—Esclava, llegas tarde —dijo la esposa del viejo Ash, irguiéndose entre el humo de la olla de bolas de carne.
—Perdóneme —contestó Shaina.
Las cabras se hallaban en el corral, pero el joven Ash ya la había maldecido por traerlas a esa hora. Él tenía asuntos urgentes, afirmó, en la colina y ¿para qué servía una esclava si no nacía nada? El muchacho le dio una bofetada para que aprendiera a portarse mejor. En el cercado, el perro levantó la cabeza de un hueso y ladró ruidosamente como diciendo: ¡Aquí llega Shaina, preparad la vara! El perro, que también era un esclavo a su modo, se complacía viendo a un humano recibir el mismo trato brutal que él. Pero el viejo Ash aún no había regresado de los campos, por lo que la mujer dio a Shaina un tirón en la oreja como principio.
En realidad era muy tarde. El tiempo mágico en que se encendían los primeros fuegos de la noche había pasado hacía mucho, el pan y las cucharas estaban en la mesa y los platos de los demonios domésticos se hallaban dispuestos en sus lugares convenientes. Todos los demonios recibían una parte de la cena, y desgraciado el padre de familia del Korkeem que los olvidara. Incluso los ricos debían alimentar a sus demonios. Según decía el viejo Ash, hasta en el palacio de Arkev había pequeños platos de plata para ese fin. Ningún hogar prosperaría sin ellos. Había el demonio que se preocupaba del maderamen de las paredes, el demonio que vivía en el techo y no dejaba pasar la lluvia y el demonio que estaba bajo el umbral y avisaba a la familia de cualquier desastre con sus gritos y lamentos. Una noche de invierno el joven Ash resbaló en la nieve al volver de la posada y se rompió la rodilla, y tras arrastrarse hasta la puerta permaneció allí lamentándose y chillando. El viejo Ash y su mujer sintieron demasiado terror para salir porque creyeron que el demonio del umbral les avisaba de algo, y su hijo estuvo a punto de perecer de frío antes de que unos vecinos acudieran en su rescate. Sin embargo, había demonios. Se mantenían ocultos por norma, y comían su parte cuando la familia dormía. Pero en ocasiones, en la desolada y rara hora que precedía a la salida del sol, Shaina, acurrucada estoicamente en una raída alfombra junto a las brasas del hogar, abría los ojos y vislumbraba una sombra, delgada y ágil como una serpiente, que se escabullía en las paredes tras dejar vacío su plato.
El viejo Ash no tardó en llegar.
El hombre miró a Shaina con cierto placer, porque no muchos aldeanos podían tener una esclava. Gracias a este interés de propietario, Shaina recibía adecuado sustento y cobijo, y tenía permiso para compartir el baño familiar, en cuanto los demás habían terminado. Además el viejo Ash mantenía a su hijo apartado de la esclava, tarea no fácil cuando el alarde más memorable de un joven era el número de muchachas que había poseído entre hoy y la última fiesta lunar. No obstante el joven Ash temía a su padre, un corpulento oso negro más que un hombre, y quizá más a su chillona madre. No había que causar daño a la propiedad o de lo contrario, que la Madre Tierra no lo permitiera, habría un embarazo cuando tanto trabajo estaba pendiente.
La esposa del viejo Ash puso estofado delante de su marido y le sirvió cerveza.
—La esclava… —empezó a decir, pero el viejo Ash la interrumpió.
—Un lobo ha estado acechando a las ovejas —dijo él.
—¡Un lobo! —exclamó su mujer.
—No es época de lobos —dijo el joven Ash, que había entrado corriendo a cenar antes de partir hacia la colina.
—Hay lobos y lobos —dijo agriamente el viejo Ash. Mordisqueó su bola de carne y añadió—: Y Mikli me ha dicho que han vuelto a ver a Alguien por los alrededores, a la Dama Gris de Peñasco Frío.
—Han pasado dos años desde que ella estuvo cerca —comentó la mujer del viejo Ash—. Las mujeres solían ir a verla en busca de hechizos y conjuros, pero ella pedía mucho a cambio. El invierno pasado dijeron que la habían visto irse en su silla… la silla de madera de abedul, como recordaréis… Pero es posible que haya vuelto. Es vieja como la roca, y tan dura como la piedra.
—Le irá mejor si no vuelve —dijo siniestramente el joven Ash mientras terminaba de cenar—. Las jóvenes la apedrearían si lo hace. En la colina hay una zorra que tiene un hijo de dos cabezas porque intentó perderlo con un hechizo de Barbayat.
—¡Silencio! —espetó la mujer—. ¡Pronunciar nombres otorga poderes! ¿Por qué eres tan estúpido?
—Mejor un nombre que un dolor de estómago —dijo varonilmente el hijo, y se marchó corriendo.
A Shaina se le cayó el plato de pasteles de carne que había sacado del horno. No había sido su intención. De pronto, el temblor que le había producido la mención de la dama de Peñasco Frío había llegado a sus dedos.
La vieja Ash se levantó como una gallina furiosa, con la mano estirada hacia la vara. Pero en ese momento se oyó un ruido en la calle, un sonido tan extraño, tan raro, que inmovilizó a los tres moradores igual que en un cuadro. Hasta el joven Ash se detuvo en el cercado. Era el sonido de cascos de caballos, campanillas y discos sonando en riendas y espuelas: un ruido que sólo hacían los ricos.
—¡El recaudador de impuestos! —gritó la mujer llena de pánico.
—El sacerdote de Kost —murmuró el marido.
«Muerte», pensó Shaina, y no supo por qué lo había pensado, aunque su corazón, el joven corazón que la Dama Gris de Peñasco Frío mencionó, le dio un vuelco en su pecho.
El viejo Ash y su esposa salieron a la noche. Incluso el perro quedó tenso con su correa. A lo largo de la amplia y torcida calle la gente salió a mirar, con faroles o trozos de pan de la cena en las manos. Shaina no salió a la calle, sólo al umbral, pero de todas formas lo vio.
Negros caballos, en número que la esclava no pudo contar con la extraña luz fluctuante de los faroles, siete, nueve, trece… Y jinetes… ¿cuántos? Embozados en capas iguales que enormes alas negras plegadas en su cuerpo. Pero los faroles revelaban rasgos salientes en el paño escarlata de las monturas, riendas como cadenas de estrellas de las que caían más estrellas que eran campanillas, centelleos metálicos blancos y amarillos, gemas como gotas de sangre y gemas como ojos verdes de gato.
Y entonces alguien se adelantó, sin prisas, el primer jinete a lomos del primer caballo, poco a poco, pero erguido bajo el fuerte resplandor de las ventanas. No se trataba del sacerdote, no era el recaudador de impuestos. Algunos creyeron que debía ser el mismo Duque del Korkeem, y así lo afirmaron, pero también se confundían. ¿Qué duque cabalgaría por las rutas de las montañas con tanto esplendor y con tan pocos hombres —siete, nueve, trece— escoltándole?
—Soy bien recibido entre vosotros —afirmó curiosamente el desconocido mientras observaba a los aldeanos desde la altura de su caballo negro.
El extraño vestía de púrpura, un tono tan oscuro que también parecía casi negro, y en la púrpura aparecían bordados veinte soles dorados cuyos rayos, al parecer, estaban hilvanados con rubíes. Alrededor de su cuello había un collar de púas de oro y en la cabeza llevaba un sombrero alto de color azafrán bordeado de plata. Apenas podía darse crédito a su tez, blanquísima, un denso esmaltado. Los ojos tenían bordes dorados y la boca era un bosquejo de negro y rojo. En el interior de la boca ardían dientes tan puntiagudos y cetrinos como los de un lobo, y entre los dorados párpados ardían ojos tan lívidamente estáticos como brasas mortecinas. Con una larga y delgada mano sostenía las cascabeleras riendas, con la otra un bastón de madera descortezada con puño de negra piedra en la punta. Las uñas de sus manos eran tan largas como la cola de un ratón, afiladas y laqueadas como azabache. El desconocido rutilaba a la luz de las ventanas y su maquillado rostro se volvía de este a oeste.
—¿No me conocéis, buena gente del valle? Me conoceréis.
Nadie habló. Si el miedo despidiera sombras, habrían aparecido por todas partes. Las entrañas se enfriaron, las respiraciones se interrumpieron. El desconocido del caballo negro sonrió.
—¿Nunca habéis oído rumores de Kernik, el Ingenioso Presentador de Espectáculos? ¿Kernik, el Príncipe de los Magos, el Maestro de Acróbatas y Actores, el Sumo Sacerdote de la Diversión? ¿Kernik, Señor de la Risa, Hacedor de Magia y Escamoteador de Escenas?
Kernik chasqueó los dedos y sus uñas resonaron. Golpeó el suelo con su bastón y una rociada de chispas brotó de la tierra. De entre las chispas un pájaro voló hacia el cielo espolvoreado de estrellas.
Un suave murmullo recorrió la calle cual brisa de primavera. En alguna parte, dos o tres perros aullaron y después huyeron.
—Aquí están mis actores —dijo Kernik, el Ingenioso Presentador, Kernik, Hacedor de Magia, con un gesto de su rapaz mano—. Los actores de mi compañía. Vamos, hijos. Desmontad, y que esta buena gente nos alimente a cambio de nuestros prodigios.
Inmediatamente hubo movimiento entre los caballos, igual que una bandada de cuervos alzando y dejando caer sus alas. Y después, en el centro, pareció encenderse una luz: una luz sin color ni calor, pero más brillante que cualquiera otra de la aldea, de tal forma que las ventanas quedaron eclipsadas y los faroles apagados. Brotó tal llamarada de joyas y metal con la nueva luz que todos pensaron en una fogata, y Kernik, el Príncipe de los Magos, era su abrasador centro.
Kernik pronunció una palabra o un nombre que nadie conocía. Los caballos trotaron hacia atrás y luego se irguieron sobre las patas traseras y parecieron paralizarse en esa posición, igual que estatuas. Los jinetes se separaron y algunos avanzaron. De pronto la calle se llenó de acróbatas, música y sonido de tamboriles, y en el centro, sin cadenas, un oso empezó a danzar sosegadamente. Y la piel del animal era rubia, y sus ojos eran azules.
Los aldeanos habían superado la alarma. El ritmo y la danza los hicieron entrar en calor y los animaron, y el miedo se escabulló. Se amontonaron en el sombrío contorno de la ancha calle, rieron, aplaudieron y prorrumpieron en gritos de sorpresa. No muchas veces, comentaban entre sí: ¿Habíais visto un espectáculo como éste?
Una joven comenzó a bailar con el oso, y lucía una redecilla de zafiros sobre su brillante cabello rubio. El Oso se mostró muy cortés con la muchacha, le cogió mansamente mano y talle e inclinó la cabeza ante ella de acuerdo con la danza. Ella era tan encantadora que los jóvenes de la aldea ni siquiera se dieron codazos en las costillas o silbaron, aunque tenían los ojos muy abiertos y las mejillas encendidas.
—Contemplad belleza e inocencia. Ella es una princesa y su sangre es más pura que las perlas. Ni el oso le hará daño —recitó la voz de Kernik siguiendo el ritmo de los tambores—. Si lo deseáis, os mostraré qué le pasó a la rubia.
Lo que sucedió a continuación es difícil de explicar, aunque en este momento pareció completamente lógico. La parte de la aldea donde Kernik y sus actores se hallaban dejó de ser una senda de tierra, llena de excrementos de cabras y piedras, y se convirtió en un paisaje de mármol con altos árboles de cuyas ramas pendían doradas manzanas, y bajo la celosía de sus sombras flotaban pájaros con colas de fuego verde y azul. Y por allí paseaba la joven rubia, recogiendo rutilante fruta en un delantal de joyas mientras el oso la seguía, tocando una flauta melodiosamente.
—Una escena tranquila —canturreó la voz de Kernik—, pero no por mucho tiempo. Había, en esos parajes, un dragón.
En lo alto rugió el trueno. Pareció llenar el cielo e inflamarlo. Las mujeres chillaron.
—¿Tenéis miedo de ver la llegada del dragón? —rugió Kernik—. Decidlo, y haré que se vaya.
—¡No! —exclamó el gentío con encantado espanto—. ¡Enséñanos el dragón!
Kernik pronunció de nuevo la palabra secreta, y llegó el dragón. El cielo enrojeció, el cielo se volvió totalmente blanco. Del blanco, igual que un rayo, surgió una bestia con una cota de mallas de diamantes. Fuegos artificiales explotaron en su boca y su lengua era una serpiente tan larga como una azada. La gente se encogió. El oso huyó y los pájaros se esfumaron. El dragón fustigó su cola como un enorme gato, y levantó llamas en el techo de una casa cercana: pero el techo no cayó y el espantoso aliento del dragón no chamuscó a nadie. El animal sólo tenía ojos para la princesa. La cogió en sus garras y después fue veloz como un cohete al pico más elevado de la marmórea tierra, dejó allí a la joven y miró alrededor, sin dejar de agitar sus alas de murciélago.
—Bien, ¿quién rescatará a la encantadora dama de las garras de la hedionda bestia? —preguntó la voz de Kernik—. Vamos, ¿algún voluntario?
Como respuesta llegó un bufón a la llanura de mármol, muy gordo, con una espada de madera al costado, a lomos de una cabra azul con dos cabezas.
—¡Arre! —fanfarroneó el bufón—. ¡Tengo que salvar a la princesa!
La cabra azul se quedó inmóvil y el bufón desmontó. El animal lo embistió y lo hizo caer. Cuando trató de volver a montar, la cabra respingó de pronto y el bufón cayó de nuevo.
Una de las cabezas de la cabra se puso a silbar y la otra a cantar en perfecta armonía con la primera. Mientras tanto el animal levantó una pata y orinó. Cuando avistó al dragón, lo hizo de repente. La cabeza cantarina fue la primera en verlo y calló. La cabeza que silbaba, asombrada, miró alrededor hasta localizar igualmente al dragón. Tras esto, la cabra abandonó su tercera actividad y huyó hacia un lado hasta perderse de vista.
—¡Oh, dragón! —exclamó estúpidamente el bufón—. ¿Dónde estás? ¡Sal y lucha! Haré carne picada de ti y una colcha con tu pellejo.
Luego también él vio al dragón. La bestia agitó sus alas. El bufón quiso ponerse a salvo y tropezó con la espada tres veces antes de conseguirlo.
La gente, risueña, silbó y despreció al bufón, y el dragón fustigó su cola.
—Esto es absurdo —dijo la voz de Kernik—. Ahí arriba hay una princesa que aguarda el rescate. Ahí arriba hay un dragón que aguarda pelea. Seguramente habrá un paladín digno de ambos en alguna parte.
La gente prorrumpió en gritos de simpatía:
—¡Un paladín! ¡Un paladín!
Y al cabo de un instante un personaje entró a escena y echó atrás su negra capa. El público prorrumpió en vítores, porque indudablemente el paladín había llegado.
Su armadura era dorada y su yelmo dorado con una cresta de plata, y en la mano llevaba una espada verde y oro. Su cabello y sus cejas eran muy oscuros, sus facciones nobles, aguileñas y cautivadoras. Las jóvenes de la aldea guardaron silencio y contuvieron la respiración.
El dragón extendió las alas y el paladín alzó los ojos sin dar muestras de miedo.
—Baja —sugirió cortésmente el paladín, con su voz cautivadoramente musical—. Tengo algo para ti, dragón. La hoja de mi espada.
El dragón lanzó un chillido de ira, como si todos los oxidados fuelles del Korkeem funcionaran al mismo tiempo, y descendió igual que una avalancha.
Después hubo lucha, ciertamente.
También los jóvenes de la aldea pelearon, agitando los puños, gritando consejos, agachándose y describiendo círculos. Las jóvenes libraron la batalla en sus corazones y pulmones, y escondieron la cabeza entre las manos y miraron por entre los dedos.
Primero el dragón hizo caer al caballero, después éste hizo caer al dragón. Luego la bestia despidió fuego y la capa del campeón pareció prenderse, de forma que el paladín tuvo que rodar por tierra para apagarla, y el dragón lo atacó con sus enormes y curvadas garras. A continuación, tras un estruendo de tambores, el paladín se apoyó en un reluciente árbol como si estuviera desfallecido con el aliento de la bestia. El dragón se echó encima y, finalmente, la espada del caballero centelleó en lo alto y atravesó el pecho del animal. Negra sangre fluyó de la herida, el dragón cayó, pateó y aulló unos instantes y quedó pesadamente inmóvil mientras una última espiral de humo abandonaba su nariz.
El público pataleó y aplaudió.
Una carroza adornada con lentejuelas bajaba ya del marmóreo pico con la hermosa princesa dentro. Una lluvia de flores y dulces empezó a caer mientras la sonriente joven bajaba y el dorado paladín le besaba la mano.
Acto seguido un sonido, bastante pausado, el chasqueo de los dedos del animador, el ruido de sus uñas, y sólo quedó el parpadeo de los faroles en la amplia calle. Una montaña blanca se derrumbó (un lienzo bajo el que los saltimbanquis daban volteretas) y un dragón de madera y gemas de vidrio se dividió en tres fragmentos y vomitó hombres.
Kernik avanzó, con las manos metidas en las lóbregas mangas. Dilató sus pintados labios, inclinó la cabeza, y allí estaban en hilera todos sus actores, aunque de todas formas seguía siendo difícil contarlos, difícil estar seguro de cuántos eran. O no eran. Un grupo de acróbatas, hombres dragón, cabezas y patas de cabra… Sólo tres personajes parecían definidos: el grueso bufón todavía con aspecto de oso rubio, y el apuesto caballero y la encantadora dama, cogidos de la mano. Y cuando todos hicieron una profunda reverencia, los umbrosos actores lo hicieron umbríamente, pero el bufón con un gesto extravagante, la princesa con dulzura y el caballero con una sonrisa cautivadora y vivaz.
—¿Nos hemos ganado la cena, buena gente? —preguntó Kernik—. Más tarde os diremos la buenaventura y, además, los trucos aún no han acabado.
Los aldeanos dieron a gritos su consentimiento. Parecía como si todos hubieran bebido vino blanco.
Mikli y sus hijos corrieron a abrir las puertas de su granero, y las mujeres se dispersaron en busca de leña, ollas, cena, incluso dispuestas a matar pollos para la cena, como si la pobreza y el plato vacío de mañana no significara nada para ellas.
La mujer del viejo Ash echó a correr hacia la casa, y Shaina se encogió para apartarse.
—¡Esclava! ¡Esclava! —exclamó la mujer.
El perro ladraba furiosamente y se rascaba las pulgas.
«Todos estamos embrujados», pensó Shaina, y heladas llamas recorrieron su espinazo.
El granero de Mikli no se había abierto de esta forma desde la boda de su hijo tres años antes. Parte de los objetos que contenía fueron arrojados a la calle, y los que quedaron dentro utilizados como asiento. Llegó cerveza en botas, comida en cazuelas, y se hizo un gran fogón en el suelo de piedra y una gran hoguera creció en el centro. Nadie puso reparos. Nadie se echó atrás. De armarios y colgaderos salieron cosas guardadas desde el pasado invierno, y no se escatimó nada.
Kernik, el Ingenioso Presentador, tomó asiento entronado en una bala de heno, todo él brillante púrpura y azafrán, y sonrió como apacible padre mientras la gente le traía presentes. A su izquierda se situó la doncella de los zafiros, a su derecha el actor de pelo negro que había representado el papel de caballero, mientras el resto de actores de la compañía se lanzaban desordenadamente cerca o lejos.
De vez en cuando los acróbatas daban saltos mortales o atravesaban aros o saltaban sobre el fuego o danzaban en él. Ocasionalmente el bufón-oso se levantaba y se unía a los anteriores, y hacía juegos malabares y sacaba plateados huevos de las orejas y serpientes de bocas abiertas.
La princesa-actriz fue la encargada de decir la buenaventura. Extendió sus pálidas manos y tomó entre ellas las asustadas manos de mozas, mujeres y abuelas, y las ardientes manos de los jóvenes que sólo ansiaban tocar a la dama. Ella les contó cosas del pasado que eran ciertas, y cosas del futuro que los aldeanos creyeron. Nadie osó besar o apretar la fría piel de la joven, ni contemplar demasiado rato los majestuosos ojos que semejaban estanques de oscuridad. Algunas mujeres jóvenes fueron más osadas con el actor. Se deslizaron entre los brazos de él, llevaron los labios a su cara y a sus rizos, y se frotaron contra su cuerpo como gatas que piden leche. El actor rió con ellas, les hizo cumplidos y devolvió los besos de las que eran bonitas, pero en esas cortesías no hubo profundidad, fueron como sombras despedidas sobre las paredes. Las mozas de la aldea acabaron poniéndose nerviosas, y se escabulleron.
Shaina fue empujada al principio al centro del granero, para atender el fuego y las ollas puestas encima, y para llevar bebida a los hombres en cuanto chillaban. Pero más tarde, cuando era fácil escabullirse, decidió hacerlo y paso a paso fue acercándose a la puerta dispuesta a salir. Deseaba correr calle arriba hacia la casa del viejo Ash. Una parte de ella quería ocultarse bajo la raída manta que tenía allí. Shaina había percibido, desde el principio, un olor a perversidad en el ambiente, con la misma seguridad con que un zorro huele a los perros. Y sin embargo, cuando llegó el momento, la esclava no acabó de decidirse, no logró forzarse a dejar el granero y echar a correr hacia la casa de la seguridad. Y cada vez tenía más sueño, acurrucada en el humo que había junto a la puerta.
¿Todo el oro era auténtico? ¿Y la armadura dorada y la espada de oro, y el oro que la luz de la hoguera revelaba extrañamente en los negros rizos del cabello del actor? Shaina había pasado dos veces cerca de él, cuando llevó cerveza al viejo Ash y al estúpido Mikli. Los ojos del joven actor reflejaban los faroles en forma de estrellas verdeazuladas cuando los alzaba, pero él no parecía ver pasar a la esclava. Una hoja hirió a Shaina en ese momento, una hoja de acero, no de oro. ¡La tonta Shaina, esclava en un hogar de campesinos! Tan tonta incluso como para pensar en el actor, en un hombre libre, y mejor que cualquiera de los aldeanos… Pero el dragón le había parecido vivo y terrible… ¿cómo era posible eso? Kernik (Hacedor de Magia, Escamoteador de Escenas) con su primer actor, sentado a su derecha, como el siniestro dios joven adorado por las doncellas en primavera…
En plena noche, los perros ladraron de nuevo. Quizá había lobos a pesar de todo, como había afirmado el viejo Ash, lobos tardíos, o de la especie formada por auténticos diablos.
Shaina descubrió que se había quedado dormida. Tuvo un sueño. El sueño tenía la cara y la voz del actor, pero él no hablaba con ella y sus ojos no respondían a los de la esclava.
Tenue luz se acercó furtivamente a los párpados de la esclava, luz fría como el agua. El olor a brasas y comida pasada era muy familiar, pero no el olor a heno y ganado, ni el tufo de cerveza.
Shaina despertó y vio que estaba tumbada junto a la puerta del granero. Alrededor de ella, otras personas roncaban y gruñían sumidas en profundo sueño.
El mundo tenía algo raro ese día.
Shaina se movió, sólo un poco, lo justo para mirar la calle.
Era la melancólica hora gris inmediatamente anterior al alba. Tristes pájaros cantaban en los arbolillos de las laderas de la montaña, y en los sauces del río. Las casas de la aldea aparecían encorvadas, siniestras y silentes. Siete o nueve o trece caballos negros aguardaban como en un funeral, y en sus lomos siete o nueve o trece jinetes con negras capas.
Shaina, con los ojos muy abiertos, vagamente consciente de presenciar algo que no debía ver, buscó en vano un bufón-oso, malabaristas, acróbatas, buscó en vano una joven rubia, un apuesto actor. Todos los jinetes eran anónimos, y su colorido, sus penachos y su descarada brillantez habían desaparecido. Quizá las joyas fueran de vidrio, al fin y al cabo, y el Presentador únicamente un tramposo camino de alguna feria en Kost.
Después el primer rayo de sol cayó sobre la montaña, el cielo se iluminó y Shaina, mientras la incontable compañía empezaba a recorrer la calle, notó que los actores olvidaban algo, que les faltaba un detalle. Parecían sombras, hombres, mujeres o bestias, pero ninguno proyectaba sombras en la calle.
Los instintos de Shaina surgieron con ímpetu. Quiso hacer signos sagrados para protegerse, para expulsar de su boca la cercanía del mal y lo sobrenatural. Pero sólo consiguió pensar una cosa: «También él, el joven actor, es un demonio, también él».
Y luego Shaina recordó que él la había mirado sin verla, que había mirado sin ver con aquellos ojos del color del agua de mar y el humo. Y de ese modo la espada la atravesó por culpa de un recuerdo, pero la atravesó, desgarró su corazón tal como Barbayat, la Dama Gris, había prometido cruelmente.