La ciudad despertó.
La ciudad recordó.
O creyó hacerlo.
Por fin se había encontrado marido para la hija del Duque, un poderoso y magnífico príncipe de la Llanura Volkiana, llamado Volkhavaar. Habría celebraciones y regocijo. Monedas de oro caerían como primaveral lluvia, las fuentes echarían vino, blanco y rosado.
La magia del mago había hilado una telaraña de recuerdos en la noche, durante el prolongado sueño.
Bajo su aterciopelado pabellón, el Duque despertó, sintiéndose satisfecho, portentoso, curiosamente inquieto… Un buen partido, había sido muy listo arreglando las cosas tan bien. Pero aquel hombre, por más encantador, inteligente y notable que fuera… No, no, el Duque Moyko no admitiría que él le intimidara. La Duquesa, mientras tanto, se levantó temprano, se bañó en agua de rosas, fijó perlas en sus orejas, espolvoreó de rosa su enfermizo semblante, ansiosa por conocer a su futuro hijo político.
También Woana había recordado.
Yacía acurrucada en la cama, retorciéndose pero casi petrificada, igual que un ratón de campo entre el maíz, previendo la presencia de la hoz.
La puerta se abrió de improviso. Entró la madre de Woana, toda ella gasas, igual que una mariposa enferma del hígado.
—¿Qué? ¿Aún acostada? ¡Por los dioses, Woana! ¿Dónde está tu sentido de la ocasión? No debemos prolongar nuestra deliberada espera, ¿no te parece? —añadió taimadamente.
Las puertas del armario se abrieron de par en par.
—¡Éste, creo! —exclamó la Duquesa mientras sacaba una exagerada creación de seda, de amargo color limón bordeado de bermellón.
Poco después, empapada de agua y perfumes, embutida en su horrendo atavío, con el lacio cabello encrespado mediante tenazas y atado con una cinta de ópalos, los brazos trabados con brazaletes y, además, con anillos en los dedos, Woana fue empujada escalera abajo. Hacia el salón.
¡Qué oscuro estaba el salón! Incluso las matutinas ventanas brillaban con una luz más oscura; sus hojas de coloreado vidrio obscurecían más que interpretaban el sol.
Y allí, junto a una ventana…
De negro, púrpura y oro vestía el hombre, igual que fabuloso insecto de venenosa picadura. Él cogió la mano de Woana, la suya fría como el hielo. Negras garras, boca bosquejada con vieja sangre, ojos como pozos.
En la mesa, damasquina y elegante mantelería, cubiertos de plata y adornadas copas, todo apagado por el inevitable resplandor oscuro. Sombras por todas partes, al parecer coaguladas en torno a los presentes. El caballero volkiano comió con elegancia, frugalmente, pero con alegría. Rompió entre sus dedos el frágil hueso de una pata de pollo. Detrás de él se colocaron sus tres siervos, la joven, el joven y el gordinflón. Qué perfectamente inmóviles estaban, qué inexpresivas sus caras, casi como si…
Oh, si tan sólo Mitz estuviera allí, la pequeña y bonita Mitz. Eso habría representado cierto alivio. A la torpe Woana se le escapó el cuchillo de sus temblorosas manos, y el Caballero Volkhavaar la miró, y ella notó con qué delicadeza succionaba Volk la médula del hueso.
—¿De quién hablabas, mi querido futuro hijo? —preguntó la Duquesa, y los lóbulos de sus orejas tintinearon.
—Jovencísima madre, de una deidad de mi hogar, mi dios tutelar, al que ofrezco exclusivamente mi devoción.
—¿Y un templo, aquí en Arkev?
—Ciertamente sí, Jovencísima madre-hermana. Pero un templo en triste necesidad de reparación.
El Duque carraspeó. No deseaba quedar excluido.
—Más vino para mi pariente Volkhavaar —ordenó, pero fue el joven situado junto a Volkhavaar (¿su hijo, su sobrino, su siervo?) quien se acercó para llenar la dorada copa. Curiosamente, los criados del Duque se habían esfumada.
—No he entendido el nombre —dijo el Duque.
—Ah, mi patrón posee numerosos apelativo —sonrió Volkhavaar—. El cincelado que hay en el dintel del templo es éste: Sovan Tovannazit. O tal vez conozcan su otro nombre, Takerna…
Al pronunciar esta palabra, un negro relámpago pareció recorrer la mesa. Los tapices remolinearon en las paredes, alas de pájaro parecieron batir en las ventanas.
La sonrisa de la Duquesa se hizo permanente, y el Duque miró alrededor. Woana apretó las manos bajo la mesa hasta dejarlas desangradamente blancas. Volkhavaar inclinó la cabeza.
—En el gran Templo del Sol de Arkev, el famoso templo donde el mismo sol reposa un momento en el pináculo al mediodía, quizá pueda encontrarse un rincón, algún rincón oscuro, donde colocar a mi dios para los que deseamos honrarlo. ¿O es excesiva presunción para mi padre y para mi madre?
—Convocaré a los sacerdotes —dijo el Duque—. Explicaré el asunto, y les aconsejaré.
—¡Agradece a los dioses, Woana —exclamó la Duquesa— que tu excelente prometido sea además piadoso!
Y pronto, llegaron los sacerdotes. Los rojos y dorados sacerdotes del Templo del Sol, los azulados y plateados sacerdotes del Templo de las Estrellas, las Doncellas de la Luna con sus albos velos. Hicieron una reverencia al Duque, y éste a ellos. También saludaron a Volkhavaar. Éste no respondió con una reverencia; inclinó la cabeza, con suma elegancia.
Habló el Duque. Habló el Sumo Sacerdote del Sol. Habló Volkhavaar.
Al cabo de un rato los sacerdotes y sacerdotisas partieron.
En lo alto el cielo tenía un obscurecido color azul. Una enorme nube brillante ocultaba el sol. Al mediodía, la carroza del dios se posó tras esa nube, invisible, en la cúpula más elevada del Templo, y poco a poco la nube perdió su luz. Quizá se aproximaba una tormenta.
En la puesta de sol de ese día, el dios se fue con una turbia llama carmesí. El anochecer llegó de nuevo como una manada de negros lobos.
Cantos en Arkev después, sagrados, aunque extravagantes.
Sacerdotes con negras capas recorrieron las amplias avenidas, hacia el este y hacia el norte, cruzaron la plaza, ascendieron por una estrecha calle hacia la arboleda de negros álamos que la remataba. Nadie sabía de dónde procedían los sacerdotes. Del Templo del Sol, quizá, vestidos de forma distinta para honrar al dios que buscaban. ¿O formaban parte de la comitiva del Caballero Volkhavaar? De sus incensarios de negroazulado metal brotaba el dulce hálito de un dragón. Pero su música era diferente, maléfica, una invocación de la noche.
Los cielos estaban cargados de nubes, sin estrellas, sin luna en ese momento, igual que el oculto jardín al que fueron los sacerdotes, y de ese oculto jardín salieron. Por la estrecha calle pasaron otra vez, sombras proyectadas sobre paredes, o quizá no eran sombras, sólo el agitar de sus vestiduras, el humo de sus incensarios. Entre ellos, algo transportado.
Los perros se apartaron de la procesión, gatos y ratas se escabulleron. Los ruiseñores de los árboles laterales olvidaron su canto. Por alguna razón desconocida los hombres no se aventuraron a salir mientras la siniestra procesión recorría la ciudad, y pocos se asomaron a las ventanas.
Las puertas del Templo del Sol se abrieron de par en par y dejaron ver el áureo destello y resplandor de su interior.
Bronceadas escaleras y perlinas escaleras subieron los sacerdotes, cruzaron puertas y la noche pareció seguirlos, eclipsando la brillantez de la dorada sala, de los discos solares con sus azafranados rayos, de las hogueras del altar otrora llameantes, en ese momento apagadas.
Los sacerdotes del ídolo, los demoníacos secuaces de Volkhavaar, dejaron la imagen en un pequeño nicho. Un lugar humilde era ése, a la izquierda de los grandes objetos metálicos del Sol, casi oculto. Sin embargo, desde ese lugar la oscuridad siguió extendiéndose, igual que la medianoche se agita en una charca que ondea tras la caída de una piedra. El frío aumentó en el palacio, además.
Sacerdotes del Sol se acercaron. Tras una reverencia, dieron la bienvenida a Sovan Tovannazit, que era Takerna, el Dios Negro. Se mostraron corteses, los sacerdotes del sol, pero sólo corteses. Nada más. Y rápidamente volvieron a sus otros deberes una vez terminado el breve ritual, volvieron a la luz y a la cordialidad, que parecían curiosamente efímeras ahora, de su santuario.
Esa noche, Woana no durmió, en absoluto. Había sabido que su matrimonio se consumaría dentro de tres días. En el Templo del Sol ella y el Caballero Volkhavaar quedarían irrevocablemente unidos ante los dioses. Su terror no conocía límites, y su alocado clamor interior no obtenía respuesta. Pensó en huir pero comprendió que era inútil. Los soldados y guardias de su padre estaban por todas partes; la detendrían, o quizá él, el mismo Volkhavaar fuera tras ella, y entonces… Sí, Woana imaginaba los poderes de Volk. Todo el mundo los imaginaba, al parecer, y nadie nombraba a ese invitado. La embrujada ciudad de Arkev comprendía perfectamente que se hallaba en una red, pero temía luchar por temor a otras redes.
Las horas de la depresiva noche sin luna, señaladas por las campanas del templo, se arrastraron sobre el inerte cuerpo de la hija del Duque.
Finalmente Woana se levantó y, tras acercarse con miserable falta de propósito a la ventana, abrió el cristal y se asomó. La oscuridad estaba en todas partes, era imposible penetrarla. Y una fresca agujilla pinchó a Woana. Por milésima vez, sin esperanza, la princesa gritó quejumbrosamente:
—¡Mitz! ¡Mitz! ¡Vuelve a casa!
Y entonces, como un milagro, una señal de que todo, a pesar de todo, iría bien, Woana vio dos chispas verdes que desafiaban la noche, y una delgada y negra figura salió de ella, una silueta que, corriendo con minúsculas y ágiles patas, saltó de techo en techo y trepó hasta el alféizar.
—Mitz… ¡Oh, Mitz! —dijo llorando Woana mientras abrazaba a su gata y la cubría de besos y lágrimas.
Mitz, no obstante, no respondió, como en el pasado, apretujándose y ronroneando. En lugar de eso, se quedó rígida aferrada por la princesa, y su pelaje se erizó.
—Mitz, qué contenta estoy, oh, qué contenta de verte. ¿Es hambre lo que tienes? Sólo tengo un poco de leche, pero tómala, por favor. No me atrevo a pedir otra cosa tan tarde. Te conseguiría algo, pero… oh, Mitz, tengo miedo de encontrarme con él si salgo de mi habitación. Mitz, Mitz —y su voz menguó en su garganta—, él es tan terrible. Tú también le temes, ¿verdad, Mitz mía? Por eso no volvías conmigo, por eso estás tan quieta ahora.
—Miaaauuu —murmuró Mitz, lamiendo la oreja de Woana.
Era estupendo, pese a todo, ver de nuevo a Woana, aunque malo, muy malo estar allí. La voluntad de la forastera que había invadido el territorio interno de Mitz demostraba ser demasiado fuerte para eludirla o resistirla. Y dicha voluntad era ahora una curiosa, inquisitiva intrusión, que se esforzaba claramente en comprender la relación entre felino y humano que llenaba el cuerpo de la gata.
El alma de Shaina, insoportablemente confinada, magullada y temerosa, se maravilló pese a todo de este rito de amor, y además trató de no entrometerse, pero no pudo menos que hacerlo, ya que las cosas estaban así.
No sólo la vecindad del mago asfixiaba el pellejo de la gata, sino además la encrespada turbación de la que caen presa los gatos con frecuencia.
Woana vertió leche en una bandeja de plata ideada para contener broches, y Mitz la lamió. Por lo menos esto no repugnó a Shaina. ¡Ay!, el ratón que ellas habían atrapado, o mejor dicho el ratón que Mitz había cazado con gran dificultad ante la remilgada proximidad de Shaina, quedó intacto al final, puesto que Shaina no logró forzarse a tragar ese alimento. Gruñendo, Mitz hurtó una salchicha a medio freír en un puesto callejero. Y luego devoraron esta comida, aunque tampoco sin problemas, porque gatos y humanos comen de forma disímil, y la gata y Shaina estuvieron a punto de atragantarse en varios momentos. Incluso parte de la leche la bebieron erróneamente y estornudaron en muchas direcciones sobre el costoso alfombrado del dormitorio de la princesa.
Woana apenas reparó en ello, tan contenta estaba de haber recuperado a su amor. Al poco rato, sentada en la cama, con Mitz en sus brazos, Woana relató todos los fragmentos de las espantosas nuevas y su desagradable destino.
Shaina también escuchó. Su corazón de alma se entregó a la angustiada mujer de rostro vulgar y gentiles afectos. Mitz, empero, teniendo su comprensión limitada al instinto y a lo que entresacaba forzosamente del dominio del habla humana por parte de Shaina, no se preocupó por la situación tras sus molestas aventuras. Casi maliciosamente, al modo de los gatos, Mitz fue de modo voluntario hacia un sueño pesado e inmediato, como apagar una luz, y Shaina, sometida a las leyes naturales del cuerpo de la gata, se vio arrastrada.
Después de esto, gata y mujer se enfrentaron a los fragmentarios sueños respectivos. Shaina persiguió a un ratón y dio vueltas bajo el sol. Mitz cogió agua del pozo, recibió firmes manotadas en las orejas por parte de la mujer del viejo Ash y se enamoró, una y otra vez, de un apuesto actor.
En este ambiente de confusión, Shaina y Mitz llegaron realmente a conocerse, aunque el cuerpo de la gata sufrió espasmos y saltó en los almohadones hasta el amanecer, junto a la cabeza de Woana. La princesa, mientras tanto, pudo dormir, borrar en parte la tinta de su terror gracias al regreso de la gata. Al menos hasta que rompió el día.
Tres días no era mucho para que una doncella preparara su boda. Nunca antes se había conocido tal precipitación, ni una hora tan increíble para una boda: medianoche. Pero, claro, ¿quién podía imaginar que un señor tan poderoso hubiera pedido a la desgarbada Woana? Mejor agarrarlo deprisa. Además, él dio maravillosos regalos para el ajuar de la novia. Tres días estuvieron llegando a Arkev, negros caballos tirando de lacados carromatos por los caminos, negros barcos con purpúreas velas moviéndose, al parecer, sin viento ni remos, remontando el río Karga. Vestidos para Woana, de seda y terciopelo, y todos blindados con joyas, alhajas dignas de la misma Dama Luna, perfumes de los cuatro rincones de la Tierra, negros perros de caza, negros ruiseñores en jaulas de plata…
Los tres días la ciudad se maravilló de esto, los tres días los establos de palacio estuvieron atestados, y salas y antesalas llenas hasta el techo de riquezas. Con el amanecer, todo desaparecía misteriosamente: establos vacíos, habitaciones vacías, dispuestas a recibir nuevos carromatos y caballos y nuevos presentes. Sin duda los anteriores presentes habían sido guardados. Sin duda. Volk, Maestro de la Ilusión, Kernik, Escamoteador de Escenas.
La Duquesa sonreía tontamente. El Duque sudaba y miraba por encima del hombro. El hombre empezaba a estar oprimido por cosas que no estaban allí: enjambres de abejas que aporreaba y plagas de pulgas que aplastaba entre sus agitadas uñas. Woana, desagradablemente pálida como pan mojado, se metía sartas de perlas entre los dedos y daba las gracias a su futuro esposo. Las perlas no parecían tan reales como Volkhavaar. Nada era tan real como Volk.
—Ven, tímida doncella —dijo él, paseando con la princesa por los jardines—. ¿Supones que voy a comerte?
Y Volkhavaar sonreía sin ofrecer confianza, viendo muy claramente en la fluctuante mirada de su prometida que ella no se sorprendería nada si él la devoraba.
En cuanto a Mitz y su compañera de viaje, cada vez estaban más cerca una de otra, no en amor, sino como hermanas gemelas. Mitz agarraba una libélula; Shaina se ahogaba de asco y guardaba silencio. Shaina obligaba a Mitz a seguir al mago en los paseos de éste; Mitz lo lamentaba. Volkhavaar, cuando veía a la gata, inclinaba la cabeza. Volkhavaar era aficionado a los gatos.
Dasyel se presentaba, caminaba detrás del mago. Dasyel se sentaba muy quieto, cerca del mago. Shaina instaba a Mitz a saltar al banco junto al joven, a que se sentara en las rodillas del actor. Dasyel nunca se enteraba.
El corazón del alma de Shaina se derretía de compasión y sensación de pérdida. Mitz, desalentada, se ponía a limpiarse la cara.
Pasaron los tres días, y se fueron.
Llegó la mañana de la boda, la tarde, la noche de la boda.
Woana, con un vestido de oro, estaba rezando. Era lo único que le quedaba.
Por toda la ciudad, las calles estaban adornadas con cintas y flores. Con el paso de la noche, nubosa como todas las noches desde la llegada de Volkhavaar, fuegos artificiales ofrecieron estrellas al cielo, y las fuentes ya arrojaban vino rojo como la sangre, y los bueyes se asaban en enormes espetones en la Gran Plaza.
Woana siguió rezando.
Después el Señor llegó cabalgando con sus purpúreas galas a lomos de un caballo color azabache, una corona de emperador en su cabeza. Su séquito estaba compuesto por mil personas, así lo parecía. Soldados vestidos de negro y oro, doncellas de lila y azur que bailaban y reflejaban los resplandores con sus cestas de rosas. Carrozas con forma de cisne que parecían volar, ambarinas palomas que daban vueltas en lo alto, músicos con instrumentos de una o muchas cuerdas, flautas y tambores, osos del color de un trigal, con collares de zafiro. ¡Cómo rugió la multitud!
Y luego las trompetas, y las puertas de palacio abiertas.
Ella llevaba un velo de oropel, aunque no la disfrazaba ni la realzaba, no a ella, la Vulgar Princesa. La novia avanzó a tropezones, y tropezó en la enorme escalera. Pero Volkhavaar la subió en uno de sus caballos, risueño, como si ella fuera el mejor de los premios. Woana ya había dejado de rezar.
Casi a la hora señalada, casi la medianoche. Antorchas escarlatas y cielo color ébano. ¿Quizá alguien se asombró, al recordar vagamente que, no hacía mucho tiempo, medianoche había sido la hora señalada para otra jarana siniestra y tremenda?
Después las campanadas de las torres, las campanadas de los barcos, y subiendo los escalones del Templo del Sol, Volkhavaar con su prometida, sus ojos como víboras, gozándose en la colosal broma.
Entró en el Templo la nupcial procesión, Volkhavaar, y Woana cogida de su brazo igual que un jirón de papel arrastrado por la pleamar, la siniestra comitiva, el Duque y la Duquesa, la corte, los guardianes.
Los sacerdotes aguardaban ante el bruñido altar.
Volkhavaar se acercó resueltamente, arrastrando a Woana con él.
Luego una gran calma pasajera, la cesación de movimiento. El novio se detuvo a cierta distancia del altar. El novio soltó la mano de su prometida. Y a continuación una gran quietud, como si en el lugar hubiera caído el silencio de una enorme urna. Y después la voz de Volkhavaar.
—No, señores sacerdotes. Un momento, si tienen la bondad.
Siguió un entretanto. Susurros, apagándose. Al cabo de unos instantes, la voz de Volkhavaar otra vez, pero distinta, menos juguetona, menos civilizada. Una voz salvaje, perteneciente a un esclavo en lo alto de una cantera, un muchacho en una roca.
—Señor Negro, Sumo Señor, Señor del Viento, Señor de la Noche y los Lugares Sombríos. Ellos olvidaron, pero tu siervo no. Soy tu verdadero sacerdote. Me conoces. Soy tu hijo. Oh, Sovan Tovannazit del arruinado templo, contempla tu nuevo alojamiento. Recuerda el descenso de la montaña, el aplastamiento de tu poder y el mío. Recuerda los malos días, los despreciables crímenes, la asquerosa mazmorra, el esclavo que debía morir tajando piedra blanca para Arkev. Recuerda al hombre que se mofó de nosotros dos. Recuerda cómo vertí mi vida en tu piedra, cómo me elevé, y tú conmigo, halcón en el cielo. Elévate ahora, Ilimitable, Oh, Sovan Tovannazit, ven. Ven y toma posesión. Oh, Sovan, Devorador de Sombras, oh, Takerna, OH, TAKERNA, TAKERNA… ¡TAKERNA, VEN Y TOMA POSESIÓN!
Hubo un ruido, arriba, abajo… en todas partes. Fue oído por Arkev entera, y más lejos. Él cielo pareció abrirse, la tierra pareció desguarnecerse. El Templo se vio salpicado de chillidos, imprecaciones y gemidos. Todas las luces se extinguieron. Sin embargo un brillo sin luz persistió, y aumentó.
Tenía el color de un negro sol brillando a través de una hoja de negro cristal. No tenía por qué estar allí, pero estaba.
Su fuente, de la que emanaba y crecía, era un nicho a la izquierda del Altar Principal. Algo había en el nicho, pequeño y oscuro: el ídolo del templo.
Incluso los sacerdotes permanecieron inmóviles mientras observaban el amortiguado oro de los discos solares. A los cuatro lados del Templo, ojos mirando fijamente, respiraciones contenidas, bocas secas con el ácido del miedo.
No en el apretado nicho, sino delante de él, entre el altar y el lugar donde aguardaba el purpúreo caballero con los brazos alzados, una ardiente sombra se remontó. Llegó a la altura descrita por los brazos de Volk, los sobrepasó.
El Dios Negro.
Cara de terrible ave, un gancho por nariz, ciega malicia vidente en unos ojos atentos a la presa, boca hecha con una maldición. En una mano el cuerno de las ofrendas fuertemente agarrado, un cuerno vacío, listo para recibir sangre. Formas similares a negros relámpagos, dagas, espadas, colgaban de un cinto igual que una serpiente enrollada.
Desde cualquier lado del Templo, esto es lo que veían los sacerdotes y la corte de la ciudad de Arkev, porque al este, oeste, norte y sur había un semblante, una mano, un voraz cuerno. Era imposible situarse detrás de Sovan Tovannazit, el dios de las cuatro caras; él podía ver en todas direcciones.
El dios creció hasta que su cabeza tocó el elevado techo. Entonces se inmovilizó, un pilar de ébano o hierro, pero ninguna de las dos cosas, un ser sin una mota de color o belleza, e iridiscente con una luz imposible de ubicar.
Takerna. Takerna hecho poderoso.
Volkhavaar chasqueó los dedos. Sonó una música salvaje, bárbara. Los sonidos llenaron el Templo igual que el negruzco fulgor.
En lo alto, en las torres, las campanas empezaron a tañer discordantemente, y por toda la ciudad las demás campanas cencerrearon fuera de tono.
Volkhavaar miró alrededor.
—Arrodillaos —dijo—. Arrodillaos ante el Señor que habéis olvidado. Mármol para el palacio, oro para el sol, plata para la luna y las estrellas. Para él, nada. Arrodillaos y suplicad su perdón, arrodillaos e imploradle.
Y todos sin excepción, hombres, mujeres, la corte del Duque, incluso los sacerdotes, descubrieron que habían obedecido, que se habían postrado, y un gutural y servil gimoteo salió arrastrándose de sus gargantas.
Sólo Volkhavaar y sus demonios quedaron erguidos ante el dios.
—Ven —dijo Volk a la novia, levantándola también—, vamos a casarnos.
Tres negras cabras encadenadas habían llegado y pasado por el pasillo que dejaban los arrodillados y acobardados asistentes. Volk las cogió por los cuernos, una por una, y con un cuchillo de plata las degolló. La roja sangre cayó negra en los negros pies del dios. Tras los apagados chillidos de los animales, chillidos de respuesta por todas partes. La sangre formó negros y linos ríos en las baldosas del suelo. En ese licor Volk metió el dedo. Sostuvo a Woana tan despiadamente como a las cabras, cogiéndola del pelo, y en la frente y en el menudo pecho de la novia dejó una marca de sangre. Los ojos de Woana sobresalieron; la princesa no se resistió. Cuando él la soltó, la novia quedó igual que los demás, como convertida en piedra.
Volk miró alrededor, al lugar donde se apretujaban los sacerdotes.
—Ahora serviréis a Sovan Tovannazit, vuestros misterios y símbolos serán distintos.
Hizo un signo en el aire por encima de los sacerdotes, y el color escarlata y el metal amarillo de éstos desaparecieron. Negros ya, los sacerdotes, los acólitos del Dios Negro.
Se pusieron en pie como sonámbulos. Danzaron al son de la música. De sus incensarios brotó una droga que llenó el lugar con su fragancia; de sus hisopos de agua bendita cayeron gotas de sangre. El Templo entero se puso en pie, ojos fijos, manos buscando manos, la danza dominando a todos.
—Venid, mi esposa, mi padre, mi madre —dijo Volkhavaar.
Fue hacia las puertas del Templo, Woana rígida como madera detrás de él, el Duque y la Duquesa a continuación con esculpidas sonrisas y ojos como botones.
La enorme masa de gente se apiñaba en el Atrio del Sol, sin alegría, sin gozo, muda, mirando asombrada y alarmada el negro resplandor del Templo. Arkev entera guardaba silencio, si bien, como anteriormente, sabía a la perfección lo que estaba ocurriendo.
Volk alzó la mano con la de Woana apretada en ella. Sonaron trompetas. No en los labios de los trompeteros, sino en el cielo, y las campanas prosiguieron sin descanso sus discordancias.
Nadie lanzó vítores, no hubo lanzamiento de sombreros o monedas al aire, ninguna bandada de palomas volando en una nube. Sólo la extraña música salió del Templo, y los sacerdotes con sus nuevas vestiduras negras. E igual que una danza de la muerte, una danza de cadáveres, una posesión de danzantes demonios, la multitud del Atrio se puso a patear y dar vueltas y, en una enorme rueda, salió del Atrio y recorrió las calles. Y la música acompañó a la gente, de tal modo que al cabo de pocos minutos, bajo el impenetrable cielo, la ciudad entera danzó para honrar a Sovan Tovannazit, el dios hasta entonces olvidado.
Hasta que, de modo inevitable, la danza se alteró, cobró otro aspecto, igualmente bárbaro, también tenebroso.
En el Templo del Sol, en el Altar Principal, un negro caballo danzaba sobre las patas traseras, manchando con sus excrementos los vasos sagrados y la vestidura bendita. En la nave del Templo la danza de lujuria también se había apoderado de los presentes. Y no sólo hombre con mujer; también otras cosas. Formas como toros, formas como lobos, y blancas jóvenes echadas con ellos. Hombres cubriendo hembras. Gritos de dolor y éxtasis, y pájaros batiendo sus alas.
Los sacerdotes del Templo Estelar corrían desnudos por las avenidas a la caza de ratas, y freían sus capturas en hogueras o se las comían crudas. Las Doncellas de la Luna chillaban agudamente igual que diablos, rasgaban sus velos y dejaban de ser vírgenes. Humos sin fuego se alzaron hacia el cielo, y los rayos cayeron al azar, como flechas, y se cobraron varias muertes en plenos actos de amor u odio, socarrando las cúspides de las torres.
A kilómetros de distancia de Arkev, al este y al norte, en aldeas y pueblos, incluso en la Llanura Volkiana, la gente salió de la cama para contemplar el cielo al oeste y al sur del Korkeem. Hombres y mujeres se preguntaron con nerviosas voces qué podían significar aquellas luces y truenos en el cielo, esperando que nadie respondiera.