12

La Feria Primaveral del Sol de Arkev empezó al amanecer, cuando el cántico de los sacerdotes se elevó del Templo del Sol. Se golpearon gongs de oro, y torbellinos de palomas se elevaron hacia la rosada bóveda cristalina del cielo. De la Gran Plaza de la Ciudad brotó un ruido similar al de dos ejércitos, cuatro plazas de toros, ocho orquestas, dieciséis tabernas. Todos los colores, sonidos y aromas conocidos en el Korkeem… y algunos no conocidos. Las maravillas se abrieron como flores y plumas de pavo real, y se esparcieron polvos e inciensos ante la carroza del sol formando una niebla color malva, mientras la carroza galopaba en la mañana.

Al sur del gran mercado se erigía el palacio del Duque, al borde de la plaza. Hacia lo alto subía el enorme tramo exterior de escaleras de mármol, flanqueadas de veinte en veinte escalones por guardias vestidos de escarlata, oro y blanco, con dos espadas blancas en sus dorados cintos, hasta el último marmóreo rellano, a la sombra de las relucientes torres, donde las cinco grandes entradas destellaban entre las blancas paredes. Las cinco puertas eran de bronce repujado con incrustaciones de oro, plata y esmaltes preciosos, las cinco puertas vigiladas por cinco guardias carmesíes con negros perros lobo retenidos por doradas correas a sus pies. Pasado este brillo y esplendor, se llegaba a los fríos tonos azulados y blancos de las salas.

También aquí, descaradamente, el ruido de la Feria de Primavera llegó en un clamor, no impedido por escaleras, guardias, puertas y perros. El estruendo hizo temblar los coloreados vidrios de las ventanas, despertó a la esposa del Duque en su lecho de satén y a la pobre, vulgar hija del Duque en su solitaria cama. Pero no despertó al Duque que, bajo la nube de tormenta que era el pabellón de terciopelo de su cama, soñaba en cazar a un blanco espíritu con cabello color limón, un espíritu desnudo, delicado y deseable, entre las verdes columnatas del bosque; y soñaba que la cogía junto al río y…

—Vamos, vamos —dijo el Duque—, estoy seguro de que esto puede arreglarse de una forma amistosa.

—Quizá no —dijo astutamente el duende femenino—. Suelo matar a todos los viajeros que me siguen. Los conduzco al agua y los ahogo.

—¡Basta! —dijo el caballero, adoptando un aire de elegancia—. Soy Moyko, tu Duque.

—En realidad, te sorprendería cuántos personajes importantes he tenido el privilegio de ahogar, aquí en mi humilde arroyo. De hecho, sólo hay un hombre al que respeto y temo demasiado para tratarlo de esta forma.

—¿Y quién es ése? —preguntó altivamente el Duque Moyko.

—¡Vaya, Volk Volkhavaar, el Señor de los Magos! Incluso tú, Duque, en tu lecho de terciopelo, te descubrirías ante Volk si él te lo ordenara.

Y en este momento el Duque despertó, aunque le pareció haber soñado despierto y no dormido. Se desperezó malhumoradamente y tiró de la dorada cinta dispuesta junto a la cama para que los criados le trajeran su bebida matutina, vino, miel y clavos de especia.

—Volk Volk… lo que sea —gruñó—. Y que el Duque piense en esto…

Al otro lado de la azulada ventana de vidrio algo agitó sus alas y se lanzó al aire. Una paloma, tal vez, del Templo… aunque de un tamaño anormalmente grande, y con un pico cruel como un gancho, un halcón, quizás.

Posteriormente, apurada la bebida y puestas las ropas de seda, anillos en los dedos y un collar de rubíes al cuello, el Duque descendió pesadamente las brillantes escaleras interiores de su palacio para desayunar. Cincuenta años había acumulado el Duque, cincuenta años de seguir su propio camino, de tener sus ideas personales; cincuenta años sabiendo que los dioses brillaban en él. Siendo príncipe, en vida de su padre, hubo algunas restricciones, mas no muchas. Pero desde hacía diez años, desde el fallecimiento de su padre, ninguna restricción. Naturalmente, él respetaba la memoria de su padre. El Viejo Duque, como lo llamaba Moyko, con las comisuras de sus labios vueltas solemnemente hacia tierra, los ojos humedecidos. ¿Qué padre muerto podía tener un hijo más cariñoso? Ahí estaba la tumba que Moyko construyó para su padre. Y además, ¡qué buenos momentos había pasado forzando al pueblo de la rica Arkev a pagar los impuestos extras precisos para financiar la obra! Pero el presente Duque era un gran hombre para construir cosas. Bastaba observar los dorados pináculos del Templo del Sol, las plateadas ventanas del este en el Templo de la Luna, bastaba una mirada a las tres torres agregadas al palacio… Oh, sí. Aquel Duque sería muy bien considerado.

Entró en el salón, cincuenta años de calcificada ignorancia, vanidad y simpleza, tomó asiento ante su adornado plato con un fuerte ruido sordo y cogió un adornado cuchillo.

La Duquesa alzó su lívida y pálida cara, con sus malévolos ojos sin brillo.

—Llegas tarde, mi querido esposo —dijo, reflejando en este tradicional término de afecto todo el disgusto y desdén de que era capaz.

—He estado pensando —mintió el Duque—. Sí. Hummm. En el matrimonio de tu hija.

La vulgar hija del Duque, Woana de nombre, bajó sus párpados y sus mejillas tomaron un triste, avinagrado tono castaño rojizo. Nadie se casaría con ella, a menos que fuera al matrimonio con gruesos velos, con diecisiete mulas cargadas con la dote apretadas tras ella, y esta infeliz doncella lo sabía. De haber sido hija de un pobre, sería sacerdotisa del Templo de la Luna desde hacía mucho tiempo, estaría oculta en los claustros y contenta de su estado. Pero a la Princesa Woana no le estaba permitido dicho lujo. Puesto que no tenía hijos varones, y ninguna perspectiva de tenerlos legalmente, Moyko estaba obligado a asegurar la futura sucesión en Arkev a través de su hija y de algún joven digno de confianza, viril pero no demasiado inteligente, de la aristocracia. Era un gran fastidio, pensaba Moyko, que la maldita niña se pareciera tanto a su madre en cuanto a presencia física, y que se hubiera desarrollado tan poco atractivamente. Su esposa pensaba de forma muy parecida, al revés. Ninguno culpaba a la muchacha. Siempre se referían a «tu hija».

Los humillados y bajados ojos de Woana acabaron posándose en la parte de mosaico situada junto a sus pies, donde su gata de sedoso color negro lamía leche en un plato de plata.

La princesa fea nunca había consentido en amar a otro ser humano, pues el rechazo era previsible, pero amaba a este otro ser, su gata, Mitz. Mitz era una gata bonita y graciosa, alegre, loca, osada y confiada, todo lo que no era Woana. Mitz tenía amantes, además, elegantes y peludos amantes que cantaban a la gata y se peleaban por ella, que la cautivaban exaltadamente y la abandonaban, como ahora, dejándola con gatitos. En cierto sentido Woana vivía a través de Mitz, acrecentado ello por el hecho de que Mitz le guardaba suma fidelidad. Mitz sólo dormía en los almohadones de plumas de cisne de la princesa, o en el regazo de brocado de ésta. Sólo de la fina manita llena de anillos de Woana aceptaba Mitz comida. Mitz sólo respondía cuando la inmadura y gutural voz de niña de Woana pronunciaba su nombre. Cuando otras personas acariciaban a Mitz, la gata bostezaba y se iba; cuando la acariciaba Woana, Mitz ronroneaba y miraba a la princesa con su triangular cara de minino y con sus esmeraldinos ojos entrecerrados de placer. «Miau», decía Mitz, pero ello significaba para Woana: madre, hermana, querida, la mejor.

—Bien —rechinó la voz de la Duquesa del Korkeem—, oh, excelentísimo esposo. ¿Qué plan tienes para conseguir el matrimonio de tu hija?

—Hay cierto señor —dijo el Duque, improvisando mientras comía vorazmente huevos de pato—. Volk no sé qué. No me acuerdo, de la llanura de no sé dónde… Tendré que pensarlo seriamente. Tu hija, señora, está superando la edad del matrimonio.

—Tonterías, Tu hija tiene sólo… veamos… ¿cuántos años tienes, Woana? Oh, no importa, no espero que ella lo recuerde. En cualquier caso estoy mortalmente enferma, puedes creerlo, con esta discusión. Recordarás, supongo, lo malo que es esto, como dijo el médico, para mi hígado.

—Miau —dijo Mitz. Saltó suavemente a los brazos de Woana. Casi pareció decir con su parpadeo: tengo predilección por el hígado un poco desmenuzado.