Cosas que pasan

—Traigo una carta para el general Mitterick —dijo Tunny, protegiendo su farol mientras abandonaba el abrigo del crepúsculo para dirigirse hacia la tienda del general.

Incluso bajo aquella limitada luz, resultaba evidente que el guardia era un individuo cuya naturaleza le había favorecido más de cuello para abajo que para arriba.

—Está con el Lord Mariscal. Tendrá que esperar.

Tunny le mostró su manga.

—¿No ha visto que soy cabo? ¿Acaso no tengo precedencia?

El guarda no entendió el chiste.

—¿Precequé?

—Olvídelo —Tunny suspiró y se quedó esperando a su lado. De la tienda surgían voces, cada vez más airadas.

—¡Exijo el derecho a atacar! —atronó una de ellas. Era Mitterick. No había demasiados soldados en el ejército que tuviesen la buena fortuna de no reconocer aquella voz. El guardia miró a Tunny frunciendo el ceño, como si dijera: «No debería estar escuchando esto». Tunny alzó la carta y se encogió de hombros—. ¡Los hemos obligado a retroceder! ¡Están exhaustos, nerviosos! ¡No les quedan ganas de seguir luchando! —unas sombras bailaron sobre uno de los laterales de la tienda, quizá se tratara de un puño agitándose en el aire—. Bastaría con lanzar una leve ofensiva… ¡Los tengo justo donde los quería!

—Eso mismo pensaba usted ayer y resultó que eran ellos los que le tenían a usted donde querían —replicó el Mariscal Kroy en un tono más mesurado—. Y los hombres del Norte no son los únicos que han perdido las ganas de luchar.

—¡Mis hombres se merecen la oportunidad de terminar lo que han empezado! Lord Mariscal, me merezco el…

—¡No! —exclamó, fue un no tan seco como un latigazo.

—Entonces, señor, exijo el derecho a renunciar…

—Eso también se lo niego. Y con más razón si cabe —Mitterick intentó decir algo, pero Kroy se lo impidió—. ¡No! ¿Acaso siempre tiene que discutir por todo? ¡Se va a tragar su condenado orgullo y va cumplir con su puñetero deber! Depondrá las armas, ordenará a sus hombres que crucen el puente y preparará a su división para el viaje de regreso a Uffrith tan pronto como hayamos terminado las negociaciones. ¿Me ha entendido, general?

Se produjo una larga pausa y, después, se oyó a alguien decir en un tono de voz muy bajo:

—Hemos perdido —sí, era la voz de Mitterick, pero apenas resultaba reconocible. Parecía repentinamente menguado, diminuto y débil, casi como si se hallara al borde de las lágrimas. Como si un cordel tensado al máximo se hubiera quebrado de repente y toda la jactancia de Mitterick se hubiera quebrado con él—. Hemos perdido.

—Hemos empatado —Kroy volvió a hablar con suma mesura, pero la noche era muy silenciosa y pocos hombres eran capaces de aguzar tanto el oído como Tunny cuando había algo que merecía la pena ser escuchado—. En ocasiones, es lo máximo a lo que podemos aspirar. En eso radica la ironía de la profesión militar. La guerra sólo puede servir para abrirle camino a la paz. Y no debería ser de otra manera. En otro tiempo fui como usted, Mitterick. Pensaba que sólo había una forma correcta de actuar. Un día, probablemente muy pronto, usted me reemplazará y se dará cuenta de que el mundo funciona de otra manera.

Se produjo otra pausa.

—¿Que yo lo reemplazaré?

—Sospecho que el gran arquitecto se ha cansado de este albañil en concreto. El general Jalenhorm ha muerto en los Héroes. Usted es la única opción razonable. Y yo le apoyaré en cualquier caso.

—Me deja usted sin habla.

—Si hubiera sabido que únicamente podría hacerle callar si dimitía, lo habría hecho hace años.

Otra pausa más.

—Me gustaría ascender a Opker a general de mi división.

—No tengo objeción alguna.

—En cuanto a la del general Jalenhorm, pensaba…

—El coronel Felnigg asumirá el mando de la misma —le interrumpió Kroy—. Bueno, el general Felnigg, más bien.

—¿Felnigg? —se oyó decir a Mitterick, con un tono de voz ligeramente horrorizado.

—Tiene veteranía y ya he enviado mi recomendación personal al rey.

—Pues yo no puedo trabajar con ese hombre…

—Puede y lo hará. Felnigg es astuto y cauto, servirá para hacerle de contrapeso, del mismo modo que usted ha hecho de contrapeso de mí. Aunque, francamente, a menudo ha sido usted como un grano en el culo, en general, he de decir que ha sido un honor servir con usted.

Entonces, se oyó un chasquido seco, como cuando los tacones de dos botas se juntan. Y después otro.

—Lord Mariscal Kroy, el honor ha sido mío por entero.

Tunny y el guardia se cuadraron con la máxima rigidez posible en cuanto los dos mayores cargos del ejército salieron súbitamente a zancadas de esa tienda. Kroy se alejó rápidamente entre la creciente penumbra. Mitterick permaneció allí, viéndole marchar, mientras abría y cerraba la mano que pendía a su costado.

Pero Tunny tenía una cita urgente con una botella y un camastro. Así que se aclaró la garganta.

—¡General Mitterick, señor!

Mitterick se volvió. A pesar de que fingía que se estaba quitando una mota de polvo del ojo, se estaba secando una lágrima sin lugar a dudas.

—¿Sí?

—Soy el cabo Tunny, señor, portaestandarte del Primer Regimiento de Su Majestad.

Mitterick frunció el ceño.

—¿El mismo Tunny que fue ascendido a sargento tras Ulrioch?

Tunny sacó pecho.

—El mismo, señor.

—¿El mismo Tunny que fue degradado tras Dunbrec?

A Tunny se le hundieron los hombros.

—El mismo, señor.

—¿El mismo Tunny que fue llevado ante un consejo de guerra tras aquel suceso en Shricta?

—Una vez más, el mismo, señor. Si bien he de apresurarme en señalar que el tribunal no halló prueba alguna de negligencia, señor.

Mitterick resopló.

—Ya sé yo cómo funcionan los tribunales. ¿Qué le trae por aquí, Tunny?

El cabo le mostró la carta.

—He venido para cumplir con mis obligaciones como portaestandarte, señor, con una carta de mi oficial al mando, el coronel Vallimir.

Mitterick bajó la mirada hacia la carta.

—¿Qué dice?

—No sabría…

—No creo que un soldado con tanta experiencia en tribunales fuese a llevar una carta sin tener una idea aproximada de su contenido. ¿Qué dice?

Tunny no podía discutir aquella afirmación.

—Señor, creo que el coronel expone con sumo detalle los motivos que han propiciado el fracaso de su ataque de hoy.

—¿Ah, sí?

—Así es, señor. Aún más, se disculpa profusamente ante usted, señor, ante el Mariscal Kroy, ante Su Majestad y, de hecho, ante todos los habitantes de la Unión en general, y les ofrece su renuncia inmediata, señor, pero también solicita el derecho a explicarse frente a un consejo de guerra. En ese punto se ha mostrado bastante vago, señor. Después, prosigue alabando a sus hombres y asumiendo toda la responsabilidad de…

Mitterick le arrebató la carta a Tunny, hizo una pelota con ella y la arrojó a un charco.

—Dígale al coronel Vallimir que no se preocupe —durante un momento, observó cómo la carta flotaba sobre el reflejo roto del cielo nocturno; acto seguido, se encogió de hombros—. Así son las batallas. Todos cometemos errores. Si le dijese que no se metiera en más líos, ¿caería mi consejo en saco roto, cabo Tunny?

—Siempre agradezco y tengo en cuenta cualquier consejo que me den, señor.

—¿Y si lo convierto en una orden?

—También tengo en cuenta todas las órdenes que me dan, señor.

—¡Ja! Puede retirarse.

Tunny le ofreció su saludo más servil, se dio media vuelta y marchó a paso ligero antes de que a alguien se le ocurriera llevarle ante un consejo de guerra.

Los momentos posteriores a una batalla son el sueño hecho realidad de cualquier aprovechado. Hay cadáveres que desvalijar o que desenterrar para luego desvalijar, trofeos que intercambiar, alcohol y chagga que vender, a precios escandalosamente elevados, a los que celebran la victoria y a los que lamentan por igual la derrota. Había visto cómo hombres que carecían de posesión alguna en el mundo amasaban fortunas después de una batalla. Sin embargo, la mayor parte del botín de Tunny seguía en su caballo, el cuál vete a saber dónde estaría ahora. Además, no estaba de humor.

Así que se mantuvo a distancia de las hogueras y de los hombres que las rodeaban y paseó por detrás de las líneas, mientras se dirigía hacia el norte a través del pisoteado campo de batalla. Pasó junto a un par de funcionarios que identificaban a los muertos a la luz de un farol. Uno de ellos tomaba notas en un cuaderno mientras el otro levantaba las mortajas en busca de cadáveres merecedores no sólo de su atención sino de un viaje de regreso a Midderland; en busca de hombres demasiado nobles como para reposar en tierras norteñas. Como si un muerto fuese distinto de otro. Tunny salvó el muro que se había pasado todo el día vigilando, el cual volvía a ser la vulgar obra de un granjero al igual que antes de la batalla, y se abrió paso bajo el crepúsculo hacia el extremo izquierdo del campamento, donde se encontraban apostados los supervivientes del Primer Regimiento.

—No lo sabía, no lo sabía. ¡No le había visto!

Había dos hombres de pie entre la cebada, quizá a unos treinta pasos del fuego más cercano, que observaban algo que se hallaba a sus pies. Uno era un joven de aspecto nervioso, al que Tunny no reconoció, que sostenía una ballesta sin flecha. Un recluta novato, quizá. El otro era Yema. Llevaba una antorcha en una mano y con la otra le estaba clavando el dedo índice al muchacho en las costillas.

—¿Qué pasa aquí? —gruñó Tunny al acercarse, con un mal presentimiento que se confirmó en cuanto vio lo que estaban mirando—. Oh, no, no.

Worth yacía en el suelo con los ojos abiertos, la lengua fuera y una flecha clavada en el esternón.

—¡Creí que era un hombre del Norte! —exclamó el muchacho.

—¡Los hombres del Norte están al norte de las líneas, idiota! —le espetó Yema.

—¡Creí que tenía un hacha!

—Era una pala —observó Tunny, quien la recogió de entre la cebada, a escasos centímetros de los dedos inertes de la mano izquierda de Worth—. Supongo que había salido a hacer lo que mejor se le daba.

—¡Debería matarte! —rugió Yema, al mismo tiempo que acercaba la mano a su espada. El muchacho soltó un chillido de impotencia e intentó protegerse el cuerpo con la ballesta.

—Déjelo —Tunny se interpuso entre ambos y contuvo a Yema poniéndole una mano en el pecho; a continuación, dejó escapar un largo suspiro teñido de dolor—. Así son las batallas. Todos cometemos errores. Iré a hablar con el sargento Forest, a ver qué debemos hacer —le quitó al muchacho la ballesta de entre las manos y lo obligó a coger la pala—. Mientras tanto, más le vale que se ponga a cavar.

Worth tendría que conformarse con yacer en las tierras norteñas.