11

Una hoja blanca volaba sobre el alto cielo nocturno del Korkeem. Una hoja blanca con las estrellas brillando a través de ella.

El alma de Shaina.

Por encima de los villorrios, sin luces y durmientes, voló Shaina, sobre las suaves y azuladas esferas de las colinas, los bordes más abruptos de las laderas montañosas ataviadas con árboles y adornadas con plata por la luna poniente, y en la sombra más oscura de la luna, sobre un bosque como los negros rizos del cabello de un joven. Sobre las grises tierras altas, los conspicuos picos, finos como dagas, los arroyos bordados deslumbradoramente en la oscuridad, en el cielo que se arqueaba sobre otros valles, otras colinas, otros villorrios unidos por las brumosas redes de la noche. Al oeste se hallaba la ciudad de Kost. Shaina pasó sobre ella. Las luces aún parpadeaban, con apagado tono rojo o violeta claro, en las tabernas, y había una estrella caída en la torre del templo, contemplando a Shaina. Iba muy veloz, la blanca hoja que era el alma de la esclava, más veloz que cualquier ave o cualquier viento primaveral. Pero ella lo veía todo, y lo veía con la mirada de su amor y su sueño, belleza hecha más bella.

En cierto momento un búho, de caza en los aires de las tierras altas, se apartó de la transparente luminosidad. Shaina dedujo del lento y pesado vuelo del pájaro con cuánta rapidez estaba moviéndose ella.

Pronto las torres empezaron a reunirse, más cerca y más cerca unas de otras. Abajo ardían más luces. Un río se abrió cual brillante sapo negro en la tierra. Había mansiones en ambas orillas, pálidas como marfil, y muelles donde dormitaban barcos, con las velas plegadas como alas de paloma. Un barco se desplazaba bajo Shaina por la amplia senda del río, un cisne blanco con purpúrea luz de antorcha en la proa y extendido en el agua.

La ciudad fue haciéndose visible poco a poco. Se arrastraba en la curva del mundo y por encima, un montañoso paisaje de torres, pulidas cúpulas y elevados techos de fabuloso metal. Mil faroles llameaban todavía convirtiendo los templos en cortezas de fuego. Y había un palacio de blanca piedra con doradas lunas apoyadas en sus pináculos.

Arkev, la ciudad que adoraba el cielo, señora del Korkeem, el respetado hogar del Duque.

Arkev, donde en cierta ocasión llegó un siniestro personaje, risueño, con su compañía de actores a lomos de negros caballos. La ciudad de Volkhavaar, pronto pero no todavía.

Arkev, donde alguien yacía dormido, o aparentemente dormido, porque ¿quién sabe si los sin alma despiertan alguna vez? Alguien con rizado cabello amado por Shaina.

Iba a haber una feria en Arkev por la mañana. De muy lejos y de todas partes había llegado la gente, la gente de los caminos. Actores, buhoneros, doctores, mercaderes. La feria duraría doce días, para celebrar el Festival de Primavera del Sol. A lo largo del contorno de la inmensa plaza del mercado, la Gran Plaza de Arkev, que se alargaba hacia el sur hasta el palacio del Duque, al norte y hacia el oeste hasta los templos, y al este hasta las orillas pavimentadas con mármol del Río Karga, yacían diseminados los pabellones, carros y vagones de cien o más grupos de viandantes, apiñados como una multicolor mezcla de joyas. En el brillante muelle, las embarcaciones se habían apretujado, rozando afectuosamente sus embreados costados contra la roca. Esporádicas antorchas aleteaban en lo alto de postes entre los callejones de esta segunda ciudad improvisada con tiendas y barcos. Aquí, el barrio de los zapateros, con las agujas aún en movimiento a la fluctuante luz de las velas; allí, el rincón de los boticarios, con las ollas burbujeantes. Pájaros enjaulados y corderos en corrales, y dos o tres hombres bebiendo tardíamente en un puesto de vinos recubierto de lona, y una barbuda bruja en un emparrado tapado por un trapo verde, resolviendo un enigma en una bandeja de abalorios.

Hacia el norte, las tiendas de los actores, espléndidas como pavos reales y con cascabeleras banderas plantadas en tierra junto a ellas. ¿Estaba aquí Kernik? ¿Kernik, el Sumo Sacerdote de la Diversión, Kernik con su compañía?

Algo bajó flotando, un fragmento de niebla, un pañuelo de gasa, una nube caída del cielo, sobre la ciudad de las tiendas. Pero no hizo pausa alguna en el campamento de los actores. Pasó por encima y se dirigió al lugar donde la plaza se extendía hacia una estrecha calle que se perdía entre una arboleda de altos álamos. Más allá de la arboleda un jardín oculto, todo en sombras.

Un santuario de la noche era ese jardín. La noche se aferraba con fuerza bajo las ramas de robles y alerces, respirando el lóbrego aliento de helechos y flores silvestres del mismo color que la pizarra en sombras. En el centro del jardín un derruido templo. La puerta apenas bastaba para admitir a un hombre, con dos columnas toscamente labradas que apuntaban hacia un roto techo, y las paredes aparecían cubiertas de zarzas.

A este lugar llegó en un soplo el pálido ser, y bajó flotando a la hierba. El alma de una mujer joven estaba en el jardín; un hilo de plata se perdía a lo lejos detrás del alma, un invisible hilo de amor yacía delante.

En alguna parte de Arkev empezó a sonar una campana. Era la hora anterior al amanecer.

En el jardín, era difícil saberlo, determinar con certeza cuántas tiendas negras estaban levantadas alrededor del templo, cuántos caballos negros (si es que había alguno) permanecían mudos e inmóviles como basalto en la penumbra. ¿Ardía una lámpara cerca, o era el brillo de las estrellas? ¿Estaba hablando alguien en las ruinas, musitando una plegaría, o era el viento que toqueteaba las zarzas? ¿Qué importaba? El espíritu de Shaina observó y escuchó en busca de una visión, de un sonido.

Cruzó el césped, su cabello de espíritu fluyó a través de las hojas igual que leche. Atravesó el negro terciopelo de la pared de una tienda, directamente, y allí encontró al hombre.

Los corazones de los espíritus no laten, pero a Shaina le pareció que sí, porque el suyo estaba latiendo. ¿O acaso estaba escuchando el latido del corazón de él, de Dasyel, mientras dormía? Quedó suspendida como un sueño sobre el joven. Sus ojos parecían estar llenos de lágrimas, aunque las almas no pueden llorar. Extendió la mano para tocar el cabello de Dasyel, y su mano se fundió con él y llegó al almohadón que había debajo, y Shaina se reprendió por sentir la absurda pena de no poder, pese, a todo, tocar a su amado.

Él era más apuesto, pensó Shaina, que lo que ella recordaba, y sin embargo le parecía conocido, tan familiar como alguien al que hubiera visto todos los días durante un año. No obstante, ¿estaba pálido? ¿Más delgado, también? Vulnerable a causa del sueño, Dasyel yacía ante ella como un hijo, sombras como humo bajo sus ojos.

El alma de Shaina dudó entonces de su anhelo, quedó sin habla, observando. ¿Y ahora qué? ¿Qué debía hacer? Deseaba besarle en los labios, despertarle, decirle: Aquí estoy, ¿me conoces? O que el alma de él, tras flotar a la consciencia aunque Dasyel yaciera insensible, replicara al mudo asedio de la esclava. ¿Qué diría aquel alma de Dasyel, despertada del olvido cual oscuro ángel? Quizás: Tú no eres nada para mí, vuelve a casa y, maldita seas, no tengo tiempo para ti. Sí, el alma de Shaina estaba capacitada para la humildad, la vergüenza y la timidez. Se quedó junto a él, extrañada, pensando en las palabras de Barbayat: «El alma llama al alma, y el alma responde. Cuando le encuentres, ¿puedes dudar de que su alma despertará con el ansia de la tuya? ¿Cómo no va a quererte también él? El amor no se presenta como se presentó el tuyo a menos que exista ya un lazo entre vosotros dos, y si ahora él es ciego a ese amor, su espíritu verá las cosas con otros ojos».

«¡Oh, Dasyel!», pensó entonces Shaina. «¿Acaso ella me mintió para poder exigir su precio? Dicen que la promesa de una bruja es como una mujer vulgar, apenas se la recuerda. ¡Oh, Dasyel!».

Dasyel yacía inmóvil como un muerto y mirarle era como mirar el cielo, y la brillante llama del corazón de Shaina se apagó, dejando muerte y tinieblas tras ella. «Bien, me voy, pues». Pero permaneció suspendida allí, imaginando que debía existir alguna forma de comunicar su presencia y su amor. ¡Ojalá ella pudiera conocerla!

Finalmente hubo cierto enojo. Su cabeza se alzó, su cabeza de alma, con el antiguo gesto de altivez frente a la cautividad: Quizá no me quieres, entonces. Lamento haberte molestado. Con esto el sueño se alejó un poco, como un duro cepillo que elimina telarañas, y al momento, por primera vez, Shaina notó que el peligro la rodeaba por todas partes.

Había estado confundiéndolo con las mismas sombras, aquella opresión, aquella sensación de algo vigilando. Fácil hacer eso, porque era algo como la noche: negro, omnipresente y absoluto. Él espíritu de Shaina se acobardó. Qué fría era la tienda, qué frío de cementerio tenía el jardín. Dos impulsos surgieron entonces, juntos. Uno indicaba a Shaina que se quedara, que debía quedarse allí junto al dormido amante que se negaba a conocerla. Ella no había olvidado la visión dada por la bruja, cierta o falsa, de la rueda de hierro y Dasyel atado a ella, dormido para siempre. El segundo impulso, no obstante, era más fuerte. Estaba relacionado con huida: el joven no proyecta sombra, es parte de esta iniquidad, se siente a gusto así, no es simplemente esclavo del mago, sino su hijo adoptivo.

Hubo una extraña nota vibrante que hizo resonar la esencia de Shaina igual que una discordancia de cuerdas. Era la cadena de plata que la unía a su carne, que al parecer tiraba de ella, la llamaba: vuelve, vuelve antes de que sea demasiado tarde.

Y de repente Shaina no pudo resistir más el impulso de salvar su existencia. Se liberó de la tienda antes incluso de que pretendiera abandonarla, y llegó a las amplias zonas del cielo. No necesitaba respirar, pero jadeaba: se sentía como un pececillo que ha escapado de las agitadas fauces del lucio, una paloma que el lanzado halcón no alcanza por una pluma. El fino cordón desenrollado de su inconjeturable fuente sin tensión para dejar que Shaina volara a donde quisiera, tiraba de ella ahora. Iba arrastrada, dando vueltas y girando, por los elevados campos del espacio, sin reparar en nada aparte de aquel terror alocado e ilógico. La naturaleza del tiempo se alteró. Las estrellas estaban mirando la faz de la esclava igual que afilados cuchillos, y de pronto un retumbo atravesó el fuego, un humeante pozo de ceguera, y después Shaina recobró la calma y sintió la pesadez de montañas amontonadas sobre ella.

En ese momento se agitó.

Enormes pesos retenían sus manos, pero logró tirar de ellas hacia arriba, se mostró sus manos como si fueran manos de otra persona. Estaba ataviada de carne otra vez. Había vuelto a entrar en la envoltura de su cuerpo. La aldea de su esclavitud la rodeaba.

Shaina estaba igual que antes, con la excepción de que la noche había terminado prácticamente.

Las cenizas del fuego eran grises, la luz del cielo igualmente gris. En el exterior, el perro hacía sonar sus cadenas. Los peñascos se recortaban en el cielo, los pájaros empezaban a cantar en los sauces, junto al arroyo. Shaina debería levantarse pronto, ella y aquella cosa de plomo aferrada a su ser, que era ella misma.

¿Acaso la noche había sido un sueño? Si así era, el sueño había muerto.

Shaina permaneció inmóvil. Pensó en su miedo y en su vuelo. Pensó en el joven actor, relajado en su indiferente adormecimiento. Shaina no entendía nada. El orgullo había dejado de alentarla. La montaña de alegría y esperanza había sido demasiado alta. Ella la había escalado cantando. Y después había caído de la cumbre. Se quedó quieta y lloró en silencio, como había aprendido a hacer desde hacía mucho tiempo.

Muy lejos, algo sucedía. A esta distancia: a muchos días y muchas noches de viaje, a menos que el viajero fuera un mago capaz de doblar el tiempo o hacer hechizos, o el espíritu de una joven enamorada volando libremente. En Arkev, en un jardín con árboles, una entidad que otrora fue un hombre, salió del derruido templo del ídolo llamado en esas regiones, aunque con poca frecuencia, Sovan Tovannazit.

Volkhavaar el mago olfateó el fragante ambiente, y había un nuevo aroma. Un aroma que él reconoció. No de flores, ni de hierba, ni de oscura piedra; era el perfume de algo vivo aunque incorpóreo: un alma. Yacía cual rocío en el suelo y se aferraba al lugar donde dormía el joven actor. Volkhavaar abrió la puerta de la tienda y allí, diseminado en el suelo, en el lecho, en el negro cabello de Dasyel, yacía un finísimo y reluciente polvo, como el polvo barrido en los palacios de las estrellas.

Los labios de Volkhavaar se fruncieron. Hizo chasquear los dedos. El joven abrió los ojos, ojos vacuos hasta que el mago los llenaba con una apariencia de vista y animación.

Esos ojos se fijaron en Volkhavaar, ciegos como el hielo.

—¿Qué habéis visto durante la noche? —les preguntó el mago.

—Negrura —dijeron los labios de Dasyel—, como siempre.

Volk se echó a reír, y Dasyel, que era su esclavo, acogió esa muestra de buen humor igual que el barco vacío acoge la lluvia, riéndose también.

—Una mariposilla ha estado revoloteando alrededor de mi candil —dijo el mago—. Vuelve, mariposilla. Quémate las alas la próxima vez. Al candil no le importará.

Tras el fracaso, ¿lo aceptamos diciendo únicamente: bien, así es la vida, y nos concentramos en otras cosas? Cuando llega la noche, ¿aceptamos su negrura, diciendo únicamente: bien, así es la vida, y nos volvemos y aguardamos la mañana? ¿O seguimos esforzándonos por encender una vela para superar esa oscuridad aunque el viento apague muchas veces la llama, aunque la noche vuelva muchas veces?

Para Shaina, todo era noche. Noche en el día. Noche en el mundo y en su corazón. Esperanza y amor le habían fallado, o ella a ellos. Ahora ninguna mañana la tentaba, ninguna brillante promesa. Sólo quedaban esclavitud y fatigoso trabajo, y una vida vacía como un desierto. Difícilmente podía decir ella: Buscaré otras cosas, porque no había ninguna. Tan sólo su mente decía con brusquedad: No pienses en él. El tiempo aliviará el problema. Y su corazón chillaba de dolor.

Ni siquiera quería la poca comida que obtenía en la casa del viejo Ash. Adelgazó y empezó a caminar de otra forma; había amargura en su ser. Nadie lo notó. ¿Quién se preocupaba del aspecto de un esclavo en tanto hiciera su trabajo?

Además, el sacerdote solicitado por la aldea había llegado procedente de Kost.

Era un hombre corpulento, el sacerdote. Ataviado con su vestimenta roja tomó asiento a la sombra de un árbol, junto a la casa de Mikli, y examinó a los aldeanos. Lucía el dorado símbolo del sol en su cuello, y sus dos dientes centrales eran igualmente de oro. Tres comidas diarias se le ofrecieron, y nada sino lo mejor. Todo el mundo contribuyó. Nadie le escatimó nada, todos comprendieron que el sacerdote se afanaba en el problema: los misteriosos sucesos acaecidos en el valle.

El forastero interrogó a muchas personas, y además exhaustivamente, insistiendo en que repitieran sus declaraciones. Examinó atentamente diversos objetos, inspeccionó animales, y una vez vio los rebaños incordiados por el lobo, roció diversos lugares con pizcas de coloreado polvo sagrado y pronunció extrañas palabras religiosas. La aldea se sintió complacida. Estaba en buenas manos. Cuando explicaron la historia de los ladrones que habían robado los pollos y encerrado a los aldeanos en el granero de Mikli, el sacerdote fue a investigar el escenario del crimen. Frunció el ceño al llegar allí. Sus inteligentes ojos se entrecerraron. Se mordió el labio, pero no dijo palabra. Después preguntó:

—¿Dónde está el joven Ash, el borrachín?

—Ha sacado las cabras a pastar —dijo Gula.

—En ese caso le veré mañana. Ya es hora de cenar, ¿no?

El joven Ash, cuyos seis curiosos ataques de embriaguez habían producido tal alarma, había dejado de emborracharse, y en los últimos once días había cumplido meticulosamente sus tareas. Algunos jóvenes de la colina, que lo buscaron en vano por la noche cerca de la puerta de la taberna, llegaron a la conclusión de que su amigo estaba enamorado o muerto.

Aquel mismo atardecer, desconocedor de que debería entrevistarse con el sacerdote al día siguiente, el joven Ash, con un hastiado silbido, condujo las cabras de vuelta a la aldea. Pasó junto al siniestro ídolo tallado en la roca, con una inclinación de cabeza y un «buenas tardes», mientras en el valle Shaina, la esclava, llegaba caminando desde el pozo hacia la casa del viejo Ash. El sacerdote, por casualidad, la vio entonces por primera vez mientras se hallaba a la sombra del árbol. Una joven que se movía entre las sombras cada vez más rojas, con un grueso cántaro en ambas manos.

—¿Quién es ésa? —preguntó el agudo sacerdote—. ¿Una doncella de vuestra aldea?

—No, padre —dijo Mikli—, es la esclava del viejo Ash.

—Nadie mencionó que había una esclava aquí. También hay que hablar con ella. Nadie debe quedar al margen. Pero ahora entremos a disfrutar la excelente cocina de tu mujer.

Sin embargo, los ojos del sacerdote permanecieron fijos unos instantes en Shaina mientras la esclava seguía calle arriba, fijos en su andar de princesa, y en el trapo atado a su muñeca. El sacerdote poseía olfato de especialista. Había olfateado magia en el granero de Mikli, igual que un vestigio de humo. Y en la esclava había percibido un aroma distinto, aunque no menos fuerte. Pretendía averiguar qué era eso, pero habría tiempo suficiente mañana o pasado mañana; su barriga también tenía intereses, y qué olorcillo tan delicioso salía de la olla de Mikli en ese mismo momento…

—Mañana, a primera hora, el sacerdote quiere verte —espetó la mujer del viejo Ash al joven Ash mientras éste comía sus bolas de carne hervida.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho ahora?

—¡Contén tu lengua, preocúpate de tus modales y haz lo que se te dice, muchacho! Esclava —añadió la mujer, mirando furiosamente a Shaina—, mañana llevarás las cabras a pastar, y qué no haya retrasos.

—Gracias, sí —dijo Shaina. Estaba cosiendo ropa de una cesta que le había dado la mujer, y la cabeza le caía de puro cansancio, no tanto por la dura faena como por la vida misma.

«Shaina, eres una tonta», pensó. No significa nada llevar las cabras a la montaña. No empieces a recordar. Apártalo de tu cabeza. Él es demasiado apuesto y demasiado arrogante. El año que viene la gente hablará de Dasyel y tú dirás: ¿quién es Dasyel? Pero dos lágrimas cayeron entre las puntadas de la aguja, y ambas dijeron: ¡Mentirosa! Entonces caeremos igual que ahora.

El sol salió, los gallos cacarearon. Shaina salió de su lecho junto al frío fuego, y el perro le ladró rudamente.

Las cabras se alegraron de ver a la esclava. Shaina las ordeñó cortésmente y se mostró comprensiva con su locura y con sus bromas, y fue más tolerante que el joven Ash.

Shaina respiró el dulce día. Con las cabras saltando por la orilla ante ella, la esclava se puso a cantar, desafiante, desafiándose a sí misma, a su pena y al mundo que pudiera percibirla.

Rojas, doradas y blancas eran las flores entre la hierba. El cielo y las montañas eran topacio derivando hacia zafiro.

—Bueno, las cosas no van tan mal —dijo Shaina, aunque sabía que no era así. La mañana, con sus insinuaciones de frescura, renovación y regocijo, era más azote que bienestar.

Luego, subiendo la senda, Shaina pasó junto a la roca que tenía la talla, aquella imagen de un demonio o deidad de la montaña. Una vez, y sólo una vez, había olvidado dirigir la palabra a ese caballero, el día que fue a ver a la bruja. Desde entonces nunca había olvidado hacerlo, y no lo olvidó este día.

—Buenos días, señor —dijo Shaina.

Qué extraño era aquello, ese detalle que ya había visto con anterioridad, la tarde antes de que el mago llegara con sus actores: la talla parecía más oscura, más expresiva, más joven. Aquel raro aspecto se había esfumado y Shaina pensó que se trataba simplemente de una casualidad, pero hoy… ¿Era la luz del amanecer la que hacía que aquella cara, toscamente tallada, fuera tan raramente aguda, tan maligna, y en cierta forma tan atenta?

Shaina se quedó muy quieta, porque acababa de notar que las cabras corrían, corrían y saltaban para alejarse del lugar, como si realmente hubiera allí algo diabólico. Sintió frío, de repente, el mismo miedo que experimentó aquella noche durante el vuelo de su alma. Pero esta vez no huyó. La última cabra, berreando alocadamente, pasó saltando y siguió ladera arriba. Shaina examinó el ídolo. Después, sin apartar la mirada de la extrañamente acentuada cara, se acercó a la roca.

Había una sombra en el lugar, no la sombra proyectada por la roca, sino más bien algo que caía del despejado cielo sobre la esclava.

—Señor —dijo Shaina—. ¿Qué le ocurre? ¿Le he ofendido de alguna forma? Si es así, lo lamento muchísimo.

El ídolo le devolvió la mirada con sus implacables ojos de piedra.

—¿Es —vaciló Shaina—, podría ser mi pena lo que le enoja? ¿O tal vez mis canciones? Se lo ruego, no esté enfadado. Mi corazón está triste, y por eso, créame, yo le hablo severamente. Pero igual que usted, señor, estoy sola, y es probable que continúe así, creo.

Entonces Shaina se atrevió a levantar la mano y tocar con suavidad los pies de la talla, y obedeciendo a un impulso arrancó una flor blanca que crecía entre las grietas de la roca, y la puso en la oscura mano que aferraba el cuerno.

—Ya ve, un sacrificio para apaciguarle, señor. Una pobre flor viva he matado para usted. No siga enojado. Trataré de ser feliz en esta triste tierra, si usted trata de ser amable.

Después de esto, una sensación de enorme ridículo se apoderó de Shaina, como si alguien la hubiera sorprendido hablando en voz alta consigo misma. De modo que dio media vuelta y corrió pendiente arriba detrás de las cabras.

Y mientras corría, le pareció hacerlo hacia el mismo cielo, y de pronto algo estalló en su interior, como el chasquido de una cadena al romperse.

Se apresuró a llegar a los pastos detrás de las cabras.

—¡Atenderme, cabras! —gritó la esclava, con las manos convertidas en puños en su cintura, con los ojos muy abiertos y brillantes—. No creo haberme esforzado lo suficiente. No creo que deba desperdiciar un hechizo comprado con sangre vital. Creo que debo volver con él otra vez, y otra vez más, pese al lugar donde está. Veinte veces iré a verle, o treinta, o más, hasta que su alma surja y ordene que me vaya. Entonces será el momento de llorar.

Así tomó Shaina la decisión de encender de nuevo su vela en la noche. Doce días de pesar habían concluido. Se había librado de una carga. Todo parecía sencillo y bueno, y la promesa aparecía ante ella de nuevo. El demonio de la roca, al parecer, podía haberle concedido esa nueva fuerza, ese nuevo optimismo.

Shaina echó la ropa al arroyo y golpeó vigorosamente las prendas. Trabajó duro y con rapidez, y alrededor de ella las cabras danzaron en los pastos.

La tarde llegó blandamente y esparció perezosas islas de nubes en el cielo de genciana, y doradas sombras cayeron sobre el rostro de Shaina.

La esclava se tumbó en la hierba, fatigada, entre el rebaño que mordisqueaba, y se durmió. Soñó con Dasyel en una lejana ciudad, Dasyel rey con enjoyada corona, y una joven de negro cabello junto a él con una corona de plata, y Shaina sonrió mientras soñaba.

La carroza del sol, tirado por sus azafranados caballos, llegó a la última pradera del cielo, y Shaina y las cabras fueron montaña abajo. Al pasar junto al ídolo, la esclava inclinó la cabeza. La imagen estaba pálida e inocente. La cálida luz del ocaso revelaba sólo su edad, su inocuidad. Satisfecha, Shaina continuó hacia la aldea y, más impaciente, hacia la noche, hacia su esperanza y su propósito.

Shaina no vio que la flor blanca, arrancada para aplacar al torvo dios, había echado raíz otra vez en la pelada piedra.