Otras dos cosas pasaron ese año de Volkhavaar y el dios negro.
En el gran mercado de esclavos de una ciudad muy al oeste del Korkeem, una niña de siete años fue ofrecida en subasta y vendida. Corsarios de un barco naufragado la habían llevado allí, hombres poco amables. Su cabello era largo y negro como un cuervo, sus ojos de color de raposa. Estaba delgada como un hueso a causa de la crueldad y del viaje, de la pena y del miedo, pero se mantuvo erguida y ceñuda como la mujer de sangre más azul y más disgustada que haya podido existir encadenada tras alguna guerra.
—¿Sabes cómo te llamas, mozuela? —le espetó su nuevo propietario.
—Shaina, con su permiso —respondió ella altiva y cortésmente.
Muy al norte había una mansión blanca en una próspera ciudad donde el noble Parvel vivía con su esposa y sus uno, dos, tres, cuatro, cinco hijos.
Cuando tu padre tiene cinco hijos, tal vez eso no sea tan malo. No tan malo si eres el primer hijo, ciertamente, no tan malo aunque seas el segundo o el tercero. Si eres el cuarto, tal vez tus posibilidades sean más escasas. Si eres el quinto hijo, entonces, sin duda, hay demasiada sal en tu plato.
Dasyel Parvelson tenía trece años de edad, un muchacho delgado, moreno y de buenas maneras, con una cara, incluso entonces, que hacía volver la cabeza a las chicas y provocaba peleas con algunos chicos. Pero Dasyel era despreocupado y equilibrado en general, con buen oído y buena memoria para canciones y relatos (habilidad para la que aún no había encontrado utilidad) y pocas sombras en su cerebro y en su corazón. Aparte de las sombras de los sueños, donde la sombra se condensaba en cierta forma. No era una sensación de singularidad personal lo que deseaba, no un deseo de probar que valía, de estar solo y por encima de los demás; deseaba simplemente conocer su propio camino. Para el quinto hijo de un hombre rico había poco que hacer, pocos retos y ninguna pretensión de ambición. Dasyel no sentía antipatía por sus hermanos, de modo que no tenía estímulo alguno para orar por una plaga que se los llevara del mundo, dejándole hogar, bolsas de dinero y responsabilidad. Por lo tanto, desde muy temprana edad, una parte de su ser había mirado hacia fuera, más allá de la blanca casa de su padre, de la ciudad, de los bosques y montañas, hacia cualquier horizonte que pudiera decirle: Dasyel, aquí hay un caballo que sólo tú puedes montar.
Un día, el caballo cabalgó en el horizonte, hacia la ciudad.
Numerosos viajeros entraban y salían: hombres sagrados, sacerdotes del sol vestidos de escarlata, o acólitos de oscuras fes simplemente vestidos de gris. Curadores y médicos con prodigiosos remedios para el dolor de muelas y la impotencia, mercaderes de pieles y collares, trovadores (de especial interés para Dasyel) de inquietos ojos e instrumentos de una sola cuerda a la espalda. Ese día, sin embargo, a finales de primavera, llegó una compañía de actores.
Ofrecieron un espectáculo por la noche en la plaza del mercado. El director de la compañía golpeó el suelo con su bastón de madera descortezada. Las antorchas brillaron en sus palos, iluminando fantásticamente las multicolores vestimentas, las doradas máscaras solares y las plateadas máscaras lunares, las curvadas espadas con gemas de vidrio en la empuñadura que despedían reflejos de esmeralda y topacio.
La ciudad entera y los cinco hijos de Parvel estuvieron allí, observando. Los dos hijos mayores se acomodaron ante la taberna en sillas traídas con ese fin. El tercero y el cuarto miraron con ávidos ojos a las tres actrices. El quinto, tras escuchar que debía quedarse en casa y no estar presente con aquel gentío y tan tarde, se colocó en el techo de la taberna.
Hubo una canción. La actriz más joven la interpretó. Un hombretón pardusco la acompañó con una flauta. Ella debía tener quince años, y rasgaba delicadamente una cítara verde, su voz débil pero segura como la de un pájaro. Dasyel se enamoró de ella un poco, pero no fue más que eso. Aquella canción hablaba de libertad, del gran camino que atravesaba el Korkeem y continuaba más allá, del país de la actriz, que no tenía fronteras. En algún punto de la canción una voz dijo a Dasyel: Aquí estoy. Tu camino. Tómame, o me perderás para siempre.
La respuesta al sueño estaba allí desde hacía mucho tiempo, pero Dasyel no lo había entendido. En ese momento pensó en la casa de su padre, en su padre mismo, en su madre, en sus hermanos… y sólo vio infancia, que ya había terminado. Es tan fácil estar solo con seis familiares como con uno mismo, y quizá más fácil.
Así pues, cuando los actores se alejaron de la ciudad, cerca del alba, con sus pintados carromatos, Dasyel fue tras ellos, y los alcanzó veinte kilómetros y una salida de sol más tarde.
El jefe de la compañía, llamado Jy, era un feroz hombre barbudo con cuatro esposas regañonas, las cuatro convenientemente distantes en los cuatro puntos de la brújula.
—¡Lárgate, joven necio! —gritó Jy en cuanto vio a Dasyel—. ¿Supones que esto es una institución benéfica?
—No, señor —se apresuró a decir Dasyel—. Me ganaré el pan de cualquier forma que le parezca conveniente. Puedo cuidar de los ponis, cargar y descargar las cosas… ah, y soy un experto convenciendo a posaderos difíciles. Mis hermanos, ¿sabe?, me enseñaron eso.
—¿Lo eres, por la Caliente Barriga de la Madre Tierra Descalza, y que el cielo me maldiga? Ya has dicho suficiente, de todas maneras. Además, hablas como un maldito aristócrata, bien criado y educado.
—Lo soy —dijo Dasyel—, pero cualquiera puede aprender nuevas costumbres.
—¡Jo! Alguien ha estado en casa del afilador hasta dejar bonito y afilado al chico —rugió Jy, en absoluto molesto, y se echó a reír.
Jy podía ver de un vistazo, el presentador era capaz de eso, que aquel apuesto muchacho tenía una cara capaz de aumentar la concurrencia a los espectáculos, en particular al cabo de un par de años, y una voz apta para la profesión, una voz mudada tempranamente, no había duda, y con el sonido de ella el de cierto metal claro y oscuro al mismo tiempo.
—¿Sabes cantar, fugitivo? —preguntó Jy.
—No muy bien —dijo Dasyel.
—Oh, modesto ahora, ¿así estamos?
—No me han instruido.
—Ni para actuar, supongo, pero crees que puedes hacerlo.
Dasyel sonrió, y el director previó qué conseguiría esa sonrisa en un mercado lleno de mujeres.
—Oiré cómo recitas —dijo Jy— la balada de Seeva y la Montaña de Vidrio.
Quizá pensó que el hijo del noble no conocía un relato tan popular. Si así fue, Dasyel le sorprendió.
Jy se sentó en su carro, con el bastón de jefe sobre las rodillas y un vaso de vino en la mano, escuchando. Ni un sonrojo por parte del mozalbete, y recitaba bien, maldita sea, y mira las chicas, rudas chicas de la carretera que no deberían ser tan tontas, todo ojos, las descaradas…
—Ya basta —dijo Jy—. No eres malo. Para ser un mocoso hijo de noble. Un poco florido, pero unas cuantas noches con la tripa vacía bajo la lluvia, y unas cuantas camas llenas de pulgas, te curarán de eso. Cuidarás de los ponis, como has dicho. Y harás recados y llevarás cosas, y te ganarás un pellizco en las orejas si no lo haces bien. Dentro de seis meses, es posible que te deje suelto ante el público. Si no te hacen pedazos, podrás ser uno más de mi compañía.
Nueve años viajó Dasyel con esa compañía.
A veces el grupo se alteraba un poco. Alguien veía una compañía que iba en cierta dirección —geográfica o dramática— que le atraía más, y abandonaba los carromatos de Jy para viajar con los otros. Una joven se casaba, un joven se hartaba de carretera y se dedicaba a un oficio como ascenso, un viejo moría… Todas estas cosas sucedieron. Y a la inversa, otros actores se unieron a la compañía. Había partidarios fieles, también, los empleados permanentes de Jy. Roshi, por ejemplo, un hombre obeso y bronceado, todo él buen humor y la cabeza llena de melodía; sus dedos rebosaban de canciones que brotaban como plateada agua de una flauta dispuesta en una sonriente boca. Roshi, siempre amable, que encontraba un gorrión arrastrándose por el camino y le arreglaba el ala, lo curaba y lo soltaba. Roshi, cuidando al bebé de una posadera. Roshi diciendo a una joven con el pie tullido que tenía una cara como las flores y añadiendo, de esa forma, una gota de dulzura al amargo charco de su vida. Y siempre estaba el mismo Jy: jovial, erizado de rabia, duro y firme como una nuez, excepto cuando había excesivo licor en una taberna.
En la carretera de aquellos años hubo también fracaso y éxito, amantes, peleas, algún altercado, amigos, problemas. Chicas de brillantes ojos, papeles con textos intrincados, cosas perdidas, ponis robados, ruedas que se soltaban de los carros, y las tripas vacías, las noches lluviosas y las camas con picaduras de pulga que Jy prometió a Dasyel.
Dasyel fue actor —de carne y hueso y sangre— al cabo de un año. Poseía la destreza de la profesión, más que el arte de aprender palabras y gestos, más que una cara atractiva. Poseía la luz y la sombra, la magia que su ambulante e incierta carrera requería. Se apegó a Jy porque éste era su padre. Su verdadero padre, es decir, su creador. Jy le enseñó la profesión, y además necesitaba ciertos cuidados. Había las cuatro esposas, por una parte; las tabernas por otra.
Y el camino era tan ancho como Dasyel sabía que sería.
Atravesó montañas y ríos, colinas y bosques. Vio mares del color azul claro del humo, y mares de color azul de añil rebosantes de furia. Vio tabernas, ciudades. Vio el Templo del Sol y el Templo de la Luna en Arkev. Quizá pasó cerca de la oscura casita de Sovan Tovannazit y ni siquiera se percató.
Las sendas de las vidas humanas van en todas direcciones.
Un día, cuando Dasyel interpretaba el papel de guerrero, y rompía los corazones en cierta aldea situada junto a una fría montaña, una esclava de cabello negro echaba grano a los pollos. Una noche, mientras Dasyel se hallaba con una guapa mujer en cierto pueblo occidental, la joven de cabello negro estaba por primera vez bajo el techo del viejo Ash, con las orejas escocidas tras el primero de los muchos golpes que la esposa del viejo Ash iba a darle.
Y un mediodía, cuando Shaina lavaba ropa en el arroyo del paraje donde pastaban las cabras, mientras Dasyel y Roshi herraban un poni entre los dos, hacia el este, al borde de la Llanura Volkiana, Volk Volkhavaar se hallaba en una alta ventana, sin proyectar sombra y pensando en sus cosas, o en las cosas de su dios negro.