Primero, detectó el olor. Que quizá provenía de un percance en una cocina. Después, el olor de una hoguera.
Luego, olió algo más. Un hedor acre que se le clavó a Gorst en el fondo de la garganta.
El olor de unos edificios en llamas. Adua había olido igual durante el asedio. También la Casa del Ocio de Cardotti, mientras avanzaba dando tumbos por los pasillos inundados de humo.
Finree cabalgaba como una demente y, a su paso, obligaba a los hombres a apartarse a saltos de la carretera; además, como él se hallaba mareado y dolorido, le fue dejando atrás. La ceniza comenzó a caer mientras pasaban junto a la posada, como una tormenta de nieve negra. El camino se llenó de escombros tan pronto como la empalizada de Osrung asomó amenazadora entre la humareda. Pudo ver cómo caían del cielo restos de madera quemada, fragmentos de baldosas y jirones de tela.
Allí había más heridos, esparcidos desordenadamente alrededor de la puerta sur de la ciudad, que estaba completamente destrozada y quemada, pero los sonidos que escuchaba eran los mismos que había oído en los Héroes. Los mismos de siempre. Gorst apretó los dientes para protegerse de ellos. Ayudadlos o matadlos, pero, por favor, que alguien ponga punto final a sus malditos balidos.
Finree ya se había bajado de su caballo para adentrarse en la ciudad. Gorst, que tenía un fuerte dolor de cabeza y el rostro sumamente acalorado, corrió tras ella y la alcanzó junto a la puerta. Pensó que el sol tal vez estuviera descendiendo en el cielo, pero en realidad eso daba igual. Osrung se encontraba sumida en un sofocante crepúsculo. Las llamas ardían entre los edificios de madera. Los incendios se multiplicaban y secaban con su calor la saliva de Gorst, al mismo tiempo que evaporaban el sudor de su rostro y recalentaban el aire. Entonces, vio una casa abierta por la mitad como un hombre destripado, a la que le faltaba una pared, los tablones de madera del suelo sobresalían en dirección hacia el cielo y las ventanas conducían de la nada a ninguna parte.
Esto es la guerra. Aquí la tenemos, despojada de todos sus adornos. Sin botones abrillantados, ni bandas coloridas, ni saludos rígidos. Sin mandíbulas apretadas ni apretadas nalgas. Sin discursos ni cornetas, sin elevados ideales. Aquí está, tal como es.
Justo delante de ellos había un hombre encorvado sobre otro, ayudándolo. Éste alzó la mirada, con el rostro cubierto de hollín. No, no lo estaba ayudando, sino que intentaba quitarle las botas. Cuando vio aproximarse a Gorst, se asustó y desapareció corriendo en aquel extraño atardecer. Gorst observó al soldado que había dejado atrás, uno de sus pálidos pies yacía descalzo sobre el barro. ¡Oh, sois la encarnación de la hombría! ¡Oh, qué muchachos tan bravos! ¡Oh, no volváis a enviarlos a la guerra hasta la próxima vez que necesitemos una distracción!
—¿Adónde mirar? —inquirió con voz ronca.
Finree le observó un momento, tenía el pelo enredado sobre la cara, manchas de hollín bajo la nariz y los ojos desorbitados. Pero, aun así, sigue tan hermosa como siempre. Incluso más. Sí, más.
—¡Allí! Cerca del puente. Seguro que estaba en primera línea.
¡Oh, qué nobleza! ¡Qué heroísmo! ¡Oh, sí, condúceme, amor mío, hasta el puente!
Pasaron bajo una fila de árboles quemados, cuyas hojas caían ardiendo a su alrededor como confeti. ¡Cantad! ¡Cantad todos en honor de la feliz pareja! Entonces, oyeron que alguien les llamaba, escucharon unas voces amortiguadas en la penumbra. Hombres que buscaban ayuda o que buscaban gente a la que ayudar o a otros hombres a los que robar. Varias siluetas pasaron tambaleantes junto a ellos, apoyándose las unas en las otras, portando camillas, mirando a su alrededor como si hubieran perdido algo, escarbando entre las ruinas con las manos. ¿Cómo encontrar a un solo hombre entre todo esto? ¿Aquí dónde podría uno dar con un hombre? Con uno entero, al menos.
Había cadáveres por doquier. Había partes de cuerpos por todos lados, que al haber sido despojadas de su contexto, se habían transformado en meros trozos de carne. Que alguien los recoja y los envíe en ataúdes dorados de vuelta a Adua para que el rey pueda ponerse firme frente a ellos, para que unos regueros de lágrimas relucientes se abran paso por el rostro maquillado de la reina y para que el pueblo pueda tirarse del pelo y preguntarse por qué, por qué, mientras piensan en lo que van a preparar para cenar o en que necesitan un par de zapatos nuevos o en vaya usted a saber qué.
—¡Aquí! —gritó Finree.
Gorst se acercó a ella apresuradamente y echó a un lado una viga partida, bajo la cual había dos cadáveres, pero ninguno de ellos pertenecía a un oficial. Finree negó con la cabeza y se mordió el labio. Acto seguido, puso una mano sobre el hombro de Gorst. Éste tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír. ¿Acaso ella era consciente de la emoción que lo embargaba al notar su tacto? Ella lo necesitaba. Lo quería a su lado.
Finree siguió abriéndose paso entre los edificios en ruinas, tosiendo, con los ojos llorosos, mientras apartaba los restos valiéndose de sus uñas y daba la vuelta a los cadáveres. Gorst la siguió mientras buscaba igual de febrilmente que ella. Más, incluso. Pero por distintos motivos. Apartaré a un lado unos escombros caídos y ahí hallaré su cadáver destrozado y boquiabierto. Joder, ya no será ni la mitad de atractivo que antes y cuando ella lo vea… ¡Oh, no! Oh, sí. Oh, maldito destino cruel, qué adorable eres a veces. Y ella se volverá hacia mí, sintiéndose sumamente desgraciada, y llorará sobre mi uniforme y quizá me golpeará en el pecho suavemente con su puño, y yo la abrazaré y susurraré insípidas palabras de consuelo, y seré la roca a la que se aferre y acabaremos juntos, como deberíamos haber estado y, de hecho, habríamos estado ya si hubiera tenido el coraje de pedírselo.
Gorst sonrió para sí mismo, dejando al descubierto sus dientes mientras daba la vuelta a otro cuerpo. Otro oficial muerto más, con el brazo tan roto que lo tenía retorcido por la espalda. Se ha ido demasiado pronto con toda su joven vida por delante y bla, bla, bla. Vamos, ¿dónde está Brock? Sí, muéstrame a Brock.
Un par de esquirlas de piedra y un enorme cráter, inundado por las arremolinadas aguas del río, era lo único que quedaba del lugar donde se había alzado el puente de Osrung. La mayoría de los edificios a su alrededor eran poco más que unos montones de escombros, pero uno de ellos, que había sido construido con piedra, había resistido prácticamente intacto, a pesar de que había perdido el tejado y de que varias de sus vigas desnudas se habían quemado. Mientras Finree inspeccionaba más cuerpos y se tapaba la cara con un brazo, Gorst se dirigió hacia allí. Un pórtico con un pesado dintel daba paso a una gruesa puerta arrancada de sus goznes, bajo la cual asomaba una bota. Gorst se agachó y levantó la puerta como si fuese la tapa de un ataúd.
Y allí estaba Brock. No parecía gravemente herido a primera vista. Tenía la cara manchada de sangre, pero no destrozada, tal y como Gorst podría haber esperado. Tenía una de las piernas doblada bajo el cuerpo en ángulo antinatural, pero todos sus miembros seguían en su sitio.
Gorst se acuclilló a su lado y le puso una mano sobre la boca. Sí, respiraba. Aún vive. Sintió una oleada de decepción tan intensa que estuvieron a punto de fallarle las rodillas, seguida de una ira abrumadora. El destino se burla de mí. ¿Por qué Gorst, el payaso chillón del rey, debería obtener lo que desea? ¿Lo que necesita? ¿Lo que se merece? ¡Restreguémoselo por la cara y riámonos de él! Sí, el destino se burla de mí. Igual que se burló de mí en Sipani. Igual que se ha burlado de mí en los Héroes. Igual que siempre.
Gorst alzó una ceja y soltó un largo y suave suspiro. Después, bajó su mano hasta el cuello de Brock. Lo rodeó con los dedos medio y pulgar, en busca del punto más estrecho y, acto seguido, comenzó a apretar.
¿Qué diferencia hay entre una cosa y otra? Si llenas cien fosos con cadáveres de hombres del Norte, ¡enhorabuena, organizan un desfile en tu honor! Pero, si matas a uno solo que lleve tu mismo uniforme, es un crimen. Un asesinato. Un acto tremendamente despreciable. Pero ¿acaso no somos hombres todos? ¿Acaso no estamos todos hechos de sangre, huesos y sueños?
Apretó con más fuerza, impaciente por terminar. Brock no se quejó. Ni siquiera movió un dedo, ya que, de todos modos, estaba prácticamente muerto. Sólo le estoy dando un empujoncito al destino en la dirección adecuada.
Va a ser mucho más fácil matarlo a él que a todos los demás. Aquí no hay acero ni gritos ni nada, basta con un poco de presión y un poco de tiempo. Tiene más sentido que lo mate a él que a tantos otros. Ellos no tenían nada que yo necesitase, simplemente estaba en el bando contrario. Debería avergonzarme de sus muertes, ¿pero esto? Esto es justicia. Esto es lo correcto. Esto es…
—¿Has encontrado algo?
Gorst abrió la mano de inmediato y la movió ligeramente de tal modo que dos de sus dedos quedaron bajo la mandíbula de Brock, como si estuviera tomándole el pulso.
—Está vivo —contestó con voz ronca.
Finree se arrojó a su lado, acarició el rostro de Brock con una mano temblorosa, se llevó la otra a la boca y lanzó un suspiro de alivio que bien podría haber sido una daga que se clavaba en el rostro de Gorst. Éste pasó un brazo por debajo de las rodillas de Brock, el otro bajo su espalda y lo alzó del suelo. He fracasado incluso a la hora de matar a un hombre. Me parece que la única opción que me queda es salvarlo.
Cerca de la puerta sur se alzaba la tienda de un cirujano. La lona tenía un tono gris debido a toda la ceniza que flotaba en el ambiente. Los heridos esperaban afuera a que les atendiesen, agarrándose heridas de diversa consideración, gimiendo, lloriqueando o en silencio, con los ojos perdidos en la nada. Gorst se abrió paso entre ellos en dirección hacia la tienda. Podemos saltarnos la cola, porque yo soy el observador del rey, ella es la hija del mariscal y el herido es un coronel de sangre noble, así que es lógico dejar que mueran todos los soldados rasos que hagan falta antes que permitir que unos cabrones como nosotros suframos molestia alguna.
Gorst irrumpió en la tienda y dejó a Brock cuidadosamente sobre una mesa manchada. Un cirujano de rostro grave le auscultó el corazón y anunció que estaba vivo. De este modo, todas mis ridículas y hermosas esperanzas caen en saco roto. Una vez más. Gorst retrocedió y dejó paso a los enfermeros. Finree estaba agachada sobre su esposo y sostenía su mano ennegrecida, mientras contemplaba ansiosamente su rostro con un brillo de esperanza, temor y amor en sus ojos.
Gorst observó aquella escena. Si fuera yo el que se estuviese muriendo sobre esa mesa, ¿le importaría a alguien? No, se limitarían a encogerse de hombros y me sacarían afuera con la chusma. Sí, ¿por qué no iban a hacerlo? Además, sería más de lo que me merezco. Gorst dio media vuelta y salió de la tienda. Se quedó afuera, de pie, observando a los heridos con el ceño fruncido, sin ser consciente del paso del tiempo.
—Dicen que no está muy malherido.
Se volvió para mirarla. Esbozó una sonrisa forzada, lo cual le supuso un esfuerzo mayor que el que se necesitaba incluso para ascender hasta los Héroes.
—Me… alegro mucho.
—Dicen que ha tenido una suerte asombrosa.
—Muy cierto.
Ambos permanecieron allí en silencio un instante más.
—No sé cómo podré recompensarte jamás…
Oh, eso es fácil. Abandona a ese apuesto necio y sé mía. Es lo único que deseo. Sólo eso. Que me beses y me abraces y te entregues a mí, por completo. Eso es todo.
—No ha sido nada —susurró.
Pero Finree ya se había dado la vuelta para volver a entrar apresuradamente en la tienda, dejándole allí solo. Aguardó un momento mientras las cenizas caían suavemente a su alrededor y se posaban sobre el suelo, sobre sus hombros. Junto a él, un muchacho yacía sobre una camilla. Había muerto de camino a la tienda, o mientras esperaba al cirujano.
Gorst escudriñó el cuerpo. Él está muerto y yo, que sólo soy un cobarde egoísta, sigo con vida. Inspiró a través de su dolorida nariz y exhaló a través de su dolorida boca. La vida no es justa. No existe patrón alguno. La gente muere al azar. Lo cual tal vez era evidente. Lo cual quizá era algo que todo el mundo sabía. Algo que todo el mundo sabe, pero que nadie cree en realidad. Creen que cuando les toque a ellos su muerte encerrará una lección, tendrá un significado, será una historia merecedora de ser contada. Creen que la muerte se presentará ante ellos bajo la forma de un temible erudito, un caballero caído en desgracia o un terrible emperador. Entonces, tocó el cadáver del muchacho con la punta de su bota, lo levantó hasta ponerlo de lado y después dejó que volviera a caer. La muerte es un funcionario aburrido con demasiadas tareas que atender. En la muerte, no hay ningún momento de revelación. Ni es una experiencia profunda. No, se acerca a nosotros sigilosamente por la espalda y se nos lleva mientras estamos cagando.
Pasó por encima del cadáver y se encaminó de regreso a Osrung, dejando atrás los fantasmas grises y vacilantes que se amontonaban en la carretera. No había dado más de una docena de pasos, tras haber atravesado la puerta, cuando oyó que alguien le llamaba.
—¡Eh, aquí! ¡Socorro!
Gorst vio un brazo que asomaba desde debajo de un montón de chatarra chamuscada. Vio un rostro desesperado y manchado de ceniza. Trepó cuidadosamente hasta ahí arriba, desabrochó la hebilla que tenía bajo la barbilla aquel hombre y le quitó el casco, que arrojó a un lado. Tenía la mitad inferior del cuerpo atrapada bajo una viga partida. Gorst agarró un extremo de la misma, la alzó y se la quitó de encima. Después, levantó al soldado con la misma amabilidad con la que un padre llevaría a su hijo dormido y lo sacó de la ciudad.
—Gracias —dijo el soldado con voz ronca, manoseando la chaqueta manchada de hollín de Gorst—. Es usted un héroe.
Gorst no dijo nada. Si tú supieras, amigo mío. Si tú supieras.