Kernik estuvo tendido en la cueva un día, una noche. Cuando salió, rígido y hambriento, extensas praderas blancas se extendían ante él bajo el pálido sol invernal.
Fina nieve había caído por todas partes, igual que sal.
Kernik se frotó los brazos en busca de calor. Después capturó un ingenuo conejo, al modo antiguo, como un gato, y lo comió como en otros tiempos: crudo, escupiendo piel y huesos. Recayó en sus hábitos originales con gran facilidad, aquellas grisáceas habilidades que aprendió en el bosque cuando contaba diez años.
Pero no había regreso posible. Kernik había conocido el poder, y el vino de la magia le había embriagado. Tenía catorce años pero aparentaba más. Arriesgados sueños, igual que nervios lacerados, torturaban su corazón, tal como era su corazón. Pero no había respuesta ni bálsamo. A veces se mordía la carne para poner fin a estos recuerdos.
Todo aquel invierno Kernik habitó en las grandes llanuras, capturando y comiendo su comida, y adaptando su vestimenta a las pieles de las criaturas que capturaba. Encontró otra cueva. Vivió en ella como el lobo al que con frecuencia se asemejaba y, al modo de un lobo, con un pellejo de piel hurtada y sin fuego, partiendo huesos con sus espinosos dientes.
La primavera llegó brillante como una llama verde. Kernik no la valoró, como tampoco valoró las doradas estrellas de las flores que crecían en la hierba y en el pétreo suelo de la cueva.
Pero Kernik abandonó el lugar, hacia la distante sombra de las montañas. Pronto hizo el suficiente calor para dormir en las doradas estrellas de las flores, bajo las plateadas del cielo.
Después Kernik encontró el campamento de los salteadores.
Y no es que él supiera que eran salteadores.
Había dos tiendas de color pardo, cinco ponis atados, una hoguera con carne para asar que giraba en lo alto. Estaba anocheciendo; una suave y transparente luz crepuscular cubría el mundo. El olor de la carne asada resultó tentador para Kernik, porque se había acostumbrado a gozar de esa comida en la aldea de los pinos. Planeó hurtar algo, pero no llegó lejos. Los salteadores, siguiendo su profesión, habían dispuesto un vigilante. De pronto Kernik fue descubierto, atrapado y obligado a bajar la ladera.
No hizo protesta alguna. Había aprendido algunas cosas: precaución, adulación…
Un hombre enorme salió de la segunda tienda. Era inmensamente grueso, aunque fuerte como un buey. Sus cejas eran rizadas, igual que su bigote, todo tan torcido como sus carnosos labios. Lucía un pendiente de corrupta plata.
Ahí estaba el jefe del campamento, supuso certeramente Kernik. Inclinó la cabeza.
El jefe se echó a reír. Le gustaba el aspecto de Kernik: perverso, extraño, nervudo… lo bastante delgado para entrar y salir apretujándose por estrechas ventanas.
Kernik vivió y robó con la banda del jefe cinco años en total, a lo largo y a lo ancho de la Llanura Volkiana. Cambió de nombre para cuadrar con el lugar, del mismo modo que anteriormente había adoptado el del dios negro. Pasó a llamarse Volk. Llevaba el pelo recogido en una trenza como los cuatro hombres del jefe, y adquirió un pendiente de cobre. Se entregó a todas sus oscuras pasiones: su ansia de matar y causar dolor, su gusto por las bromas crueles, su desprecio a la humanidad en conjunto, su avidez por las buenas cosas… a todas las oscuras pasiones excepto una. El jefe confiaba en él, el jefe le cedía el mando del trabajo de los ladrones cuando él estaba solazándose en casa de alguna mujer, bebiendo o en la cama. Kernik Volk era astuto e inteligente; hablaba poco; estaba cincelado y pulido por reprimidos e inescrutables deseos.
Pero, oh, la rata mordisqueaba eternamente su corazón. En otro tiempo Kernik había sido el consagrado de un dios. En otro tiempo había sido un profeta de dos metros y medio de estatura, un lobo, un diablo, un mago, un maestro de la ilusión. En la presente época, cuando mataba, Kernik pensaba en estas cosas. El cuchillo expresaba su frustración. Acuchillaba sin descanso, en las personas de mercaderes, soldados o rameras temerariamente parlanchinas, al joven que saltó al vacío con Takerna en sus brazos. Y de esta forma Kernik acabó saciando su gozo al matar, porque descubrió que ello, a pesar de todo, no le aplacaba. Quería destruir pero no precisamente matar, y él carecía de poder alguno, no tenía poder para nada.
Algunas veces vio templos en las poblaciones, templos llenos de dioses, pero nunca estaba el dios negro, su deidad tutelar. Frecuentemente, durante esos cinco años, sumido en la siniestra entraña de la noche, Kernik despertaba, se esforzaba por recobrar su habilidad. Pero sin el dios era imposible. Así aprendió una nueva lección, aprendió a soportar lo insoportable.
No obstante, otras lecciones le aguardaban.
Había una gran e irregular ciudad en las llanuras volkianas, una ciudad de piedra erigida en la orilla de un río llamado Ancho. El nombre de la ciudad era Svatza. En las torres de sus templos, al mediodía, a medianoche y al alba sonaban las campanas. Y en esa ciudad había un hombre muy rico al que los salteadores pretendían visitar desde hacía tiempo.
No hay suerte que dure siempre. La odiada diosa acabó alcanzando a la banda: La Desgracia. El hombre rico había barruntado algo, había tendido una trampa. En la pelea murieron los cuatro hombres del jefe, y éste fue colgado en la gran plaza de Svatza mientras sonaban las campanas del mediodía. Kernik Volk fue condenado a otra clase de muerte, una muerte más larga. Fue enviado a la famosa mazmorra de Svatza, la negra y activa cloaca situada bajo el río de la que raramente volvía alguien, y los pocos que lo conseguían acababan con el cuerpo tan enervado como las paredes y el cerebro empapado como las esponjas que les crecían en la piel.
Poca luz penetraba en la cárcel de Svatza. La justa para ver pasar las melánicas ratas y las albinas ranas. En algunos puntos el agua alcanzaba un metro o más de altura. No se oían las campanas, pero el sonido del agua siempre estaba presente, su goteo, su silbido. Al principio parecía penetrar por las orejas del condenado hasta llegar a su mente. Más tarde, dejaba de oírse.
La prisión estaba dividida en celdas, toscamente hechas con barro y desechos de las orillas, apuntaladas con pilares de oxidado hierro. A veces las paredes se derrumbaban, y los chillones presos quedaban enterrados y acababan callando.
Una vez cada dos semanas, soldados del gobernador de Svatza recorrían las mazmorras, entre las celdas, lanzando pan viejo y trozos de carne medio descompuesta a las criaturas que las habitaban. Como bebida disponían del agua estancada de las paredes. Con frecuencia había enfermedades y muertos. Acá y allá hombres olvidados yacían pálidos como el requesón, ciegos y atontados, cantando o murmurando.
Los primeros tres días en su celda, Kernik se enfureció. Había asumido el temperamento de un salteador, de un degollador. Aporreó las paredes y chilló. Por todos lados le respondió un apagado estruendo de odio y desesperación, tan deshumanizado como la voz del mismo río.
Finalmente guardó silencio. La languidez de aquella tumba viva empezó a penetrar en su cuerpo.
Luego vio una rana luminosa acurrucada en la pared opuesta. Durante un instante las circunstancias quedaron a un lado. Kernik tensó sus músculos y saltó. Fue tan rápido que cogió la rana, y devoró su amarga carne, más sana, pese a su sabor, que las ofrendas de los soldados. Después Kernik capturó otras criaturas.
Kernik reanudó su antigua vida una vez más.
El agua no embotó sus sentidos, sólo los atontó. Exteriormente enmudeció y palideció. Interiormente la mente de Kernik empezó a descubrir su profundo reino. Recorrió sendas de su alma que nunca antes había visto, abordándolas para siempre tal como había hecho con las cosas externas. También rezó, largas, larguísimas plegarias. Repitió las palabras del rito mágico ofrecido al dios de la montaña. «Takerna, Venerado Maestro, ayúdame, sálvame, y volveremos a ser uno, reyes de nuevo, tú y yo».
Kernik no tenía esperanzas reales. Era meramente un ritual, el producto de su furioso cerebro que se revolvía contra sí mismo.
Pasó el tiempo. Mucho tiempo. Años. Quizá diez, quizá veinte años. El tiempo se pierde en las mazmorras, en particular en la mazmorra del río de Svatza. Los hombres envejecían, a despecho de la edad que tuvieran al principio, se volvían sobrenaturalmente viejos. La piel se arrugaba, los huesos se torcían, la cara se plisaba como un trapo. La edad es simplemente una ruina de la carne, el desgaste del espíritu. Svatza proporcionaba ambos procesos. Era imposible determinar con certeza la edad de Kernik.
Kernik el profeta, Kernik el salteador. Kernik Volk, devorador de ranas, cantor de plegarias. Su piel amarilla quedó blanqueada como blanca ceniza, como ramas muertas de un álamo temblón. Las uñas de sus dedos crecieron y se volvieron negras.
Kernik moró consigo mismo, y sobrevivió. Llegó a conocerse como pocas personas tienen oportunidad de conocerse.
Un día se abrió la puerta de la celda. Así de sencillo.
Una antorcha brilló en el interior, hiriendo los ojos del preso.
—Levántate, escoria —gritó la voz de un soldado. Kernik Volk conocía perfectamente todas las voces por aquel entonces. Se levantó—. Mire —prosiguió el soldado, orgullosa, presumidamente—, ¿no he insistido siempre en que éste es fuerte y resistente? La Madre Tierra sabe cuánto tiempo lleva aquí, pero todavía entiende una orden, y sus piernas son muy ágiles. Tú. Abre la boca, que el Señor Supervisor vea tus dientes. Mire, Señor Supervisor, los tiene todos. Consigue carne fresca. Coge ratas y se las come. Le he visto hacerlo. Rápido como un gato, este hombre. ¿No se lo había dicho?
Kernik vislumbró, con deslumbrados y suturantes ojos, una sombra que bajaba la cabeza, cerca de la silueta del soldado.
—Fuera —dijo el soldado—. Sí, tú. Deprisa. Antes de que alguien cambie de opinión.
Se supo que el viejo Duque del Korkeem había fallecido, y que un nuevo Duque reinaba en Arkev. El nuevo Duque planeaba agregar tres torres de piedra blanca a su palacio, y las canteras de esta piedra se hallaban al oeste de Svatza, entre las montañas.
Era un paraje elevado azotado por el viento. La piedra formaba empinados terraplenes, duros bloques sujetados por material más desmenuzable. La tarea era dura, el clima severo. Los hombres caían de los inseguros andamiajes, y el resto, que también expiraría pronto, tenía los pulmones obstruidos por el fino polvo blanco que brotaba de las partes blandas de las paredes de la cantera a cada golpe de pico. Sólo esclavos y criminales eran encargados de la tarea, los disponibles despojos de la comunidad, y únicamente si eran fuertes. Algunos vivían dos años en las canteras, y hacia el final escupían rosadas flemas; un hombre débil no duraba mucho más de dos meses.
Kernik, el salteador que había sobrevivido a la cárcel de Svatza, era un candidato ideal.
Arrastrado a la ácida brillantez del cegador sol, un sol oculto para él durante aquel incontable estasis de años, el mundo apareció ante Kernik como una sola llama espantosa e intolerable.
Encadenado tobillo a tobillo, cintura a cintura, muñeca a muñeca con otros cincuenta hombres, Kernik fue sacado de la ciudad, conducido a través de amplios caminos, estrechas e irregulares sendas, por el vado del turbulento río. Ansia de noche, frío en los ojos. Aún no era una alegría estar al aire libre. Magulladuras de cadenas, magulladuras en la cara por culpa del agua que brotaba de ojos y nariz. Un trozo de pan una vez al día. Ninguna posibilidad de cazar algo, encadenado como estaba Kernik. Un enorme y desolado océano de confusa agonía, un océano que le ahogaba. Sólo disponía de la comunión interna de cerebro y pensamientos para encontrar solaz, una voz clara y fría que le hablaba suavemente, como si conversara con un idiota.
Llegaron a las canteras.
Las montañas tenían el color del invierno sin la nieve, explotadas prácticamente de todas sus riquezas. Una niebla blanca pendía sobre la excavación, suave como plumas de cisne en el borde del severo cielo grisazulado.
Un fragmento de pan negro, un cazo de agua. El desencadenamiento. Por fin todos los hombres liberados del resto, con sólo un trozo de cuerda fijado entre los brazaletes de los tobillos, lo bastante floja para andar, no lo suficiente para correr.
Kernik estaba tumbado boca abajo. Su vista estaba más despejada. En lo alto de la desolada ladera vio una fugaz agitación en la hierba. ¿Conejos?
Los soldados estaban comiendo carne de vaca y bebiendo vino rosado. Kernik empezó a subir la ladera poco a poco, centímetro a centímetro. La cuerda no hacía ruido, eso era magnífico. Había una roca en la ladera, de algo más de medio metro de altura, una roca de extraño aspecto. Si conseguía llegar hasta ella, le ocultaría en parte de la vigilancia de los soldados mientras aguardaba la nueva aparición del conejo.
Kernik llegó a la roca. Llegó a su destino y durante unos instantes no lo supo.
Entonces hubo un zumbido en su cabeza. Su cerebro le habló. Mira. Kernik miró, hacia arriba. Una mano de piedra aferraba un cuerno de piedra; encima, una cara cruel como la de un águila, negra como el azabache, observaba a Kernik, una cara tan conocida y querida como el tierno semblante de su madre.
Kernik permaneció inmóvil, aferrado a los pies del ídolo. Sollozó, se estremeció. No brotaron lágrimas, estaban agotadas.
—Takerna, Takerna, mi Señor, mi adorado Maestro, el Negro Inmortal, responde a mis plegarias.
Ningún ritual en ese momento, ni una pizca de cortesía: lo que brotó de Kernik fue simple arrebato. Y lejos, muy lejos, se produjo un temblor, seguramente provocado por el contacto.
Luego una hoja de blancos dientes desgarró la espalda de Kernik.
—¡Arriba! Aparta tus manos.
Kernik giró el cuerpo, se puso de pie temblorosamente. Con el látigo recogido como una serpiente en su brazo, el capataz le miraba sonriente.
—¿Religioso, eres religioso? ¿Estabas rezando? Dentro de poco te daré motivo para que reces.
—Takerna —dijo Kernik, al dios, pero el capataz escupió.
—El nombre de las tierras atrasadas. Oh, muy ignorante bastardo, yo te lo diré, este tipo insignificante tiene una casita en Arkev a pesar de su aspecto primitivo y rústico. Pero dudo que el Duque se tome molestias por él. El Sol, la Luna y las Estrellas son los dioses de las ciudades. Hay un templo de techo dorado en Arkev, dedicado al sol, y al mediodía la carroza del dios puede verse en reposo sobre el punto exacto de la cúpula más alta. Aunque tú nunca lo verás, escoria.
—Takerna —repitió Kernik.
—No —dijo el capataz—. Sovan, así le llaman en la ciudad del Duque. Sovan Tovannazit. Gran nombre para una cosa tan pequeña. Ahora baja la maldita montaña antes de que te despelleje, comadreja.
Kernik obedeció. Se tambaleó y cayó una vez. El capataz le dio un suave latigazo, por diversión. Kernik sintió un extraño resplandor que le acompañaba, más caliente que el sol, luz negra que no torturaba sus ojos: la presencia del dios.
Allí, en esa segunda efigie con el nombre de la ciudad, el ser de Takerna había recordado todavía a su sacerdote.
Kernik fue conducido al lugar que le correspondía, y no mucho más tarde, junto con los demás, a la humeante palidez de la cantera. Pero movió el pico con vigor, como si amara la blanca piedra y tuviera ardientes deseos de liberarla. El sol estaba bajo; sombras ambarinas recorrían las montañas y el viento de la tarde comenzó a afilar sus dientes. Kernik sonrió mientras trabajaba, mientras afilaba también sus dientes.
Una maravillosa excitación eléctrica recorrió de pies a cabeza su maltratado cuerpo, un bálsamo para las heridas de la carne y el corazón.
Poco antes de la puesta de sol, Kernik volvió la cabeza hacia el hombre que estaba junto a él, un musculoso gigante, muy peludo. Kernik le miró, y pensó. Apretó su cerebro igual que un puño, tal como había hecho con anterioridad, y sintió el aura del dios formada allí, en él y alrededor de él. El peludo hombretón lanzó un grito y saltó hacia un lado, con los ojos, unos ojos velados y amargos, momentáneamente desnudos a causa de la alarma. Kernik le había hecho ver algo en la pared de la cantera, algo que no tenía por qué estar allí, quizá las garras de un dragón o una bestia a punto de saltar. La proximidad de Takerna había reavivado el poder.
Kernik echó atrás la cabeza. Aulló salvajemente, una mezcla de placer y furia. Un látigo bajó una vez, dos veces, tres veces sobre su espalda. Kernik no se preocupó. Pronto sería de noche.
La noche, sombría viuda, llegó andando sobre las montañas.
En las chozas, con el trabajo suspendido, los hombres se estremecían y maldecían y caían en mortíferos sueños. Kernik se mantuvo en vela. Sus ojos brillaban con una vaga rojez animal como brasas que se consumen. Él veía muy bien sin sol.
Dos soldados estaban sentados en el exterior, jugando a los dados. Kernik los miró fijamente. De pronto ambos hombres se levantaron de un salto, saludaron y se fueron corriendo. Creían haber visto a un oficial y recibido una orden, y la entrada de la choza de Kernik estaba desierta.
Kernik salió a hurtadillas. Avanzó como una sombra, y la saliente luna proyectó una segunda sombra en el abrupto suelo.
Fue fácil subir la pendiente, y dejar atrás la cantera y el iluminado caserón de los soldados.
Kernik llegó al ídolo. Se tendió a sus pies, con los labios en la piedra. Luego, arrodillado, comenzó a recitar las viejas palabras, todas perfectas, sin olvidar una sola.
Llegó al momento de hacer la ofrenda. Notó que la piedra aguardaba bajo sus manos. No tenía criaturas que matar, pero eso no importaba. Kernik había comprendido qué era preciso, el hechizo definitivo que le uniera irrevocablemente al dios. Había sido demasiado impetuoso, demasiado inexperto para entenderlo antes.
La sangre que derramara debía ser la suya, él mismo el sacrificio. Sabía instintivamente que esa muerte no sería tal, que lo que llegara después era su meta, que siempre lo había sido.
Kernik no había logrado encontrar un arma, porque tales objetos eran mantenidos fuera del alcance de los esclavos de la cantera. Pero además, este salvaje acto era apropiado, el sello para cerrar la ofrenda.
No se preocupó por el dolor al morder la arteria de su muñeca igual que el lobo muerde su pata para liberarse de la trampa. El dolor no era nada. Su sangre saltó libremente hacia el ídolo, y la ladera se esfumó.
Kernik yacía en tinieblas, y feroces garras rasgaban su cuerpo, y un plateado pico le perforaba, pero le rasgaban y le perforaban con una especie de amor, y con una especie de amor Kernik lo sufrió. Luego llegaron colores y sueños, y un fuerte viento que atravesaba su caparazón, por lo que supo que estaba vacío. Finalmente, llegó el dios. No hay palabras para eso.
Al abrir los ojos, el sol estaba saliendo. Las repulsivas montañas brillaron breve e irregularmente, como despojadas de oro impuro.
Kernik se levantó, se desperezó, miró directamente al sol, como sólo las águilas pueden hacer.
Notó el poder. Oh, lo notó. No cubriéndole, sino como parte de él.
Se miró las manos, exangües, blancas como la piedra de la cantera. Sonrió, y puso en sus dedos anillos de plata y oro. Vistió su cuerpo con una vestidura del color de las tormentas, bordada veinte veces con la faz del sol. Descubrió que no tenía que preocuparse por la ilusión; una vez hecha, se mantenía sin ayuda, hasta que él se decidiera por otra. Kernik volvió la cabeza hacia la estatua de Takerna.
Al principio le sorprendió ver la negra grava en que se había convertido el dios, pero sólo al principio, antes de comprender. Luego miró hacia donde caía el sol, en busca de algo que no conseguía encontrar. Ni sobre la roca, ni en la hierba, ni siquiera en el resplandor de la mañana.
Kernik ya no tenía sombra.
En la zona de las chozas, abajo, los hombres empezaron a moverse. Dos soldados señalaron a Kernik; acto seguido salió el capataz.
Que vean cómo soy, ¿eh, mi señor más querido?
Kernik alzó los brazos. Eran alas. Levantó la cabeza. Era la encapuchada máscara, la cruel máscara de un ave. Kernik era un halcón y el halcón se lanzó al aire, hacia el azul y ancho cielo por encima de las montañas.
En las chozas, los hombres gritaron, señalaron y echaron a correr.
En el aire, el halcón chilló burlonamente.
Más que ilusión, era realidad. Porque Kernik volaba con plumas en la espalda, Kernik-Takerna-Volk volaba con el sol en sus atravesados ojos, muy alto, sobre la cáscara del dios negro y la humildad de la dorada tierra, y el mago Volkhavaar había nacido.