Puesto que existe hollín, incluso en la mejor chimenea, esta vuelta de la rueda hace aparecer a Volkhavaar, que ocasionalmente se llamó Kernik, Príncipe de los Magos, ese gran Señor de la Ilusión y de las Sombras.
En su juventud, la piel de Kernik era amarilla, porque su madre era una extranjera que llegó de lejanas y altas montañas con él en su vientre.
De pequeño no tuvo nombre, porque nadie se molestó en darle uno, y en apariencia era un niño estúpido y lento. Pero él se fijaba en todo con gran atención, y posteriormente se aprovechó de ello. Su madre le trajo al mundo en una aldea desolada, en la región de los Picos del Korkeem, un lugar donde la gente estaba acostumbrada a ver mercaderes de este color y no reparaba excesivamente en ellos. No obstante, los aldeanos acabaron considerando a la mujer como una llamativa criatura que vivía con ellos, con su piel azafranada, un cabello negro tan extraño que casi era verde oscuro, y unos ojos de otra tonalidad negra que casi era roja. Al poco tiempo, algunos hombres empezaron a visitarla por la noche, si bien en secreto, por temor a sus esposas y al sacerdote.
Todo lo que pasaba, Kernik lo veía desde su zarrapastrosa cama junto al fuego. Tenía entonces siete u ocho años, pero dada su mirada desenfocada, nadie sospechaba que el niño pudiera ver algo. Pronto, sin embargo, los hombres que iban a ver a la madre amarilla se encontraron con que el niño amarillo les seguía los pasos por la ladera. El niño, pese a su mirada de imbécil, dejaba bien claro que si no hacían lo que él les decía, iría corriendo a ver al sacerdote.
El niño tenía cierto rasgo vil e inmoral que los hombres percibían entonces por primera vez. Aunque fuera tan menudo, él los asustaba, y obedecían. En realidad, el chico no exigía mucha cosa, sólo pedía extravagancias, tonterías: «Tráeme esa roca que hay allí y ponla junto a la puerta» o «Tose tres veces cuando subas por el camino», pero a pesar de la trivialidad de las peticiones, los hombres obedecían, y el niño los gobernaba como con una vara de hierro.
Las cosas, naturalmente, no podían seguir así mucho tiempo. Una noche un hombre dio un traspié al bajar de la cabaña de la mujer amarilla y se rompió la pierna. Dolorido y confuso, el hombre confesó dónde había estado, y además no tardó en dar otros nombres. Las aldeanas se volvieron contra la extranjera como una manada de lobos, y la expulsaron, niño incluido.
Kernik y ella caminaron muchos kilómetros ladera abajo y por un extenso valle. Luego tuvieron que cruzar un río, y la madre pagó la barca según su costumbre. Al otro lado había rocosas colinas cubiertas de bosque, y en cierto paraje de este bosque los osos devoraron a la madre de Kernik, aunque el niño quedó ileso. Quizá los osos, al ver que era un mocoso desagradable y huesudo, no lo consideraron apetitoso.
Una vez huérfano, Kernik se mantuvo vivo comiendo bayas y hurtando huevos de los nidos, y se aficionó a la caza de lagartijas y pájaros, a los que acechaba durante horas si era preciso antes de saltar sobre ellos con la agilidad de un gato. Comía crudos a los animalillos y la sangre corría por su barbilla y le quedaban escamas o plumas pegadas a los dedos. Finalmente llegó a otra aldea, tan pobre y aislada como la que le vio nacer.
Estaba situada en el centro de la ladera de una solitaria montaña, construida con troncos de pino, a menudo grises a causa de las nieblas que descendían de la pelada cumbre casi siempre sin sol.
Kernik se había vuelto muy salvaje durante sus meses de soledad en el bosque. Se arrastró hasta cerca de la aldea, cauteloso, como un animal de rapiña, igual que un lobo. Al rato aparecieron dos o tres mujeres jóvenes y una anciana en la calle para coger agua del pozo, y vieron al niño. Sin duda alguna él las atemorizó. Ciertamente parecía más bestia que humano, y además una bestia feroz con su extraña piel, su enmarañado cabello negro, sus sucias uñas tan largas o más largas que garras de águila y sus dientes afilados con los huesos de los pájaros. Había olvidado el habla humana, o poco menos, pero no su astucia, y de algún modo, en algún punto de su breve y ambigua carrera, Kernik había aprendido el único acto que ablanda el corazón de la mayoría de mujeres. Se acurrucó y lloró.
Las mujeres, a punto de echar a correr en busca de sus maridos y hermanos, dudaron. La anciana gritó. Era viuda y estéril, y siempre había ansiado tener un hijo. Algún bondadoso espíritu del bosque había considerado apropiado responder, aunque con cierto retraso, a las plegarias y ruegos de juventud de la vieja. Ahí llegaba un muchachito, un hijo. Podía ser vil, atroz, bestial, pero estaba necesitado, y ella podía replicar a dicha necesidad. Su descaminado corazón se enterneció y se abrió, y la anciana cogió en brazos a Kernik y lo llevó a su casa.
Le cortaron el pelo y las uñas, le lavaron el cuerpo y le vistieron con hilados domésticos. Kernik se aposentó en la casa de la anciana y ésta le dio un nombre, pero él lo olvidó y muy pronto, por varios medios insidiosos, logró tener a la vieja de la oreja. Tenía entonces nueve o diez años, pero iba a pasar otros cuatro en la aldea de los troncos de pino.
Cuando sólo había pasado uno de esos años, Kernik gozaba de la antipatía de todos y muchos le temían, pero resultaba muy difícil poner el dedo en la llaga. Kernik había aprendido otra vez el lenguaje humano, y se mostraba muy educado con él. Cuando veía a una mujer con una pesada carga de ropa para lavar se ofrecía para llevarla, o bien el hacha de la mujer, o ayudaba a cortar troncos o a dar de comer a los pollos (aunque le gustaba más retorcerles el cuello cuando estaban listos para la olla). Nunca podían sorprenderle haciendo algo malo, pero siempre parecía como si acabara de cometer algún acto monstruoso e inmoral, o como si estuviera a punto de cometerlo en cuanto se le daba la espalda. A veces las hachas se rompían después de haberlas llevado Kernik; a veces había gusanos en el guisado después de que Kernik hubiera pasado junto a la puerta. Las mujeres jóvenes arrugaban la frente y murmuraban. Decían que el chico las miraba por debajo de la falda, y que aunque esto era bastante normal, la forma de mirar de Kernik era muy distinta de la forma de mirar obscena, acompañada de disimuladas risas, natural, de otros jovencitos, pero ellas no podían indicar cuál era la diferencia exacta, ni deseaban hacerlo, a decir verdad.
En cuanto a los niños, detestaban totalmente a Kernik. Cuando iban solos o de dos en dos eludían a Kernik, pero cuando tres, cuatro o más se topaban con él, mostraban más valentía, le escupían, le insultaban y, a veces, le tiraban piedras. Cuando ello sucedía, Kernik huía con tanta velocidad como sus huesudas piernas le permitían. Seguro entre pinos o en las rocas, se lamía las heridas, literalmente, sin llorar y solitario como un lobo. A veces sorprendía solo a un niño en el bosque después del incidente; y entonces le retorcía el pelo y le murmuraba cosas a la oreja: cosas malas, diabólicas, cosas que se recordaban en la oscuridad con despreciable temor. Estas venganzas no dejaban huella visible. Él era muy listo, Kernik lo era, a su manera. Además, él siempre podía engatusar a la anciana, su madre adoptiva, con un gemido, con una sonrisa franca, o con una de aquellas miradas de soslayo que vaga, pero completamente, aterrorizaban a la mujer.
La aldea tenía un dios particular, el dios de la negra cima de la montaña: Takerna. Una vez al mes el viejo sacerdote Voy llevaba las ofrendas de los aldeanos por la estrecha senda y las dejaba en la plataforma de piedra próxima al pico. Voy era un viejo necio, hinchado por su propia importancia; y además harto de reumatismo y muy gruñón.
Un amanecer, poco antes de que el sol saliera e iluminara la montaña de Takerna, Voy salió de su casa con la cesta de pasteles de pan, miel y aguada cerveza que llevaba al dios. Y allí, afuera, estaba el extraño chico amarillo del bosque, limpio después de muchos restregones, con pulido y obsequioso aspecto.
—Padre —dijo Kernik, inclinando la cabeza ante el sacerdote—, el camino es muy largo para que vaya usted con esa cesta tan pesada. Concédame el honor de acompañarle, y llevar su carga.
—Bueno, no sé, muchacho. El pico es sagrado para el dios.
—Cierto, padre, nunca lo he dudado. Pero me parece que usted no debería presentarse sin aliento y cansado ante él. Alguien de menos importancia que usted debería llevar la ofrenda y caminar detrás de usted.
Estas palabras gustaron al sacerdote. Tanto como la idea de que otros brazos y no los suyos, tan quebradizos, cargaran con el peso. Por eso accedió, y tras decir algunas palabras de advertencia sobre cómo debía comportarse el chico (palabras que Kernik escuchó con agradabilísima atención y deferencia) Voy le entregó la cesta y emprendieron la marcha.
Kernik tuvo mucho cuidado. No robó nada de la ofrenda. No se burló del anciano a espaldas de éste como hacían otros chicos. Le ayudó cortésmente en las partes más empinadas de la senda. Formuló atentas e inteligentes preguntas sobre el ritual del dios. En un par de ocasiones Voy, aliviado del dolor de brazos y estimulado por el elevado ambiente del pinar, explicó con cascada voz algunos chistes viejos y poco divertidos, y el muchacho rió entusiasmado.
El sacerdote se puso sentimental.
«Qué idiotas son en la aldea —pensó—. No se esfuerzan en comprender al chico, y simplemente debido a su color, que si bien es muy peculiar, es sólo un tono de piel, ja, ja. Lo único que necesita es trato sensible… como el que yo puedo dar, ya que soy experto en estas cosas. Además, nunca he visto que un muchacho de la aldea me ofrezca ayuda, o me muestre el debido respeto».
Llegaron a la última parte del trayecto, muy por encima de los árboles, un paraje de roca especialmente escabrosa y laberíntica. El niño, que había ofrecido su hombro para que el sacerdote se apoyara, se detuvo.
—Oh, padre, no me atrevo a ir más lejos. Estamos sólo a unos pasos del dios.
Voy estaba agotado. Podía ir hasta la cima con aquel fuerte y nervudo apoyo.
—No tengas miedo alguno, muchacho —dijo magnánimamente—. Si estás conmigo, nada malo te sucederá.
Kernik le dio sinceras gracias y, aliviados aparentemente sus temores, ayudó al sacerdote a cubrir el abrupto trecho hasta el lugar donde se alzaba la plataforma de piedra.
Mientras el anciano se agarraba las costillas y jadeaba, Kernik contempló discretamente los alrededores.
No se trataba de una montaña muy alta, pero aquel llano, justo debajo del pico, achatado y estrecho, parecía estar muy apretado al enorme cielo, un cielo raramente azul, generalmente tormentoso y en ese momento lívido a causa del frío y grisáceo ascenso de la mañana y un sol de color de una herida en curación. Por todos los lados las laderas caían en una nube de verdinegros pinos, y en la lejanía el humo que se alzaba señalaba la ubicación de la aldea de troncos. Delante de Kernik estaba el altar, con una pequeña piedra toscamente labrada en lo alto, difícilmente parecida a una deidad o a un hombre. Kernik, que ya tenía un olfato muy sensible para tales cosas, olió el vacío del pico. Seguramente ninguna presencia habitaba el lugar, ni siquiera lo visitaba… En la pétrea mesa yacían los restos de la ofrenda del mes pasado, pero recogida por cuervos y cornejas, no por el dios.
Al cabo de unos instantes el viejo Voy dejó la carga de la cesta, entonó una plegaria, agitó inconexamente los brazos y dio media vuelta, con la obvia intención de regresar de inmediato.
—Es un ritual muy sencillo —dijo Kernik—. ¿Y es eso el dios, oh, padre?
—Silencio. Sí.
—Es muy viejo —dijo Kernik—, pero ha aguantado bastante. ¿Nunca pide nada aparte de pan y miel?
El sacerdote miró a Kernik, con cierta desconfianza, pero el muchacho parecía reflejar genuino asombro.
—¿Qué, por ejemplo?
—Algo vivo —dijo Kernik—. Sangre.