Había llegado el momento de las celebraciones.
Sin duda alguna, la Unión tendría otro punto de vista al respecto, pero Dow el Negro consideraba aquello una victoria y sus Carls estaban dispuestos a darle la razón. Así que cavaron nuevos hoyos para las fogatas, abrieron varios barriles y repartieron cerveza, mientras esperaban a recibir sus dos monedas de oro para encaminarse después, la mayor parte de ellos, de vuelta a casa para trabajarse el campo, a sus esposas o ambas cosas.
Cantaron, rieron y se tambalearon en medio de la creciente oscuridad, saltaron sobre las fogatas y levantaron nubes de chispas, borrachos como cubas, sintiéndose más vivos que nunca tras haberse enfrentado a la muerte y haber escapado a ella. Cantaron viejas canciones e inventaron otras nuevas donde los nombres de los héroes del día sustituyeron a los de antaño. Dow el Negro y Caul Reachey, Cabeza de Hierro, Tenways y Dorado fueron elevados a las alturas mientras Nueve el Sanguinario y Bethod, Tresárboles y Huesecillos e incluso Skarling el Desencapuchado se hundían en el pasado igual que el sol se hunde en el oeste, apagando así la gloria de sus hazañas hasta convertirlas en recuerdos difusos, en un último destello entre las nubes antes de que la noche se las tragase por completo. Tampoco se oyó hablar mucho de Whirrun de Bligh. Y a Shama el Cruel ni se le mencionó. El tiempo iba desplazando los nombres al igual que el arado hace girar la tierra. Levantando lo nuevo mientras lo viejo queda enterrado en el barro.
—Beck —Craw se agachó torpemente junto al fuego, con una jarra de madera llena de cerveza en la mano, y dio una palmada de ánimo a Beck en la rodilla.
—Jefe. ¿Qué tal la cabeza?
El viejo guerrero se pasó un dedo por los puntos que le habían cosido recientemente sobre la oreja.
—Me sigue doliendo. Pero he sufrido heridas peores. De hecho, hoy también podría haber acabado mucho peor, como bien sabes. Scorry me ha dicho que me salvaste la vida. La mayor parte de la gente no le otorgaría demasiado valor a mi existencia, pero debo reconocer que yo le tengo mucho cariño. Así que…, gracias, supongo. Muchas gracias.
—Sólo he intentado hacer lo correcto. Como me dijiste.
—Por los muertos. Alguien me ha prestado atención por una vez. ¿Quieres un trago? —le preguntó Craw, a la vez que le ofrecía su jarra de madera.
—Sí —Beck la aceptó y le dio un buen sorbo. Al instante, percibió el amargo sabor de la cerveza sobre su lengua.
—Hoy has hecho un buen trabajo. Muy bueno, por lo que a mí respecta. Scorry me ha contado que has sido tú quien ha derribado a ese gigantesco hijo puta que acabó con Drofd.
—¿Lo he matado?
—No. Sigue vivo.
—Entonces, hoy no he matado a nadie —Beck no estaba seguro de si debía sentirse decepcionado o alegre por ello. Aunque lo cierto era que no estaba de humor para sentir emoción alguna—. Ayer maté a un hombre —añadió sin pensar.
—Flood dijo que mataste a cuatro.
Beck se relamió los labios, intentando librarse del regusto amargo, pero no logró que desapareciese.
—Flood lo malinterpretó todo y yo fui demasiado cobarde como para corregirle. Un muchacho llamado Reft mató a esos hombres —entonces, dio otro trago, demasiado rápido, por lo que siguió hablando sin aliento—. Yo me escondí en un armario mientras ellos peleaban. Me escondí en un armario y me oriné encima. Sí, así es en realidad Beck el Rojo.
—Ajá —asintió Craw, mientras fruncía los labios meditabundo. No parecía demasiado molesto. Ni tampoco demasiado sorprendido—. Bueno, eso no cambia lo que has hecho hoy. Un hombre puede hacer muchas cosas peores en una batalla que esconderse en un armario.
—Lo sé —musitó Beck, quien abrió la boca dispuesto a contarlo todo. Era como si necesitase confesar, como si necesitara escupir esa podredumbre que lo carcomía por dentro igual que un enfermo necesita devolver. Necesitaba hacerlo, por mucho que deseara guardar el secreto—. Tengo que contarte algo, jefe —su lengua reseca luchó por hallar las palabras adecuadas.
—Te escucho —dijo Craw.
Beck buscó la mejor manera de explicarlo, igual que un enfermo buscaría un recipiente adecuado en el que vomitar. Como si existieran unas palabras lo suficientemente elegantes como para hacer su relato menos desagradable.
—El caso es que…
—¡Cabronazo! —gritó alguien, golpeando a Beck con tanta fuerza que éste acabó arrojando los posos que quedaban en la jarra sobre el fuego.
—¡Eh! —gruñó Craw, mientras esbozaba una mueca de dolor al levantarse, pero quienquiera que hubiera sido ya se había marchado. Súbitamente, una conmoción se estaba extendiendo rápidamente entre la multitud. Se estaba propagando una nueva atmósfera airada y burlona porque llevaban a alguien a rastras. Craw decidió seguir a la muchedumbre y Beck lo siguió a su vez, más aliviado que molesto ante esa distracción, como un enfermo que se da cuenta de que, después de todo, no va a tener que vomitar en el sombrero de su esposa.
Se abrieron paso a empujones entre la multitud hasta llegar a la hoguera más grande, en el centro de los Héroes, donde se encontraban los guerreros más importantes. Dow el Negro estaba sentado ahí en medio en la Silla de Skarling, acariciando el pomo de su espada con una mano, una y otra vez. Escalofríos también se hallaba allí, al otro extremo del fuego, obligando a alguien a arrodillarse.
—Mierda —musitó Craw.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Dow, quien se relamió los dientes y se recostó sobre el respaldo de su silla, sonriendo—. Pero si es el Príncipe Calder.
Calder intentó parecer lo más calmado posible, a pesar de que se encontraba de rodillas y con las manos atadas mientras Escalofríos se alzaba sobre él de un modo amenazador. Lo cual no resultaba nada reconfortante.
—No podía rechazar esta invitación —afirmó.
—Claro que no —replicó Dow—. ¿Sabes cuál es el motivo de que estés aquí?
Calder echó un vistazo al grupo allí reunido. Todos los grandes hombres del Norte estaban ahí. Todos esos necios tan pagados de sí mismos. Glama Dorado, que sonreía sarcástica y despectivamente desde el extremo más alejado de aquel fuego. Cairm Cabeza de Hierro, quien lo observaba todo con una ceja alzada. Brodd Tenways, algo menos desdeñoso que de costumbre, pero lejos de parecer demasiado amigable. Caul Reachey, con una mueca de «tengo las manos atadas» dibujada en el semblante, y Curnden Craw con una expresión de «¿Por qué no has huido?», en el rostro. Calder saludó a estos dos últimos asintiendo avergonzado.
—Me hago una idea.
—Para todos aquéllos que no se la hagan, he de decir que Calder ha intentado convencer a mi segundo al mando de que debería matarme —un murmullo recorrió todo el grupo de guerreros iluminados por la luz de la hoguera, pero tampoco fue demasiado intenso. A nadie le sorprendió en exceso esa revelación—. ¿No es así, Craw?
Craw miró al suelo.
—Así es.
—¿Acaso no vas a negarlo? —preguntó Dow.
—Si lo hiciese, ¿podríamos olvidarnos de todo el asunto?
Dow sonrió.
—Siempre bromeando. Sí, me gusta tu actitud. Tu deslealtad no me sorprende, pues sé que eres un intrigante. Pero tu estupidez, sí. Todo el mundo sabe que Curnden Craw es un hombre de honor —Craw esbozó una mueca de aún mayor contrariedad y apartó la mirada—. Apuñalar a un hombre por la espalda no es su estilo.
—Reconozco que no fue mi momento más inspirado —aseveró Calder—. ¿Qué tal si lo atribuimos a la locura de la juventud y lo dejamos pasar?
—No veo manera alguna de poder hacerlo. Has abusado demasiado de mi paciencia, que tiene una afilada pica en su extremo. ¿Acaso no te he tratado como a un hijo? —un par de risas apagadas brotaron entonces a ambos lados de la hoguera—. De acuerdo, no te he tratado como a un hijo predilecto. Ni como a un primogénito ni nada por el estilo. Más bien como al más enclenque de la camada, pero, aun así… ¿Acaso no te he permitido tomar el mando tras la muerte de tu hermano, a pesar de que no tenías la experiencia ni la reputación necesaria para ello? ¿No te dejé hablar sin tapujos alrededor del fuego? Y cuando te fuiste de la lengua, ¿no te permití regresar a Carleon con tu esposa para aclararte las ideas, en vez de cortarte la cabeza y preocuparme más tarde por los detalles? Según recuerdo, tu padre no era tan permisivo con aquéllos que se mostraban en desacuerdo con él.
—Cierto —replicó Calder—. Has sido la generosidad personificada. Oh. Si exceptuamos ese pequeño detalle de que intentaste matarme, claro.
Dow frunció el entrecejo.
—¿Eh?
—Me refiero a hace cuatro noches, cuando Caul Reachey estaba reclutando nuevas tropas. ¿No lo recuerdas? ¿No? Tres hombres intentaron asesinarme y, cuando interrogué a uno de ellos, éste mencionó el nombre de Brodd Tenways. Y todo el mundo sabe que Brodd Tenways nunca haría nada sin tu autorización. ¿Acaso lo niegas?
—Pues sí, lo niego —Dow miró hacia Tenways, el cual negó levemente con la cabeza—. Y Tenways también. Puede que esté mintiendo y tenga sus motivos, pero una cosa sí te puedo decir: cualquiera de los presentes podría decirte que yo no tuve nada que ver.
—¿Y eso?
Dow se echó hacia delante.
—Porque todavía respiras, muchacho. ¿Crees que si hubiera decidido matarte alguien habría podido impedírmelo?
Calder entornó los ojos. Tenía que reconocer que no le faltaba razón. Miró a Reachey, pero el viejo guerrero tenía la mirada clavada en otra parte.
—Pero no importa que ayer no muriera tal o cual —afirmó Dow—. Lo que puedo decirte es quién va a morir mañana. —Un hondo silencio se prolongó por un instante y la palabra que vino a quebrarlo nunca había sonado con tanta espeluznante claridad—. Tú —parecía que todo el mundo estaba sonriendo. Todo el mundo excepto Calder y Craw, y quizá Escalofríos, pero eso probablemente se debía a que tenía la cara tan castigada que no era capaz de curvar los labios para sonreír—. ¿Alguien tiene alguna objeción? —aparte del crepitar del fuego, no se oyó nada más. Entonces, Dow se levantó de su asiento y gritó—: ¿Alguien quiere hablar en nombre de Calder?
Nadie habló.
Qué ridículos parecían ahora sus susurros en la oscuridad para conspirar. Todas las semillas que había esparcido habían caído sobre terreno rocoso. Dow estaba más firmemente asentado en la Silla de Skarling que nunca y Calder no tenía ya ni un solo amigo. Su hermano estaba muerto y había sido capaz de convertir incluso a Curnden Craw en su enemigo. Menudo tejedor de conspiraciones estaba hecho.
—¿Nadie? ¿No? —lentamente, Dow volvió a sentarse—. ¿Hay alguien aquí que no se alegre por esto?
—Yo no es que esté precisamente encantado con esto, joder —contestó Calder.
Dow soltó una carcajada.
—Digan lo que digan, tienes agallas, muchacho. Unas agallas de una clase muy particular. Te echaré de menos. ¿Tienes alguna preferencia en cuanto al método? Podríamos ahorcarte o cortarte la cabeza. Tu padre sentía predilección por la cruz sangrienta, aunque no te la recomiendo…
A lo mejor el combate se le había subido a la cabeza o tal vez Calder estuviese ya harto de tener que andar siempre con cuidado, o a lo mejor era la estratagema más astuta que pudo concebir en aquel momento.
—¡Vete a la mierda! —exclamó, escupiendo contra el fuego—. ¡Preferiría morir con una espada en la mano! Enfrentémonos tú y yo, Dow el Negro, en el círculo. Te desafío.
Se impuso un silencio largo y desdeñoso.
—¿Un desafío? —se burló Dow—. ¿Con qué motivo? Uno plantea un desafío para dirimir un debate, muchacho. Pero aquí no hay debate que valga. Simplemente te has vuelto en contra de tu jefe y has intentado convencer a su segundo de que lo apuñalase por la espalda. ¿Habría aceptado tu padre un desafío en estas circunstancias?
—Tú no eres mi padre. ¡No eres ni su sombra! Fue él quien forjó la cadena que llevas puesta. Eslabón a eslabón, tal como forjó el Norte de nuevo. Te recuerdo que se la robaste a Nueve el Sanguinario y que tuviste que clavarle un puñal por la espalda para lograrlo —Calder le mostró una sonrisa burlona como si su vida dependiese de ello. Y así era—. Lo único que eres realmente, Dow el Negro, es un ladrón. Y un cobarde, un perjuro y, por encima de todo, un idiota.
—¿Eso crees? —Dow intentó sonreír a su vez, pero más bien pareció que fruncía el entrecejo. Tal vez Calder fuese un hombre derrotado, pero ahí estaba la cuestión. Que un hombre derrotado le estuviese arrojando mierda a la cara le estaba amargando ese día victorioso.
—¿No tienes pelotas para enfrentarte a mí, hombre a hombre?
—Muéstrame un hombre y ya veremos.
—Fui hombre de sobra para la hija de Tenways —le espetó Calder, provocando así unas cuantas risas—. ¿Qué pasa? —añadió señalando a Escalofríos con un movimiento de su cabeza—. ¿Acaso ahora tienes hombres más duros que tú para hacer el trabajo sucio, Dow el Negro? ¿Le has perdido el gusto? ¡Vamos! ¡Pelea conmigo! ¡En el círculo!
Dow no tenía ningún motivo para responder que sí. No tenía nada que perder. Pero en ocasiones importan más las apariencias que cualquier otra cosa. Calder era célebre como el mayor cobarde y el peor luchador que uno podía hallar. La reputación de Dow se basaba precisamente en todo lo contrario. Aquello era un desafío a todo lo que representaba, lanzado delante de todos los grandes hombres del Norte. No podía negarse. Dow era perfectamente consciente de ello y se dejó caer sobre el respaldo de la Silla de Skarling como un hombre que hubiera discutido con su esposa sobre a cuál de los dos le tocaba el turno de limpiar la pocilga y hubiera perdido.
—De acuerdo. Si quieres acabar esto por las malas, será por las malas. Mañana al amanecer. Pero no nos andaremos con bobadas como darle vueltas al escudo para elegir armas. Tú y yo nos enfrentaremos armados con una espada cada uno. Será un duelo a muerte —entonces, hizo un airado ademán—. Llevaos a este cabrón a algún sitio en el que no tenga que verle sonreír.
Calder jadeó cuando Escalofríos lo puso en pie de un tirón, lo obligó a darse la vuelta y se lo llevó de allí. La multitud se cerró a su paso. Las canciones volvieron a sonar, así como las risas, las bravatas y todo lo relacionado con la victoria y el triunfo. La inminente condena de Calder sólo había sido una distracción por la que no merecía la pena detener la fiesta.
—Creí haberte dicho que huyeras —Calder oyó la familiar voz de Craw junto a su oído. El anciano se había abierto paso hasta hallarse a su lado.
Calder resopló.
—Y yo creí haberte dicho que no dijeras nada. Parece que ninguno de los dos es capaz de hacer lo que los demás le dicen.
—Lamento que haya tenido que ser así.
—No tenía por qué ser así.
Vio la mueca dolorida de Craw resaltada por la luz de las llamas.
—Tienes razón. Lamento haber escogido esta opción.
—No lo lamentes. Todo el mundo sabe que eres un hombre de honor. Y seamos sinceros, llevo precipitándome hacia la tumba desde el mismo día que murió mi padre. Lo más sorprendente es que haya tardado tanto en hundirme en el barro. Pero, ¿quién sabe? —gritó mientras Escalofríos lo sacaba a rastras entre dos de los Héroes y dirigía a Craw una última sonrisa por encima del hombro—. ¡A lo mejor venzo a Dow en el círculo!
Vio por la expresión de lástima que se dibujó en el rostro de Craw que a éste no le parecía muy probable que eso fuera a ocurrir. Tampoco a Calder, si debía ser sincero consigo mismo por una vez. El mismo motivo de que aquel pequeño plan hubiera tenido éxito era también su principal inconveniente. Calder era el mayor cobarde y el peor luchador que uno podía hallar. Dow el Negro era todo lo contrario. No se habían ganado sus respectivas reputaciones por accidente.
Tenía tantas oportunidades de sobrevivir al círculo como una loncha de jamón al apetito de un hambriento, y todo el mundo lo sabía.