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El sol en su dorada carroza había pasado hasta casi por la última pradera del cielo. En este momento los seis caballos amarillos que tiraban de él se disponían a eliminar de sus hocicos el rosado humo, antes de galopar más allá del horizonte. Después llegaría el crepúsculo cual sombría viuda y tendería su manto sobre cielo y tierra, pero mucho antes de que lo hiciera, Shaina, la esclava, habría vuelto al valle con las cabras de su amo.

Durante la primavera Shaina no llevaba las cabras a los pastos del monte todos los días. El joven Ash, hijo del amo, debía encargarse de la tarea, pero el muchacho se emborrachaba una noche de cada cuatro o cinco, y en consecuencia un día de cada cinco o seis. Mientras el joven Ash gruñía bajo su manta de piel de oso, invocando a todos los demonios de la casa para que se apiadaran de él, la mujer del viejo Ash llamaba a la esclava y mandaba las cabras con ella.

Shaina jamás estaba descontenta con este trabajo. A sus amos no les gustaba que ella holgazaneara en la ladera y le daban la ropa que había que lavar y zurcir, lo que significaba subir y bajar la montaña con una pesada cesta a la espalda. Shaina debía tener los ojos bien abiertos, y ambas manos preparadas para las cabras, que como tales estaban todas locas, y ansiosas por demostrar que lo estaban. Sin embargo era bueno estar en la montaña, salpicada de florecillas primaverales y rebosante de impetuosa plata, los arroyos engrosados por el deshielo. Los picos circundantes estaban muy cerca, distintos en forma y color, pero todos cambiando continuamente según los caprichos del cielo: brillantes como una daga cuando la luz los afilaba, transparentes debido a la niebla y la lejanía, inmóviles nubes… Para la aldea, todas las cimas poseían personalidad y nombre: Techo del Duende, Peñasco Frío, Pico Negro. Algunas eran benditas, otras temidas. Pero por lo demás, sentarse a trabajar bajo su sombra era ciertamente mucho mejor que estar encerrada en una casa tiznada, entre la mujer del viejo Ash y los cacharros de la cocina y, como variedad, el perro que ladraba en el patio y los niños que le tiraban piedras. Por lo general, tras un día en las laderas, Shaina regresaba reanimada, casi alegre, a la aldea.

Pero durante esa puesta de sol, mientras Shaina bajaba por la tortuosa senda cubierta de piedras, la cesta a la espalda, las cabras arremolinadas alrededor de ella y el aire igual que una canción, crecía en la esclava una extraña tristeza que la consumía.

Esa melancolía no llegaba como un extraño. En los últimos diez meses se había aproximado y alejado, cada vez un poco más cerca, un poco más dulce y un poco más amarga en el corazón de la esclava. Shaina era incapaz de darle nombre.

No se trataba del áspero y tétrico pesar de su esclavitud, ella se había acostumbrado a eso. Ella era fuerte, altiva y joven; no había tardado mucho en cobrar valor y resolución: «No seré esclava siempre, y si tengo que serlo, iré con la cabeza más alta incluso que la hija del Duque de Arkev».

Hombres crueles y siniestros la secuestraron en su casa cuando tenía seis años. Shaina recordaba pocos detalles del salvaje lance, humo y fuego detrás, terror por delante. Un enorme mar lanzó los barcos a una rocosa costa, y ella llegó al Korkeem, el lugar donde crecería, encadenada y descalza, con las plantas de los pies magulladas y los ojos en lágrimas. En el Korkeem olvidó su tierra por completo, aparte de una sombra; sólo las voces de sus progenitores, su raza, y en algunas ocasiones sus sueños, le recordaban el pasado. Su tierra era calurosa y ésta fría, pero esta fría tierra se convirtió en la suya. Y las costumbres de esta tierra eran las suyas, porque no recordaba otras. Sólo conservaba su orgullo, la herencia que de alguna forma llevaba en los huesos y no podía separarse de ella. Y aunque era esclava del viejo Ash, Shaina no había sido siempre su esclava y había visto aquel mundo adoptivo mejor que los aldeanos que deambulaban en libertad. A los siete años la vendieron, y otra vez a los diez, y entró al servicio del viejo Ash cuando tenía dieciséis. En el trayecto entre esos mercados de esclavos, Shaina vio tres aldeas y un pueblo, e incluso pasó cerca de Arkev, la ciudad del sol y la luna, donde el Duque comía cisnes asados en un blanco palacio cuyas torres tenían un sombrero de metal amarillo. El viejo Ash y la mujer de éste no se habían aventurado más allá de Kost, como mucho, en día de mercado. En cuanto al joven Ash, la taberna situada en la colina de la aldea más próxima era el lugar más alejado donde había ido.

De modo que Shaina tenía su orgullo, superioridad viajera, cierta añoranza del hogar y mucha adaptabilidad, y por eso no entendía la tristeza que llegaba con el ocaso en la montaña.

Un espejo, quizá, podría haberla instruido, pero el espejo de bronce de la casa estaba torcido y deslustrado y, además, una esclava tenía poco tiempo para contemplarse de esa forma. Un arroyo podría haberla instruido, si la corriente hubiera estado quieta el tiempo suficiente para ser un espejo, pero los arroyos del Korkeem siempre eran bulliciosos, siempre corrían revueltos durante la primavera, y en invierno se helaban y parecían mármol. El cabello de Shaina era tan reluciente y tan negro como una noche estrellada, y tan largo y tan tupido como las colas de los caballos. Sus ojos tenían el color de hojas de roble en otoño, una hora antes de que el viento les dé alas. Shaina caminaba erguida y era esbelta, y ni parecía una esclava ni andaba como una esclava. En realidad quizá el mismo Duque de Arkev, la ciudad que adoraba el cielo, se deleitara viendo a su torpe hija caminando igual que Shaina, pese a cesta, cabras y demás.

Había un punto, casi en la parte más baja de la ladera, donde la senda pasaba junto a una gran roca. En un lado de esta roca alguien había tallado, siglos antes, la imagen de un demonio o una deidad de la montaña a la que los aldeanos hablaban cortésmente siempre que la encontraban. También Shaina había adquirido el hábito de inclinar la cabeza ante el ídolo y desearle buenos días o buenas tardes, porque en esa tierra de espíritus, demonios y duendes nunca se tenía demasiado cuidado. Las cabras se comportaban de forma igualmente extraña cuando pasaban por allí, balaban y daban topetadas peores que las normales. Pero en ese crepúsculo, no obstante, al llegar a la roca todos los animales se amontonaron de pronto y guardaron anormal silencio mientras movían inquietamente los ojos. Shaina alzó los ojos a pesar de todo, para pronunciar la frase acostumbrada a la talla, y le pareció que el ídolo tenía un aspecto más definido que el normal, como si hubiera perdido parte de sus años. Pero la esclava rechazó esa fantasía, pronunció su saludo y azuzó a las cabras para que continuaran. Al ver que los animales no se movían, Shaina se abrió paso entre ellos y llegó al otro lado de la roca.

El cielo estaba oscureciéndose poco a poco y hacía frío, pero las laderas, bajo la evocativa y umbría luz gris y rosa, estaban desiertas y las luces de la aldea empezaban a brillar más abajo. Sólo un detalle había cambiado: una roca no muy grande, que debía haber rodado desde más arriba, se había atascado en medio de la senda.

—Mirad —dijo Shaina a las cabras—, sólo es una roca. ¿Tenéis miedo de una roca, tontas?

Las cabras agitaron sus barbas en dirección a la esclava y por lo demás permanecieron completamente inmóviles.

—¿No sabéis —dijo Shaina— que cuando la noche cubra las montañas, los enanos saldrán de sus agujeros y os cogerán?

Pero las cabras siguieron mirándola fijamente, y Shaina pensó que tendría que mover la terrible roca. Así pues, caminó hacia ella resueltamente, para demostrar a los animales que no había nada que temer. En ese mismo instante la roca pareció moverse y alzarse, y volver la cabeza y mirar a la esclava con dos negros ojos.

Shaina se detuvo en seco, pero no dijo nada puesto que parecía más prudente guardar silencio.

—«No todo lo que anda es un hombre —dijo la roca a modo de conversación— y no todo lo que está inmóvil es una piedra», como observó el lobo cuando la serpiente lo mordió.

—Eso veo —dijo Shaina.

Y eso veía, porque la roca era nada menos que una extraña vieja de triste aspecto con un arrugado chal de musgo, rugoso y plomizo semblante y ojos negros iguales que puntas de cuchillo asomando en él.

—Tú eres la esclava de la aldea —dijo la anciana—. Has cruzado otro suelo aparte de éste y has sacado agua de otros pozos. Estás preparada para algo. ¿Sabes para qué?

—Estoy preparada para volver a la casa de mi amo, madre, o me darán una paliza.

—La vara golpea la espalda, no el corazón —dijo la anciana, implacable—. Tu corazón, mi exquisita, alta y fuerte muchacha esclava, está preparado para recibir daño. Estás ahí parada como si llevaras terciopelo a la espalda en lugar de ropa para lavar, y como si tuvieras anillos de plata en los tobillos. Te lo aseguro, antes de que acabe el próximo día vendrás a verme como un mendigo y me ofrecerás la sangre de tus venas y la médula de tus huesos a cambio de mi ayuda.

Shaina notó que palidecía, ya que le asustaba la anciana, no tanto por sus peculiares palabras como por la forma de pronunciarlas y por la expresión totalmente inexplicable de su rostro.

Pero cuando tenía miedo, algo parecido al hierro se adueñaba de Shaina.

Su respuesta fue firme.

—Puesto que voy a venir a suplicar su ayuda, ¿a quién debo decir que busco?

—Pregunta en la aldea, doncella esclava. Pregunta a todo el mundo. Diles que encontraste una roca que hablaba en la montaña, y que la roca era gris y tenía ojos negros. Y ahora, tú y tus cabras podéis continuar. Mira, ahí está el camino.

Shaina miró irresistiblemente hacia donde señalaba la anciana.

La oscuridad caía sobre el valle como vino en un cuenco, y las luces llameaban en las estrechas ventanas de las casas. Después le pareció que las casas estaban en movimiento y que las luces volaban como abejas amarillas de una a otra ventana. Shaina estaba deslumbrada, le zumbaba la cabeza y la montaña danzaba bajo sus pies.

—Pregunta en la aldea quién vive hacia el oeste, en Peñasco Frío. Y luego busca vendaje para tu corazón, puesto que antes de que la noche concluya por completo, la mirada de alguien lo traspasará igual que una espada.

Todas las cabras empezaron a balar y a empujar a Shaina. La esclava se apoyó en los peludos lomos de los animales para no caer al suelo, y los dorados ojos de las cabras brillaban formando un gran círculo. Luego miró alrededor, y no había ninguna anciana en la senda, ninguna roca.

—Ya veis qué tontería es pararse en medio del camino —dijo Shaina a las cabras.

Los animales rieron tristemente. Tanto ellos como Shaina sabían que ella acababa de conversar con un espíritu protector de la montaña.

Con las palmadas de la esclava, las cabras echaron a correr en lanosa marea hacia la aldea, y Shaina corrió tras ellas con la máxima rapidez posible.