Los actores llegaron a Arkev por todos los caminos que cruzaban el Korkeem. Dispusieron sus llamativas tiendas de campaña y sus banderas y, recorriendo las calles en procesión, las orillas del río, la Gran Plaza, exhibieron, como otros mercaderes, sus exóticas mercancías. Canciones, instrumentos de cuerda, cascabeles y tambores, ropajes amarillos y rojos, plumas color magenta y doradas máscaras, mujeres bonitas con flores en el cabello y corpiños cerrados con perlitas, mañosos hombres que sacaban verdes serpientes de sus orejas, tragaban llamas, caminaban sobre cuchillos con la punta hacia arriba, encontraban gorriones en sus sombreros… Todos los días breves representaciones teatrales, aparentemente puestas en escena al azar, en respuesta a los vítores y exigencias del público; héroes, villanos, dioses y terribles bestias, el material de las leyendas, sazonado con diversos chistes vulgares y la eterna emoción del amor. De tanto en tanto alguna pelea entre compañías rivales, jóvenes actores dueños de las mesas de las tabernas, alborotando con elegancia de zorros, una confabulación, quizá, pero ¿a quién le importaba? De vez en cuando una pelea seria: alguien que robaba propiedades de otros, estiércol de caballo mezclado con laca para la barba, calzones cosidos en puntos estratégicos. Un par de mujeres jóvenes que se miraban con odio porque ambas tenían fama de ser la más hermosa. Todo ello un arte en sí mismo, lo que se esperaba de los protagonistas, un preliminar.
Al noroeste de la Gran Plaza se alzaba el Templo del Sol con sus muros de reluciente bronce y su ardiente techo de oro con doradas cúpulas que parecían curvadas llamas balanceándose allí. Delante, en el enorme patio al aire libre, en un elevado y pulido escenario que asemejaba un altar del dios, el Festival de los Actores se iniciaría el décimo día de la Feria de Primavera, y continuaría, desde la salida del sol hasta la medianoche, durante tres días más.
Las obras se sucedieron como una sarta de cuentas, una tras otra. Galvanizantes efectos fueron incluidos en todas, ya que las diversas compañías estaban resueltas a demostrar que los rivales eran los papanatas provincianos que cualquier persona juiciosa podía ver que eran. En cualquier caso, ¿no lo eran? Esplendor amontonado sobre esplendor. El ambiente centelleaba y parpadeaba con la chispa del vidrio cortado en facetas, olía a raros inciensos y salitre.
Dos años antes, la compañía de Jy había actuado en la Feria de Primavera de Arkev, y obtenido el primer premio, concedido como siempre mediante voto popular del público. El premio consistió en una generosa bolsa de oro, pero de acuerdo con los principios de la profesión esta recompensa fue rápidamente comida y bebida y por lo demás apresuradamente consumida por Jy y sus actores, sin dejar huella de la misma. La gloria, no obstante, perduró. Las muchedumbres de Arkev ni eran tolerantes ni parciales. Había que conquistarlas; en caso contrario, coles podridas volaban en el aire.
Ese año el nombre de Jy no podía descubrirse en las listas confeccionadas por los archiveros. De hecho, sólo en Svatza podía encontrarse ese nombre, en el cementerio del lugar.
Indiferente y despreocupado, mientras tanto, el Duque examinaba la relación de obras de teatro con sus bulbosos ojos, eligiendo aquéllas que honraría con su presencia. Le gustaba el teatro; que le vieran allí, más que ver la obra, quizá. Le gustaba el aspecto de su próspera ciudad, de cuya prosperidad se atribuía todo el mérito cuando bien poco le correspondía. Le gustaba sentarse bajo la marquesina de brocado en su dorada silla, sonreír graciosamente cuando la actuación le complacía, hablar ostentosamente a sus subordinados cuando no le complacía. Le gustaba que la gente se inclinara ante él como un campo de trigo sometido al viento.
Raramente le acompañaba su esposa: el hígado de la mujer la retenía en el hogar, o cualquier otra queja, porque ella tenía muchas quejas, todo un guardarropa de quejas, o así le parecía al Duque. Todas las mañanas, era de suponer, ella se ponía delante de ese guardarropa, considerando, preguntándose: ¿me pongo hoy el dolor de cabeza, o el resfriado? ¿O quizá tendría mejor aspecto con mi neuralgia?
Woana, sin embargo, siempre iba al teatro, y contemplaba hasta la última escena, cautivada como una niña. El Duque la reprendía con frecuencia por esta indecorosa muestra de interés, pero ello no surtía efecto alguno. Y la fastidiosa gata siempre estaba en el regazo de la muchacha, pareciendo mirar también, y ronroneando. Si hubiera dependido de ella, la estúpida joven habría permanecido sentada tres días seguidos y habría concedido un premio a todo el mundo, sin olvidar al público.
En el décimo día de la feria, en la negra madrugada nocturna que precedía al alba y antes de que empezara el Festival de los Actores, sucedió esto: cayeron estrellas en las calles de Arkev.
Gruesas y con mucha rapidez, así cayeron. Muchas personas las vieron. Sacerdotes desde las torres de los templos, doncellas que realizaban ofrendas en el Templo de la Luna, vigilantes desde un centenar de puertas y desde las cubiertas de cincuenta barcos. Los perros las vieron caer y prorrumpieron en aullidos que despertaron a la mitad de los ciudadanos, sumidos en sueños, que tras acercarse a tientas a las ventanas, también las vieron. Amantes en medio del amor vieron las estrellas y perdieron el hilo de su discurso; borrachines tumbados en zanjas las vieron y vilipendiaron al vino que habían tragado. Incluso la hija del Duque, tras llegar a una coloreada vidriera, vio caer las extrañas estrellas, aunque no el Duque, porque estaba ocupado durmiendo.
De plata eran, muy brillantes, pero brillaban de una forma muy rara, oscuramente. Se posaron en Arkev, en tejados, torres, en el pavimento y en el Río Karga. Todas tenían forma de estrellas con irregulares puntas de carámbano, pero además, cantaban. Su canto era éste: Kernik viene, Kernik, Príncipe de Magos, Kernik, Escamoteador de Escenas. Que la ciudad se prepare para la obra teatral que acabará con todas las demás, para el espectáculo que acabará con todos los espectáculos.
En especial cayeron en el lugar donde estaban las tiendas de campaña de los actores. Los hombres estaban desperezándose, preparándose para el amanecer y las dieciséis funciones a dar ese día. Y oyeron a las estrellas cantando otra cosa. «Cuidado», dijeron las estrellas, «Kernik se acerca, Kernik y su compañía. La compañía de Kernik os eclipsará a todos. Avergonzaos, plebe. Preparad vuestros carromatos y volved a casa». Y las estrellas rieron y se apagaron, tal como se apagaron en toda la ciudad de Arkev, y el asombro y la alarma obligó a encender candiles.
Los actores eran supersticiosos. Sus ojos se entrecerraron o se abrieron desmesuradamente. Invocaron secretamente a los dioses de sus respectivos hogares, escupieron e hicieron gestos ceremoniales para prevenir el desastre. Pero era un mal principio, no había nadie que no lo presintiera. Y cuando el sol salió sombríamente y el Duque se presentó tarde, bostezó y pronunció prácticamente todos los discursos posibles, y cuando las espadas de hojalata se doblaron, los cohetes no explotaron y los actores olvidaron papeles y pies, nadie se sorprendió demasiado. Alguien, algo, había introducido una plaga entre los actores.
Pero ¿quién era Kernik? Su nombre no figuraba en ninguna lista confeccionada por los archiveros, y los grupos de jóvenes que registraron coléricamente el campamento de los actores no lograron encontrarle, ni a él ni a su gente.
Esa noche, tras la malaventurada jornada, llamas ardientes cayeron sobre Arkev. «Buscad a Kernik», cantaban las llamas que cayeron en patios, estanques, cerca de ventanas y sobresaltados ojos. «Kernik, el Maestro de Sueños y Misterios».
En la zona de los actores algunas personas habían estado a la espera, con cuchillos al cinto. Las rosas cayeron dispersas, ardiendo como carmesíes chispas de una inmensa hoguera situada en el aire, se esparcieron y se unieron y formaron una sola figura, alta y fluctuante, un demonio que paseó por los callejones entre las tiendas. El demonio rió al pasar, con una risa histriónica, enteramente apropiada considerando el área de su manifestación. Algunos actores salieron corriendo y lo atacaron. Pero hojas y puños no causaron impresión; el demonio los atravesaba cual granate fantasma, sin dejar de reír, saludando. «Polvo, barro, estiércol», dijo el ser. «¿Por qué no regresáis a vuestros montones de polvo, a vuestros hoyos de fango, a vuestros estercoleros?».
El día siguiente algunos recogieron sus cosas y se fueron. Actores huyendo de malos presagios. Dieciocho representaciones ese día. Dieciocho obras pobremente representadas. Kernik había hecho un hechizo. Los actores lo maldijeron, y huyeron de la fruta podrida que caía como granizo en el escenario.
—¿Dónde está Kernik? —aulló la muchedumbre, además riendo, porque el rumor se había extendido. Empezaban a captar la broma, participaban en el malicioso carácter de la misma.
La propaganda de Kernik había sido prometedora hasta el momento, pero cualquier persona que osara hacer tales alardes debería ser un experto, ciertamente. La gente lo convertiría en un dios o, si no demostraba ser satisfactorio, se divertirían con él expulsándole junto con su compañía igual que reses llevadas al matadero.
—¡Venga, Kernik el Listo! ¡Vamos, déjate ver!
En toda la ciudad, únicamente el Duque Moyko era indiferente a Kernik. Era otro nombre el que le inquietaba. Sus sueños estaban frecuentados por diablos que amenazaban desgarrarle, animales salvajes que amenazaban devorarle, rayos que caían y desgracias que acontecían. Y cuando él protestaba, como siempre hacía en estos sueños, diciendo que él era el Duque, aquellos seres respondían: «Sólo a un hombre tememos: Volk Volkhavaar, el Señor de los Magos. Incluso tú, Duque, en tu lecho de terciopelo, te inclinarás ante él cuando Volk te lo ordene».
La tercera noche, la anterior al último día del Festival de los Actores, la duodécima y última de la Feria, Arkev entero aguardaba para ver qué caería del cielo. Nadie quedó desilusionado. Mil cisnes con plumas llenas de lentejuelas llegaron por el este, el oeste, el sur, el norte, y volaron juntos en argénteo enjambre sobre el palacio del mismo Duque Moyko.
—Kernik —cantaron los cisnes, con voz de doncella—. Mañana, con el toque de medianoche.
Y desaparecieron.
No muchas compañías se atrevieron a dar funciones ese duodécimo día. Las que lo hicieron obtuvieron escaso reconocimiento. Todo el mundo estaba ya a la espera, incluso los actores que actuaban aguardaban morosamente a ver al gran empresario, al Escamoteador de Escenas. Se encendieron las antorchas en el azulado crepúsculo, y salió una luna creciente, y la multitud ya se había congregado junto al elevado escenario del patio del Templo del Sol.
También Shaina aguardaba, yacía a la espera en la casa del viejo Ash, durante el duodécimo día de la Feria de Arkev, que para ella era el duodécimo día de su pena, el día que había vuelto a sus cabales y decidido que la angustia aún no era oportuna.
Temía todo tipo de cosas, temía su atolondrada impaciencia por iniciar el viaje tan temprano, temía que la casa jamás decidiera ir a dormir, porque el viejo Ash, su mujer y su hijo habían estado discutiendo toda la tarde respecto a lo que había dicho el sacerdote de Kost, y a lo que se había dicho en la taberna. Aunque ya estaban acostados, Shaina estaba tensa temiendo que un gran torrente de gritos se desbordara de nuevo. Temerosa estaba, igualmente, de haber olvidado el hechizo del alma o alguna parte vital del mismo. Más que nada, por último, Shaina temía de nuevo aquel lugar oscuro y el peligro que rodeaba a Dasyel, el joven sin sombra.
Pero llegó la tranquilidad, y suaves ronquidos arriba. La tranquilidad se adueñó de todo excepto de Shaina. Se apresuró a partir, hacia la clara noche de luna.
Inició el hechizo. No lo había olvidado, no había olvidado nada.
El dolor llegó igual que la primera vez, torvo y espantoso. Y tras alzarse fuera de él, ingrávida y plateada en el aire, la sorpresa, la sensación de arrobamiento y libertad, como anteriormente, inundó a Shaina con espirituales pasiones.
Hasta que, de pronto, algo la detuvo, la obligó a mirar atrás por segunda vez hacia el lugar donde yacía ella, su carnoso ser, estirado, mudo y sin respirar junto al consumido fuego.
El cuerpo de Shaina, una hermosa joven. La piel, miel transparente a causa del sol, pestañas como largas cañas negras, cabello igual que un río de noche metiéndose por debajo de la espalda y formando riachuelos sobre las manzanas que eran sus pechos de doncella, sus delgadas, fuertes, callosas manos… Su alma miró el cuerpo con la antigua punzada de amor incorpóreo, y pensó, como no había hecho antes: Supongamos que ellos despiertan y me ven. ¿Notarán que estoy… vacía?
Pero era demasiado tarde. Shaina se desentendió. Los aromas de árboles y montañas bajo las estrellas la atrajeron hacia la noche como a una raposa. Ascendió remolineando, la plateada Shaina, con su suelto y lechoso cabello de espíritu, pasó junto a los desaprobadores demonios, se lanzó hacia el éter.
Sobre las colinas, las montañas, los bosques, el río, sobre el amplio terreno casi de medianoche, hacia Arkev. Volando fuera del tiempo.
Un año más tarde, y un segundo más tarde, Shaina alcanzaba la cumbre del Templo Estelar, ella misma una estrella, su luz amortiguada por el amplio resplandor de un lejano paraje de antorchas, hacia el norte. Arkev, la siempre brillante. Sin embargo esa noche todas las llamas parecían dispuestas en aquel único lugar, y qué gentío… Shaina descendió, se disolvió en la luz, invisible, y flotó como la respiración hasta llegar al dorado dintel inferior del Templo del Sol.
La gente se extendía por todas partes, inquieta pero tan arraigada como un prado de flores silvestres. Por todos los lugares del vasto atrio, y alrededor de él, todas las paredes, tejados, balcones y ventanas atestados, incluso los improvisados estrados se tambaleaban, hombres y mujeres aferrados allí cual pájaros domesticados reunidos a la espera de comida. Más cerca, debajo mismo, un elegante dosel y un hombre importante e hinchado, con un dorado sombrero tachonado de joyas, sentado debajo, y soldados vestidos de rojo, negro y blanco, y dos mujeres, la primera completamente pálida, con la palidez de una enferma del hígado, y la otra con una triste cabeza gacha de ralo cabello sin lustre, con un animalillo muy erguido en su regazo. El Duque, la Duquesa y la Princesa Woana.
Shaina se había detenido en el dintel, sabía qué pasaba. Había visto el elevado escenario, había sentido la excitación, mucho mayor y más intensa, pero parecidísima a la de la calle de la aldea del viejo Ash aquella noche, cuando el hombre de la cara pálida llegó allí, hizo sonar sus garras y un dragón surgió del cielo.
Los corazones de las almas no laten, sus bocas no se secan y sus estómagos no se remueven como si avispas y lagartijas los incordiaran. No obstante, les puede parecer que todo ello sucede, como fue el caso del alma de Shaina.
En ese momento las campanadas de medianoche empezaron a sonar.
La multitud, inquieta y murmurante hasta entonces, quedó de pronto tan silenciosa como una tumba. Ni un pie se movió, ni una palabra se pronunció.
Y acto seguido…
—¡Mirad! —gritó una voz.
—¡Mirad, mirad! —gritaron otras.
En el escenario había aparecido algo, algo había aparecido. Sin prólogo, sin previo aviso. El escenario estaba vacío un momento, luego una silueta lo ocupaba, lo ocupaba en toda la extensión de la palabra.
Más de dos metros de estatura tenía, o parecía tener, ataviado con ropa de purpúrea aureola. Una infinidad de rayos amarillos resonaban y silbaban en su cabeza, blancas centellas brotaban de sus manos, y cuando dio un golpe con su bastón de presentador de espectáculos, las centellas se volvieron escarlatas.
Las campanadas de medianoche habían terminado. La silueta habló, y sus palabras llegaron hasta el rincón más lejano del gentío.
—Kernik ha llegado, buena gente de la ciudad de Arkev. Kernik es bien recibido por vosotros. Yo soy Kernik. ¿Estáis listos para la obra teatral?
Los ciudadanos habían recuperado el aliento. Empezaron a gritar: Sí, sí, estamos listos.
La ardiente silueta volvió un poco la cabeza, miró hacia el dosel del Duque ante la dorada puerta del Templo. Kernik, Escamoteador de Escenas, realizó una reverencia aparatosa, exagerada, casi insultante. Luego, tras erguirse, pronunció un nombre que Arkev podía haber oído en cierta ocasión, pero que ya no conocía: Takerna, la Invocación.
Iba a ser la obra representada por Jy en Svatza, la obra que Kernik Volk Volkhavaar observara con tanta avidez, y con tanta envidia y voracidad, la obra culpable de que Jy, casi inadvertidamente, falleciera.
Los efectos especiales de Jy habían sido excelentes, próximos a la magia. Pero los efectos de Kernik fueron mejores, por supuesto.
El mago habló a la multitud, brevemente, explicándoles un poco lo que iban a ver. Después retrocedió, y pareció fundirse en el espacio. Mientras la gente gritaba, algo nuevo, algo incluso más espantoso y extraño empezó a suceder.
Era la luna.
Había estado bajando, fina como un arco, más allá de las distantes torres. En ese instante se levantó por encima de las mismas torres, y siguió al revés su curso anterior.
Sólo los ignorantes vieron la luna y no lo que de hecho era: un plateado barco con la diosa navegando en él, un barco con negras velas y alas de gigantesco cisne. Al pasar por encima, la luna se proyectó también hacia el suelo; su brillo se expandió, llenando el atrio y todas las calles contiguas de una luz fría, blanca, llameante. Las antorchas se oscurecieron y se apagaron. Los espectadores abrieron la boca y en varios lugares cayeron de rodillas. La luna salió del cielo y revoloteó sobre el Atrio del Sol, tal como siempre la había imaginado la gente, con bordes plateados, velas de seda y alas de cisne, y en ella una diosa vestida de hielo y metal con una nube de azulado humo como cabello.
Sonó música, música maravillosa, aunque no se veía músico alguno. La luna se apoyó en su pálida mano azur, soñadora, y abajo el escenario se transformó en herbosa planicie de montaña, en la que un pastor yacía dormido entre su rebaño color de calamina.
La luna avistó al pastor; una sonrisa realzó su boca color de lila. Bajó de su barco lunar, y descendió por el aire igual que una escalera de vidrio, cayendo blancas flores de su ropa. El pastor despertó, y la vio, y se postró, temeroso. Pero la luna tenía otras intenciones, no quería adoración. Apretó contra ella al pastor, con toda la longitud de su reluciente cuerpo, y la montaña y el barco lunar se consumieron con la conflagración color añil de la unión, dejando únicamente oscuridad sin antorchas.
Hubo un resplandor rojo claro: el alba. La dama luna escapó de la luz bajo un arco de roca. Al poco rato una niebla brotó y ocultó a la luna, y apareció un coro de criaturas, hombres con cabeza de lobo, ciervo o cuervo… y no eran máscaras, porque los ojos se movían, las orejas se agitaban, la piel se arrugaba, los dientes estaban húmedos y brillantes. El coro comenzó a relatar, de modo irreverente, que ni siquiera la Dama de la Luna era inmune al destino universal a una hembra que tenían en común, y pelearon con sus astas mientras bramaban, y los lobos fueron acercándose a ellos poco a poco, con sus voraces lenguas colgando, y los tres cuervos, simulando hastío, desplegaron las alas y emprendieron el vuelo, hasta perderse de vista. Finalmente, un espantoso grito de la roca puso en fuga a lobos y ciervos. La niebla aclaró, y allí, solitario, yacía un bebé llorando y pateando, un bebé visiblemente brillante, igual que una lámpara.
Unos pastores lo descubrieron. Hubo diversas bromas, entre ellas la de una oveja parlante, que caminaba erguida y era bastante parlanchina, que tenía cierto parecido con el Duque de Arkev, un detalle que la multitud, pese a su fascinación, no pasó por alto y aplaudió roncamente, mientras los soldados hacían una mueca. El Duque, que no captó la referencia, naturalmente, se echó a reír. Su esposa lucía una maligna sonrisa. Woana estaba demasiado hechizada para reír. Ni siquiera había notado que su gata Mitz saltaba de su regazo y se escondía bajo la silla.
Sí, todo el mundo estaba sumamente embelesado. Incluida la invisible alma de Shaina en el dintel, aunque también la dominaba un vago horror.
El relato prosiguió, y las hipnotizantes ilusiones con él. Cuando salió el sol, de modo irregular, sobre el pináculo del Templo, hinchándose hasta convertirse en un gran orbe amarillo, dando una increíble capa de oro al atrio con la absoluta magnificencia del día, los mismos sacerdotes palidecieron. Del orbe salió galopando la dorada carroza arrastrada por los seis azafranados caballos, entre una aureola de nubes y rayos. El sol era un hombre obeso; enorme y llameante se inclinó sobre la ciudad, y al brotar su cólera, varios ciudadanos corrieron en busca de refugio. Rayos y truenos desgarraron el cielo. La sentencia fue pronunciada: el Rey Sol, avergonzado, no saldría más. Entonces se produjo una oscuridad sin estrellas ni luna, una oscuridad igual que una bóveda, y las antorchas se encendieron de nuevo alrededor del atrio, se encendieron curiosamente ellas solas, rosadas y puntiagudas como espadas.
En este momento Shaina notó que Dasyel pasaba cerca de ella, abajo, mientras atravesaba el atrio. Nadie vio al joven, tal era la ilusión que el mago había echado sobre él igual que una capa, pero instantes después Dasyel pareció materializarse, como había hecho el resto de la compañía de Kernik, y se convirtió en el héroe del relato, como en la ciudad de Svatza anteriormente.
Dasyel tenía un especial rasgo mágico, como Yevdora la Doncella Estrella, y como Roshi el Sol, porque eran seres vivos, no meras ilusiones. Aunque los espectadores no sabían nada de esto, algunos lo presentían. Respondieron al héroe y a la heroína, no meramente por su apariencia física, y al Rey Sol, no meramente por la etérea melodía que él extrajo de una flauta una vez consumida su terrible ira.
La voz de Dasyel, cuando empezó a hablar con tanta perfección, de forma tan inmaculada, para representar su papel sonó en el pecho de espíritu de Shaina como las largas, insondables notas de cierta música eterna, e incluso sus vagos recelos la abandonaron.
Dasyel luchó con dragones, dragones más pasmosos que el desconcertante reptil de la aldea del viejo Ash, bestias tan corpulentas y venenosas, tan de pesadilla que varias mujeres se desmayaron al verlas. Dasyel recorrió caminos, caminos de nubes y fuego trazados por invisibles pinceles en el cielo. No había compostura alguna en la armadura que lució; su espada era realmente una serpiente, y la Doncella Estrella apareció ante él con su vestido de chispas, en un carruaje de blancos zircones arrastrado por un tiro de palomas.
Observar a Dasyel fue penoso para Shaina, dulce pena, como hilos de plata atravesando su cuerpo. Poco a poco, la magia y la obra habían desaparecido hasta que acabó viendo únicamente al joven actor, brillante silueta moviéndose entre la niebla. Olvidó todo, incluso qué era ella y dónde se encontraba, incluso a Kernik, el Cruel.
Al llegar el final, el gran corazón de narciso del sol que volvía, la dorada lluvia sin humedad que cayó, las flores derramadas en el atrio que diseminaron sus multicolores pétalos en las cabezas del complacido público, Shaina estaba soñando, medio dormida de amor, ebria de amor, en el dintel de la puerta del Templo.
La oscura noche se había descolorido, como la ropa, hasta adoptar un luciente tono azulado. Pronto un amanecer real inundaría de nuevo las brillantes calles, y el Festival concluiría. Pero de momento, las pálidas antorchas chisporroteaban y fluctuaban en sus postes, reflejando el alocado regocijo de la frenética y vociferante multitud. La gente aullaba en paredes y entablados, arrojaba monedas desde los balcones, joyas desde las ventanas y pedía a gritos en la Plaza que el Duque concediera el premio: no una, sino dos, tres, cuatro bolsas de oro; no, una corona, una vestidura de oro o, quizá, el dorado sillón del Duque y todo lo que simbolizaba. Oh, sí, Kernik el Inteligente Presentador merecía la deificación. En el mundo entero jamás se había visto tal representación.
El Duque Moyko estaba turbado.
Varias veces durante la actuación se había encontrado con la boca muy abierta, con los ojos desorbitados. Y ahora esa espantosa exigencia de que él hiciera obsequios innecesariamente extravagantes a un mero director teatral. Ciertamente, era demasiado, aquellos ignorantes necios con su alboroto… La actuación había sido muy buena, muy divertida, pero toda ella era astucia y trucos, y naturalmente…
Entonces Moyko notó una purpúrea presencia, muy próxima, que hacía una reverencia tan aparatosa como anteriormente. ¡Qué vulgaridad y falta de finura! El Duque pasó una imperial mirada sobre el individuo, por la increíblemente elegante ropa y sus bordados, por el azafranado sombrero alto. Qué pálida, qué mortalmente pálida estaba aquella cara, y la risueña boca parecía una herida, un tajo, y los ojos de dorados bordes eran tan despiadados, tan hundidos y tan fijos como los de algún asesino recién ahorcado… Moyko se contuvo, y dijo, con una pizca de nerviosismo:
—Bien, Kernik, ya lo oye, ha ganado el premio.
—Ni mucho menos —dijo Kernik.
Asombrado, el Duque no sintió deseos de forzarle a ser más claro.
—Una obra muy larga —observó con aire condescendiente—, pero diré que hábil.
Y se volvió para pedir la tradicional recompensa, y la encontró junto a su codo, impaciente por ser entregada, la gruesa bolsa rodeada enteramente por los broches, alfileres, anillos y otras costosas chucherías de la corte de Moyko. ¡Maldición, también él debía ofrecer algo!, supuso el Duque, y remilgadamente buscó en su persona algún objeto que pareciera inapreciable pero no lo fuera. No obstante, la inconfundible boca pintada le interrumpió.
—Le ruego no piense en cargarme de obsequios, mi señor. Procedo de la Llanura Volkiana y allí el honor vale más que el oro. No aceptaré nada, ni siquiera el premio. La aprobación de la ciudad de Arkev es recompensa suficiente para mí, y para mis hijos, los actores.
La multitud perdió la voz un instante, y después inició un asombrado peán. El Duque parecía levemente confuso, pero no por la extraña conducta de Kernik, sino más bien por…
—Volkiana —dijo—. ¿Volk-iana?
—Creo —murmuró Kernik el Príncipe de los Magos— que su muy ilustre señoría ha adivinado mi otro nombre. Algunos me llaman Volk. Volk Volkhavaar.
En algún lugar del vientre del Duque Moyko un gusano pareció despertar y agitarse. Le ardían los ojos, pero no logró apartarlos de los horribles labios del extraño.
Bajo la silla de la Princesa Woana, la gata Mitz dobló su espalda y estiró sus orejas, pero nadie la vio.
Ni siquiera Shaina, que situada como humo en el dorado dintel, veía únicamente el rostro de Dasyel, encantadoramente risueño ante los elogios del público y rindiendo homenaje a la bella Yevdora. Y a sus verdeazulados ojos, sus ojos azul verdoso fríos como el frío, iguales que las transparentes gemas de la bandeja de premios.
El Duque se había levantado. Pronunció un discurso, la gente gritó y lanzó sus sombreros al aire. La música sonaba de nuevo, y una danza improvisada pero gozosa estalló como una fiebre.
¿Adónde iba el Duque con Kernik el Inteligente Presentador? Fuera donde fuese, el pueblo del Duque lo aprobaba. De pronto el Duque se encontró cabalgando en su dorado sillón sobre las espaldas de la multitud, Moyko haciendo fláccidos gestos nerviosos, su intolerante esposa y su sonrojada hija siguiéndole. Luego fue alzado Kernik, que saludó y sonrió cual apacible padre, y después el joven actor, la encantadora actriz. Incluso se las arreglaron para levantar y llevar al grueso sol. ¿Adónde había ido el resto de la numerosa y llamativa tropa de Kernik? Nadie lo advirtió. La magia claveteaba la mañana como el salitre pirotécnico la había claveteado en días anteriores.
Era al palacio a donde iban. Al parecer, aunque ya había concluido, el Festival del Sol se prolongaría a pesar de todo. Incluso los sacerdotes emprendieron ese camino, incluso las jóvenes cubiertas de velos del Templo de la Luna. Arkev entero se desplazaba hacia el sur como un enjambre.
Shaina se agitó como una brisa, y siguió a la gente.
Hechizada, el alma de la esclava ni se dio cuenta.
En algún lugar entre la oleada humana, sin color, sin que nadie la viera o presintiera, sin que nadie soñara siquiera en ella, Shaina se situó en el espacio junto a Dasyel y le acompañó con los hombres que le llevaban a hombros.
Las mujeres jóvenes lanzaron flores al actor, cogieron los obsequios de sus amados y los ofrecieron a Dasyel: oro y plata sorprendieron al nuevo amanecer que se iniciaba por el este.
Shaina flotó junto a él. Las flores pasaron a través de ella. Shaina tocó meditativamente el cabello y los hombros de su amado. Percibió el alba, pero ello no significó nada especial para ella, ninguna advertencia, ninguna urgencia de regresar.
El gentío inundó la Gran Plaza delante del palacio. Estaban exigiendo una fiesta. La ciudad entera parecía sometida a un turbulento movimiento, torres y tejados se balanceaban y aullaban clamorosamente.
El Duque, la Duquesa y la Princesa Woana fueron conducidos hasta las mismas puertas. Un instante después se encontraban en el interior, mientras los risueños soldados contenían la risueña presión. Pero Kernik también se hallaba en el salón del Duque, Kernik y sus actores. Y de improviso, las puertas se cerraron con estruendo.