Esos nueve años, mientras Dasyel el joven actor viajaba por los caminos y Shaina la esclava trabajaba duramente en hogares extraños, Kernik Volk Volkhavaar estuvo acopiando vida, recobrando para sí la jugosa virtud de ello.
Nueve años no eran demasiado para él. Sabía que su vida, tras renacer del dios, sería larga, casi indefinida. No era inmortal, ni siquiera su dios lo había sido, pero sí perdurable. Tampoco era todopoderoso, aunque para algunas personas, durante esos nueve años, parecía serlo.
Maestro de la Ilusión, Cambiador de Formas, Burlador de Mentes.
No, no era todopoderoso, no Volkhavaar. No podía hacer cualquier cosa. Sólo dar la impresión de que podía.
Al principio, embriagado por haberse liberado de diversas cadenas, cárceles, privaciones, Volkhavaar vivió por todas partes y en ninguna en concreto de las llanuras del Volkian. Algunas veces llegaba a una aldea solitaria, aparentemente vestido con el color escarlata de un sacerdote del sol, y aparecía comida y bebida. Él se complacía en eso, en la forma en que le ofrecían lo mejor de sus despensas, esa gente que, cuando Kernik era adolescente y amarillo de piel, se habrían burlado y le habrían pegado de haber podido. Le encantaba embaucarlos después, con el hechizo de ilusión y engaño que les hacía olvidar al mago y recordar únicamente una banda de ladrones o un grupo de similares rufianes que se habían llevado la comida por la fuerza.
A menudo volvía al mismo lugar siete días seguidos, siempre acogido como novedad, no recordado, y las provisiones salían de nuevo… «Esto es todo lo que nos queda, padre bendito. Unos ladrones se llevaron lo demás». Él los despojaba de todo, y ocultaba su risa bajo la manga, bien escarlata, bien púrpura. Siempre le habían gustado las bromas crueles. Nunca se cansaba de ésa.
Cosas más siniestras hacía. Cambiaba de forma: halcón, lobo, caballo negro, pez rey verde plomizo del Río Ancho. Quizá eso fuera ilusión también, ilusión que convencía no sólo a los espectadores sino además, en curiosa forma física, a él mismo. Quizá fuera siempre Volk el hombre que saltaba sobre el cordero, el que lo destripaba con sus largos dientes lupinos, Volk el hombre que sólo parecía cazar a los pececillos de las profundidades del río. Pero por lo que a él respectaba, llenaba su barriga, probaba sangre caliente y fría, volaba y se arrojaba sobre sus presas con esbeltas y fuertes alas de halcón, danzaba sobre sus patas traseras bajo la luz de la luna, caballo negro con voz de áspera plata. ¿Quién lo sabía? Si la ilusión es totalmente perfecta, ¿quién puede decir que no es real?
Se había llevado una piedra de los restos del dios negro en lo alto de la cantera. La llevaba en el cuello colgada de una cuerda. La hacía fulgurar y brillar y la cuerda se asemejaba al oro. Era su talismán, el conductor del poder que llevaba dentro.
Porque a pesar de todo había límites. Los descubrió poco a poco. Aún necesitaba el aura del dios.
Si por casualidad olvidaba a Takerna, la presencia de Takerna que había devorado su sangre y su sombra para introducirse en él a cambio de la energía contenida en la piedra, el poder de Volk se debilitaba. Quizá la debilidad estaba en él mismo, no tenía bastante confianza en sí mismo, le faltaba fe en lo que había llegado a ser. En cualquier caso, Volk consideraba prudente, siempre que creaba una condición o hacía un hechizo o recurría a una ilusión, hacer tal cosa en nombre de Takerna, su maestro y deidad tutelar. Era su muleta. Todos los hombres, incluso los que carecen de sombra, los mágicos sacerdotes de las Tinieblas, necesitaban una lámpara más elevada que su propia luz: alguien al que implorar, alguien al que dar las gracias, alguien que llevara la carga de sus pesados actos.
Finalmente Volk Volkhavaar acabó viviendo en una torre de roca, un viejo puesto de vigilancia sobre el Río Ancho.
Algunos días parecía una ruina, con cuervos pululando alrededor, o un saliente de la misma colina de roca. En diversas ocasiones los viajeros que pasaban por abajo, forasteros, veían a lo lejos una espiral de plata con una cúpula de oro, ventanas de cristal, puertas de esmeralda…
—¿Quién vive allí, por la Madre?
—Chitón, no preguntes su nombre. Le llaman el Caballo Negro o Señor Lobo. Roba nuestros rebaños, secuestra a nuestras jóvenes vírgenes y las pisotea con pezuñas de hierro. Sé compasivo, gran señor.
Y al pie de la colina, una ofrenda de pan, vino, pescado y carne.
¿Cómo viven los magos? ¿Cómo pasan sus días, faltándoles nada o poco? ¿Cuáles son sus sueños, si es que tienen? Cuando un camino está muy oscuro es dificilísimo ver los mojones.
En ocasiones, desde esa elevada torre del Volkian, Volk escuchaba un golpe de pico, en las montañas, en las canteras que estuvieron a punto de ser su destino. Piedra blanca para Arkev. Un día Arkev le conocería. Quedó una flor negra esperando crecer en él a partir de la semilla de aquel cautiverio. El nunca olvidó que el capataz se mofó de su dios, la mención del descuidado templo a la sombra del brillante sol y la luna. Puesto que prácticamente no desperdiciaba nada, el mago entendía que cualquier impulso al que diera satisfacción prepararía en cierta forma el camino hacia aquel lugar.
Sus impulsos. Volk se había hartado de matar al servicio de los salteadores, y a pesar de todo aún le carcomía la necesidad de destruir. Por ello aconteció que el mago comenzó a destruir cosas y personas de otras formas, experimentando para comprobar cuál le satisfacía más. Desechó rápidamente diversos tipos de tortura. Básicamente indiferente al dolor humano, agotó bien pronto el agradable cosquilleo que ello le producía. El daño mental le interesaba más, aunque no por entero; el corazón herido era verbal, encontraba palabras. Cierta parte de Volk deseaba erradicar palabras y pensamientos de otras personas. Los esclavos que obedecieran sus órdenes debían ser simplemente eso, sin carácter, sin color, vivos sólo gracias a la vida que él les prestaría. Volk ya había inventado seres surgidos de la nada: bestias y aves, demonios para asustar y atraer. Pero eran sombras. ¿Y si fueran hombres y mujeres encerrados en habitaciones, yaciendo allí fláccidos y abandonados como juguetes, aguardando la voz del mago? Esclavos humanos que cualquiera pudiera tocar, abrazar, acariciar; seres que respiraran con el aliento de la vida, que comieran comida auténtica, que tuvieran carne expuesta a heridas, al placer, pero que a pesar de todo dependieran por completo de la voluntad del mago…
Así tuvo la idea.
Como un niño extraño, vehemente y malicioso, Volk empezó a llenar un armario de muñecos. El sólo elegía al mejor.
Una doncella que vio cerca de la ciudad de Yevdor.
Un halcón, Volk se posó en la colina y observó a la muchacha. Ella llevó dos ollas de barro hasta el río. Las llenó de agua. Se lavó el cabello. Su cabello era amarillo, el color del oro al sol. Guapa, guapa. Otro hombre podría haberla deseado. El lobo quería su carne, el caballo llevársela vociferante en sus lomos, recorrer las negras garras de los pinos, hacia el abismo donde la despeñaría. Volkhavaar deseaba llevarla con una cadena de ópalos, para ver a otros hombres contemplarla ardientemente, para decirles: «Ella es mía y me es indiferente, pero ved cómo hace todo cuanto le ordeno, cómo, cuando yo salgo de casa, ella yace con los ojos inexpresivos en mi torre, en su cama de seda».
Volk la siguió cuando se alejó del río, y le gritó:
—¡Doncella!
Ella se volvió, sorprendida. Allí estaba un hombre con una vestimenta púrpura, alto y severo, con un rostro exangüe. Sus ojos eran apagados pero ardían. Sus ojos eran demasiado grandes. Se comían el rostro del hombre, y el de ella.
La joven siguió a Volk por el abrupto terreno. En las crueles montañas sus pies se hirieron con las piedras. Salió la luna. Un caballo negro cabalgaba con la doncella encima, con una crin como cintas de azabache, volando, saltando los precipicios, nadando en el frío Río Ancho.
—¡Takerna! —gritó Volk, ya en la torre—. ¡Supremo Señor de la Noche!
Conjuró a Takerna, le hizo salir del trozo de piedra que pendía de su cuello, conjuró la imagen en el suelo. Ahí estaba el dios, igual que en la montaña, igual que en la colina de las canteras.
Volk realizó, como en otra ocasión anterior, la magia que él mismo había creado, surgida de su pensamiento, deseo y torva determinación. Puso a la doncella de Yevdor a los pies del ídolo, y le cortó la muñeca con una descolorida hoja. Él entendía por fin qué era lo que estaba ofreciendo, lo que había ofrecido, qué cosa aceptaba el dios. La carne en un sacrificio animal, otra cosa con humanos. No la inteligencia del cerebro, no la animación del cuerpo, no la sombra, porque eso era el símbolo más que la sustancia.
El alba llegó a través de las ventanas orientales, del color del cabello de la doncella.
—Levántate —le dijo Volk.
Ella se levantó. Su cara era blanca como el mármol, sus ojos oscuros como los bosques. Ella le vio, o le percibió, y, percibiendo igualmente el ser del ídolo en Volk, inclinó la cabeza hasta que sus trenzas barrieron el suelo de la torre. Era tan hermosa como un sueño y estaba tan vacía como un vaso apurado.
Porque Takerna, el dios negro, había devorado su alma.
La compañía de Jy descendió por el camino de la colina y vadeó el Río Acho de la Llanura Volkiana.
Jy había envejecido, tenía nueve años más de edad y de inteligencia, nueve años más ebrio, también, y lucía franjas de peltre en su barba. Una nueva actriz iba entre los carromatos, con una cara de flor, y fina como una aguja. Seis saltimbanquis y malabaristas iban detrás, junto a una decena de diversos actores: dos que discutían, tres ociosos que trataban de iniciar una pelea sin bajar de los ponis, un muchacho que corría con las manos llenas de cosas caídas de un carromato, Roshi el obeso que tocaba una flauta, dulce como un ruiseñor.
—Maldita chusma —rugió afectuosamente Jy—. No os ganáis el sustento. ¿Dónde está ese villano de Dasyel, hijo de seis putas y un mulo sin patas?
Dasyel pidió excusas a la actriz —él estaba cabalgando junto a la joven, ¿dónde más podía estar?— y se puso al lado de Jy.
—¿Qué desea el tío de la desgracia?
—¿Desear? ¿Se supone que debo desear algo para llamarte, yo, el Príncipe de los directores de Compañías?
—La bota de vino está a su izquierda —dijo solícitamente Dasyel—, y el pellejo de cerveza al otro lado.
—Que te salga pellejo de cerveza en ciertas partes de tu anatomía que soy demasiado delicado para mencionar. Mira hacia allí, precioso canalla. ¿Qué ves?
—Algo que brilla —dijo Dasyel—. ¿Una taberna, quizá?
—Descarado cachorro, tu vista es tan vil como tu canto.
—Bien, quizás es una vieja torre.
—Sí —dijo Jy, suspirando profundamente—, eso es. Durante un momento he imaginado ver un techo de oro.
En ese instante encontraron a dos campesinos que caminaban penosamente hacia el este, por el camino que llevaba a la distante Svatza.
—¡Hey, vosotros! ¿Qué es eso que hay en la colina? —gritó Jy.
Los campesinos murmuraron.
—No digas nombres —dijo el primero.
—La mansión de él —dijo el otro—. La guarida del lobo. El mago.
—Ah, algún mago chiflado, ¿no es eso? —retumbó la voz de Jy, complaciéndose perversamente al observar el temblor y el espanto de los campesinos. Tras volverse en el carromato, Jy dirigió su vozarrón hacia la torre, deslustrada y ruinosa bajo el sol—. ¡Ven a la ciudad, viejo! ¡Ven a ver la mejor compañía de actores del Korkeem! ¡Ven, píntate de blanco los bigotes, Señor del Río Ancho!
Los campesinos pusieron pies en polvorosa.
También Jy debió haber puesto pies en polvorosa.
El día siguiente era día de mercado en la ciudad de Svatza. Cerdos, cabras y carros ocupaban hasta el último callejón. Los soldados paseaban ociosos, y mujeres malas y osadas salían a la calle y agitaban sus caderas. Bajo el río, la mazmorra seguía siendo un gusano negro: la mazmorra que había devorado tantísimos años de Kernik, mientras en lo alto, como pájaro en un nido, la mansión del gobernador brillaba blanca y magnífica bajo el sol. Jy produjo un chasquido con los labios, previendo beneficio.
Ofrecieron una función a la gente al mediodía y, como es lógico, fueron citados en la mansión del gobernador para actuar en el gran patio de piedra a medianoche.
—Ganso para cenar —dijo Jy—, y manzanas y vino rosado.
—Tal vez sólo pan y queso, como en la casa del último gobernador —dijo la actriz fina como una aguja—, y un vaso de leche.
—¡Bah! —dijo Jy, y Roshi, el gordinflón, rió con agrado.
Sin embargo fue realmente una excelente cena, porque el gobernador tenía invitados esa noche: tres primos de su esposa a los que deseaba impresionar.
La luna corrió en lo alto del cielo como un globo de plata en un hilo de estrellas. Se encendieron las antorchas en los lados del patio, mientras en las laderas de la colina, donde se hallaba la mansión, media ciudad se apretujaba para ver de nuevo a los actores, y zumbaba como una colmena.
El gobernador de Svatza estaba sentado en su silla tallada listo para divertirse, cuando hubo repentinos golpes en las puertas. Salió corriendo un criado.
—Señor, ha llegado alguien.
—¿Quién ha llegado?
—Alguien que no quiere dar su nombre.
—Seguramente, queridísima mía —observó ácidamente el gobernador a su esposa—, no hemos olvidado a nadie de tu familia… No, creo que no. Ve y echa a ese hombre —añadió dirigiéndose al criado—. Tal vez, si estamos de buen humor, le veremos mañana.
Un viento frío rozó el cuello del gobernador. Tras volverse involuntariamente, vislumbró una alta y oscura silueta de pie ante la iluminada puerta abierta. Muy alto era, y delgado. La silueta inclinó la cabeza hacia el gobernador como sólo una persona igual o superior osaría hacer.
—Perdone mi entrometimiento —dijo la silueta—. Somos casi vecinos, pero creo que no nos habíamos visto antes. Tengo entendido que hay actores aquí esta noche.
—Los hay. Pero no consigo ver… —empezó a decir el gobernador.
—Debe saber —dijo la oscura silueta, avanzando de tal modo que las antorchas rojas cayeron como nieve sobre un semblante blanco como la nieve y se apagaron en un par de ojos sin brillo— que recibí invitación previa.
—¿Es cierto? —preguntó el gobernador.
La garganta del gobernador se estrechó. Reconoció cierta descripción, recordó cierta historia, relativa a cierto personaje que moraba aquí y allá y con frecuencia cerca del Volkian… ¿Era aquello un collar de oro puro, brillando bajo la horrenda cara blanca? ¿Había rubíes en aquellos dedos espectrales y finos, sin sangre y con las uñas excesivamente cortadas? Por la misericordia de los dioses…
—¿Precisa saber mi nombre? —inquirió gentilmente el invitado—. Me llamo…
—No, no, ciertamente no. Le ruego que no lo pronuncie. Haré que traigan una silla… ¿o dos? ¿Quién está detrás de usted? No, no, no importa, es lo mismo… Que traigan dos sillas… ¡varias sillas!
El desconocido —desconocido pero conocido— sonrió cortésmente. El gobernador dio jadeantes órdenes, y su esposa estaba pálida como un vaso de vino blanco. Los tres primos temblaban, las rodillas de los criados entrechocaban a coro. En lo alto de la colina había caído un gran silencio. Podían oírse las antorchas, crujiendo y chisporroteando en cuarenta lugares. Sólo los actores, a la espera de que las campanadas de medianoche sonaran en la ciudad, desconocían felizmente, de momento, que la invitación de Jy al mago había sido considerada. Y respondida.
Volk Volkhavaar tomó asiento en una silla junto al gobernador. Quizá fue agradable para él recordar que allí, inquieto y tembloroso, estaba el hombre que le había enviado por poder, hacía mucho tiempo, a la cárcel de Svatza. Detrás de la silla de Volkhavaar se hallaban dos de sus conjuros en forma de dos criados vestidos de negro, con encapuchados rostros y enguantadas manos. Junto a él ocupaba otra silla una doncella vestida de blanco y plata, con una red de zafiros en su amarillo cabello. Estaba sentada igual que una estatua, con los ojos fijos en el vacío.
—Mi hija. La llamo Yevdora —dijo el mago.
El gobernador, todavía aterrorizado por los nombres, fingió no oírlo.
En ese instante sonaron las campanas de las torres de todos los templos de Svatza.
Salió rápidamente Jy, hacia la tarima dispuesta en el centro del pavimentado patio. Hizo reverencias a los cuatro rincones y tocó el suelo con su bastón de descortezada madera. Harto de comida y bebida y con franjas de peltre en su barba, consideró el gran silencio como interés, y no vio la oscura silueta junto al gobernador.
Llegó la introducción, reluciente con gemas de vidrio; Roshi, un grueso sol amarillo con una máscara solar.
Esa noche iba a ser una función apta para aristócratas, relativa a dioses y pastores. Eran humildes aldeas los lugares que clamaban por princesas y emperadores.
La plateada dama de la luna, tras abandonar a su esposo el dios sol, concedió sus favores a un simple pastor de las montañas y concibió un hijo de él. Este niño, nacido en una cueva y abandonado entre la gente de su padre, pronto se transformó en heroico joven, en parte campesino y en parte deidad. El sol, furioso ante esta prueba de su vergüenza, mandó a la oscuridad que cubriera la tierra. Nuestro héroe tuvo que buscar al sol por encima de las nubladas montañas y las plazas del cielo. Se desbarataron intrigas, murieron monstruos y una estrella virgen pasó a ser esposa del héroe antes de que el pastor obtuviera el perdón de su padrastro y el mundo quedara libre del dominio de la noche.
Hasta el último accesorio fue utilizado para esta obra. La dama luna descendió de las alturas mediante cuerdas de plata, hubo fuegos artificiales para complementar los arrebatos del Sol y echaron pólvora en las llamas de las antorchas para producir un lívido resplandor violeta durante el eclipse. Dasyel, en la persona del heroico pastor, cambió sus burdas pieles y harapos por la fantástica armadura estelar entregada por la doncella estrella, y terminó con multicolores monstruos que contenían tres o incluso cuatro actores, con humo rojo saliendo de las fauces. Un mortífero veneno, al chocar con el suelo, pareció transformarse en una rata.
El público del patio y el gentío de la colina se sintió arrebatado por la obra y sus efectos, hasta tal punto que olvidó en parte la siniestra amenaza presente. Como siempre, brotaron jadeos, gritos y vítores. Las mujeres miraron fijamente a Dasyel, y el gobernador contempló anhelosamente a la doncella estrella con cara de flor, preguntándose si… Cuando Roshi se encolerizó y cuatro dorados cohetes salieron disparados de sus hombros, la esposa del gobernador lanzó un chillido y luego fingió que ella no había sido, y miró alrededor desdeñosamente para comprobar quién era la culpable.
Así pues, la magia conoció a la magia, la negra a la brillante.
Volk Volkhavaar también observó, asimilando todo como siempre había hecho.
Creció en su interior una agitación, tenue, profunda. Vio un poder, por más chillón y transparente que pudiera ser, que rivalizaba con el suyo. Vio que la gente olvidaba el terror que él producía ante los visibles terrores y gozos del escenario. Miró a Jy, el presentador que llevaba el bastón, al joven actor del cabello rizado y la presencia que convertía a todas las mujeres en un par de ojos muy abiertos y un corazón encendido. Quizá los celos carcomieron los nervios de Volk, el hombre que nunca había sido apuesto ni amado, sólo compadecido, temido y odiado. Quizá. En cualquier caso, Volk vio la nueva broma a su disposición, aguardando como un guante a que él se lo pusiera.
En ese momento, Roshi, el sol, perdonó a Dasyel, el héroe, y a su plateada madre. Las antorchas volvieron a despedir llamas rojas y el escenario cobró una luminosidad amarilla. Entre abundantes y alegres toques de tambor, sonido de cuerdas y flautas, el héroe y la doncella contrajeron matrimonio y estrellas de fuegos artificiales brotaron en cascada en el cielo.
El gentío de la colina bramó, el gobernador sonrió y mandó a buscar dinero, los actores saludaron y, modestamente, concedieron el aplauso al resto de compañeros, y en ese instante Volk Volkhavaar se levantó de su asiento y avanzó cual humo negro y erecto por el patio, en dirección al escenario.
Subió a la tarima donde Dasyel se hallaba con la actriz, lo bastante cerca para ver la compostura de la armadura celeste y el vestido estrellado, la pintura negra de los actores alrededor de sus ojos, la piel joven y perfecta de ambos, lisa como metal y morena a causa de la carretera. Volk sonrió a la actriz y ella dio medio paso en retirada. Volk miró más fijamente a Dasyel; éste no hizo nada, sólo devolvió la mirada con sus ojos de acuarela, sin pestañear, confiado, abierto. Y Volk sintió que recorría su cuerpo aquel deseo no sexual pero insistente, lo mismo que sintió al ver a la doncella de Yevdor.
Luego volvió la cabeza y buscó a Jy.
Jy se hallaba con su bastón en el extremo opuesto del escenario. Finalmente se había cerciorado de que no todo iba bien en el mundo de Svatza. Aquel maldito silencio había llegado de nuevo cuando no tenía por qué producirse, y el gobernador tenía el mismo aspecto que si estuviera mojándose sus elegantes calzones. ¿Quién era aquél horrendo desconocido? Jy fue a su encuentro.
—Es usted bienvenido, señor. Soy Jy, director de la compañía. ¿Tiene alguna queja? ¿O se encuentra usted en vena magnánima, generosa? Los caminos, me atrevo a decir, son duros, y cualquier obsequio procedente de usted…
—Estoy pensando —dijo Volk Volkhavaar— que usted es todo un mago, Maestro Jy.
Jy se echó a reír.
—¿Yo? Oh, sin duda, sin duda. Jy, el Inteligente Presentador. Jy, el Príncipe de Magos, también me han llamado eso. Maestro de Acróbatas y Actores, Sumo Sacerdote de la Diversión, Señor de la Risa. No crea que alardeo. Pregunte a cualquiera.
—Y aquí está su varita de mago —dijo Volk Volkhavaar, poniendo la mano suavemente sobre el bastón del director—. ¿Supone que, en caso de que me la prestara, también yo podría hacer magia?
Jy bajó los ojos y vio aquella mano repulsiva y exangüe con largas y oscuras garras, plegada como un insecto venenoso alrededor del bastón.
—Cójalo, señor, por supuesto —dijo Jy, soltándolo prudentemente.
Volkhavaar cogió el bastón. Golpeó el suelo con él. Pronunció una palabra o un nombre que nadie conocía: Takerna.
Al instante todas las llamas de las antorchas se volvieron negras, emitiendo, increíblemente, una luz oscura y brillante que transformó todos los semblantes en la cara del cadáver de un ahogado.
Un estremecimiento convulsivo recorrió a los espectadores, pero ninguno echó a correr. Ninguno se atrevía.
—¿Qué tal? —inquirió Volk—. No está mal para un novato.
Dio un nuevo golpe con el bastón. Brotaron rayos de la madera, del color de la sangre. En todos los lugares donde caían los rayos aparecían animales fantásticos, animales de seis u ocho patas, de tres o cuatro cabezas, con colas iguales que látigos y ojos como larvas.
Volk se echó a reír, no como había reído Jy. Chasqueó los dedos y sus uñas entrechocaron.
En lo alto, el cielo se tornó cegadoramente pálido, y un enorme cisne negro apareció volando con un ardiente pico. La sombra de sus alas cubrió el patio, la mansión, la colina. Hubo un gran griterío y cabezas que se ocultaban. El cisne pasó muy cerca y se dirigió hacia el norte, un ave tan grande como cuatro caballos, con las plumas oliendo a humo y noche.
Volk se volvió. Hizo un gesto a los actores como si les diera su bendición. La actriz lucía un vestido de llamas. La joven chilló e intentó librarse de ellas. Dasyel la cogió por la muñeca. La brillante espada de hojalata que llevaba en la mano se había transformado en una serpiente que se retorcía y le escupía, pero él la sostuvo inflexiblemente. El grueso Roshi estaba paralizado, convertido en un enorme oso rubio erguido sobre sus patas traseras.
—Bien —dijo Volk Volkhavaar, haciendo una profunda reverencia a Jy—, contésteme con sinceridad, ¿qué opina? No se muestre amable ahora, no trate de halagarme.
Jy logró encontrar una voz.
—Sus talentos, señor —dijo roncamente—, son… inmensos. Desafían el elogio.
—Ahórreme sonrojos —dijo Volk.
El mago partió en dos el bastón de Jy y lanzó ambos trozos al aire. Un trozo se convirtió en un gusano, el otro en un sapo. El sapo abrió la boca, tragó el gusano y cayó en la mano de Volk el bastón entero, en un solo trozo.
Volk chasqueó los dedos por segunda vez. La luz de las antorchas varió de negra a roja, el cielo se oscureció, las estrellas reaparecieron. Todos los seres monstruosos se esfumaron, y Roshi volvió a ser un hombre.
Volk miró al joven actor. Ya no tan confiados, los ojos de aquel hijo de hombre rico, y no tan abiertos.
Volkhavaar bajó de la tarima. Retrocedió hacia la hilera de sillas. La esposa del gobernador se había desmayado y ni siquiera sus tres primos se habían molestado en revivirla.
La doncella de rubio cabello se levantó de su asiento, y los dos «criados» de Volk la siguieron.
—Eh… perdóneme, ilustre señor.
Volk se detuvo. Se volvió, inclinó la cabeza.
—A su servicio, Maestro Jy.
—Mi bastón —dijo Jy, su voz brotando con más fuerza—. Creo que aún lo tiene usted.
Tantos años de tabernas habían acabado por hacer mella en Jy. Acababa de cometer el error fatal de su carrera.
—¿Está completamente seguro, Maestro Jy, de que desea recuperar su bastón?
Jy comprendió entonces su error, quizá, pero demasiado tarde.
—A menos que usted tenga algún uso especial para él, excepcional señor. En cuyo caso, naturalmente…
—Ninguno en absoluto —dijo Volkhavaar—. Usted quiere lo que es suyo, y yo se lo daré.
Pareció que Volk lanzaba el bastón. ¿O acaso había cobrado alas? A medio camino de su vuelo dejó de ser bastón o madera. Se transformó en una espada de hierro finamente forjado, su punta como delgado y duro alambre. Se hundió en el pecho de Jy con tanta fuerza que la fina punta reapareció entre los orno platos. El golpe hizo que Jy se tambaleara, pero no lo derrumbó. Luego el director bajó la mirada, tocó la temblorosa empuñadura y cayó pesadamente hacia atrás sobre las frías piedras del patio.
—¿Dónde está ese condenado muchacho? —murmuró Jy.
—Aquí estoy, tío —dijo Dasyel.
—¿Es la capa lo que me has puesto debajo de la cabeza? Estúpido mulo, hijo de puta, la prenda de plata se manchará en el suelo. ¿No sabes hacer nada bien?
—Jy, escúchame —dijo Dasyel—. Ninguna espada te ha golpeado, ha sido el bastón. No hay sangre. Sólo una ilusión. Ahora desatóntate y levántate.
—Nunca lances desafíos a los magos —dijo Jy en tono soñoliento, de mal talante—. ¿No era una espada, dices, desgraciado? ¿A quién le importa de dónde sopla el viento, del norte o del sur? Si sopla muy fuerte, hará caer las manzanas. Estoy preparado para el vientre de la Madre. No más tabernas para mí. —Luego Jy gruñó—: ¿Quién está echándome agua, a la cara? ¿Eh? ¡Hablad, demonios! ¿Está llorando alguien?
—Es la lluvia —dijo Dasyel.
Los dos ojos de Jy se entrecerraron, mientras miraban al joven.
—El oficio de un actor es mentir —dijo Jy—. ¿Por qué no eres capaz de mentir decentemente, joven necio? —Contuvo el aliento una vez, y luego lo dejó escapar para siempre.
Dasyel se levantó. Las lágrimas cayeron libremente por su cara, llevándose con ellas el maquillaje negro del actor. No era el único de la compañía de Jy que estaba llorando.
La esposa del gobernador se había acercado, y sufría un ataque de histeria. Los tres primos y el gobernador estaban discutiendo furiosamente. El gentío de la colina huía hacia el hogar como si hubiera estallado una repentina tormenta.
De Volk Volkhavaar y sus compañeros no había ya rastro o señal.
—Dasyel —dijo la actriz, la voz apagada por salobre agua—, no pienses en ir tras él. Él es todo lo que dicen, ese hombre.
—Es muy evidente —dijo Dasyel—. No supongas que creo poder enfrentarme a magos.
Pero en algún lugar de su interior, una hueste de antepasados aullaban pidiendo venganza, sangre por sangre, esa inexorable tradición entre todas las familias nobles, al este, al oeste, al sur y al norte del Korkeem. Por mucho sentido común y prudente cobardía que tu cerebro te aconsejara, siempre existían los apasionados demonios de tu corazón capaces de hablar más alto.