El amanecer, que llegó con tanta hechicería y locura a Arkev, rompió en la aldea del valle del viejo Ash como de costumbre. Al principio.
Las mujeres fueron al pozo y se ocuparon de las ollas, los hombres atendieron el ganado. Se encendieron hogueras y se pronunciaron ante ellas las palabras adecuadas. Luego llegó la primera discordancia. ¿Quién podía confundir el tono de la mujer del viejo Ash cuando chillaba y reñía a su esclava?
El joven Ash, todavía sobrio, había salido a ver a las cabras. El viejo Ash se había adentrado en la mañana para cortar leña junto al río. Su mujer fue abajo, para asegurarse de que la esclava trabajaba (tenía que traer agua, encender el fuego, preparar el desayuno) y allí, por la Madre, el perezoso horror seguía acostado, tumbado de espaldas, junto a los restos del apagado fuego.
—¡Despierta, maldecida por el cielo, inútil! ¡Despierta! —gritó la mujer del viejo Ash, pero la esclava no se movió.
La mujer del viejo Ash se arrodilló, dio a Shaina una brutal y ruda sacudida, le gritó en ambas orejas y acabó echándole encima el contenido del cántaro de agua. Después de esto la voz de la mujer se elevó hasta un extraordinario tono, que maravilló incluso a quienes la conocían. Tal como se observó posteriormente, ni un hombre ni un animal podían dormir ante tanta alarma, y hasta los que dormían en el cementerio de la colina, según se dijo, despertaron y se dieron la vuelta. Sólo la esclava siguió acostada, insensible en su lecho de andrajos, con las manos fláccidas y los ojos muy cerrados, y sin que un gemido saliera de su boca.
El sacerdote de Kost estaba comiendo pan recién hecho en la casa de Mikli, cuando la conmoción llegó a su definitivo crescendo.
—¿Y quién puede ser ésa? —preguntó.
—La mujer del viejo Ash —dijo Mikli—, pidiendo algo a la esclava.
Pero instantes después el altercado cobró nuevo tono: pesar.
La gente salió a la calle, y allí estaba la mujer del viejo Ash, golpeándose el pecho y mirando resentida al cielo lleno de dioses.
—¡Oh! —chilló—. ¡La esclava está enferma! ¡Con tanta comida malgastada como le he dado, y con tanto dinero que el viejo Ash pagó por ella! ¡Oh, un millar de lágrimas!
También el sacerdote había salido ya a la calle. La pequeña multitud se hizo a un lado respetuosamente para dejarle pasar. El sacerdote se acercó a la mujer del viejo Ash y la miró hasta que ella dejó de hacer ruido.
—¿Dónde está tu marido? —preguntó el sacerdote.
—Cortando leña junto al río, que el cielo lo defienda.
—¿Y qué problema tienes con la esclava?
—Está enferma, padre —dijo la mujer—. ¡Una malvada, un monstruo depravado, eso es ella!
—¿Enferma de qué? —inquirió el sacerdote.
—No lo sé con seguridad. Siempre ha tenido lo mejor de todo. No es una fiebre, pero está dormida, y no se mueve cuando la sacudo.
La gente murmuró al oír esto. El sacerdote dijo:
—Que alguien vaya a buscar al viejo Ash. —Y en compañía de la mujer entró en la casa y se acercó al hogar junto al que yacía Shaina.
El umbral se llenó rápidamente de caras que obstruyeron la luz del sol.
El sacerdote se arrodilló junto a Shaina. La observó atentamente con sus observadores ojos. Le tocó el cuello un momento, y la muñeca, y a continuación se inclinó y puso junto a la boca de la esclava el dorado sol que llevaba al cuello. Al cabo de un instante apartó el dorado objeto y lo miró. Se mordió el labio.
«Tú», le dijo a su estómago, «tú, con tus comidas, tus desayunos y tus cenas, tú y tus tonterías, ya interrogaré a la esclava mañana, o pasado mañana… Ya ves lo que ha pasado».
En ese momento llegó el viejo Ash como un oso negro, se tocó la frente ante el sacerdote y contempló con perpleja zozobra su costosa propiedad, que yacía tan inerte junto al hogar.
—¿Qué le pasa, padre?
—Estoy pensando —dijo el sacerdote— que ella ya no respira. —Un jadeo en el umbral—. Además pienso —dijo el sacerdote— que no está muerta. Es posible que hayáis tenido una bruja entre vosotros y no os hayáis enterado. ¿Desde cuándo eres propietario de la chica?
—Hará un año, más o menos —dijo el viejo Ash.
—También hay una bruja en Peñasco Frío, ¿no es cierto? —preguntó el sacerdote, que olvidaba pocas cosas.
Susurros en la puerta; el viejo Ash bajó los ojos.
—Realmente no, padre. ¿Una bruja? No, no.
—Muy bien —dijo el sacerdote—. Puedo ver el fondo de la charca con mucha claridad, pese a todas las piedras que estáis echando.
En la muñeca de la esclava había un trapo blanco que nadie había visto, excepto el sacerdote. Sus tubulares dedos lo desataron con rapidez, y su atenta mirada recorrió la muñeca de arriba abajo.
Sí, tal como él había supuesto. Dos cicatrices minúsculas, casi borradas, las marcas de dos afilados dientecillos como los de un zorro o un gato. Un familiar de las brujas.
—¿Y qué pide la Dama de Peñasco Frío a cambio de sus favores, sus encantamientos amorosos y pociones para dormir? ¿Precios distintos? ¿O siempre es el mismo? ¿Quién de los presentes ha pagado con sangre?
Un apagado grito de sorpresa. Después una mujer habló desde la última fila de aldeanos, osadamente:
—Nadie ha pagado nunca ese precio en esta aldea.
—Espero que digas la verdad —dijo el sacerdote mientras se incorporaba, severo e imponente con su vestidura roja—. Aunque no creo que otra persona haya hecho tratos brujescos. Sólo esta muchacha, y hay que ocuparse de ella esta misma noche.
—¿Ocuparse de ella? —estalló el viejo Ash, alarmado—. Mi esclava es muy valiosa… ¿Cómo voy a comprar otra si tengo que librarme de ella?
—Harás lo que se te ordena —dijo el sacerdote con una horrible mirada—, a menos que desees iniciar una plaga de vampiros en este valle.
El cielo era una campana hueca, sonando azuladamente. Abajo, ardientes vapores, estelas de quebradas nubes, como flores en un lago; arriba, aire tan tenue como una cáscara de huevo, traspasado por frágiles rayos iguales que las finas cuerdas de un arpa. Por sus callejones de insonoro zafiro volaba el alma de Shaina.
Había volado otras veces, pero no como ésta. Su vuelo era abandono al terror, un mudo chillido de angustia y desesperación. Anteriormente, y ella lo sabía, había volado en el tiempo y fuera del tiempo, con tanta velocidad que no podía calcularla, arrastrada hacia el hogar por la cadena que la unía, que la mantenía seguramente ligada a su carne, oculta del peligro de la noche.
En esta ocasión la perseguía la noche, o un fragmento de noche, un halcón negro como el azabache que parecía una desgarrada vela negra azotada por el viento del mar celeste. Ninguna posibilidad, ninguna. Demasiado tarde. Él podía deshebrar el tiempo igual que el espíritu de Shaina, ella no podría quitárselo de encima. Y con la mañana desplegada sobre el mundo, el cuerpo de Shaina sería encontrado en la aldea, sin duda, inhabitado, indefenso. Shaina, Shaina, ¿qué has hecho?
Ella había presentido que había magia en el ambiente de Arkev, pero se había desentendido. La había dominado el letargo de su amor, y la magia la había atado como un cordel. Había seguido a Dasyel sin pensar en nada, sin recordar nada, fijándose únicamente en él. Había dejado de existir, o así se lo parecía a ella. Se había convertido, con total abnegación, en parte de la aureola de Dasyel, en suspiro surgido de sus pulmones. Hasta que el mago no la miró, hasta que no la acuchilló con la mirada y con sus suaves y abominables palabras, hasta que no le dijo que la conocía, que la veía, que la tenía en la trampa, hasta aquel momento no despertó el alma de Shaina. Y entonces, magia, gozo, amor, todo olvidado, Shaina huyó, pero sin esperanza. La desgarrada vela negra volaba tranquilamente y, como es lógico, detrás del alma. El siniestro ser estaba jugando a cazar, haciendo durar la diversión. Cuando Volk Volkhavaar, el Cruel, se cansara, le sería tan fácil cogerla como sonreír.
Y la cadena que unía el alma y el cuerpo de Shaina, ese tentador tirón, era cada vez más débil. Shaina había estado fuera demasiado tiempo, y a esa cadena le quedaba escasa fuerza para aproximarla, para tirar de ella como anteriormente, más veloz que el pensamiento. A pesar de todo, sin esperanza, Shaina continuó huyendo.
Atravesó una nube igual que humeante vellocino, y al salir por el otro lado el cielo estaba lleno de pájaros.
Al principio, pese a su alocado pánico, Shaina no les dio importancia, los consideró criaturas naturales e inocentes. Cual plateado vencejo, el alma pasó rápidamente por encima y por debajo de las aves, las alas de éstas negros centelleos a través de la espectral piel.
Pero los pájaros no la dejaron. Fueron apiñándose y congregándose cada vez más cerca. Halcones. Sus alas batían formando un negro torbellino ante los ojos y la cabeza del espíritu. Sus caras eran exactamente iguales, salvajes, triángulos de furia con el pico abierto. Sus garras atacaron a Shaina y, aunque no podían desgarrar los astrales tejidos, la abrumaron y confundieron, y el alma, con sus insustanciales brazos, trató de alejar a los pájaros. Los ojos de Shaina ya no contenían cielo ni destino, sólo el ataque de alas, garras y lenguas ásperas y puntiagudas como sangrientas dagas. En vano luchó para liberarse, en vano se retorció, giró, se remontó y descendió. Shaina comprendió por fin quién había enviado los pájaros, o quién los había conjurado, o llenado el ambiente con su ilusión.
¿Cuánto tiempo luchó, cuánto tiempo luchó para ver su camino, para evadir el horror? Shaina no lo sabía. Al fin, atrapada en un remolineante túnel tormentoso de negras plumas, el alma cayó verticalmente hacia tierra.
Las ramas de los árboles intentaron desgarrarla inútilmente, Shaina fue lanzada a través de férreos troncos, sombras, hacia las profundidades verde cromo de un bosque. Se posó en tierra como niebla, y el huracán de halcones había desaparecido.
Frío era el bosque, y sombrío, lleno de susurros de arroyos y goteantes notas de pajarillos. Pero la amenaza también estaba allí, todavía íntimamente unida a Shaina, todavía en sus oídos igual que un grito agudo y distante, eterno.
El alma de Shaina se elevó de la hierba, voló de árbol en árbol, un susurro blanco en la sombra. Un arroyo se extendía delante y el espíritu rutiló sobre él. Los guijarros rutilaron en respuesta desde el fondo; agradable era el bosque, pero el cazador estaba muy cerca, Shaina lo sabía, lo sabía.
Entonces el canto de los pájaros enmudeció alrededor, las hojas dejaron de susurrar, como si su movimiento hubiera quedado partido en dos.
Shaina miró hacia atrás, por encima de su hombro de espíritu.
Nada. Ah, pero ella lo sabía.
Avanzó más deprisa, rápida como el latigazo de la lengua de un lagarto. Los árboles se sucedieron como si también volaran, un vuelo verde, pero hacia atrás para saludar al perseguidor. Y un nuevo sonido sustituyó a los que se habían apagado.
Un insidioso retumbo. Bajo los pies del alma, en los troncos de los árboles. Sí, cascos de negros caballos batiendo el suelo, duros como roca.
Shaina alzó el vuelo, hacia las ramas más altas, más allá de ellas, buscando de nuevo, involuntariamente, el cielo.
El cielo estaba despejado, pero en los curvados bordes de su cuenco, negros halcones, a millares, igual que negras nubecillas, o negras y relucientes estrellas, oscurecían el día del mismo modo que las albas estrellas iluminaban la noche. Los pájaros no se acercaron, se limitaron a dar vueltas pegados a los bordes del celeste cuenco, gritándose unos a otros, o gritando a Shaina, vigilándola. Eran los hábiles sabuesos del mago.
De nuevo suspendida en azul espacio, Shaina miró atrás.
Y al hacerlo, de entre la bóveda del bosque, en una brillante explosión de hojas y ramas rotas, como un pez enorme y maligno que emergía del océano, la gran carroza del mago se lanzó al aire.
Negro era su brillo, brillante y deslumbrador negro. Seis negros caballos tiraban de la carroza, dando brincos, aéreos corceles sobre alas de águila curvadas hacia atrás. Diamantes se socarraban en sus hocicos y rociadas de llameante sangre o icor chorreaban en sus bocas. Detrás, con las flamígeras riendas atadas a su cintura, dos bronceados látigos con los serpentinos extremos en sus negras garras, se hallaba un purpúreo hombre con cabeza de lobo.
La visión fue terrible, tan terrible que las palabras no pueden expresarlo, porque las palabras son cobardes como los hombres, y ocultan cosas igual que éstos.
La cabeza del lobo sonrió; los dientes eran amarillos y todos puntiagudos.
Los látigos vivientes restallaron en las manos del hombre y los caballos se lanzaron hacia adelante como llamas y las ruedas de la carroza despidieron luces, y Shaina siguió huyendo.
¿Por qué huía? ¿Acaso creía que podía eludir a aquel ser? No. Huía porque estaba limitada a ese sumo terror, alocado y desesperado, de huir únicamente porque ya no se tiene la facultad de pensar, de razonar, porque la razón diría: Estás perdida, párate.
Volkhavaar, el sádico, el despiadado. No había perdido su complacencia en el miedo humano. Por las praderas del cielo siguió acosando al alma de la doncella, mientras detrás, Arkev, la insolente Arkev que pronto sería de él y de su dios, yacía durmiendo con los sueños que él había dejado allí. Y poco a poco el sol giró hacia el oeste y el cielo se oscureció con sombras de amor.
—Ya ves, mariposilla, de nada sirve revolotear alrededor del candil. No de mi candil, mariposilla doncella. No del mío.
La mujer llegó primero, tras subir la colina desde la aldea.
Iban situadas alternativamente: una mujer casada, luego una mujer joven, una virgen.
Las mujeres casadas llevaban antorchas, las solteras un ramillete de blancas flores recogidas en los campos. Guardaban silencio, estos pálidos seres rojamente iluminados, y tras ellos iba el sacerdote.
El sacerdote blandía un incensario, un turíbulo de plata de Kost. Aromáticos vapores brotaban de él. El sacerdote pronunciaba plegarias mientras andaba, su cara inexpresiva como cera endurecida. Además, llevaba una espada.
En último lugar iban los hombres, con cirios en las cerradas manos, y tres cabras agarradas con una cuerda que tiraban de algo inmóvil y ligero, situado sobre varios maderos atados, cuyo negro cabello se arrastraba por el suelo.
Todo el mundo estaba bien familiarizado con lo que había que hacer. El sacerdote había estado instruyéndolos todo el día, mientras el cuerpo de la esclava yacía inmóvil como una muñeca en la calle, en el interior de un círculo de llameantes antorchas clavadas firmemente en la tierra, y con un trozo de plata metido entre los dientes para impedir que volviera de pronto el errante demonio en que la doncella se había transformado.
El viejo Ash, pálido y consumido, había estado en una piedra de la calle, agarrándose las rodillas, maldiciendo su suerte.
Un mortífero y profundo silencio dominaba la aldea, y al ponerse el sol las montañas parecían inundadas de sangre.
En ese momento el cielo llevaba horas extinguido por la noche, y la joven luna cabalgaba en él, y no había un soplo de viento en las montañas.
La comitiva no se dirigía al cementerio, y se alejó un poco de ese lugar, porque el cuerpo de la esclava, contaminado como estaba por seres diabólicos, no podía yacer en tierra sagrada.
Pasaron entre tumbas, y subieron a una pelada faja de terreno en un prado de rocas, donde raramente acudía alguien. Aquí caminaron describiendo tres círculos hacia la izquierda, y tres círculos hacia la derecha. Las mujeres pronunciaron las palabras indicadas por el sacerdote. Las antorchas ardían en sus ojos.
Dos hombres se adelantaron y empezaron a cavar en el abrupto suelo. Al poco tiempo una negra boca los observaba, y en esta boca, densas como nieve, las doncellas arrojaron sus flores.
La carroza de Volkhavaar —ilusión, realidad, conjuro— daba vueltas bajo la luna, forzando a su plateada presa a ir hacia el oeste otra vez, hacia el sur de nuevo, tal como había hecho mientras el atardecer cobraba un violeta más oscuro y durante las frías horas de la noche, jugando al antiguo juego del ratón y el gato.
¿Era el alma capaz de pensar todavía? ¿Recordaba algo de sí misma? Sí, algo. Aunque fuera tan tarde, recordaba el alocado esfuerzo instintivo de reunirse con su carne.
Y ello lo sabía Volkhavaar. Al final pondría su zarpa sobre el lomo del alma, la dejaría alejarse, filtrarse por tejado o pared para volver al cuerpo. Después Volk destruiría cuerpo y alma al mismo tiempo, su último sacrificio en nombre de su deidad tutelar, el olvidado dios de Arkev, Takerna, Sovan Tovannazit.
De modo que Volkhavaar, poco a poco, iba dejando que el alma se acercara a su hogar. Metro tras duro metro. Los espíritus no pueden sentir cansancio, pero Volk jamás dudó de que el alma de la joven lo sentiría. Sonrió con sus atroces fauces.
Luego vio la luz, roja como rubíes, en la colina.
Actuó con rapidez, Volk siempre había sido así. Y había aprendido, desde el advenimiento de su poder, los ritos de numerosas ceremonias secretas, bien para librarse de las tinieblas, o bien para invocarlas. Volk comprendió al instante qué iban a hacer los aldeanos, abajo. Y supo de inmediato por quién estaban preocupados.
Cual hombre lobo, Volk babeó, con una risa tan profunda como la muerte, y refrenó a sus parduscos caballos. Que se vaya, la mariposilla. Que se vaya y vea. Alguien estaba haciendo el trabajo de Volk.
Quizá odiaba a Shaina, cuyo nombre ni sabía ni precisaba conocer. Ella amaba a Dasyel y lo había encontrado, a Dasyel, uno de los juguetes del mago, posesión suya. Ella había osado codiciar una cosa de Volkhavaar. El mago permaneció en el cielo, invisible, ataviado con su negro odio, y cuando hubo visto suficiente, tras reír despectivamente, se alejó para volver al trabajo más importante que debía hacer en la ciudad.
Fue como una red apartada de ella, un grillete de plomo repentinamente roto.
De pronto Shaina vio que se había librado de él, de su terror y de su poderío. Libre para pensar y sentir. Una vasta sombra, hambrienta y hostil como la noche misma, se había alejado dejando a Shaina enloquecida y agotada… pero ilesa.
Un instante de alocado agradecimiento, seguido por un momento de frenética incredulidad. ¿Por qué? ¿Por qué él la había perdonado?
Entonces un nuevo temor la aferró, no como el primero, un temor hueco como una tumba, y con el desapacible y vil olor de una tumba. Cualquier otra cosa, pasada o esperada, quedó borrada.
Shaina experimentó el tirón, la punzada, el verdadero dolor del mágico cordón que se retorcía en su ser como si le chillara en silencio. Y de pronto descendió, impensadamente y confusa como en ese regreso previo, se precipitó hacia la casa del viejo Ash, aunque en la colina una luz parecía gritarle: ¡Aquí, Shaina, aquí!
Ciertamente oyó algo entonces, un gemido, un agudo lamento. Surgía de la aldea, de las casas, en especial de la vivienda de su amo. Shaina miró hacia abajo, a través de maderos, techo y losas, hacia el espacio situado bajo la entrada, y allí yacía algo sin forma y pálido, gimiendo y llorando: el demonio, anunciando desastre y muerte, aunque sólo Shaina, al parecer, podía oírlo.
Ni una luz en la aldea, y todas las casas vacías. Shaina lo notó bruscamente. Incluso ella, su cuerpo de mujer joven, había desaparecido. Y el chillido mental llegó otra vez, el tirón de agonía hacia la colina.
Y Shaina fue hacia allí, fueran cuales fuesen sus deseos, un remolino hacia el resplandor de antorchas y el humo de incienso que era como la Feria de Arkev, y sin embargo no era lo mismo.
«Shaina, estoy aquí, aquí. Mira. A esto me has abandonado. Soy tu significado y tu vida, como tú eres la mía. Pero me abandonaste, y fíjate lo que has hecho. ¡Oh, fíjate, fíjate! Mira abajo y fíjate. La culpa es tuya».
Shaina quedó inmóvil en el aire. No podía apartarse. Igual que una madre que ve a su hijo espetado en una lanza delante de ella, mientras los soldados la sujetan, Shaina, agarrada por los brazos de la noche, tuvo que ver y entender todo.
Las almas no pueden gritar, las almas no pueden desgarrarse la piel con las uñas, ni torcer brazos masculinos con sus transparentes manos. Las almas no pueden morir y asfixiarse en el negro pozo que las traga. Las almas no pueden llorar. Ahora digamos estas cosas a Shaina: ella opinará de muy distinta forma.
El cuerpo de muñeca de la esclava yacía ante el sacerdote cubierto por la capa de su propio cabello negro. El sacerdote había levantado una espada, una brillante espada de bronce de Kost, de metal sagrado y bendecido. El hombre besó la hoja y la blandió en lo alto. El metal hendió el ropaje de la noche, el tejido de las estrellas. Describió el contorno de una blanca rueda, cobró un tono bermejo al descender, cuando las antorchas la tiñeron.
Al final del golpe, encantadoramente reluciente, la espada separó la mortal cabeza de Shaina de su mortal torso.
Las mujeres de la aldea chillaron como pájaros atrapados en pavorosas trampas.
La sangre de la esclava corrió carmesí entre las hebras de su cabello. El sacerdote se inclinó, y apretó dentro de la boca de la esclava la moneda de plata apretada entre sus dientes, y luego hizo un gesto. Los hombres inclinaron los tablones de forma que apuntaran hacia el borde de la tumba, llena de flores. Los tablones cayeron torpemente y la cabeza de la doncella rodó por encima del cuerpo y acabó descansando entre los pies, y todo el cuerpo quedó enrojecido a su paso.
—Tapad la tumba —dijo el sacerdote. Se enjugó la frente, y sus inteligentes ojos reflejaban cansancio y tristeza—. Vuestra aldea está a salvo ahora, y ella está en paz.
Paz, oh, Shaina, paz…