17

Oscura estaba la ciudad en la hora previa al amanecer, oscura como boca de lobo, como el interior de una madriguera de topo.

Ninguna luz ardía: ni una antorcha, ni un candil, ni siquiera un fanal brillaba en las torres de los templos. La luna se había puesto, las estrellas habían escondido su faz tras los abanicos de las nubes. Un prolongado sueño había dominado a Arkev desde la salida del sol de un día hasta la del siguiente.

Algunos seres no habían dormido.

Las ratas estaban atareadas en los muelles con sus ratonescos asuntos, contentas de la curiosa inactividad de los vigilantes. Los búhos habían salido a cazar tarde, y los esbeltos gatos del barrio de los mercaderes y de las tabernas habían estado por aquí y por allá, en las reverberantes calles, durmiendo como plateadas sombras entre sombra y sombra, con serpentinas cabezas bajo sus puntiagudas orejas, y con un centelleo verde en sus miradas a la luna, cuando la luna encontró a los gatos.

En lo alto de un elevado gablete, inmóvil como negro mármol, otro gato más permanecía quieto, mirando hacia el este por encima del bosque de torres y tejados, como si buscara el alba con sus ojos de piedra preciosa. Este gato, al menos, no solía salir mucho. Este gato era una princesa, puesto que era la compañera de una princesa de la humanidad. Generalmente dormía en almohadones de plumas de cisnes. ¿Por qué no en tu hogar, en el palacio, Mitz?

Hacia el sur, los pináculos de la mansión del Duque brillaban tenuemente. Pero algunas ventanas también parecían brillar irregularmente, tenían un fulgor pálido, muy pálido, el más sombrío e insustancial fulgor purpúreo posible. Cuando se producían estos resplandores, Mitz estiraba las orejas y escupía, y su cola se doblaba y fustigaba el gablete como una serpiente. Oh, no, Mitz no volvería al hogar, ni siquiera volvería con su diosa Woana. La inteligente Woana que podía hacer cosas tan maravillosas, como obtener comida sin antes cazarla, que obtenía luz simplemente haciendo aparecer una flor amarilla sobre blancos palos de cera, y que después obtenía oscuridad simplemente respirando encima de la misma flor. De vez en cuando Mitz había visto a otras personas haciendo lo mismo, pero ninguna, por supuesto, como Woana, ni mucho menos. Woana era el humano de más talento, el más asombroso y prodigioso ser del mundo, y además el más hermoso. Porque Woana, de haber querido, habría hecho bajar a tierra a los brillantes ojos que brillaban en el cielo. Pero naturalmente Woana era demasiado refinada para rebajarse a tales cosas. Woana, en realidad, no tenía rival, era incomparable. El motivo era que Mitz pertenecía a la princesa, y su ego felino jamás podía considerar que alguien, excepto la persona más sublime, pudiera haber adquirido la excepcional personalidad de Woana.

Ese día, sin embargo, algo iba muy mal.

Una presencia se había entrometido en la lisa senda de la vida, había aparecido una sombra —oscura, viscosa, extraña— y Woana, pese a lo increíbles que eran sus atributos, no había hecho nada para librarse de esa presencia. Dotada de los genuinos e inconmovibles instintos de su raza, Mitz presentía, Mitz sabía que al purpúreo hombre, aquel ser alto y delgado, había que temerle, como ella temía y esquivaba a espíritus, duendes y diablos, pero peor, mucho peor.

Por eso la gata reposaba en el elevado gablete, quieta como mármol un instante, inquieta y alerta después, y por eso no iba a volver a su hogar, a su magnífica y blanda cama.

Y en ese momento algo aún más extraño, más insoportable sucedió. Algo para lo que Mitz, pese a toda su gatuna sabiduría, jamás había sido advertida. La gata no estaba preparada para esto.

Mitz se irguió, patas arriba.

Mitz bajó, se sacudió convulsivamente, enseñó los dientes y, de pronto, con las uñas separadas, cabeza, patas y cola estiradas alocadamente hacia todos los puntos cardinales lanzó un maullido que superó todos los maullidos. Incluso los búhos se detuvieron y miraron hacia abajo, y las ratas se detuvieron entre sacos de harina, y alguien, alguien siniestro y cruel, se detuvo y aguzó el oído entre los purpúreos centelleos de las ventanas de palacio.

Barbayat había engañado a Shaina, pero Barbayat había aceptado la sangre de la esclava, y Barbayat, de curiosa forma, amaba a la joven. Sin duda, ciertamente, ella había sido para la esclava la ardiente corona de la magia, ya que no la guirnalda del amor. Porque ese día Barbayat, cerca del alba, en voz baja, explicó a Shaina el medio, el medio peligroso, improbable, casi indecente, de que disponía para permanecer en el mundo. Ya no como Shaina la doncella, negro cabello tapándole la espalda, la cabeza erguida, cintura esbelta y fuerte como el roble, no así, pero todavía consciente, viva, envuelta en carne. En carne especial.

Dual era el hechizo, dos aspectos.

En primer lugar, puesto que su motivo para vivir seguía siendo el joven Dasyel, Shaina debía regresar a la vecindad del actor, por muy aciago que fuera el lugar, por muy cerca del mago que ello la situara. De modo continuo, su asimiento a la existencia se debilitaría; entonces Shaina debía contemplar a su amor, renovar su voluntad y su poder viéndole… si podía. Si alguna vez flaqueaba su amor, su asimiento a la corporeidad flaquearía también. Sí, su amor iba a ser su vida desde aquel amanecer en adelante. Y ella deseaba liberar a Dasyel, pero no sabía cómo, sólo sabía que, por lo demás, si cumplía su tarea, tendría que renunciar al fin a su prestada sujeción a la vida, y esfumarse en el nebuloso Otro Mundo mencionado, por la bruja.

Nunca podría esperar o soñar ser la amante de Dasyel, su esposa, madre de sus hijos, él padre de los suyos, mano izquierda de la mano derecha, mano derecha de la izquierda, corona de la luna y sol del cielo y hogar del corazón. Nunca, mientras el día siguiera al día y soplaran los vientos. Sin embargo, las palabras aún sonaban en Shaina: no abandonaré a Dasyel en las entrañas de un diablo. Rebajada a espíritu, el propósito de la esclava permanecía como hierro en la plata.

El segundo aspecto esencial del hechizo era más profundo, más nebuloso. Ella lo temía, pero el miedo no la detuvo. Compasión, sentía también, y asco, y fríos escalofríos al pensar que tal vez perdiera su identidad para siempre.

Luego se presentó la ocasión. Muy cerca, casi conveniente. No las ratas que Shaina había rehuido, ni los búhos, ni las dormidas palomas, sino una criatura sedosa y negra, con ojos de jade, hermosa y seguramente mansa… seguramente la única que ella había visto en el mismo regazo de la princesa… una criatura con acceso al palacio de Arkev.

El ambiente parecía lleno de hechizo, vivo a causa de él, doloroso a causa de él. La mala disposición de Shaina se extinguió en confusión.

Shaina cayó. Cayó como una estrella cae, o como un pájaro con las alas rotas, ardiendo, desesperada y ciega. Después la caída tuvo un final.

Igual que si Shaina fuera… ¿qué? Quizás un pañuelo, o una sarta de cuentas, apretada, pequeña, enrollada y oprimida, y forzada a meterse en una minúscula caja demasiado estrecha para ella, y la tapa —horror, terror— se cerró de golpe.

Shaina se debatió. Trató de respirar, ver y existir, trató de continuar. Sus brazos, sus manos… o sus ojos, ¿dónde estaban sus ojos? ¡Y su voz! Un chillido brotó de ella. Pero no fue precisamente un chillido.

Y luego, de repente, la lucha terminó.

Shaina yacía encogida, apenas cuerda, en la desconocida región, e intentó llorar.

Después llegó algo y se frotó contra ella. Algo no físico, y no experimentado físicamente. Una conciencia.

Shaina se espantó, trató de ocultarse, no pudo. Notó que el otro también trataba de ocultarse. Se calmó, se abrió. Aguardó; incitó.

Otra vez. Un pensamiento. No era de Shaina: el pensamiento de una gata.

Estremecedoramente, las dos. Las dos, extrañamente, con una lengua común, puesto que ocupaban terreno común, aunque las imágenes eran muy distintas y la emoción carecía prácticamente de paralelo.

Después agonía real, una especie de dolor, desesperación.

Shaina trató de explicarse de alguna forma, de excusarse. Sabedora de que a la gata le gustaría arañar y echar a la intrusa, Shaina se resistió empero con la innata y espinosa cortesía de una gata. Luego, un asombroso intercambio no pretendido, como si Shaina pudiera asociarse de pronto con la gata, la gata con Shaina. Simpatía, comprensión. Todo ello emergiendo en una especie de peculiar traducción con el lenguaje de la gata, con el de la mujer, simultáneamente.

—Perdóneme, estaba desesperada, como si necesitara una cabeza de sardina. La muerte iba detrás de mí, el cerrar de ojos, la portadora de una piel fría. ¿Podrás perdonarme, compartir mi plato, emparejarte conmigo? Miau… mira, soy un ratón ante tus zarpas.

—No importa. Pero es posible. Sí. Acaríciame, estoy trastornada. Con suavidad, no cierres mis ojos tan deprisa, y fíjate dónde pones mi cola. ¿Qué es eso que recuerdas? ¿Un hombre? Qué bonitos los rizos de su pelaje.

—¿Puedo estirarme un poco? Estoy estrecha.

—Estírate si has de hacerlo. Estirarse es bueno, igual que limpiarse. ¡Ug! No pienses, por favor, en saltar a un río helado. Lame mi pata. Así está mejor. ¡Ah! Te has estirado demasiado rápido. Ahí van los recuerdos de mi último trozo de hígado, comprimidos.

—Perdóname. No me quedaré mucho tiempo.

—¿Adónde vamos? ¡Ten cuidado! Por poco nos caemos del gablete. Déjame a mí: ponte tensa, échate hacia atrás, salta. Vamos. (¿Cuánto tiempo es tu «no mucho tiempo»?). Espera. No quiero por ahí.

—¿Al palacio? Debo ir.

Un cerebro de gata que chisporrotea, primitivas alusiones a sombras, oscuridad, el hombre

—Volk no te hará daño. Es un admirador de tu raza. Te dará hígado, y leche.

—A ti también, si continúas aquí.

Shaina encontró un sueño de ratones muertos colgando rojos en unas zarpas: comida. Shaina mareada, mareando a la gata, la gata dando media vuelta y mordiéndose la cola sobre el parapeto, maullando para expresar su pena y su incomodidad. Shaina diciendo inquietamente de algún modo que lo lamenta. Ambos cerebros anulándose. En el primero, un amante blanco; en el segundo un amante negro. Dasyel y un níveo minino mezclados. Terreno común de nuevo. Silencio, búsqueda. Cautela.

Y alrededor, Arkev sumida en la oscuridad, abriéndose suave, gradualmente a la salida del sol de verano.