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¿Cómo se le ocurrió la idea? Kernik no estaba seguro. Tal vez, incluso entonces, poseía algún tipo de magia, el don de algún antepasado de más allá de los elevados picos cruzados por su azafranada madre. En cualquier caso, Kernik no era la clase de persona que desperdicia una oportunidad por más improbable, por más rara que sea.

Tras esa primera excursión a la montaña de Takerna, Kernik permaneció inactivo, pero pensó muchísimo. Las piedras eran muy viejas, la talla más vieja. Algo había llegado allí cuando el ritual era más complejo y fuerte y la ofrenda más seria.

Kernik había acompañado al sacerdote simplemente para congraciarse con el anciano, porque Voy, el director religioso de la aldea, podía serle útil en otro momento. Pero al actuar así, Kernik se había topado con una verdad inmutable, una verdad más antigua que el mundo. Los sacerdotes afirmaban que los dioses creaban a los hombres, pero ello no era así. Los hombres creaban a los dioses. En primer lugar, formándolos con arcilla, tallándolos en la roca. En segundo lugar, y más importante, creyendo en ellos, creyendo enteramente en ellos.

Durante el mes siguiente, Kernik fue a la casa del sacerdote en cuatro o cinco ocasiones, siempre llevándole alguna cosa: un pez cogido del arroyo para que lo friera, pan robado del horno de la anciana («ella ha pensado que usted podía necesitar una hogaza recién hecha») o leña hurtada del cercado («la corté yo esta mañana»). Voy quedó impresionado, halagado. Respondió a las preguntas del muchacho (centradas ya exclusivamente en el ídolo). Casi sin darse cuenta, el sacerdote enseñó el ritual al chico, luego el ritual completo, más antiguo que la misma aldea, las plegarias que nunca habían merecido la atención del jadeante sacerdote. La memoria de Kernik era igual que un cuchillo: traspasaba los hechos y los retenía. No olvidaba una sola palabra.

Cuando llegó el día de volver a ir, Kernik estaba allí, como anteriormente, en la puerta del sacerdote, a la espera.

Ascendieron juntos hasta la plataforma. El sacerdote mutiló el rito, dispuso la comida, y descendieron. Después Kernik descubrió que había olvidado la bufanda. Tras sacársela para enjugarse el sudor después de la ascensión, se le había caído cerca de la sagrada roca, en realidad deliberadamente. Pidió excusas al sacerdote, le rogó que descansara en una roca, porque él no tardaría mucho, y se apresuró a regresar.

La oscura sombra de nubes en movimiento cayó sobre él al llegar junto al altar, solo. Entonces lo notó, o creyó notarlo: algo aguardaba.

Kernik se acercó y miró fijamente la confusa faz del ídolo.

—Takerna —musitó—, Señor Negro, Señor Supremo, Señor del Viento, Señor de la Noche y de los parajes sombríos. Ellos olvidan, pero no tu siervo. Yo soy tu verdadero sacerdote, y regresaré y te adoraré como corresponde que se te adore.

Acto seguido se arrodilló e hizo una profunda reverencia, tocando el suelo con la frente, y sintió (¿o acaso lo imaginó?) que el aire se agitaba, como el movimiento de una gran ala invisible.

Kernik acompañó al sacerdote hasta la aldea, habló con él respetuosamente y le dijo que debía irse y hacer recados de su amable y buena madre adoptiva. Pero en vez de eso se fue al bosque, a cazar.

Atrapó, antes de que la tarde llegara a su apogeo, tres conejos y los encerró en una jaula de madera que había hecho durante el mes de aprendizaje. Luego se tumbó bajo un árbol, mascó el pan y el embutido que había cogido y se puso a dormir, porque le aguardaba una atareada noche.

Al ponerse el sol ya estaba levantado y alerta, y camino de la cumbre de la montaña por segunda vez ese día. Era un muchacho fuerte, pese a su delgadez. La forma en que había vivido le había hecho así.

Era de noche cuando llegó al abrupto paraje situado bajo el altar, pero se detuvo allí, a la espera de que saliera la luna. Los conejos estaban nerviosos en la jaula, como si supusieran, pobrecillos, lo que les aguardaba. Kernik no les prestó atención. Él trataba con igual desdén a hombres y animales. Sólo los gatos le producían cierta simpatía: admiraba su independencia, incluso quizá su gracia, pero fundamentalmente su inquina y sus garras. Algunas veces, en el pasado, Kernik había cogido ratones y se había divertido soltándolos en cualquier cercado donde pudiera haber un felino. ¡Qué fascinante era, ese juego inmemorial del ratón y el gato!

La luna salió en seguida, una fumosa luna con huecos ojos. Kernik cogió la jaula de los conejos y caminó resueltamente hacia el ídolo.

Realizado por entero, el ritual era largo, pero Kernik no olvidó una sola frase.

Mientras los planetas navegaban en el cielo, el muchacho pronunció las palabras, hizo los gestos, se agachó y besó los pies de la roca. Finalmente sacó un pequeño cuchillo de cazador que había hurtado y cortó las venas del cuello de los conejos. La sangre cayó sobre el ídolo, ungiéndolo, abundante y negra a la luz de la luna. En cuanto a los cuerpos, los dejó para que algún animal los devorara. Después, arrodillado de nuevo, con el rostro sobre el altar, dijo:

—Gran Señor Takerna, he hecho todo tal como debe hacerse. Te ensalzaré y haré de ti un dios otra vez, un dios poderoso a ser temido y honrado en todo el Korkeem y en las tierras limítrofes. Pero para que yo pueda hacer esto, debes concederme cierto poder a cambio. Ofrenda por ofrenda, Inconquistable. Conviérteme en Señor de los hombres y yo haré de ti el Rey de la Tierra.

Toda la pasión, la del muchacho, la del hombre y la del animal, surgió temblorosa en la voz de Kernik. Hasta su alma pareció convertirse en una cuña de fuego que salía por sus labios en forma de súplica. Kernik se estremeció de pies a cabeza, sintiendo un intenso flujo de ansia de poder que brotaba a torrentes de él.

Y al mirar la imagen iluminada por el palideciente y decreciente fulgor de las estrellas, le pareció que la confusa faz del dios era un poco más marcada, un poco mejor definida, como si los efectos del paso del tiempo estuvieran esfumándose y volviera la antigua fuerza.

Kernik se arrastró montaña abajo, agotado por sus viajes y su vehemencia; y también por sus esperanzas.

Tres días más tarde Kernik regresó.

Su corazón latió con fuerza, porque lo único que quedaba de los conejos era una bola de piel y huesos como la que puede dejar un ave nocturna. Luego pensó que quizá fuera un cuervo el causante de aquello, aunque tal cosa pareciera improbable. Pero al acercarse, Kernik vio lo poco que quedaba del único cuervo que había intentado hurtar el sacrificio del ídolo.

Kernik se arrojó a los pies de la roca en un éxtasis de gozo, avidez y triunfo.

La voluntad de Kernik era total. Él no había sabido hasta entonces cuán total. Había dado vida al ídolo gracias a ella, y el ídolo pareció recompensarle. Kernik iba arropado por el aura del ídolo, con la vestidura de su poder. Los niños ya no le tiraron más piedras. Todos presentían su nueva facultad, e incluso cuando le encontraban en grupos de diez, le rehuían.

Comenzaron a pasar cosas extrañas. Nadie podía comprenderlo. Los pollos estaban atareados en los corrales cuando de pronto dejaban de picotear y se lanzaban a la calle, contra las paredes, contra los toneles llenos de agua de lluvia, chillando y alborotando como si les persiguiera la zorra, ¿y quién si no Kernik estaba pasando por allí? A menudo los perros ladraban, daban brincos y casi rompían sus cadenas, pero allí no había nada… excepto Kernik. Una mujer joven, mientras se bañaba en el arroyo cerca de la aldea, vio un duende color verde malva que surgía del agua para cogerla, y salió corriendo hacia su casa sin ropa, y detrás de ella llegó Kernik, risueño y contemplándola.

Algunos hombres fueron a visitar al sacerdote.

—Qué estupideces decís del chico. Un buen chico, eso es. Yo no tengo problemas con él —dijo Voy.

Se reparó en que Kernik estaba fuera de casa a menudo, fuera de casa también por la noche.

El muchacho iba a ver al ídolo una vez cada cinco días, tal como estipulaba la antigua ley. Siempre se vertía sangre. La roca ya estaba negra y brillante como el azabache, sus rasgos eran prominentes e incluso se veía perfectamente el cuerno que aferraba y los signos grabados en su pecho.

Luego llegó el día en que el mismo sacerdote fue a la montaña.

Cuando abrió la puerta de su casa, allí estaba el chico amarillo, a la espera, igual que en las dos ocasiones anteriores.

El sacerdote no había explicado esto a los hombres quejicosos, aunque él estaba irritado, porque Kernik no le había hecho una sola visita ese mes. No obstante, el muchacho, sin vacilación, se explicó con claridad.

—Honorable señor, qué agradable verle. No he podido venir, porque mi pobre y amable madre adoptiva estaba enferma.

—No sabía nada de eso —dijo bruscamente el sacerdote.

—Bueno, así es, de verdad —dijo tristemente Kernik—. Ella jamás tomará en serio su enfermedad ni hablará con nadie.

El sacerdote frunció el ceño, pero la ansiosa deferencia del chico no tardó en conquistarle y, como en otras ocasiones, partieron juntos montaña arriba, Kernik llevando la cesta, el sacerdote resoplando con una mano apoyada en el nervudo hombro.

El recorrido fue más tedioso que el normal para Kernik, porque Voy era lento, pero la recompensa aguardaba. El amanecer fue muy gris, muy nublado. Treparon hasta el llano, y de inmediato la mandíbula del sacerdote cayó y sus ojos se abrieron mucho.

—Pero… —jadeó Voy—. Pero, por la Madre… ¿Cómo es posible…?

—Un momento, por favor —dijo Kernik.

Tras acercarse al ídolo, Kernik se agachó y besó los pies cubiertos de sangre. Luego le dijo:

—Esta vez no se trata de un conejo, Señor Negro. Esta vez, como ves, es un hombre. El falso sacerdote: el que nunca se preocupó de atenderte como debes ser atendido. —Kernik oyó detrás de él los balbuceos del sacerdote, que chisporroteaba como una vela demasiado grasienta, pero prosiguió en voz alta—: Él es demasiado grande para mí, Inmenso. Y la aldea lo será también, sin tu ayuda. Demuestra tu influencia, Señor de Señores. Cógelo tú mismo.

Y Kernik, prudentemente, se apartó y permaneció tendido en el rocoso suelo.

Al principio, pareció que nada sucedería. Las entrañas de Kernik se pusieron tan hormigueantemente frías como gusanos en una tumba, y el chico aferró las piedras en sus manos con pegajoso desengaño.

Después, lento al principio, distante, llegó un sonido como el rugido de un dragón, un dragón que aullaba en la misma montaña, no en las nubes. Y el sonido se intensificó, se acercó, envolvió el pico, las rocas, vibró bajo el cuerpo de Kernik. Una llama socarró los ojos del muchacho, no una llama blanca, sino negra: negra como la medianoche, pero insoportablemente brillante. Cuando su vista se aclaró, Kernik notó que sus ventanas nasales estaban llenas de olor a carne rustida. Había una antorcha ardiendo ante el altar, una antorcha de la altura de Voy.

Kernik descendió la montaña.

Bajó solo.

En lo alto el cielo era de color púrpura abigarrado con relámpagos.

Abajo, la aldea se agazapó aterrorizada entre los pinos.

Los perros se escurrieron bajo las paredes, los pájaros se acurrucaron en lugares altos.

Las mujeres ofrecieron plegarias. Incluso los demonios domésticos se hundieron bajo los cimientos y gruñeron.

Nadie sabía exactamente por qué ese miedo se había apoderada de todos, sólo sabían que tenían miedo. Luego llegó Kernik tras bajar de la montaña.

Solo.

Kernik se puso en el mismo centro de la aldea. Levantó sus huesudos brazos amarillos y se echó a reír por pura malicia y satisfacción.

—He ganado —decía la risa—. Así pues, ¡cuidado!

Y después gritó:

—¡El sacerdote ha muerto! ¡El dios negro Takerna se lo ha llevado! ¡Yo soy el nuevo sacerdote! ¡Venid y miradme!

Y por alguna razón, aunque habrían preferido no hacerlo, los aldeanos salieron de todas las puertas. Se detuvieron allí, pálidos como ceniza para mirar al vil muchacho.

Luego un hombre reaccionó, después otro, otro más. Echaron manos a mazos, hachas, cuchillos, cualquier cosa que tenían cerca, y avanzaron hacia el muchacho.

Y Kernik creó una ilusión. No fue la primera que había creado. Estaba la zorra en medio de los pollos, el ladrón sobre el que habían saltado los perros, el duende acuático que había asustado a la joven desnuda… Kernik había descubierto que éste era el principal talento concedido por el dios de la montaña, y no se trataba de un talento común. En ese momento lo usó por completo, apretando su cerebro como un puño, hasta que el sudor corrió por sus ojos.

Esto es lo que vio la aldea:

Kernik creció. Creció, hasta los dos metros y medio de estatura. Vestía de púrpura y negro, una vestidura hecha con el colérico cielo. Alrededor de él se agitaban los relámpagos y unas serpientes blancas con veneno verde que goteaba de sus bocas. Ello ya era suficientemente espantoso, pero después algo más terrible ocupó su lugar: un poderoso lobo, negro y con ojos color escarlata, un lobo tan alto como un caballo, con la boca abierta, una rosa roja con plateadas espinas.

La gente retrocedió, cayó de rodillas. Los hombres soltaron las improvisadas armas. Las mujeres pidieron misericordia a gritos y los perros aullaron.

Fue el momento de extrema gloria de Kernik ante los aldeanos, su venganza por las murmuraciones, las burlas, las piedras arrojadas. Pero además, y lo peor de todo, su venganza por la imperdonable creencia de los aldeanos de que él debía ser como ellos. Tras volver su gruesa y velluda cabeza de lobo hacia su madre adoptiva, la mujer que le recogió y le adoptó, Kernik gruñó y pareció como si llameante saliva cayera al suelo. Las válvulas del corazón de la anciana estallaron; al cabo de unos segundos quedó inmóvil, muerta, y Kernik se regocijó. El bosque no había sido amable con ella, a pesar de todo.

Pero los poderes aún eran adolescentes en Kernik. En aquella época representaba tensión prolongar mucho rato una ilusión. Así pues, cuando notó que tenía a todos los aldeanos donde deseaba tenerlos, Kernik permitió que la magia se esfumara y recobró su forma natural.

—Ya veis —dijo— cómo podemos ser yo y mi maestro, Takerna. Ahora haréis lo que yo diga. ¿No es cierto?

Nadie respondió. Pero nadie rechazó a Kernik.

Él y su dios tomaron posesión.

Siendo un niñito, cuando dominaba a los visitantes de la azafranada ramera, su madre, Kernik les había ordenado hacer tareas excéntricas y absurdas, meros símbolos de servidumbre. En ese momento, a los trece años, las tareas que ordenó a la aldea de los pinos también fueron excéntricas, irregulares, pero no sin utilidad; ciertamente no.

El rito del dios pasó a celebrarse cada tres días. Entre rito y rito, los hombres de la aldea ponían trampas entre los árboles con el fin de capturar criaturas del bosque para los sacrificios, y se fabricaba cerveza que se llevaba a la montaña y se bebía, ante Takerna. Porque Takerna, ¿o era Kernik?, adoraba las cosas oscuras: emociones oscuras y pasiones oscuras. Al principio, la gente se mostraba temerosa, resentida. Luego sus piernas se acostumbraron a la ascensión, sus naturalezas —brutales por necesidad— se acostumbraron al copioso derrame de sangre y sus panzas se acostumbraron a la fuerte bebida. No todos, pero muchos comenzaron a amoldarse a su nueva y curiosa forma de vida. ¿No era magnífica, esa tercera noche? De algún modo, en el llano que había ante el altar, Kernik —o el dios— les hacía sentir que el rito era magnífico: pecaminoso, grato, excitante. La monótona rutina los había gobernado casi desde el nacimiento, porque así era la ley de la supervivencia. El bosque los esclavizaba, igual que la tierra, las estaciones, las cosas que crecían, sus animales y sus cónyuges. Ahí tenían una tumultuosa liberación. Al poco tiempo la danza y la bebida fueron orgiásticas bajo la mirada del pico. Las mujeres caían, canturreando su lujuria, en brazos de algún hombre, de cualquier hombre: el marido o el hijo de otra mujer, incluso con un hijo propio, con hermanos y padres. Eso no importaba. Todos servían a Takerna. Él perdonaba todo, se alegraba con cualquier falta leve. A cambio, Takerna les daba buen tiempo, abundantes cosechas, peces en el arroyo, deseo sexual y licor. Todo era por generosidad del dios.

Takerna era el Rey, y Kernik su profeta.

En la calle de la aldea, cuando pasaban junto a él, los aldeanos inclinaban la cabeza ante Kernik, igual que la inclinaban con el sacerdote. Kernik era temido y bendito. Le traían presentes, comida, ropa nueva. Él los guiaba montaña arriba. Esta situación duró un año entero.

Entonces fallaron las cosechas. Naturalmente que fallaron, porque previendo el placer de la embriaguez y con la debilidad de su secuela, los agricultores no habían sido conscientes: no se habían roto la espalda con la tarea, como anteriormente. Pollos y cabras murieron: hubo una plaga. Murieron niños, también por una enfermedad. Cuando llegó el frío, la amarga nieve cubrió la montaña. Los aldeanos empezaron a lamentarse, a lamentarse y a olvidar, se frotaron sus vacías barrigas, añoraron el cálido hogar, las abundantes provisiones y los antiguos dioses, los poco exigentes y hogareños dioses que sólo pedían pan y una breve plegaria.

Llegaron a la puerta de Kernik, la casa de la anciana donde él vivía solo. Llegaron de mala gana, mirándole por debajo de los párpados. La habitación estaba repleta de animales enjaulados, llena de excelentes pasteles y quesos que la aldea le había ofrendado, rebosante de la presencia de Kernik, o del dios. Y Kernik tenía una respuesta a sus apuros. El dios debía recibir algo distinto a sangre de conejo y ritos carnales, entonces volvería a ayudarlos. ¿Qué deseaba el dios? Kernik tendría que preguntarlo al mismo Takerna. Marchaos ahora, y dentro de una hora estad dispuestos para la respuesta.

La cosa fue que Takerna deseaba el sacrificio de una doncella, una virgen acuchillada en su altar.

Por aquel entonces, para los aldeanos, como cuestión de hecho real, Kernik y Takerna eran prácticamente sinónimos, y no sólo en cuanto a nombres. Ambos eran simbiontes, la roca negra y el muchacho amarillo, y ninguno podía existir sin el otro. El dios necesitaba a Kernik para avivar su tenebroso poder. Kernik necesitaba al dios para avivar en sí mismo el tenebroso poder. De forma que sus fines y deseos eran idénticos. Kernik deseaba el sacrificio, y por eso mismo lo deseaba el dios. Pero además, el deseo del dios había inspirado al muchacho.

Kernik no tenía impulso sexual alguno, ninguna virilidad, ninguna hombría física, y jamás la tendría. Su instinto era totalmente mental. Su cerebro había absorbido la gran energía mágica potencial de su entrepierna, y la aprovechaba siempre al servicio de otras cosas. Si Kernik miraba a las mujeres, era sólo con desdeñosa fascinación: porque ellas no eran como él.

Muerte y matanza llenaban de éxtasis a Kernik en esta época, no un éxtasis de los sentidos o la carne, sino hasta el límite de su despiadada mente. Cuando su cuchillo cayera sobre la doncella, él experimentaría el orgasmo total del dominio.

Kernik informó a la aldea de la voluntad del dios, de pie en la congelada calle con toda su capacidad de ilusión en juego. Recitó el mensaje ante los aldeanos, los hipnotizó y los obligó a acceder. Tenían que elegir a la joven echando suertes.

Kernik observó con voraces ojos, mientras la boca se le hacía agua. Se oyó un grito, una madre se derrumbó sollozante. La hija fue separada, blanca como ropa blanqueada, con unos ojos que parecían vidrio chamuscado.

Llegó la noche, y Kernik les llevó a la montaña de Takerna. Las antorchas llameaban como flores rojas en las manos de los aldeanos y enrojecían la nieve en el suelo.

Llegaron al altar y tendieron a la joven. Ésta no emitió sonido alguno, pero movió la cabeza de un lado a otro cual durmiente apresada por una pesadilla. Dos hombres la agarraron por las muñecas. Las antorchas chisporrotearon. Salió la luna. Kernik se alzó sobre la doncella con su afilado cuchillo, mientras hablaba dulce, y amorosamente, al ídolo.

Entonces sucedió. De repente. Sólo fue preciso un minuto, menos, para que el reinado de Kernik se derrumbara.

Había un hombre joven que era novio de la doncella. Tres años antes tiraba piedras a Kernik y, a pesar del embrujamiento, parte de él no había olvidado su aversión al muchacho amarillo de hábitos furtivos y maliciosos. En ese momento, puesto que amaba a su chica, deseando protegerla, toda la pasión del joven salió burbujeante a la superficie. Lanzó un ronco grito y, tras saltar entre las antorchas y sobre el altar, agarró la mano de Kernik que sostenía el cuchillo.

Kernik, fuerte como la lona pese a su magra piel, se retorció y se agitó pero no logró liberarse. En el momento en que su muñeca estaba a punto de partirse, soltó el cuchillo y tendió la mano hacia la negra roca que era Takerna.

Una luz rojiza flameaba sobre la roca, una luz que no procedía únicamente de las antorchas. Un retumbo brotó del suelo.

—Oh, mi Sublime Maestro… —empezó a decir Kernik, pero no pasó de ahí.

El semblante del joven estaba loco de terror, tanto como de furia. Tenía el aspecto de un animal acorralado, la misma voluntad demente y gruñona de hacer frente al círculo de lanzas de caza, a los colmillos de los perros… Pasó como un rayo junto a Kernik, derecho hacia el tallado ídolo, y lo cogió en sus brazos.

La roca quedó separada del altar; era posible moverla, aunque pesaba mucho. El joven caminó tambaleante hacia atrás, aferrado al ídolo como si estuviera luchando con algo de sensitiva carne. Lanzó un graznido de victoria, y las antorchas llamearon en sus ojazos. Pronunció el nombre de la doncella, y ella se sentó en el altar, y miró al joven, divertida. El gentío contuvo el aliento. Sólo Kernik gritaba, un sonido ininteligible, bestial, en parte imprecación, en parte mandato. Pero el joven ya estaba acercándose, acercándose al borde del llano donde la montaña saltaba hacia la ondulada ladera, con irregulares rocas y aturdidor espacio… Levantó los brazos, con el ídolo en ellos. Pretendía tirarlo, aplastarlo en las rocas de abajo.

Su prometida chilló, con el tono agudo y estridente de un pájaro.

El ídolo se tambaleó, cayó.

Por alguna razón, el joven caía con la roca. No emitió sonido alguno. Su rostro fue empequeñeciéndose con la distancia, llamativamente pálido, con unos ojos llamativamente rojos, el ídolo aferrado a su pecho como una amante.

Muy abajo, un enorme saliente rocoso sobresalía entre las nebulosas agujas de los pinos. Allí quedaron aplastados el joven y el ídolo.

Hubo una explosión, una destructora sacudida. Negras estrellas brotaron en el negro ambiente. Astillas de roca formaron una rociada ascendente y descendieron como granizo. Los aldeanos ocultaron sus rostros, se taparon la cabeza. La montaña retumbó en su interior, y después se inmovilizó.

Siguió una gran quietud, total, un enorme silencio. La atmósfera parecía ensordecida, como si una vibrante vida la hubiera abandonado para siempre.

Kernik se hallaba en el altar del que había huido la doncella, y lloraba.

Lloraba por la desolación y el vacío que sentía en todas sus fibras. La vida también le había abandonado a él. Sus huesos parecían resecos de médula. El dios había muerto, y los poderes de Kernik habían muerto con él.

En ese instante, atrapada bajo el cuenco de inanimada sordera que había trastornado a la montaña, una silueta se alzó como una columna de pálido vapor: la virgen del sacrificio de Kernik, la mujer por la que había muerto el joven. Estaba apresada por esa extraordinaria y fría histeria que acontece entre dos desgarradores paroxismos de angustia.

La joven señaló a Kernik, que yacía en el altar, con lágrimas brotando de sus ojos y nariz, impotente, despojado de su esplendor.

—Tú también morirás —dijo ella—. Inmundicia. Demonio.

Uno a uno, todos los presentes, hombres y mujeres, se levantaron, con los semblantes despojados de color y la boca abierta en busca de aire. En ese instante comprendieron cómo habían sido puestos al servicio de Kernik. Olvidaron el placer de sus pecados, sólo recordaron el balance: la despensa vacía, los niños muertos, los ásperos dientes del invierno que ya apretaban sus gargantas. El hechizo los abandonó. La venganza dio calor a sus heladas venas. Las manos se deslizaron hacia los cuchillos, buscaron piedras a tientas, como anteriormente. Esta vez Kernik no podía crear una ilusión para tapar su desnudez.

Sólo su ágil rapidez salvó a Kernik, su cuerpo flexible y ligero y sus pies tan elásticos como manos.

Huyó montaña abajo. Cruzó la aldea. Con los ojos enrojecidos, los aldeanos corrieron tras él, resbalando y tropezando con piedras y nieve, y las antorchas manchándose de púrpura, naranja y plata mientras corrían.

Kernik llegó al bosque y se metió en él como una flecha. Sus pulmones ardían con inimaginable fuego, pero sus piernas resistían como si fueran órganos independientes del cerebro. A veces, aunque muy lejos, vio la luz de las antorchas que asolaba los árboles, y oyó los gritos de los hombres y las broncas voces de los perros.

Llegó a un ancho río, no enteramente helado, y se lanzó curso abajo, aplastando el hielo con manos y pies, presumiblemente perdiendo su olor, porque después de esto los ruidos de los perros se apagaron.

Le pareció estar corriendo, o medio corriendo, toda la noche. Cerca del alba arrastró sus pies por un azulado paisaje entre los elevados postes de árboles. Sus ojos estaban vidriados, su lengua colgaba como la de un lobo y salía saliva de su abierta boca. En ese momento el bosque se hizo menos denso; Kernik apenas lo notó. Un muro de roca; una oscura abertura… cobijo. Entró a rastras, cayó de bruces.

Los cazadores no le encontraron ese día, ni nunca, aunque estuvieron buscando tres o cuatro. La aldea presintió que una maldición había caído sobre ella. Los aldeanos volvieron al trabajo con un espíritu de frenética expiación. La joven —la virgen de Kernik— se ahorcó. La nieve regresó, esa blanca e inoportuna visita, y muchos murieron, de hambre o de frío. La montaña se convirtió en un lugar de diabólica reputación que nadie visitaba, y los pinos se lamentaron abajo con el viento.