Shaina fue al pozo. Lo miró. Pero el pozo era un mal espejo, como todo lo demás.
Ella no sabía qué hacer, no se entendía ella misma. El amorfo dolor que surgiera en su interior con anterioridad, la ansiedad sin nombre, había encontrado ahora un nombre, y con nombre no era mejor.
El amor era una bestia salvaje que mordisqueaba su corazón y sus órganos vitales. Hasta entonces había sido demasiado orgullosa y altanera y había estado demasiado desterrada para conocerlo. Por la aldea habían pasado hombres, algunos no tan malos, algunos fuertes y de buena presencia, y quizás algunos la miraron pensativamente, aunque ella fuera la esclava del viejo Ash. Pero en esos momentos se apoderaban de ella los fantasmas, los recuerdos de su raza, las ancestrales voces de su olvidada tierra. Esos fantasmas la hicieron ver brutalidad en vez de fuerza, extrañeza en cualquier gesto varonil, y ninguna parte de su ser se excitó. Había sido impenetrable y, como todas las cosas impenetrables, sólo había hecho falta una mirada, un sueño en el momento oportuno para derribar la puerta cerrada.
En ese momento, mientras lloraba vivamente en el cercado, Shaina suplicó perdón y se dijo que no era culpa de ella al fin y al cabo, que la bruja de Peñasco Frío la había maldecido.
En realidad había muchas maldiciones esa extraña mañana.
Shaina, preocupada como estaba, no comprendió de inmediato qué era lo que iba mal en la aldea. Inició sus tareas como de costumbre, se sumió en el agotador trabajo más bien como una persona que se muerde la mejilla cuando le duelen las muelas, intentando vencer un dolor con otro. Había que barrer y coger agua, encender el primer fuego del día pronunciando correctamente las palabras oportunas (aunque normalmente la mujer del viejo Ash supervisaba esa tarea), dar de comer a los pollos, quizá ordeñar a las cabras si el joven Ash se encontraba indispuesto… Alguna vez, pero no muy a menudo, había habido fiestas en el granero de Mikli, mas a la mañana siguiente el trabajo continuaba como siempre: los hombres se arrastraban hacia los campos con la cabeza dolorida, las mujeres volvían refunfuñando a sus casas. Pero ese día todo el mundo parecía haberse retrasado, y el sol ya estaba muy alto cuando hubo otra actividad aparte de la de Shaina y los gruñidos de los perros. Además, cuando se oyó el primer sonido, fue un ruido fuerte, un ronco lamento, y procedente de más de una garganta.
Hombres y mujeres, vociferantes, inundaron la torcida calle. Los perros ladraron, las vacas cargadas de leche mugieron cual inconexa orquesta y los pájaros volaron al cielo para huir del caos.
Mikli estaba agitando los puños y sus hijos se ofrecían a pelear con cualquiera que osara hacerlo. El hermano de alguien de Kost afirmaba que cierta persona iría a la cárcel dentro de poco. Una mujer decía a gritos que le habían robado contra su voluntad, y un viejo comentaba trémulamente que «ellos» le habían robado los pollos, mientras varias voces declaraban que los pollos podían irse al infierno, pero que quienquiera que hubiera hurtado sus botas de cerveza iba a enterarse.
No obstante, las innatas e instintivas leyes del país y los hogares eran demasiado poderosas, y aun cuando el gentío continuó lanzando amenazas y acusaciones, los aldeanos acabaron dispersándose para ir a sus respectivas moradas, correr hacia los corrales de las vacas o recoger útiles agrícolas. El viejo Ash entró como un rayo en el cercado, cogió un trozo de pan y se fue a coger el arado. La mujer llegó después y lanzó una dura mirada a Shaina.
—Te has levantado temprano, esclava. ¿Oíste a alguien robando pollos por la noche? ¿O cerveza?
—Perdóname, no, no oí nada —dijo educadamente Shaina.
—Un trasto inútil, eso eres tú —espetó la mujer, y dio un pellizco a Shaina, como siempre, en la oreja—. Vete y ocúpate de las cabras, y luego llévalas a la montaña. El joven Ash está cantando su vieja canción. ¿Qué he hecho yo para ofender a los dioses, que me han dado un borracho por hijo y una zoquete por esclava? Vete, he dicho. No necesitas desayuno, ya estás bastante rolliza. Se supone que una debería poder contar los huesos de una esclava, y yo estoy segura de no poder contar los tuyos.
Shaina hizo lo que le mandaban. Había aprendido desde que tenía siete años que era mejor hacerlo. Pero estaba aturdida. Y mientras recorría la aldea, su aturdimiento aumentó.
Al parecer ningún aldeano recordaba lo sucedido la noche pasada, el purpúreo presentador, Kernik, Príncipe de los Magos, los centelleantes actores, la alocada extravagancia de la fiesta que siguió… Oh, no, no había pasado nada de eso. Habían llegado unos ladrones que se habían llevado los pollos, el pan y la bebida, y luego habían encerrado a los aldeanos en el granero, presumiblemente con las ollas, los huesos de los pollos y todo los demás… En cualquier caso tal era el relato que todos iban componiendo para consolarse, iracundos y perplejos. Sólo Shaina recordaba, y ella guardó sensato silencio. La esclava había notado que si bien los aldeanos parecían no entender, con su confusa beligerancia, que se habían emborrachado voluntariamente durante la noche, sus cuerpos entendían y reaccionaban en consecuencia.
Shaina ordeñó a las cabras y, en cuanto pudo, sacó el rebaño del corral y lo condujo por la senda de la montaña. El alboroto que dejaba a su espalda la había desconcertado, y durante un rato su mente estuvo preocupada con pensamientos y dudas. Luego, de pronto, el ambiente que la rodeaba se aclaró y cobró fragancia. Shaina volvió la cabeza y vio que el valle empequeñecía, y también empequeñecía en su mente.
La mujer del viejo Ash había olvidado darle la cesta de ropa para lavar y coser. Shaina sintió repentino terror. Si permanecía ociosa en la montaña, el conjuro de la bruja (¿qué otra cosa podía ser?) la invadiría de nuevo y vería los ojos de él en el cielo y en las piedras verdes, y oiría su voz, hablando, riendo, pero no a ella ni con ella.
—Cabras —dijo Shaina—, qué fácil es ser cabra, ¿verdad?
¿Qué hacía una cabra cuando amaba? Caramba, eso era sencillo. Una vulgar y poco compleja cabra, no obligada a notar la espada traspasando su corazón de cabra.
Después Shaina pensó en el mago, y le resultó difícil hacerlo, como si en su cerebro se hubiera formado un muro de niebla entre el presente y el pasado. La magia que había hecho aquel hombre estaba empezando a afectar también a la esclava, igual que a los demás… Pero ¿por qué era ella la única que recordaba algo? Shaina comprendió entonces, enteramente, cuán fuerte debía ser la magia de Kernik, Príncipe de Magos. Fuerte y horrible, capaz de barrer el recuerdo de toda una noche de prodigios igual que una escoba barre las huellas de patas de pájaro en la nieve. Ciertamente Kernik era una persona a respetar y temer, y sería seguro y razonable olvidar por completo su espléndida llegada y la secreta partida que la esclava no había pretendido ver. Pero naturalmente ella no podía hacer tal cosa, y simultáneamente comprendió por qué no.
El joven actor cabalgaba junto al mago.
Quizás el joven actor estaba igual que Shaina. La esclava se puso a discutir con la esclava.
—Tonta, él no tiene sombra.
—Cierto, no tiene. ¿Es culpa suya? Si es esclavo del mago, no tiene opción en cuanto a lo que hará él en el tema de las sombras. ¿Tengo alguna opción yo cuando el viejo Ash me ordena recoger leña?
—Madera y sombras no son lo mismo.
Pero Shaina sentía una ternura profunda e hiriente por él, por el hecho de que no tuviera sombra. Ella quería encontrar la sombra, devolvérsela, un regalo… eso quería ella…
Y ahí estaba el pasto, aunque Shaina apenas había reparado en el ascenso de la senda, y las cabras estaban dispersándose por la hierba, amarillentas como la miel y balando con estridencia. Y ahí estaban las montañas, gemas talladas bajo el sol, Techo del Duende, Pico Negro. Y Peñasco Frío. Y Peñasco Frío estaba muy cerca, seguramente a sólo una mañana de caminata…
—No, Dama Gris —dijo Shaina en voz alta—. No iré a verte.
Pero Shaina bajó los ojos, hacia un arroyuelo que atravesaba el césped mordisqueado por las cabras, y vio su cara en el agua con más claridad que nunca. Al levantar la cabeza vio el cielo completamente vacío de nubes, como la soledad. Y cuando gritó a las cabras «Cuidado con los sitios empinados» o «Comed la hierba tranquilamente», sus palabras las devolvió el eco y Shaina pensó que había dicho: «El amor, el amor, el amor está devorándome».
Por fin recordó que no había saludado al ídolo de la roca al pasar, cosa que era un indudable desastre.
—Bueno, estoy perdida —dijo filosóficamente—. Tendré que visitar Peñasco Frío de todas formas.
Desde luego ella no tenía por qué ir, no podía abandonar las cabras. Pero los animales estaban ocupados y contentos, y estarían totalmente seguros. ¿Y los lobos? No, no, no había lobos ahí arriba. ¿Y los ladrones? ¿Y si le daban una paliza por perder algún animal del rebaño, o por volver tarde? Oh, eso sería por la tarde, a un día entero de distancia.
Shaina echó a caminar muy rápido por la ladera de la montaña y hacia el oeste, hacia el fino colmillo de tenebroso fulgor que era la montaña de la bruja.
Barbayat, la Dama Gris, vivía en la ladera de la montaña, aunque no de modo fijo, y era bien sabido que algunas personas que iban en su busca no la encontraban, mientras otras que habrían preferido mantenerse lejos de ella se topaban con la bruja por casualidad.
Peñasco Frío había ganado a pulso su nombre. Negros pinos se aferraban a sus flancos, la niebla vagaba alrededor día y noche y el sol parecía no atreverse a hacerle una visita. Los duendes habitaban las cuevas y los cuervos se posaban en las ramas, y la subida era muy empinada.
Cuando Shaina llegó al puente natural de roca que unía las tierras altas donde pastaban las cabras con las cumbres circundantes, era mucho más tarde que lo que ella había previsto. Y en cuanto alcanzara el Peñasco tendría que ir más despacio todavía, porque las sendas se usaban raramente y eran traicioneras. Le pareció llevar un mes en la penosa subida, agarrándose a los robustos troncos de los negros árboles para ayudarse, bajo los torcidos ojos de los cuervos. Luego se hizo muy oscuro y la esclava se estremeció tanto de frío que creyó que la noche había llegado. Shaina empezó a enojarse. Dejó de subir y gritó:
—¡Si la Dama Gris está por aquí, espero que no esté muy lejos, porque estoy pensando en regresar!
De inmediato seis cuervos saltaron de diversos árboles y huyeron ruidosamente, y cuando Shaina, que se había vuelto para contemplarlos, bajó la cabeza, advirtió un pelado claro entre los pinos que curiosamente no había visto antes. Y allí, al borde del claro, había una casa de piedra gris semejante a una rechoncha roca musgosa y provista de una retorcida chimenea en la que se agitaba una serpiente de humo.
Shaina tuvo la sensación de que una rana saltaba bajo sus costillas, pero alzó la cabeza, más erguida que la hija del Duque de Arkev, y recorrió el claro hasta llegar a la puerta de Barbayat.
Era una puerta redonda, tan redonda como una rueda, y cuando Shaina llamó vigorosamente la puerta se deslizó hacia un lado y no hacia dentro, y vio la habitación de una bruja, si es que alguien ha visto tal cosa alguna vez.
Negros pilares de madera sostenían un techo abombado que recordaba una colmena, y todos tenían forma de personas altas, delgadas y siniestras, con huesudas manos y narices ganchudas o puntiagudas. Algunas de estas personas tenían barba o atareados bigotes, otras lucían sombreros altos o planos, y varias llevaban capa, pero las capas no ocultaban el hecho de que algunos personajes tenían cola. No había ventanas en la pétrea estancia, aunque fluía luz de un elegante conjunto de siete cráneos humanos colgados del techo de una cadena de hierro y con velas encendidas en su interior. También había una pequeña hoguera que chispeaba en un hogar abierto. Con el sombrío resplandor rojizo, menos brillante pero más extendido y descriptivo que el fulgor de la lámpara de cráneos, objetos desconocidos parpadeaban en las paredes (cosas de hueso y metal) y los símbolos dibujados allí con arcilla blanca y amarilla parecían echar a volar, desintegrase y reunirse.
En el lado este del hogar reposaba una zorra de color bermejo con granates como ojos. En el lado oeste había una mecedora de pálida madera de abedul, y meciéndose en ella, pausada, prosaicamente, una forma semejante a una roca gris.
La boca de Shaina estaba reseca como la sequía, pero la esclava tomó aliento y anunció:
—La Dama Gris me dijo que la mirada de alguien me atravesaría como una espada, y me ha atravesado como una espada la mirada de alguien. La Dama Gris dijo que yo vendría a suplicarle ayuda, y a por ayuda he venido, pero que deba suplicar o no es otro asunto. Confío en que la Dama Gris esté complacida y satisfecha.
La roca habló:
—«¿No admiras mi nuevo collar?», dijo el perro encadenado.
—Perdóneme —dijo rápidamente Shaina—, no es eso.
—¿No?
—Francamente no.
—Bien, pues, coge tu cadena y vete, doncella esclava, porque veo perfectamente que estás atada a la estaca.
Shaina vaciló antes de responder.
—Muy bien. Le suplico que me ayude.
—¿Cómo sabes que puedo hacerlo? —preguntó la roca, moviéndose un poco, de tal modo que un penetrante ojo centelleó a luz del fuego.
—Tal como mencionó, en la aldea han oído hablar de usted. Algunos dicen que sus hechizos sirven, otros dicen que no.
—Un simple hechizo no servirá para ti —dijo Barbayat—. Necesitarás una medicina más fuerte que ésa.
—Sí —dijo Shaina, y bruscamente las lágrimas fluyeron en su garganta, pero la esclava impidió que salieran. De todos modos las palabras que surgieron fueron como lágrimas, desoladas, dolorosas y claras—: Él vino y se marchó, y ahora habrá montañas entre nosotros… Pero él no tiene sombra…
—Ya sé eso —dijo Barbayat, impaciente—. ¿Crees que el desorden que hay aquí es por nada? Poseo cierto cristal, lo he mirado. He visto a Volkhavaar, que se hace llamar Kernik, el de la púrpura y las uñas, y también a su bonito dragón. Oh, tú estás en apuros y a punto de ahogarte. Todos los que cabalgan con Volkhavaar son de él, igual que tu joven, por mucho que tenga ese cabello negro tan rizado y esos ojos color niebla marina… ¡Bah! Mejor acercarse al lobo y decirle «Cómeme», o al oso y pedirle «Abrázame» que amar a ese joven.
—Madre —dijo Shaina—, me dijo que yo vendría a verla, y es de suponer que usted vería alguna ventaja en eso o de lo contrario no se habría molestado. Bien, ¿por qué trata de poner frío en mi corazón y agua en mis huesos?
—Porque si te explico cuán peligroso es desear —dijo Barbayat, volviéndose completamente hacia Shaina—, y cuán improbable es que logres obtener algo aparte de tu muerte, eso sólo te hará desearle más.
—No hace falta que me lo diga —replicó Shaina mientras se sentaba pesadamente en el duro suelo de la bruja—. Al fin y al cabo, él se ha ido y ¿cómo va a seguirle una esclava? No tengo libertad para abandonar la aldea. Si me voy dirán que he huido y lanzarán los perros en mi busca. Una vez un hombre robó un cerdo y lo cazaron con perros. Él no volvió, sólo sus botas llenas de sangre. Los perros cazan cualquier cosa que sus amos les permiten cazar. Ellos me cogerían.
—Tendrás algo peor que perros en tu busca, doncella es clava. Eso por lo menos está en tu destino. Pero te diré una cosa: los hombres pueden esclavizar cuerpos. Pero no lo que vive en ellos.
Silencio a continuación. La zorra se rascó, el fuego se lamió. Shaina apoyó la cabeza en las rodillas. Se sentía agotada y enorme, tremendamente triste, igual que un niño dispuesto a llorar hasta dormirse. Pero en ese mismo instante notó picazón en la piel, porque ella sabía que Barbayat estaba a punto de comunicarle algo mágico que alteraría todo.
—¿Qué vive en los cuerpos, Barbayat? —murmuró Shaina por fin, pronunciando el nombre de la bruja, aun cuando sabía que se consideraba insensato hacer tal cosa.
—Almas —dijo Barbayat—. Escucha. Lo aclararé. Luego te explicaré qué deseo de ti, y después haremos un trato, o no haremos ninguno, ya veremos.
Shaina asintió. Él suelo tenía un tacto muy blando, y la zorra se había acercado y estaba contemplando el semblante de Shaina con sus llameantes ojos, con tanta intensidad que la esclava quedó deslumbrada y sus párpados se cerraron.
—Todo tiene alma —dijo Barbayat, aunque su voz se había fundido con el fuego, era en realidad el sonoro crujir de las llamas—. La tierra tiene alma, igual que los árboles y las montañas, los lagos y las flores, los pájaros, los peces y las bestias. Es la substancia de la que están formados nuestros placeres y nuestras penas. El amor, el odio y hasta la magia brotan del alma.
»Bien, así se comporta el alma. Mientras está en la tierra, el alma parece el cuerpo, porque el cuerpo es la arcilla donde está alojada, y el manto que debe vestir. Fuera de la tierra el alma cambia, y no voy a explicarte cómo. Tú tampoco me entenderías. Pero mientras está en tu cuerpo, tu alma puede abandonarlo de todas formas y vivir aventuras independientes. En ese caso, tu alma tendrá estas propiedades: será igual que tú, pero clara y transparente de aspecto, algo muy parecido a esas criaturas que los hombres llaman espíritus. No precisará comer, beber o respirar, y nada mortal podrá dañarla, ni vara, ni piedra, ni hierro, ni los dientes de un perro, ni las garras del águila, ni las llamas, ni el agua, ni una caída desde cualquier altura, porque el alma vuela sin alas, con más rapidez que un ave, en el tiempo o fuera de él, y no necesita reposo. Como ves, el alma se las arregla muy bien sin la pesada carne que la restringe. Pero libera tu alma, y percibirás el brillante cordón que la une todavía a tu cuerpo como el cordón umbilical une el niño a la madre. Fino como una hebra de seda, así es el cordón que ata al alma, de color plateado, pero más fuerte que el cordón más fuerte. Ve adonde quieras, esa hebra se extenderá tanto como sea preciso. No te sujetará, no se rasgará, no se partirá. Sólo la muerte quiebra esa cadena, pero el Señor de la Muerte siempre está cerca con su red.
»El alma puede ser independiente de la carne, pero la carne sin el alma es tan impotente como un caracol sin concha. Observa, y verás tu cuerpo inmóvil como si estuviera profundamente dormido, pero observa con atención: no percibirás respiración. Ahora voy a explicarte algo que debes recordar aunque olvides todo lo demás. El alma sólo puede abandonar el cuerpo un breve lapso. Cuanto más te apartas de tu hogar, tanto peor es para tu casa. La primera noche, por ejemplo desde medianoche hasta la salida del sol, el cuerpo se las arreglará bastante bien. Volver al amanecer no causa daño alguno. Pero te ausentas más tiempo y se produce un cambio. Las corrientes disminuirán en las venas, el cerebro se vuelve perezoso y los órganos empiezan a fallar. Si vuelves entonces, estarás enferma muchos meses. Pero si no vuelves, el aspecto del cuerpo no inspirará confianza. La gente del lugar llamará al médico o al sacerdote, y pronto no habrá regreso alguno. Entonces llegará la tierra, y un agujero negro excavado en ella. Y una vez el cuerpo en la tumba, el alma sola no puede rezagarse mucho. Apagados vientos la empujan fuera de este mundo, hacia otro mundo. Adiós entonces al dolor y al invierno de la tierra, al verdor y a la alegría, y adiós al amor y a los seres queridos.
En algún lugar de la habitación hubo chisporroteos en el fuego, o en la voz de Barbayat.
—Pero si tienes cuidado, y lo deseas, esclava Shaina, mientras tu cuerpo duerme, o parece hacerlo, en la morada campesina, tu plateada alma puede buscar a su queridísimo amor por encima de las montañas, más veloz que un ave. El alma llama al alma, y el alma responde. Cuando le encuentres, ¿puedes dudar de que su alma despertará con el ansia de la tuya? ¿Cómo no va a quererte también él? El amor no se presenta como se presentó el tuyo a menos que exista ya un lazo entre vosotros dos, y si ahora él es ciego a ese amor, su espíritu verá las cosas con otros ojos. Así pues, doncella, Barbayat sabe cómo el alma puede liberarse. Pero necesitarás siete días de instrucción, y siete días de pago exigiré yo a cambio.
La zorra lamió la cara de Shaina.
La esclava se sobresaltó, sus ojos se abrieron. Contuvo el aliento y su corazón latió apresuradamente. Había oído hasta la última sílaba, podía recitar las palabras de Barbayat.
—Si no tengo… substancia, si no tengo carne… ¿cómo encontraré el camino para llegar a él? —musitó Shaina.
—El alma llama al alma, he dicho. Tú le amas. Encontrarás el camino aunque veinte montañas y diez océanos os separen.
—¿Y cuál es el pago, pues?
—¿Cuál es el pago, pues? Sí, sí —dijo Barbayat. Su negra mirada volvía a ser como dos cuchillos—. Cuando te explique eso, es posible que te levantes de un brinco y salgas corriendo. Pero recuerda esto, yo podía haberme cobrado mientras dormitabas gracias a la bonita mirada de mi zorra, podía no haberte despertado para hacer un trato.
Shaina se levantó y apretó los puños. Sus ojos, de un tono castaño, casi cobrizo en la penumbra de la hoguera, estaban muy abiertos y llenos de anhelo, pero su boca estaba rígida.
—¿Y bien? Dígalo ya.
—Siete días vendrás a verme. Siete cosas te enseñaré. Siete veces me darás tu muñeca y beberé de la vena que tienes ahí.
—¡Mi sangre! —exclamó Shaina—. Oh, no.
—Haz lo que te plazca —dijo Barbayat la bruja, la roca, la vampira, meciéndose en su silla de madera de abedul.
—¿Por qué? —preguntó Shaina, pálida, temblorosa.
—Para vivir —dijo resueltamente Barbayat—. Por eso he podido engañar al Señor de la Muerte durante tanto tiempo. Cuando él llega con su red y llama a mi puerta redonda a medianoche, yo le digo «Aguarde, caballero», y busco una doncella, una virgen, una que necesite un hechizo o instrucción, y cobro mis honorarios. Sólo sangre de virgen me sirve. No tomo mucha, ella no muere por culpa de esto, y yo vivo. La vida es buena. Quizás otra persona piense también así.
Hubo un remolineo en la cabeza de Shaina. De repente vio un joven atado a una rueda de hierro; su cabello era negro, su blanco cuerpo de mármol con purpúreas heridas, y su semblante eternamente vacuo.
—¡No! —gritó Shaina.
—Sí. Volkhavaar el Cruel ha emprendido un nuevo camino y muchos perecerán en la ruta. También tu amado, tal vez, a menos que tú lo salves.
—Usted crea ilusiones, igual que el mago, para engañarme.
—Vete pues —dijo Barbayat—, no aprendas nada, que él se vaya y encuentre una mujer en cualquier otra parte, o una tumba. Jura que tus sueños son ilusión. Nunca estarás segura. Mejor contentarse con cerveza pasada teniendo bienestar que beber vino blanco con peligro.
Shaina miró alrededor. Vio a la zorra. El animal parecía estar diciéndoles: «Cuando yo era más joven y corría en libertad por el bosque, un cazador atrapó a mi pareja, lo atontó de un golpe y lo encerró en una jaula. Yo fui al lugar con la amplia blancura de la luna de primavera. Me acerqué a la fogata del cazador, tan cerca llegué que escuché la respiración del nombre y vi el reflejo de las llamas en el cuchillo que llevaba en la mano. Mordí los barrotes de la jaula y arrastré a mi compañero, y casi lo llevé como llevaría a un cachorro, bosque adentro. Tenía las patas magulladas, perdí un diente, me dolía el lomo y tuve miedo, pero jamás pensé que podía hacer otra cosa. Eso es el amor».
Shaina desvió la mirada. Vio que tenía las manos apretadas. Pensó: «Si debo elegir, ya he elegido».
—Sí —dijo a la bruja. Y añadió formalmente—: ¿Querrá beber ahora?
Barbayat se echó a reír. No era exactamente la risa de una mujer.
—Es tarde —dijo—. Un día nos ofrece pocas posibilidades, a ti y a mí. Ve a casa y vuelve mañana.
Shaina se acercó a la puerta. El tiempo había pasado con rapidez. Entre los pinos dos negros cuervos daban vueltas sobre el bajo disco rojo del sol. Realmente era tarde. Shaina no llegaría a casa antes de que saliera la luna, peor que el día anterior. Y le darían una paliza, definitivamente.
—La vara golpea la espalda, no el corazón —dijo Shaina a la bruja, y sonrió sin saber por qué—. Vendré mañana.
Pero supongamos, añadió la esclava en su mente, que el joven Ash no se emborracha y lleva él las cabras a la montaña. Shaina, pensó, no seas boba. Es tarea tuya asegurarte de que él se emborracha.
Luego echó a correr, cruzó la puerta, bajó la ladera de Peñasco Frío, con los negros árboles resonando a su paso, siguió bajando y bajando hasta el puente de roca, lo atravesó, y continuó descendiendo hacia las tierras altas donde pastaban las cabras. Iba más deprisa al bajar que antes al subir, pero no lo suficiente. La carroza del sol había desaparecido y el cielo era un dorado resplandor crepuscular que se oscurecía con rapidez hacia un tono violeta cuando Shaina llegó corriendo a los pastos.
Una repentina ansiedad por el rebaño la había hecho correr más velozmente durante el último trecho, pero todas las cabras parecían estar allí, todas muy juntas, mordisqueando, balando y entrechocando cabezas de forma amistosa. Las cabras volvieron la cabeza y miraron a la esclava, y se dijeron: «Ahí está Shaina, sin aliento».
Shaina se alegró de verlas.
Mareada por el descenso y la extraña jornada, mareada por todo lo ocurrido, la esclava cruzó la hierba e hizo los gestos y ruidos para llevar las cabras a casa. En ese momento cuatro cuervos se alzaron en los cuatro puntos cardinales y remontaron el vuelo hacia el menguante techo dorado del cielo. Quizá estaban buscando gusanos, pero bien pudiera ser que la Dama Gris los hubiera enviado a vigilar el rebaño en lugar de Shaina. En cierta forma, vampira o no, Shaina confiaba en Barbayat.
—Soy feliz, creo —dijo la esclava a las cabras de su amo.
Su corazón había dejado de dolerle, estaba en llamas. Le preocupó estar tan contenta ante mañanas tan oscuras, tratos tan extraños e incertidumbres tan terribles.
La vara se alzó y cayó sobre la espalda de Shaina aquella noche, pero el viejo Ash no se mostró indebidamente duro… al menos no como propietario de una esclava que era. Él no quería hacer daño a Shaina puesto que no tenía medios para comprar otra esclava que la reemplazara.
—Qué canalla de chica —dijo la esposa del viejo Ash—. Me sorprende que no huyera con los ladrones ayer, esa perra desagradecida que no sirve para nada.
Evidentemente la mujer ansiaba coger ella misma la vara, pero el viejo Ash no lo consintió. Shaina soportó el castigo, como siempre, sin acobardarse, sin gritos. La lluvia de golpes cesó y su mente pudo dedicarse a otros asuntos.
Después de la cena, Shaina llevó las sobras al cercado y dio de comer al perro, y vio al joven Ash repantigado y malhumorado junto a la pared, con el labio inferior sobresaliendo de su boca.
En lo alto la luna llameaba pura y blanca. Las montañas parecían de plata y sus sombras de ébano, y la misma Dama Primavera estaba en el ambiente, dulce como madera de pino y afilada como un cuchillo.
Shaina dispuso la cena del perro, que gruñó y mostró, sin gratitud, sus pardos y finos colmillos. Al oír el ruido del plato, el joven Ash murmuró desagradablemente:
—¿Te duele la espalda, esclava? ¿Te tiembla? Espero que sí.
—Sí, con tu permiso —dijo Shaina.
—Bien. Me alegra no ser el único que sufre esta noche, tú por culpa de la vara y yo porque tengo seca la garganta. Por mis botas, si no consigo un trago, estaré reseco por la mañana.
—Pero si la posada está muy cerca, en la colina —dijo Shaina.
—Ella dice que debo quedarme en casa, la vieja bruja, que la Madre Tierra me perdone. Dice que está harta de verme beber. Como si fuera culpa mía que los ladrones me metieran licor en la garganta ayer por la noche. ¿Tengo la culpa? ¿Alguna vez me has visto borracho?
—Claro que no —replicó Shaina, enojada—. Es cosa sabida de aquí a Kost que el joven Ash puede beber más que cualquier hombre vivo y permanecer tan sobrio como la sal.
El joven Ash se alzó de un tirón los pantalones, satisfecho.
—Precisamente lo que yo he dicho siempre.
—Un día —dijo Shaina astutamente, acercándose más—, el joven Ash será el amo de la casa. Entonces su madre deseará haber sido más prudente. Cuando ella sea una pobre vieja viuda y confíe en tus fuertes brazos para comer, no se atreverá a decir «Ve a tal sitio, quédate aquí».
—Muy cierto. Muy cierto. Qué moza tan descarada y lista eres. Bueno, me iré ahora mismo y la engañaré. —El joven Ash empezó a silbar la canción del camino a la taberna, pero se interrumpió—. Si ella pregunta dónde estoy…
—Vaya —dijo tímidamente Shaina—, ¿no estás ayudando a Gula a reparar su arado?
—Exactamente.
El joven Ash se dio una palmada en el muslo, dio a Shaina un beso violento, casi fraternal, y desapareció rápidamente en la torcida calle bajo la vigilante luna.
Shaina, Shaina, decían las estrellas en el negro cielo nocturno, ¿qué estás haciendo? ¿Estás afilando tus sentidos en las piedras?
Shaina, Shaina, decía la rueda de hilar de la mujer del viejo Ash, ¿por qué los pensamientos dan vueltas en tu cabeza como yo?
Shaina, Shaina, murmuró la manta en la que la esclava se tendió más tarde junto al fuego, ve a dormir y prepárate para mañana.
Shaina, dijo el alba bajo la puerta, ¡despierta! Aquí llega el joven Ash con cerveza en la panza y hasta la altura de sus ojos, y aquí llega el día caminando sobre la montaña, el día en que la bruja compra tu sangre de doncella con su hechizo.
¡Shaina, dijo su corazón, apresúrate, apresúrate!