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Kernik sabía lo que estaba haciendo, Kernik Volk Volkhavaar. Le gustaban gestos y símbolos, porque su vida se basaba en ellos. Le gustaba ejercitar su poder de esta forma, poquito a poco, tender su reluciente red, tensar las cuerdas, recogerla de nuevo, del mismo modo que un gato juega con un ratón. Corre, ratón, a ver hasta dónde llegas cuando Volk alza su zarpa. No muy lejos.

Volkhavaar ya era el amo de todos, del Duque con su cerebro de serrín, de su avinagrada esposa, de la vulgar hija carente de carácter.

Los sueños inducidos que había tenido Moyko habían sido admirablemente apropiados.

—Le recibimos… eh… con muchísimo agrado —dijo el Duque, intranquilo, esforzándose en conservar su dignidad y contener los temblores de sus rodillas—. Debe quedarse a desayunar con nosotros. ¡Qué excelente actuación! Le recomiendo sumamente los huevos de pato… ¿Un poco de vino?

Volkhavaar había recurrido a una sutilísima ilusión de su persona, en esta ocasión. Parecía extremamente alto, erguido, dotado de una tenebrosidad prístina y ominosa. Sin saber cómo, el Duque, incluso la Duquesa, se formaron la impresión de que él, y no ellos, tenía derecho a estar sentado en el enorme salón, atendido por sumisos criados, a meter sus garras en los aguamaniles de plata, y quizás (que no se enterara él) la habitación y la comida no fueran suficientemente buenas para Volk.

La Duquesa conversó encantadoramente, prestó atención hasta a la última palabra mientras gotas de oro caían del aborrecible tajo que era la boca del invitado, se esforzó —sí, realmente— en congraciarse con él, en causarle buena impresión. De vez en cuando la mujer reparaba en su conducta con un estremecimiento, y lo único que podía hacer era mitigar su horrorizada sorpresa pensando: Pero, claro, él es un hombre tan ingenioso, de una educación tan excelente, sin duda alguna un príncipe que recorre los caminos de incógnito por capricho. Un fantástico excéntrico. Incluso su forma de coger el cuchillo es enormemente superior a la forma de coger ese utensilio de Moyko. Y, no hay duda, él reconoce mi valía, basta observar su forma de mirarme. Y la Duquesa extraordinariamente halagada y turbada, rió tontamente en un asombroso y desagradable espasmo propio de una niña.

Woana se acurrucó en su silla, con los ojos fijos en el plato. Mitz se había ido y era imposible localizarla. Woana suponía que la deserción de la gata se debía a la presencia del terrible desconocido. Ella misma estaba aterrorizada, no podía decir concretamente por qué. Un simple vislumbre de aquella delgada mano en forma de garra apoyada en la mesa bastaba para causarle frías punzadas de aversión y espanto hasta en el último centímetro cuadrado de su piel. Y el nombre del forastero… ¿no había dicho algo su padre respecto a un matrimonio? Que los dioses la protegieran, ella, que había renunciado hacía tiempo a cualquier sueño de boda, preferiría morir que unirse en matrimonio a Volk Volkhavaar. A veces, no obstante, tímidamente, los asustados ojos de Woana miraban a hurtadillas a los otros tres invitados. Los dos jóvenes la confundían por igual. Ella los admiraba por su belleza, pero no ansiaba nada de ellos. La vida la había enseñado a soportar su soledad. En la actualidad, cuando veía un hombre apuesto, Woana lo miraba como una persona mira fugazmente el cegador sol, como si fuera algo extraño y especial con lo que no podía esperarse contacto alguno. El actor obeso, empero, atrajo la atención de la princesa sin intimidarla. Cierto rasgo de su solidez, las sonrientes arrugas de sus labios, su piel morena y alegre era un alivio para Woana. Aquel actor había sido prodigioso dios en su increíble carroza, todo fuego. Y había actuado con gran inteligencia, sacando del aire huevos de amatista y pájaros azules. Imposible que un hombre tan magnífico, gentil y saludable fuera amigo de Kernik Volk… y si lo era, tal vez ella estaba juzgando mal al jefe de los actores.

En el exterior, la gente había dispuesto caballetes en la Gran Plaza, y traído toneles y platos. La multitud estaba festejando y bebiendo, y brindando por el Duque, y por Kernik el Inteligente Presentador. ¿Cómo se había llegado a eso? Woana no lo sabía con certeza. Era improbable que su padre se mostrara tan generoso con el pueblo, pero de algún modo el extraño hombre alto le había convencido… y qué inquieto parecía el Duque al respecto.

Woana notó de pronto un sombrío fuego sin llama fijo, al parecer, en ella: los ojos de Volk. Nerviosa agua brotó en sus ojos, y los labios le temblaron, hasta que comprendió que la malévola mirada —ciertamente malévola— no iba dirigida a ella. En un sombrío rincón del salón, entre las cortinas de pesada tapicería, Woana creyó vislumbrar sólo un instante otra sombra, no oscura sino plateada. La princesa parpadeó, y la sombra pareció esfumarse con su parpadeo.

El Duque Moyko bostezó. La idea de dormir había surgido de pronto y exigentemente en su cabeza. Había estado en vela la noche entera, ¿no era cierto?, y el alboroto de la muchedumbre era fastidioso, y el calor del día le abrumaba cual lanuda nube. Y aquel gordinflón estaba tocando la flauta, un ruiseñor en plena luz del día, en tono suave y fluctuante, el sonido de ríos y bosques… Y qué agradable sería tumbarse en aquella verde sombra, qué agradable echarse en el acolchonado y verdoso seno de la Madre Tierra y…

Un estruendo despertó al Duque. Había tirado el vaso y su cabeza había caído pesadamente sobre su pecho. Su maldita esposa le espetó con una acuosa mirada. ¿Había roncado? Bueno, no importaba, él era el Duque Moyko y…

—Querido esposo —dijo la Duquesa, poniéndose en pie—, creo que yo y tu hija iremos a nuestros aposentos para descansar un poco. No podemos mantener los ojos abiertos —añadió con inmensurable mofa.

—Como os apetezca —dijo el Duque, mientras miraba alrededor de la mesa con lacrimosos ojos.

Y allí estaba Volk Volkhavaar, sonriéndole graciosamente. La boca del estómago del Duque se enfrió, pero Moyko pensó: es un hombre bien educado. Comprende los refinamientos. Será mejor que me muestre cortés. Naturalmente, no basta con unos cuantos sueños tontos para influenciarme, pero mejor estar seguro que preocupado. Bien, ¿qué iba a decir yo?

—Muy amable por su parte —dijo Volkhavaar—. Me siento honrado y agradecido por su invitación. Ahora veo que los hombres, de todas partes, no suplican en vano la generosidad del Duque del Korkeem.

¿Qué he dicho yo?, se preguntó ansiosamente el Duque, pero no lo recordaba. Sin duda había ofrecido hospitalidad al todopoderoso… no, no, al regio invitado, lo último que deseaba o pretendía, aunque, tal vez… El Duque Moyko dejó de pelear consigo mismo. Se enjugó su acalorado rostro con una servilleta de seda y, tambaleándose, salió del salón y subió las escaleras, con el acostumbrado séquito de criados corriendo tras él. Ya arriba, en la gran y blanda cama, Moyko se sumió agradecido en un sueño de puerco.

Kernik Volk besó la mano de la Duquesa. Sus labios eran fríos y agoreros, pero curiosamente ese detalle parecía carecer de importancia. De hecho, él era bastante apuesto, de modo poco usual, aunque era preciso, claro está, una mujer perspicaz y sensible, una mujer capaz de percibir escondidos talentos y ocultos valores, para captar la verdad.

Woana trató de escabullirse, como un ratoncillo gris y torpe, sin que la vieran, por la puerta. Volkhavaar, naturalmente, la vio a pesar de todo, la dejó alejarse un poco, y luego saltó. Su mano se posó con suavidad en el brazo de la princesa, y ésta creyó notar unos dientes que masticaban su columna vertebral.

—¿Se va corriendo tan deprisa, tímida princesa? Y yo que esperaba que fuéramos amigos…

—Yo… yo… yo —tartamudeó Woana—. Que… quería buscar a Mitz. Podría haberse perdido.

—Vaya, pues —dijo el mago, y tras un amistoso y diabólico apretón a la carne de la princesa, la soltó—. Tendremos mucho tiempo para conocernos mejor, más tarde. Y además, tengo algunos asuntos que resolver.

Woana huyó. Tenía el corazón en la boca. Entró corriendo en su solitaria habitación y atrancó la puerta. Pero esta acción no significó alivio, porque ella suponía que pestillos y barras no eran nada para el terrible forastero. Woana trató de encontrar una plegaria conveniente, pero no logró imaginar una sola palabra. Y al poco rato, contra su voluntad, una enorme y profunda somnolencia entró como una ráfaga por la ventana y cubrió a la princesa.

Curioso sueño fue aquél. Pesado y dulce como miel. Cayó como cálida nieve purpúrea sobre Arkev. No sólo el Duque y la Duquesa durmieron, no sólo Woana, sino también el palacio entero, la Plaza, los templos y las casas, los muelles y mercados de la localidad entera. En todas partes, la gente pidió excusas para tenderse a la sombra y dormir. Incluso en el río, los barcos dormitaron. Hasta los perros se derrumbaron sobre los huesos, hasta los pájaros yacieron como papeles doblados en los tejados. Arkev, la bulliciosa y brillante Arkev, indolente en una neblina color lavándula como si una nube se hubiera posado sobre ella, y de sus calles, estruendosas, llenas de los ruidos de las campanas, los ladridos de los perros y el sonido del yunque y el martillo, sólo se elevó esa mañana un exuberante ronquido apagado por el sol.

Sin embargo algunas personas no dormían.

Sólo cinco.

Y de estas cinco, quizá sólo dos estaban realmente despiertas.

En las tapizadas paredes, los criados yacían dormidos de forma indolente. Roshi, el gordinflón, había dejado la flauta y permanecía inmóvil, con la mirada fija y sin ver. Junto a él, estaba Yevdora, ciega como Roshi, con su amarillo cabello trenzado lleno de estrellas. Dasyel se hallaba de pie a la sombra, en el rincón opuesto del salón, inmóvil como un árbol cuando la vida ha abandonado el bosque y no sopla viento alguno.

Volk Volkhavaar, también perfectamente inmóvil, en el dorado sillón del Duque, aguardaba como un gato ante una ratonera. En ese momento la vio, como la había visto anteriormente, aunque al principio no dio muestras de verla. Dasyel, que había perdido su sombra, de pronto volvía a poseer una. Una plateada sombra, y no muy parecida a él.

Los ojos de Volk se entrecerraron un poco. Sus labios se fruncieron, sonrientes.

—Erase una vez —dijo Volk suavemente y en voz alta— una joven bruja (no diré quién, por no saber o no precisar su nombre) que observó a un hombre y pensó: me gusta su aspecto, iré tras él. Pero como no era una doncella ordinaria, sino una bruja, no recorrió el camino con sus firmes y finos pies, con su largo cabello recogido con un pañuelo y sus pertenencias a la espalda, oh, no. Recurrió a un hechizo del alma y mandó su espíritu a cumplir el recado. Y su alma revoloteó alrededor de él una y otra vez igual que una mariposilla nocturna en torno a una lámpara.

Detrás de Dasyel, la plateada forma estaba paralizada y fluctuaba tenuemente. La mueca que era la sonrisa de Volk se agrandó.

—Al parecer, pese a toda su inteligencia, la joven dama no sabía con cuánta brillantez brillaba su invisible alma de doncella, y cuán fragante sería su aroma. Al parecer nadie le explicó: Cuidado, alguien tiene ojos para esa brillantez, y olfato para ese olor. Al parecer nadie le dijo tampoco que debía volver a su cuerpo al amanecer para que la gente no lo notara. ¿O quizá la inteligente aunque mal informada joven dama vive sola? ¿Comprende ella, pues, que sólo puede estar ausente un breve lapso de tiempo, o el cordón mágico, que une alma y carne… —Volkhavaar se levantó y cruzó la sala, haciendo chasquear convenientemente sus espantosos dedos para dar énfasis a la palabra—… se parte?

El fulgor en el aire remolineó, cobró brusco movimiento. Se elevó, giró y salió por la ventana más próxima.

Volk, sonriente como un lobo, saltó al alféizar. Alzó los brazos: eran alas. Levantó la cabeza: era la cruel máscara encapuchada de un ave. Volkhavaar era un halcón, y el halcón se lanzó al aire con un burlón chillido, eclipsando el sol, abatiéndose sobre el perfumando aroma de su aérea presa, que era el alma de Shaina. Igual que un hombre, dejando de lado asuntos importantes durante un rato, sale en busca de agradable diversión.