacerdote, sabiendo perfectamente a qué se exponía, ofreció a la bruja una cortés inclinación de cabeza y partió tras la mula, que tras dar varias coces había iniciado uno de esos garbosos, si bien breves, galopes a los que estaba sometida su raza.

Como era de esperar, menos de un kilómetro más abajo, al otro lado de la colina, la mula dejó de correr para enzarzarse en fingida batalla con un joven abeto, y el sacerdote logró volver a montar.

«Pero la visitaré posteriormente, es posible, madre», pensó el hombre.

Hasta el mediodía, cuando se detuvo para comer los alimentos de esa hora, no pensó el sacerdote en examinar el paquete tocado por los dedos de la bruja. Luego pronunció algunas palabras, no todas sagradas.

La sagrada espada de bronce del Templo de Kost, la bendita espada para matar vampiros, había desaparecido.

Pero el sacerdote se habría alarmado y encolerizado más si se hubiera apartado de la senda de la colina ese día y hubiera visto cómo estaba la tumba de la esclava del viejo Ash.