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¡Qué gritos, qué imprecaciones, qué furia! La mujer del viejo Ash. El joven Ash en el suelo, agarrándose la cabeza: nunca más. Ciertamente no.

Shaina corrió con las cabras, corrió montaña arriba. Shaina continuó corriendo en las alturas, por el puente de roca. Las cabras contemplaron su marcha, y rieron y asintieron tolerantemente. Shaina ascendió penosamente la fría ladera de la montaña de la bruja, todavía medio corriendo.

Y ahí estaba la casa gris con la retorcida chimenea, y Shaina apenas sabía cómo había llegado tan deprisa.

Después, junto a la puerta redonda, notó que su corazón le golpeaba el cuello, que urgía a su mano a golpear también. Shaina llamó, pero sintiéndose helada de pies a cabeza. La puerta se abrió, hacia un lado, como anteriormente, y la habitación quedó ante ella, como anteriormente. Pero no del todo.

En el suelo aparecía dibujada una figura mágica con arcilla blanca.

Shaina dudó al ver la figura, pero en la roja penumbra del fuego, entre los enjutos y negros pilares-personas, surgió la pétrea vocecita de Barbayat.

—Entra. No temas nada. Piensa en él con su cabello rizado.

Shaina cruzó el umbral.

La lámpara de cráneos no estaba encendida. Un cuenco de hierro se hallaba sobre un trípode de hierro en el centro del dibujo mágico del suelo, y del cuenco se alzaba un humo que olía a flores, y junto al trípode había una banqueta.

La zorra, no Barbayat, está meciéndose en la silla de madera de abedul. Shaina observó la habitación, luego miró por encima del hombro y, claro está, ahí se hallaba Barbayat, en el único lugar donde no podía hallarse, exactamente detrás de la esclava, en el umbral.

—¿Estás pensando en él? ¿En su cabello, en sus ojos, en su espléndido cuerpo de hombre joven? ¿No te hace eso sentirte mejor? Entra y siéntate. Sí, ahí, la banqueta está preparada para ti.

Shaina pasó sobre la arcilla blanca con un hormigueo en sus arterias, y tomó asiento donde le había indicado la bruja.

—¿Seguro que no estás asustada? —preguntó Barbayat.

—Modestamente, sí —dijo Shaina.

—En ese caso quizá has cambiado de opinión.

—No.

Barbayat llegó al dibujo de arcilla y se sentó a los pies de Shaina.

—Dame tu muñeca.

Shaina respingó.

—¿He de pagar el oro antes de ver el cerdo?

—Exactamente. Te diré una cosa. No se trata de un asunto unilateral. Cuando parte de tu brillante sangre fluya en mis venas grises, te entenderé mejor, y cuanto mejor te entienda tanto mejor podré enseñarte lo que debes saber. —Barbayat hizo una pausa, igual que una piedra en el suelo—. ¿Quieres que te diga su nombre?

—¿El nombre de quién?

—De él, el nombre del joven actor. ¿En qué otra persona ibas a estar interesada?

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo un cristal muy inteligente. Es fácil descubrir nombres. Otras cosas son más difíciles. ¿Y bien?

—Sí. Dígamelo, claro, dígamelo.

—Se llama Dasyel —dijo la bruja, y cogiendo la muñeca de Shaina la mordió.

Shaina no sintió nada. El curioso encantamiento de saber cómo se llamaba él había surtido efecto. Pero el humo del cuenco de hierro disolvió los pensamientos de Shaina, y la habitación se esfumó en la lejanía, en lo alto de Peñasco Frío, y la esclava con la casa. Dasyel, le musitó su propia mente, medio dormida, mientras la despiadada boca sorbía suave, muy suavemente. Shaina empezó a imaginar que la brujilla gris era su hijo que mamaba; quizá, también, el hijo de él, algo amado y vulnerable en busca de alimento, que ella ofrecía gustosamente y sin queja… Shaina sintió el impulso de acariciar la musgosa cabeza de Barbayat.

—Despierta, hija —dijo una voz, y Shaina obedeció, y notó que la fría y húmeda nariz de la zorra estaba apretada a su cuello.

—¿Has hablado tú? —preguntó Shaina a la zorra. El animal bostezó y se sentó junto a ella. Ya no había figura de arcilla blanca en el suelo.

—¿Supones que ahora puedes entender el lenguaje de las bestias? —inquirió Barbayat, en tono desdeñoso aunque amable—. Fui yo quien te habló, Shaina del cabello de medianoche. Es la hora cercana a la puesta de sol, pero si te marchas rápidamente, estarás de regreso antes de la noche.

Shaina se desperezó. Se sintió un poco aturdida, aunque no mal. En su muñeca izquierda estaba atado un trapo limpio y blanqueado.

—Pero, Barbayat, ¿me ha dicho alguna cosa?

—Piensa, niña tonta. ¿Qué, no ves el conocimiento en tu cerebro? Te enseñé mientras dormías, para que no lo olvidaras. En las oscuras horas que siguen a la medianoche debes practicar cuanto te he dicho.

Shaina se tocó la frente, sorprendida por las extrañas imágenes que trataban de atestarla: los hechizos y lecciones que la bruja le había dado, a cambio de su salobre bebida.

—Levántate ya, hija —dijo Barbayat—. Estarás bien. Mantén el trapo en su lugar, y si alguien pregunta, di que te heriste con una piedra o una zarza. Por nada del mundo consientas que el sacerdote lo vea o todos tendremos problemas. No echarás de menos lo que yo he cogido. Vuelve mañana.

Shaina se acercó a la puerta, y volvió la cabeza. Vio a Barbayat meciéndose en la silla, y Barbayat tenía otro aspecto, difícil de definir. ¿Estaba un poco más erguida, un poco más rosada? ¿Estaban sus ojos, aunque igualmente afilados, un poco más cerca de la cordialidad?

—Sí, tengo buen aspecto, ¿verdad? —dijo la bruja—. No todo el vino es bueno, y del bueno, alguno es mejor que el resto.

—Haré lo que me ha enseñado —dijo Shaina— y vendré mañana, pero…

—Pero ¿qué?

—Es posible que el joven Ash no se emborrache esta noche… y quedan otras cinco noches.

Barbayat asintió.

—En tu mente he dejado algo especial aparte de lo demás. ¿No puedes verlo?

—¡Vaya! —dijo Shaina, medio riendo—. ¡Vaya hechizo! Será muy útil.

En el exterior, el cielo enrojecía detrás de los pinos. Shaina escapó Peñasco Frío abajo y volvió con las cabras, y esta vez no le asombró ver cuatro negros cuervos que remontaban el vuelo ante su proximidad.

No hubo paliza esa noche. Shaina llegó puntual a casa.

Primero, el mágico encendido del fuego nocturno, luego, servir la cena, recoger los platos y, por fin, la rueda de hilar de la mujer del viejo Ash que giraba en un rincón. El viejo Ash se puso a dormitar junto al fuego, el joven Ash fue a por el jarro de agua, porque después de la cerveza de la noche anterior aún tenía sed. El muchacho metió su vaso, y Shaina musitó, en voz bajísima:

—Agua, no eres lo que crees. Agua, no saliste de la fría tierra, saliste de una cepa bañada por el sol. Te cogieron, te pisaron y te guardaron en un cántaro. Agua, ¿sabes qué eres? Agua, eres un dulce vino blanco.

El joven Ash bebió, y bebió otra vez, y Shaina sabía que por la noche él bebería quizá dos veces más.

—Agua, eres un vino muy fuerte, pero despacio. No te apresures. No muestres lo que eres hasta la mañana.

—¿Qué está murmurando esa inútil? —preguntó la mujer, levantando sus coléricos ojos de la rueda—. Maldiciéndonos a todos, no debería extrañarme. Ten cuidado, esclava, o te enseñaré la vara.

Por la noche la luna flotaba muy bajo, como un barco que se hunde. El viento suspiraba. «Dasyel», decía el viento. «Te oigo», contestó Shaina, y se felicitó por amarle.

Luego pronunció las palabras que le había indicado la bruja, las palabras que finalmente liberarían su alma. E hizo el hechizo, usando su voz, sus manos, su cerebro. Notó un agudo dolor entre los ojos, primero frío, después calor, tal como le había dicho la bruja.

—¡Está borracho! —chilló la mujer del viejo Ash por la mañana—. ¡Y por mi vida: no sé cómo ha conseguido el licor! Juraría que no ha sacado un pie o un dedo por la puerta desde la cena.

Con las cabras salió Shaina, montaña arriba, hacia el puente de roca, por la ladera de Peñasco Frío, a la casa de Barbayat. Ese día, y los cinco siguientes.

—Madre, ¿estoy lista? ¿Sé lo bastante? ¿Seré capaz de hacerlo?

—Hija, sí, lo estás, lo sabes y lo harás.

—Madre, tengo dudas. ¿Puedo encontrarle tal como usted dice, simplemente amándole?

—Espera y verás. No tendrás dudas cuando llegue el momento. Quizás una parte de él, de tu Dasyel, presiente ya que vas a buscarle. Tal vez otros lo presienten. Quizá el Cruel, Volkhavaar de las Purpúreas Mangas, quizá también él lo presiente, de modo que ten cuidado.

—No tengo miedo. Sí, pero tengo miedo. No me preocuparé de eso. Las últimas cinco noches he notado que los demonios de la casa me observaban, observaban lo que yo hacía. Percibí sus cuchicheos. También ellos temen al mago. Tendré cuidado.

—Levántate, pues. Quizá no volvamos a vernos.

—A menos que el hechizo falle.

—Posiblemente, el sol ha muerto en la noche —dijo Barbayat.

La muñeca de Shaina estaba vendada con otro trapo limpio, pero era el último. El trato estaba cumplido, o lo estaría por la noche cuando el espíritu de Shaina abandonara la carne… Oh, ¿sería posible tal cosa? Sí.

La vampira le había succionado día tras día. Shaina ya no experimentaba sorpresa por el hecho de que ella, en lugar de sentir asco por esta actividad, se notaba cada vez más cerca de la bruja, extrañamente, y la bruja de ella. Su cortés intercambio de tratamiento (madre, hija) no era ya cortesía. Hasta cierto punto, Barbayat había criado a la huérfana esclava; hasta cierto punto, la estéril bruja había tenido descendencia. Shaina contempló el semblante de Barbayat con intimidad y real afecto. Como seguía siendo una piedra, era difícil saber qué pensaba exactamente Barbayat. Después, de pronto, la bruja cogió la mano de Shaina y le dio un beso en la mejilla, como la madre en que se había convertido. Y cuando se echó atrás, Shaina la miró fijamente.

Hubo un gran cambio en Barbayat, aunque sólo visible un instante antes de que el barniz de musgosa piedra la cubriera de nuevo. Era más alta, más erguida; tenía altivez en su porte y elegancia en su presencia; su piel era cremosa y lisa, sus ojos brillantes, verdes y negros, claros como los de una niña, aunque con tal cúmulo de poderes y fuerza en ellos que resultaban básicamente viejos para todo eso. Su cabello le caía por la espalda, negro como el de Shaina. En realidad tenía en conjunto la apariencia de Shaina, el llamativo aspecto de Shaina, su vitalidad, su bondad, su férrea resistencia, ya que no la inocencia que sólo podía existir en una mujer joven.

—Ésa es tu magia, doncella —dijo Barbayat—. Ése es el encantamiento que me has hecho. Vete ya, y ensaya mi magia en las oscuras horas que siguen a la medianoche. Ve deprisa o volverás a llegar tarde.

Acto seguido Barbayat fue Barbayat una vez más, la Dama Gris, y la zorra ladró junto al fuego.

Shaina corrió montaña abajo. Difícilmente podía aguardar la noche.

A consecuencia de los «ladrones», los lobos y el misterio de la constante e inexplicable embriaguez del joven Ash, el valle estaba intranquilo, fuegos y lámparas ardían hasta muy tarde, e incluso habían enviado un clérigo de Kost. La aldea presentía que lo sobrenatural la había alcanzado, pero no prestó atención a la esclava. De momento.

La casa roncaba en ese momento, y Shaina permaneció junto a las brasas del fuego, en las horas de reflujo al otro lado de la medianoche.

Pronunció el conjuro, recitó las palabras, hizo los gestos y los signos, vació su mente, miró hacia afuera y hacia arriba, a través de vigas y techo, a través de los fumosos demonios que yacían ahí, hacia el negro cielo engalanado con estrellas.

Calor y frío, nieve y fuego, cayeron sobre su piel. No sólo sobre su frente, sino sobre todo su cuerpo. Shaina notó que un pozo abría su boca hacia ella, vio la profundidad de un gran precipicio y supo que caer en él debía ser perderse para siempre. Y parte de ella le gritaba que estuviera quieta, que volviera, que se apartara del horroroso abismo. Pero Shaina, respirando, murmurando el ritual, embistió con su espíritu como el nadador embiste en irritantes aguas embravecidas, hacia afuera, hacia afuera…

Una daga atravesó su pecho, sus extremidades, su vientre; un hacha hendió su cráneo. Luces rojas estallaron en sus ojos. Shaina estaba ciega, sorda y muda… no podía gritar. No podía respirar, no podía tragar. Pero volvió a embestir, insistió, dio a luz al ser que estaba en su interior. Y entonces…

Metamorfosis. Mujer transformada en pájaro, en aire, en sueño.

Flotaba, suspendida, incrédula, eléctrica, del color del frío hielo en la oscura habitación. Paz, oh, qué encantadora paz la dominaba. Ningún dolor, ningún esfuerzo, ningún temor y, por fin, ninguna incertidumbre.

Miró hacia abajo.

—Oh, Shaina, Shaina —musitó su alma.

Ahí estaba ella, como dormida, su cuerpo, tal como había prometido la bruja, unido a ella por una fina cadena de plata. Shaina se vio por primera vez, mucho mejor que en un espejo. Shaina se amó, y se conoció por primera vez, con el amor puro, correcto y necesario y con el extraño conocimiento que sólo surge de la objetividad. Y con ese conocimiento y con ese amor, recordó al otro amor.

—Oh… sé…

Y tras alzarse, ascendiendo como el vapor, arriba, arriba, a través del techo, sin alas, más veloz que un ave, el alma de Shaina llameó y viró hacia la dirección de su amor, comprendiendo al momento dónde estaba él y cómo podía localizarlo.

Pero sin comprender ninguno de los peligros, ninguna de las agonías que le aguardaban.