10

Hubo un funeral en la ciudad de Svatza, el de Jy. Las actrices vendieron doradas cuentas y broches recibidos de admiradores de la ciudad, los actores vendieron sus mejores botas, las mantillas de montar y los anillos obtenidos de fuentes similares. Svatza quiso ignorar el entierro, por miedo al mago. Los actores no lo consintieron. Jy fue a la tumba con sombrío esplendor. Cuando el sacerdote masculló las palabras, Dasyel avanzó, le hizo callar y pronunció de improviso la melódica despedida de cierto drama, en claro tono, con una voz en parte bronce, en parte plata.

Al oeste, en su torre, Volkhavaar aguardaba.

Aguardaba a que Dasyel fuera en su busca.

Al ver que Dasyel no llegaba, Volkhavaar hizo una mueca, entre la cólera y la diversión. Tan joven y aristocrático, aquel noble actor, tan frío e inteligente…

Las arañas tejen redes. Volk también.

Esa noche los actores estuvieron en vela en torno a la tumba de Jy. Hubo pasteles y vino rosado y lámparas ardiendo. Jy yacía abajo con sus mejores ropas, una moneda de oro en un ojo, una moneda de plata en el otro, su bigote y su barba precisamente peinados. Nadie debía llorar en un velatorio, o el espíritu se levantaría e increparía al llorón, y nadie podía ser más feliz o más feroz que los actores cuando se proponen hacer tal cosa.

Luego, cerca de la medianoche, entre las bocas de las tumbas, una esbelta silueta llegó furtivamente. Avanzó cautelosamente hacia el ruido del velatorio y, al topar con Roshi el obeso, que tenía los ojos enrojecidos y estaba emborrachándose bajo un árbol, le murmuró en voz muy baja:

—¿Está Dasyel con usted? Debo hablar con él, por mi vida, debo hacerlo.

Roshi alzó la mirada y vio la cara de una encantadora joven que le observaba bajo una capucha. Morir era duro, pero ¿qué mejor muerte que ésa para alegrar a Dasyel?

—Espera aquí, encanto. Iré a buscarlo. —Roshi hizo un triste guiño y se fue.

Dasyel estaba ebrio. Había creído necesario estarlo. En cuanto Roshi le murmuró algo al oído, Dasyel se levantó y fue tras el gordinflón. Tal como estaban las cosas, una mujer era lo último que deseaba esa noche, pero el vino le convenció, tal vez, de la forma que en general puede esperarse del vino.

Roshi, hombre de buen carácter y, además, teniendo cosas más importantes que hacer, dejó solo a Dasyel bajo los árboles del cementerio, donde le aguardaba la embozada joven.

—Buenas noches —dijo Dasyel tras inclinar la cabeza ante la mujer—. Me honra conocer a la joven dama.

Entonces la joven se echó atrás la capucha, avanzó hasta donde la luz pudiera encontrarla y Dasyel vio de quién se trataba, y vio los zafiros de su dorado cabello. La compañera del mago.

—Oh, Dasyel —dijo ella en voz baja—, Dasyel.

—Está muy lejos de su hogar, señora —dijo Dasyel, superando su embriaguez con incómoda celeridad—. Quizá debería regresar.

—Dasyel, escuche lo que debo decir antes de juzgarme. ¿Supone que los crímenes de mi amo son míos? ¿Supone que le acompañé gustosamente a la casa del gobernador, que vi con alegría cómo les trataba? ¿Cree que yo reí y aplaudí cuando él mató al director? No, Dasyel, lloré, pero con el corazón, no con los ojos. No me atrevería a llorar delante de él. —Entonces dirigió esos ojos hacia el semblante de Dasyel, oscuros ojos rebosantes de auténticas lágrimas—. Míreme. ¿Imagina que estoy contenta? Él me viste con ropa elegante y me pone joyas en mi cabello, pero me secuestró de la casa de mi padre, donde yo era feliz e inocente. Jamás me ofrece una palabra amable o cordial. Valgo menos que su gato, que a él le gusta mucho. Si alguna vez le causo disgusto, me castiga.

En ese momento la doncella se acercó a Dasyel. Se desabrochó la plateada manga y allí, en la blanca piel de su brazo, había una terrible señal, como la de una quemadura.

—Cuando llegamos a la torre —dijo—, él habló de la muerte del director, jactándose, riéndose de lo que había hecho. No logré ocultar mis pensamientos, por lo que él cogió un tizón del fuego, y esto es lo que me hizo.

El vino se había convertido en vinagre.

—Señora, ¿nunca ha intentado abandonarle?

Yevdora bajó los ojos y se abrochó la manga.

—Ya vio su poder. ¿Supone que yo huiría muy lejos? ¿Quién me protegería? ¿Se atrevería usted?

—Mañana —dijo Dasyel— salimos hacia el sur. Acompáñenos.

—Arriesga demasiado —dijo ella—. Él nos matará a todos.

—Tendrá que matarme primero a mí —dijo Dasyel.

Sus coléricos antepasados le habían vencido. La joven era muy hermosa, jamás había visto él una mujer tan rubia. Numerosísimos héroes habían hablado con la voz de Dasyel; durante seis años había estado prometiendo rescate y caballerosidad ante una muchedumbre. Ahora el drama era real.

—No tema —dijo a la joven, y cogió su fría mano—. Confíe en mí un poco, o de lo contrario nunca habría venido a verme.

—Sí, valiente Dasyel, dulce y amable Dasyel. Confío en usted. Y hay una solución. Pero sólo una. Debe matar a Volk Volkhavaar. Conozco la forma: sólo una cosa servirá. Él me lo dijo una vez, me ofreció esa solución burlándose de mi espanto. Hay cierto cuchillo. Está en un cofre de hierro negro en la habitación roja de la torre. Él lo usa para hacer ofrendas a su dios, el Oscuro, Takerna. Este cuchillo adora el sabor de la sangre, y si pudiera, dispondría de la de Volkhavaar. Él puede dominarlo mediante sus hechizos, pero cuando está dormido… Si usted coge ese cuchillo, va junto a la cama de Volkhavaar y lo hunde en su cuerpo, ninguna magia de este mundo podrá salvarlo. —Yevdora contempló una vez más el semblante de Dasyel—. Valiente señor, ¿es lo bastante valiente para eso?

Dasyel había vencido su embriaguez, aunque no por entero. Los viejos sueños de venganza clamaban, igual que la hermosura de la joven que le hechizaba y las palabras de todos los héroes con cuya armadura se había ataviado él. Porque un hombre puede ser una cosa cuando es él mismo, pero cuando su pasado y sus sueños se apoderan de él, es un hombre totalmente distinto.

—Joven señora —dijo—, será mejor que se quede aquí hasta que yo vuelva. Dígame dónde está esa habitación roja, y donde duerme su amo.

—No —dijo ella—. No soy un guerrero, pero tampoco permitiré que haga usted todo. He venido con uno de los caballos del mago. Corre más velozmente que cualquier otro corcel, aunque lleve dos personas en su lomo. Vamos, se lo enseñaré.

Dasyel miró a través de las ramas de los árboles. La hoguera y el velatorio continuaban como hasta entonces, y Jy seguía yaciendo en silencio bajo la moneda de plata y la de oro. Dasyel dio media vuelta y siguió a Yevdora, entre las tumbas, y por fin, a la fría luz de la luna, encontraron al caballo. Dasyel montó, la joven se sentó detrás de él y cruzó sus esbeltos brazos alrededor de la varonil cintura.

Tras un toque de las riendas, el caballo se lanzó hacia adelante por las oscuras carreteras de la noche.

Ciertamente, el caballo cabalgó a gran velocidad. Sus cascos devoraban terreno, partes lisas y abruptas parecían lo mismo.

Los actores viajaban con más lentitud con sus carromatos y ponis; les había costado casi un día recorrer la distancia que separaba la torre del Río Ancho de la puerta de la ciudad de Svatza.

La luna estaba baja, sólo las estrellas brillaban, y el ambiente de las colinas estaba cargado del vago silencio que llena las últimas horas de la noche.

La torre, cuando la pareja llegó bajo ella, parecía oscura, ruinosa y vieja. Había una entrada en arco, sin puerta, por donde la joven condujo a Dasyel tras bajar del caballo. Al otro lado había un patio con cuarenta escalones que llevaban a una angosta entrada en el muro.

Dasyel contempló la escalera. Su sangre pareció congelarse sin razón concreta. «Bien, ya estás aquí», pensó. «Representa el papel ahora, te has lanzado a eso, Dasyel Parvelson». Pero él presentía su muerte, fría y próxima como las fauces del río. Inútil no tomarlo en serio o planear la fuga. Miró a la joven. Le había murmurado al oído mientras cabalgaban, casi como una amante, le había dicho que en lo alto de la escalera estaba la habitación roja y el cuchillo guardado en el cofre de hierro, y que al otro lado de la cortina estaría el dormido Volkhavaar.

Y él se lo había creído todo. De pronto pensó que sólo un imbécil o un niño habría creído una palabra. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás, porque una cruel y pesada mano parecía estar apoyada en su espalda, empujándole hacia la escalera. Un pie en el primer escalón, el otro pie en el segundo escalón, el primero en el tercer escalón… La cabeza le daba vueltas, pero extrañamente Dasyel no dio traspié alguno.

Allí estaba la angosta entrada. La puerta se abrió. Había una habitación roja, seda roja en las paredes, velas rojas ardiendo con claras llamas rojas, losas rojas en el suelo, rojo vidrio oscuro como la fiebre en la ventana.

Y ahí, en un sillón de rojo cobre forjado, estaba sentado Volk Volkhavaar, con un cuchillo de hierro en las rodillas, mirando a Dasyel.

—Bienvenido, señor actor, hijo de noble. Le ruego cruce el umbral.

Dasyel notó que había hecho eso. Y alguien había entrado detrás: Yevdora. La joven pasó junto a Dasyel como si éste fuera invisible, se acercó a Volkhavaar y se quedó ante él.

—No culpe a la doncella —dijo Volkhavaar—. Ella es mi sombra, mi única sombra, porque como verá, yo no tengo otra. Ella hace todo cuando le ordeno. Yevdora, vuélvete y mira a nuestro invitado.

Yevdora se volvió.

—Yevdora, llora.

Yevdora lloró.

—Yevdora, ríe.

Yevdora rió.

—Yevdora, di al joven actor cuánto le amas.

Yevdora cayó de rodillas en el rojo suelo y pronunció palabras de amor en tembloroso tono de pasión.

—Yevdora, di al joven actor cuánto le odias.

Yevdora se levantó. Se acercó a Dasyel. Pronunció palabras callejeras y le escupió a los pies.

—Yevdora, duerme.

Yevdora quedó inmóvil como una estatua, sus ojos se cegaron.

—Como ve —dijo Volkhavaar—, ella es una actriz excelente y muy realista, porque cree en cualquier instrucción que yo le doy.

Dasyel estaba incierto, su vista confundida, su cerebro nublado; un lento veneno invernizo fluía por sus venas. No experimentaba miedo, sólo un distante enojo, con el mago, consigo mismo.

—Estoy pensando —dijo Volkhavaar— que también yo podría dirigir una compañía de actores. En Arkev, tal vez. En ciertas noches tranquilas oigo los, golpes de pico en las canteras de piedra blanca y recuerdo al Único que sólo dispone de un pequeño templo en Arkev, la ciudad reina del Korkeem. Vea, tengo un bastón.

Volk señaló, y Dasyel notó que sólo podía mirar en la dirección indicada por el mago, y allí ciertamente había un bastón de director, un bastón de madera descortezada con una oscura piedra en la punta.

—Ah, eso —dijo Volkhavaar—, eso es mi talismán, parte de mi señor, el Negro Takerna.

El letargo parecía brotar de los ojos del mago. Dasyel trató de hablar, pero la frase se quedó aferrada a su garganta.

—Posee una voluntad muy fuerte, señor actor —dijo el risueño lobo en su sillón de cobre—, pero ha vivido blandamente en comparación con mi forma de vida, y mi voluntad es más fuerte. Despídase de sí mismo, porque ahora el Ser Supremo dispondrá de su azulada sangre. Diga adiós a la vida, al amor, a las alegres esperanzas y a todas sus insignificantes ambiciones. Dígalo inmediatamente. ¿Lo ha dicho? Confío en que sí, porque ahora van a apagarse sus velas.

Y como el golpe de un helado puño, el poder del mago golpeó a Dasyel entre los ojos. Y la noche cayó sobre su mente y sobre su corazón mientras el sol salía por el río.

Los actores supusieron adónde había ido Dasyel. Huyeron en Svatza, se adentraron en la Llanura Volkiana, todos excepto Roshi.

Roshi partió hacia la torre, grueso y fastidioso para su poni, sudando, ceñudo. Jy había sido muy querido para Roshi, y también Dasyel, porque era el hijo adoptivo de Jy. Y además, Roshi recordaba a la joven del patio, y se sentía culpable. Llegó a la torre, que ese día parecía simplemente roca. Al principio no consiguió encontrarla. Luego la encontró.

Volk Volkhavaar estaba contento. El gordinflón con su habilidad de flautista era un valioso complemento en cualquier compañía de actores.

En ese momento una flor negra fue segada. Kernik, el Inteligente Presentador y Escamoteador de Escenas, partió con su compañía: los demoníacos malabaristas, las mágicas aves, las cabras, los dragones y el bufón gordinflón, la rubia doncella, el apuesto actor… Y en su viaje hacia el oeste, hacia Arkev, llegó finalmente a una aldea al pie de una montaña, la aldea del viejo Ash; el viejo Ash, propietario de la esclava con cabello negro como el de un cuervo, Shaina…