Tácticas

El valle se extendía por debajo de ellos, cubierto por un sinfín de puntitos que titilaban con un color anaranjado. Las antorchas y hogueras de ambos bandos parecían difuminarse ocasionalmente cuando una nueva llovizna barría la ladera de la colina. Una de las tres zonas donde más se acumulaban esas luces debía de ser la aldea de Adwein; otra, la colina a la que llamaban los Héroes y la tercera, la ciudad de Osrung.

Meed había establecido su cuartel general en una posada abandonada al sur de la ciudad y había dejado a su regimiento de vanguardia abriendo trincheras a sólo un tiro de arco de la valla. Hal estaba con ese regimiento y se esforzaba con gran nobleza por impartir algunas órdenes en la oscuridad. Más de la mitad de la división todavía avanzaba trabajosamente, malhumorada e indisciplinadamente, a lo largo de un camino que había comenzado el día siendo una irregular franja de polvo y había acabado siendo un río de barro revuelto. Era bastante probable que los efectivos situados en la retaguardia no llegaran antes de que despuntara el alba al día siguiente.

—Quería darle las gracias —dijo el coronel Brint, al mismo tiempo que unas gotas de lluvia caían del pico de su sombrero.

—¿A mí? —preguntó Finree, inocentemente—. ¿Por qué?

—Por haber cuidado de Aliz estos últimos días. Sé que no es una muchacha con mucho mundo…

—Ha sido todo un placer —mintió—. Al fin y al cabo, usted ha demostrado ser muy buen amigo de Hal.

Con esa frase pretendía recordarle disimuladamente que ella esperaba que siguiera siéndolo.

—Hal es un hombre que cae muy bien.

—¿A que sí?

Siguieron cabalgando y dejaron atrás un piquete, compuesto por cuatro soldados de la Unión abrigados con unas capas empapadas, cuyas lanzas refulgían bajo la luz de los faroles de los oficiales de Meed. Más allá había hombres que estaban descargando el equipo castigado por la lluvia de lomos de varios caballos de carga, o que se esforzaban por montar sus tiendas mientras las lonas mojadas aleteaban delante de sus rostros. Una fila, compuesta por soldados descontentos que sostenían encorvados en sus manos un amplio surtido de latas, tazas y cajas, se hallaba junto a un toldo empapado, donde las raciones eran pesadas.

—¿No hay pan? —inquirió uno de ellos.

—La normativa dice que la harina es un sustituto aceptable —replicó el oficial de intendencia, a la vez que medía, con el ceño fruncido, una diminuta cantidad en su balanza con suma precisión.

—¿Aceptable para quién? Además, ¿cómo vamos a hornear la harina y con qué?

—Puedes hornearlo en tu gordo culo, por lo que a mi… Oh, le ruego que me perdone, señora —se disculpó, inclinando la cabeza para hacer una reverencia mientras Finree pasaba a caballo junto a ellos. Era como si ver a unos hombres morirse de hambre sin una buena razón que lo justificara no fuera algo ofensivo y la palabra «culo», sin embargo, fuera capaz de ofender la delicada sensibilidad de aquella mujer.

Lo que en un principio parecía ser un montículo que sobresalía en esa pronunciada ladera de la colina resultó ser en realidad un viejo edificio, que estaba cubierto de enredaderas azotadas por el viento, era una suerte de cruce entre una casa de campo y un bar y, con casi toda seguridad, servía para ambas cosas. Meed desmontó con la pompa y boato propio de una reina en el día de su coronación, encabezó la entrada en fila de su estado mayor a través de la estrecha puerta y permitió que el coronel Brint se encargara de detener la hilera por un momento para que Finree no tuviera que esperar.

La sala en la que entraron tenía las vigas a la vista y olía a humedad y lana, y los oficiales, que tenían el pelo mojado, se apretujaron en su interior. En la reunión reinaba un ambiente propio de un funeral regio, donde todos intentaban parecer lo más solemnes posibles, como si fuera una competición, mientras se preguntaban impacientes si les iba a tocar algo en herencia cuando se leyera el testamento. El general Mitterick se encontraba apoyado contra una basta pared de piedra, con el ceño sumamente fruncido en un rostro donde destacaba su bigote y con una mano metida entre dos botones de la chaqueta de su uniforme, aunque con el pulgar sobresaliendo de la misma, como si estuviera posando para un retrato de un modo insufriblemente pretencioso. No muy lejos de Finree, pudo distinguir entre las sombras la cara impasible de Bremer dan Gorst y, al instante, sonrió para indicarle que lo había reconocido. Gorst asintió levemente a su vez.

El padre de Finree se hallaba de pie, delante de un enorme mapa, señalando ciertas posiciones de manera muy expresiva con una mano. Ella se sintió invadida por una cálida oleada de orgullo, como siempre le ocurría cuando veía a su padre en acción. Él encarnaba a la perfección al comandante ideal. En cuanto los vio entrar, se acercó a Meed para estrecharle la mano, después posó brevemente la mirada sobre Finree, a quien esbozó una leve sonrisa.

—Lord Gobernador Meed, he de darle las gracias por desplazarse hacia el norte con tal celeridad.

Aunque, en realidad, si hubiera dejado que su excelencia guiara a esas tropas hasta aquí, aún estarían preguntándose dónde se encontraba el norte.

—Lord Mariscal Kroy —replicó con una voz chirriante el gobernador y muy poco entusiasmo. La relación entre ambos era muy difícil. En su propia provincia de Angland, Meed era la máxima autoridad, pero como el lord mariscal era el representante directo del rey, en tiempos de guerra el padre de Finree estaba por encima de él.

—Soy consciente de que ha debido de ser un fastidio abandonar Ollensand, pero le necesitamos aquí.

—Ya lo veo —replicó Meed, con su característico enojo—. Tengo entendido que se ha producido una terrible…

—¡Caballeros! —los oficiales apiñados cerca de la puerta se apartaron para dejar pasar a alguien—. Discúlpenme por la tardanza, pero los caminos se hallan bastante impracticables.

Un hombre calvo y fornido emergió de entre aquella multitud, se sacudió las solapas del abrigo, que se le había manchado durante el viaje, mojando así a cualquiera que se hallara a su alrededor, lo que no pareció importarle. Lo acompañaba un solo sirviente, un tipo de pelo rizado que llevaba una cesta en una mano. Finree conocía a todos los miembros del gobierno de su Majestad, a todos los miembros del Consejo Abierto y también del Cerrado, así como cuál era su influencia y poder, por lo que la falta de pompa y boato no la engañó ni por un solo instante. En resumen, aunque se dijera que estaba retirado, fuera eso verdad o no, Bayaz, el Primero de los Magos, estaba por encima de todos los allí presentes en el escalafón del poder.

—Lord Bayaz —dijo el padre de Finree, para hacer las presentaciones—. Éste es el Lord Gobernador Meed, de Angland, quien comanda la tercera división de Su Majestad.

El Primero de los Magos se las ingenió para estrecharle la mano al mismo tiempo que lo ignoraba completamente.

—Conocí a su hermano. Un hombre bueno al que se le añora en demasía —Meed intentó hablar, pero Bayaz se vio distraído por su sirviente, quien, en ese momento, sacó una taza de su cesta—. ¡Ah! ¡Té! Nada parece tan terrible cuando uno tiene una taza de té en la mano, ¿verdad? ¿Alguien más quiere un poco? —Nadie quiso. En general, se consideraba que el té era una moda gurka y, por tanto, muy poco patriótica, lo cual lo convertía en una gran traición, en una terrible villanía—. ¿Nadie?

—Me encantaría tomar una taza —aseveró Finree, quien se colocó delante del lord gobernador con suma delicadeza, obligando así a éste a dar un paso atrás farfullando—. Con este tiempo, es lo mejor.

Si bien, en realidad, el té le repugnaba, estaba más que dispuesta a beberse un océano de ese brebaje por tener la oportunidad de mantener una conversación con uno de los hombres más poderosos de la Unión.

Bayaz recorrió fugazmente con la mirada el rostro de esa mujer, como si fuera el dueño de una casa de empeños al que le hubieran preguntado cuánto valía alguna vistosa reliquia. Entonces, el padre de Finree se aclaró la garganta, de un modo un tanto reticente.

—Ésta es mi hija…

—Ah, eres Finree dan Brock, por supuesto. La felicito por su reciente matrimonio.

Finree intentó disimular su sorpresa.

—Está muy bien informado, Lord Bayaz. Nunca creí que alguien como usted se fuera a fijar en mí.

Se oyó una tos de asentimiento, que procedía del lugar donde se hallaba Meed, que Finree decidió ignorar.

—Un hombre precavido debe fijarse en todo —replicó el mago—. Después de todo, el conocimiento es la base de todo poder. Su marido debe de ser un gran hombre para poder brillar por encima de la sombra que planea sobre la reputación de su traidora familia.

—Lo es —afirmó Finree, totalmente imperturbable—. No se parece en nada a su padre.

—Eso es bueno —aseveró Bayaz, con una sonrisa aún en sus labios, aunque su mirada era dura como el acero—. No me gustaría causarle a usted el dolor al verlo ahorcado.

Acto seguido, reinó un silenció muy incómodo. Finree miró al coronel Brint y después al Lord Gobernador Meed, mientras se preguntaba si alguno de ellos mostraría su apoyo a Hal en recompensa por su lealtad inquebrantable. Brint, al menos, tuvo la decencia de dar la impresión de que se sentía culpable. Meed, en cambio, parecía hallarse sumamente encantado con la situación.

—No hallará un hombre más leal en todo el ejército de su Majestad —acertó a decir Finree.

—Lo cual me complace. La lealtad es algo muy importante en un ejército. Aunque obtener la victoria también —replicó Bayaz, quien observó a los oficiales allí reunidos con el ceño fruncido—. No estamos en nuestro mejor momento, caballeros. Ni por asomo.

—El general Jalenhorm ha intentado abarcar demasiado —afirmó Mitterick, a pesar de que no le correspondía hablar, mostrando así muy poca empatía, lo cual era muy propio de él—. Nunca debería haber diseminado tanto las malditas…

—El general Jalenhorm ha actuado siguiendo mis órdenes —le espetó el Mariscal Kroy, obligando así a un malhumorado Mitterick a sumirse en un hondo silencio—. Sí, quisimos abarcar demasiado y los Hombres del Norte nos sorprendieron…

—Su té —le dijo el sirviente de Bayaz, ofreciéndole una taza a Finree, quien cruzó su mirada con la de él y pudo comprobar que el sirviente poseía unos ojos muy extraños, pues uno era azul y el otro, verde—. Estoy seguro de que su marido es todo un ejemplo de lealtad, honradez y esfuerzo —murmuró, con una sonrisilla nada servil dibujada en la comisura de uno de sus labios, como si estuvieran compartiendo con ella una broma privada que realmente no alcanzaba a entender. Acto seguido, el sirviente ya se había dado la vuelta, con la tetera en la mano, para llenar la taza de Bayaz. Finree frunció los labios, se cercioró de que nadie se fijaba en ella y vertió el contenido de su taza, de manera furtiva, sobre la pared.

—… tenemos muy pocas opciones —estaba diciendo su padre—, ya que el Consejo Cerrado nos obliga a actuar con gran celeridad…

Bayaz lo interrumpió.

—La necesidad de actuar con celeridad viene dada por nuestra situación, Mariscal Kroy, una situación que debe resolverse imperiosamente más por motivos políticos que de otra índole —el Mago dio un sorbo al té con los labios fruncidos y, entretanto, reinó un silencio tan absoluto en aquella estancia que se podría haber escuchado el vuelo de una mosca. A Finree le hubiera gustado entender cómo funcionaba ese truco, para poder ser escuchada con atención cada vez que quisiera hablar, aunque fuera de algo superficial, en vez de tener que soportar siempre que la marginaran, la desdeñaran o se burlaran de ella—. Si un albañil construye un muro sobre una pendiente y éste se derrumba, no se puede quejar luego de que se habría mantenido en pie mil años si hubiera podido levantarlo en un terreno nivelado —Bayaz volvió a dar un sorbo a su té una vez más, mientras reinaba un completo silencio de nuevo—. Y en la guerra, el terreno jamás está nivelado.

Finree sintió una necesidad casi física de saltar en defensa de su padre, como si éste tuviera una avispa en la espalda que debiera aplastar, pero se mordió la lengua. Una cosa era mofarse de Meed y otra muy distinta mofarse del Primero de los Magos.

—No pretendía excusarme de ningún modo —afirmó su padre con cierta frialdad—. Asumo toda la responsabilidad de este fracaso, asumo la culpa por todas las pérdidas que hemos sufrido.

—Su disposición a asumir la culpa es encomiable, pero no nos sirve de mucho —Bayaz suspiró como si estuviera reprobando a un nieto travieso—. No obstante, debemos aprender la lección, caballeros. Dejemos atrás las derrotas del ayer y miremos a las victorias del mañana.

Todo el mundo asintió como si nunca hubieran oído algo tan profundo, incluso el padre de Finree. Sí, en eso consistía el poder.

Era incapaz de recordar que alguna vez hubiera llegado a odiar a alguien tanto, o admirarlo tanto, en tan poco tiempo.

Dow celebró su reunión alrededor de una gran hoguera situada en el centro de los Héroes, que titilaba a la vez que procuraba calor, que siseaba y chisporroteaba bajo la llovizna. Esa reunión tenía a todos ellos hechos un manojo de nervios, se sentían como si asistieran a algo a medio camino entre una boda y un ahorcamiento. La mezcla de la luz del fuego y las sombras hacía que los hombres parecieran diablos; Craw había visto en más de una ocasión cómo la combinación de esos elementos llevaba a actuar a los hombres como diablos. Todos se hallaban ahí: Reachey, Tenways, Scale y Calder, así como Cabeza de Hierro, Pezuña Hendida y unos cuarenta Grandes Guerreros más. Ahí estaban todos los hombres más importantes y los rostros más duros del Norte, aunque había unos pocos más en las colinas y otro puñado más en el otro bando.

Daba la impresión de que Glama Dorado había participado en la lucha. Parecía que alguien había utilizado su cara a modo de yunque. Su mejilla izquierda era un enorme verdugón y le habían partido la boca, que ahora la tenía hinchada; además, un buen número de cardenales comenzaban a brotarle aquí y allá. Cabeza de Hierro esbozó una sonrisita de suficiencia ante ese círculo de miradas maliciosas, como si nunca hubiera visto nada tan bonito como la nariz rota de Dorado. Había muy mala sangre entre esos dos, tan mala que emponzoñaba todo cuanto había a su alrededor.

—¿Qué haces tú aquí, viejo? —murmuró Calder justo cuando Craw se abría un hueco a empujones junto a él.

—Y yo qué puñetas sé. Mi vista ya no es lo que era —respondió Craw, quien se agarró la hebilla del cinturón y miró a su alrededor, con los ojos entornados—. ¿Éste no es el sitio donde solemos ir a cagar?

Calder resopló.

—Aquí es donde vamos a hablar sobre cómo la vamos a cagar. Aunque si quieres bajarte los pantalones y darle un poco de lustre a la botas de Brodd Tenways no pienso quejarme.

En ese instante, Dow el Negro emergió de las sombras, situadas a un lado de la Silla de Skarling, mascando un hueso. El murmullo fue menguando hasta que reinó el silencio, y sólo se oyó el crepitar y el crujido de las brasas que se iban consumiendo y retazos de cánticos que procedían de algún lugar situado fuera de ese círculo. Dow dejó el hueso limpio de carne y lo lanzó al fuego; acto seguido, se chupó los dedos uno a uno mientras se fijaba en cada uno de esos rostros envueltos en sombras. Se regodeó en ese silencio. Los hizo esperar. Así logró que no hubiera ninguna duda sobre quién era el mayor cabrón que había en esa colina.

—Bueno —dijo por fin—. Ha sido un buen día, ¿no?

Al instante, estalló un tremendo estruendo, los hombres agitaban las empuñaduras de sus espadas, golpeaban sus escudos con sus guanteletes y se daban puñetazos en las armaduras. Scale se sumó a ellos, golpeando su casco con un quijote repleto de arañazos. Craw agitó su espada sin desenvainarla, ya que se sentía un tanto culpable por no haber corrido lo bastante rápido como para poder llegar a desenvainarla. Se fijó en que Calder permaneció callado y quieto, en que se limitó a chasquear la lengua agriamente mientras el clamor de la victoria se desvanecía.

—¡Un gran día! —exclamó Tenways, mirando maliciosamente a los congregados alrededor del fuego.

—Sí, un gran día —afirmó Reachey.

—Aunque podría haber sido mejor aún —apostilló Cabeza de Hierro, sonriendo levemente a Dorado— si hubiéramos logrado atravesar los bajíos.

Los ojos de Dorado ardieron furiosos en sus cuencas amoratadas y se le tensaron los músculos de la mandíbula, pero mantuvo la calma. Probablemente, porque si hablara, le dolería demasiado.

—Los hombres no dejan de decirme que el mundo ya no es lo que era —Dow sostuvo en alto su espada, esbozando una amplia sonrisa, de tal modo que la afilada punta de su lengua sobresalió entre sus dientes—. Pero algunas cosas nunca cambian, ¿eh? —al instante, se escuchó otro estruendoso clamor de aprobación; con tanto acero alzándose en el aire, fue un milagro que nadie acabara herido accidentalmente—. Esto va para ésos que dicen que los clanes del Norte no son capaces de luchar juntos… —Dow dobló la lengua y escupió al fuego, su saliva siseó al quemarse—. Y esto va para ésos que dicen que la Unión son tantos que no se les puede derrotar… —lanzó otro escupitajo que aterrizó con precisión en las llamas. Entonces, alzó la mirada y sus ojos relucieron con un brillo anaranjado—. Y esto va para ésos que dicen que no soy el más indicado para lograrlo…

A continuación, clavó su espada en medio del fuego, profiriendo un gruñido, y las chispas se alzaron y revolotearon alrededor de la empuñadura.

De inmediato, como si aquello fuera una herrería, los hombres golpearon con fuerza todo objeto metálico que tenían a mano para expresar su aprobación. El estruendo fue tal que Craw hizo una mueca de disgusto.

—¡Dow! —gritó Tenways, dando un golpe a la empuñadura de su espada con una mano cubierta de costras—. ¡Dow el Negro!

Otras gargantas se le unieron, pronunciando su nombre rítmicamente mientras golpeaban con sus puños el metal.

—¡Dow el Negro! ¡Dow el Negro!

Cabeza de Hierro se sumó a los gritos, Dorado murmuró su nombre como pudo con su boca magullada y Reachey también chilló. Craw se mantuvo callado. Rudd Tresárboles solía decir que había que aceptar la victoria con calma y precaución, ya que tal vez uno pronto podría tener que asumir la derrota del mismo modo. Al otro lado del fuego, Craw divisó el brillo del ojo de Escalofríos entre las sombras. Él tampoco vitoreaba a nadie.

Dow se acomodó en la Silla de Skarling tal y como Bethod solía hacer en su día, deleitándose en la adoración que le brindaban como un lagarto disfruta del sol hasta que decidió poner fin a la aclamación con un ademán regio.

—Bien. Dominamos el mejor terreno del valle. Así que tienen que retirarse o venir a por nosotros, y no hay muchos sitios por dónde puedan atacarnos. Por lo tanto, no hay necesidad de diseñar una táctica ingeniosa. Además, nada ingenioso funcionaría con gente como vosotros —de inmediato, se escucharon una serie de risitas ahogadas—. Así que me limitaré a derramar sangre y a quebrar huesos y acero, al igual que hoy —se oyeron más vítores—. ¿Reachey?

—Sí, jefe.

El viejo guerrero se acercó al fuego con los labios fuertemente apretados.

—Quiero que tus muchachos defiendan Osrung. Supongo que mañana os atacarán con todo lo que tengan.

Reachey se encogió de hombros.

—Me parece justo. Hoy hemos sido nosotros quienes les hemos atacado con todo.

—No dejes que crucen ese puente, Reachey. ¿Cabeza de Hierro?

—Sí, jefe.

—Te encomiendo la defensa de los bajíos. Quiero a hombres en los manzanos, quiero hombres defendiendo los Niños, quiero hombres dispuestos a morir, pero aún más dispuestos a matar. Es el único sitio por donde nos podrían atacar en gran número, así que, si intentan avanzar por ahí, habrá que repelerlos con fuerza.

—Eso se me da muy bien —afirmó Cabeza de Hierro, con una mirada burlona que atravesó el fuego—. A ver quién me obliga a retroceder a mí.

—¿Y eso qué quiere decir? —replicó Dorado.

—Todos vais a tener vuestro momento de gloria —contestó Dow, intentando calmar los ánimos de ambos—. Dorado, como tú hoy has luchado con tanta fiereza, te quedarás atrás. Te ocuparás de vigilar el terreno que quedará entre Cabeza de Hierro y Reachey y prepárate para prestar tu ayuda a cualquiera de los dos si el enemigo los presiona más de lo debido.

—Sí —dijo, lamiéndose el labio hinchado con la punta de su lengua hinchada.

—¿Scale?

—Jefe.

—Como tú has tomado el Puente Viejo, tú serás el encargado de defenderlo.

—Hecho.

—Si te ves obligado a retroceder…

—Eso no sucederá —le aseguró Scale, con esa confianza propia de la juventud y de alguien corto de entendederas.

—… será mejor que tengas montada una segunda línea defensiva en ese viejo muro. ¿Cómo se llama?

—El Muro de Clail —respondió Pezuña Hendida—. Es el nombre del granjero loco que lo levantó.

—A lo mejor nos acaba viniendo bien que lo levantara —aseveró Dow—. Además, no podrás desplegar a todos tus hombres en ese espacio que hay tras el puente, así que coloca a unos cuantos un poco más lejos.

—Lo haré —dijo Scale.

—¿Tenways?

—¡Nací para saborear la gloria, jefe!

—Tú te encargarás de vigilar la pendiente de los Héroes y el Dedo de Skarling, lo cual implica que no deberías meterte en ninguna refriega de primeras. Aunque si Scale o Cabeza de Hierro acaban necesitando tu ayuda, quizá puedas participar en alguna escaramuza.

Tenways esbozó ante la hoguera una sonrisa sarcástica dirigida a Scale, Calder y, con un poco de suerte, también a Craw, aunque sólo porque estaba junto a ellos.

—Ya veré qué puedo hacer.

Dow se inclinó hacia delante.

—Pezuña Hendida y yo nos quedaremos aquí arriba, en la cima, detrás del muro de piedra seca. Mañana dirigiré el ataque desde la retaguardia, tal y como suelen hacer nuestros amigos de la Unión —volvió a escucharse otra salva de carcajadas—. Bueno, eso es todo. ¿Alguien tiene alguna idea mejor?

Dow recorrió lentamente con la mirada a todos los reunidos, al mismo tiempo que les obsequiaba con una amplia sonrisa. Craw jamás se había sentido con menos ganas de hablar en toda su vida y no parecía que nadie más quisiera llamar la atención y hacer el ridículo…

—Yo sí —Calder levantó la mano, ya que siempre le gustaba llamar la atención y hacer el ridículo.

Dow entornó los ojos.

—Qué sorpresa. ¿Y qué estrategia propones, príncipe Calder?

—¿Que le demos la espalda a la Unión y salgamos corriendo? —preguntó Cabeza de Hierro y, al instante, se escucharon varias risas ahogadas.

—¿Que le demos la espalda a la Unión y nos agachemos? —inquirió Tenways, cuyo comentario suscitó aún más risitas. Calder se limitó a sonreír y aguardó a que las carcajadas menguaran y reinara el silencio.

—La paz —respondió.

Craw hizo una mueca de disgusto. Era como si se acabara de subir a la mesa de un lupanar para defender la castidad. Sintió un enorme deseo de marcharse, como uno se alejaría de un hombre empapado en aceite cuando hay un montón de llamas alrededor. Pero ¿qué clase de hombre deja en la estacada a un amigo sólo porque es impopular? Aunque se halle en peligro de convertirse en una bola de fuego. Así que Craw permaneció junto a él, hombro con hombro, preguntándose qué pretendía su amigo con eso, ya que estaba seguro de que Calder tramaba algo. El silencio incrédulo se mantuvo el tiempo suficiente como para que se levantara repentinamente una ráfaga de aire, que meció sus capas e hizo danzar las llamas de las antorchas, iluminando aquel círculo de rostros ceñudos.

—¡Cobarde de mierda! —exclamó Brodd Tenways, cuya cara cubierta de aquel horrendo sarpullido estaba tan desfigurada por el desprecio que parecía que se le iba a partir en dos.

—¿Te atreves a llamar cobarde a mi hermano? —gruñó Scale, con los ojos desorbitados—. ¡Te voy a partir ese cuello cubierto de costras!

—Calma, calma —les pidió Dow—. Si hay que partir algún cuello, seré yo quien escoja a la víctima. Es por todos conocido que el príncipe Calder maneja muy bien las palabras. Además, lo he traído aquí para poder escuchar lo que tiene que decir, ¿verdad? Así que escuchémosle. ¿Por qué propones la paz, Calder?

—Cuidado, Calder —masculló Craw, procurando que no le vieran mover los labios—. Cuidado.

Si Calder escuchó la advertencia, decidió mearse en ella.

—Porque la guerra es una pérdida de tiempo, dinero y vidas.

—¡Maldito cobarde! —bramó una vez más Tenways, y esta vez, Scale no se mostró en desacuerdo, sino que se limitó a mirar fijamente a su hermano. Se elevó un coro de desaprobación, maldiciones y escupitajos, casi tan elevado como el coro de aprobación que Dow había recibido antes. Pero cuanto más alto era el estruendo, más sonreía Calder. Era como si su odio floreciera como una flor sobre el estiércol.

—La guerra es un medio para obtener ciertas cosas —afirmó—. Pero si con ella no logras nada, ¿qué sentido tiene? ¿Cuánto tiempo llevamos dando vueltas por aquí?

—Eh, que tú sí regresaste a casa, cabrón —le espetó alguien.

—Sí, y acabaste ahí por hablar de paz —aseveró Cabeza de Hierro.

—Vale, entonces, ¿cuánto tiempo llevas tú aquí? —preguntó, señalando directamente a la cara de Cabeza de Hierro—. ¿O tú? —señalando a Dorado—. ¿O él? —señalando con el pulgar a Craw de refilón, quien frunció el ceño, ya que le habría gustado mantenerse al margen de aquella discusión—. ¿Meses? ¿Años? Siempre marchando y cabalgando, presas del temor, durmiendo al raso bajo las estrellas con vuestras enfermedades y heridas. Sufriendo el azote del viento y el frío, mientras vuestros campos, vuestros ganados, vuestros talleres y vuestras esposas permanecen desatendidos. ¿Y todo por qué? ¿Eh? ¿A cambio de qué botín? ¿De qué gloria? Si hay doscientos hombres en este ejército que son más ricos gracias a todo esto, os juro que soy capaz de comerme mi propia polla.

—¡Así habla un cobarde! —gruñó Tenways, girándose—. ¡No quiero oír más!

—Los cobardes huyen. ¿Acaso te asustan las palabras, Tenways? Menudo héroe estás hecho —Calder consiguió que estallaran una cuantas carcajadas gracias a ese comentario, lo cual provocó que Tenways se detuviera y volviera encolerizado—. ¡Hoy hemos obtenido aquí una importante victoria! ¡Todos estos hombres se han convertido en leyendas! —entonces, Calder dio una bofetada a la empuñadura de su espada—. Pero ha sido muy pequeña —señaló con la cabeza hacia el sur, donde todo el mundo sabía que las hogueras de los campamentos enemigos iluminaban el valle entero—. Aún quedan muchas tropas de la Unión por llegar. Por la mañana, la lucha será más encarnizada y sufriremos más bajas. Muchas más. Y si logramos ganar, acabaremos en el mismo sitio, pero con más muertos por compañía, ¿no? —si bien algunos seguían negando con la cabeza, ahora muchos más lo escuchaban y meditaban al respecto—. Y en cuanto a los que afirmaban que los clanes del Norte no pueden luchar unidos, o que las tropas de la Unión son tantas que no pueden ser derrotadas, bueno, eso es algo que todavía está por ver —Calder dobló la lengua y lanzó un pequeño escupitajo al fuego de Dow—. Además, cualquiera sabe escupir.

—La paz —resopló Tenways, quien, al final, se había quedado para escuchar—. ¡Todos sabemos que tu padre amaba mucho la paz! ¿No fue él quien nos arrastró a la guerra con la Unión en un principio?

Esa réplica no acobardó lo más mínimo a Calder.

—Así fue y eso supuso su fin. Quizá yo haya aprendido de su error. Pero… ¿y vosotros? —les interrogó, mirándolos a todos a los ojos—. Porque, en mi opinión, hay que ser muy necio para arriesgar la vida con el fin de obtener algo que uno podría obtener con sólo pedirlo.

El silencio volvió a reinar un instante. Era un silencio culpable y reticente. Entretanto, el viento agitó sus ropas un poco más y levantó varias nubes de chispas en la hoguera. Entonces, Dow se inclinó hacia delante y se puso en pie, apoyándose sobre su espada.

—Bueno, reconozco que has hecho un gran trabajo al mearte en mi hoguera, ¿eh, príncipe Calder? —las carcajadas estallaron por doquier y el momento de reflexión se quebró—. ¿Y tú qué opinas, Scale? ¿Quieres la paz?

Los hermanos se miraron por un instante, mientras que Craw intentaba apartarse disimuladamente de ambos.

—No —respondió Scale—. Yo opto por luchar.

Dow chasqueó la lengua.

—Pues ya está. Al parecer, has sido incapaz de convencer incluso a tu propio hermano —se oyeron más risitas ahogadas y Calder se rió con los demás, aunque con muy pocas ganas—. Aun así, reconozco que manejas bien las palabras, Calder. Quizá llegue el momento en que tengamos que hablar de paz con la Unión. Entonces, ten por seguro que recurriré a ti —en ese instante, le mostró los dientes—. Aunque eso no será esta noche.

Calder hizo una elegante reverencia.

—Como ordenes, Protector del Norte. Eres el jefe.

—Así es —gruñó Dow y la mayoría asintió—. Así es.

No obstante, Craw se percató de que unos cuantos se alejaron con aspecto pensativo en la noche. Meditaban acerca de sus campos desatendidos, quizá, o en sus esposas desatendidas. Tal vez Calder no estaba tan loco como parecía. A los hombres del Norte les encantaba luchar, sí, pero también les gustaba beber cerveza. Y al igual que sucede con la cerveza, el estómago de uno tolera hasta cierto punto tanta batalla.

—Hoy hemos sufrido un gran revés. Pero mañana será diferente —la forma en que el mariscal Kroy dijo estas palabras no permitía mostrarse en desacuerdo, pues era algo que planteaba como un hecho incontestable—. Mañana atacaremos al enemigo y nos alzaremos victoriosos.

La estancia se llenó de susurros y los cuellos almidonados de sus uniformes se movían mientras los hombres asentían al unísono.

—Victoria —murmuró alguien.

—Mañana por la mañana, las tres divisiones se hallarán en posición —aunque una de ellas estaba destrozada y las otras dos estarían agotadas por haber marchado toda la noche—. Contamos con la ventaja de ser muchos más. —¡Sí, los aplastaremos bajo el peso de nuestros cadáveres!—. La razón está de nuestro lado —me alegro por ti, porque yo de lado no puedo ponerme, ya que tengo un enorme moratón en el costado. No obstante, el resto de los oficiales parecieron animarse al escuchar esas perogrulladas. Como pasa a menudo con los idiotas.

Kroy se volvió hacia el mapa y señaló la ribera sur de los bajíos. El lugar donde Gorst había luchado esa misma mañana.

—La división del general Jalenhorm necesita tiempo para reagruparse, así que se quedarán en la parte central sin entrar en acción, mostrando así su poderío ante los bajíos pero sin cruzarlos. En realidad, los atacaremos por ambos flancos —a continuación, se dirigió decidido hacia la parte derecha del mapa y recorrió con la mano el camino de Ollensand que llevaba a Osrung—. Lord Gobernador Meed, usted será nuestro puño derecho. Su división atacará Osrung al despuntar el alba, cruzará la empalizada y ocupará la mitad sur de la ciudad, luego se dirigirá a tomar el puente. Como en la parte norte es donde hay más edificios, seguramente será ahí donde los hombres del Norte habrán reforzado sus posiciones; además, han tenido tiempo para hacerlo.

El semblante demacrado de Meed se había ruborizado de emoción, los ojos le brillaban ante la perspectiva de poder luchar por fin con su odiado enemigo.

—Los eliminaremos como la escoria que son y los pasaremos a todos por la espada.

—Muy bien. Pero sea cauto, el bosque situado al este no ha sido explorado del todo. General Mitterick, usted será el gancho que les vamos a propinar por la izquierda. Su objetivo será abrirse paso por el Puente Viejo y asentar su posición en el extremo opuesto.

—Oh, sí, mis hombres tomarán ese puente, no se preocupe por ello, Lord Mariscal. Tomaremos el puente, los expulsaremos y los perseguiremos hasta la puñetera Carleon…

—Con tomar el puente nos bastará, por hoy.

—Un batallón del Primero de Caballería se unirá a usted y también se encontrará bajo su mando —Felnigg bajó su nariz picuda y su mirada iracunda, como si pensara que unirse a cualquier fuerza comandada por Mitterick fuera un consejo muy malo—. Estos muchachos han descubierto una ruta a través de los pantanos y un lugar en el bosque desde el que podremos sorprender al enemigo por el flanco derecho.

Mitterick ni se dignó mirar al jefe del estado mayor de Kroy.

—He pedido voluntarios para liderar el asalto al puente; además, mis hombres ya han construido unas cuantas balsas muy robustas.

La mirada iracunda de Felnigg cobró aún más intensidad.

—Tengo entendido que ahí la corriente es muy fuerte.

—Pero merece la pena intentarlo, ¿verdad? —le espetó Mitterick—. ¡Podrían pasarse la mañana entera impidiéndonos avanzar por ese puente!

—Muy bien, pero recuerden que buscamos la victoria, no la gloria —Kroy recorrió con una mirada severa esa estancia—. Les enviaré las órdenes por escrito a cada uno de ustedes. ¿Alguna pregunta?

—Sí, yo tengo una, señor —contestó el coronel Brint, levantando el brazo—. ¿Es posible que el coronel Gorst se abstenga de cometer una heroicidad durante el tiempo necesario como para que los demás podamos aportar algo a la batalla?

Se oyeron una serie de risitas ahogadas aquí y allá totalmente desproporcionadas, ya que el comentario no era tan gracioso; no obstante, los soldados siempre aprovechaban la más mínima oportunidad que se les presentara para reírse, pues eran muy escasas. Hasta entonces, Gorst había estado muy ocupado mirando a Finree y procurando disimularlo. Ahora, se hallaba extremadamente incómodo por ser el centro de todas esas sonrisas burlonas. Entonces, alguien aplaudió. Enseguida, se oyó una modesta salva de aplausos. Gorst habría preferido que lo hubieran abucheado. Así, al menos, me podría haber sumado al jolgorio.

—Procuraré que así sea —rezongó.

—Yo también —dijo Bayaz—. Además, quizá lleve a cabo un pequeño experimento en la ribera sur.

El mariscal hizo una reverencia.

—Estamos a su completa disposición, Lord Bayaz.

El Primero de los Magos se dio sendas palmaditas en los muslos al levantarse y su siervo se inclinó hacia delante para susurrarle algo al oído; todos reaccionaron como si ésa fuera la señal de que debían ponerse ya en movimiento y la estancia se fue vaciando rápidamente, los oficiales regresaron presurosos a sus unidades con intención de realizar los preparativos necesarios para los ataques de la mañana siguiente. Para cerciorarse de que llevan ataúdes de sobra, panda de…

—He oído que hoy has salvado a nuestro ejército.

Se giró con la misma dignidad que un babuino sobresaltado y se encontró mirando a Finree directamente a la cara, a una distancia tan corta que se quedó paralizado. Tras haber sabido que se iba a casar, debería haber enterrado por fin sus sentimientos hacia ella al igual que ya había enterrado todo sentimiento que mereciera la pena sentir. Sin embargo, ahora esos sentimientos parecían más intensos que nunca. Una tenaza parecía cerrarse en sus entrañas siempre que la veía, una tenaza que apretaba con más fuerza cuanto más tiempo hablaban. Si es que a eso se podía llamar hablar.

—Eh —masculló. Sí, he luchado en un arroyo, donde apenas podía mantenerme en pie, y estoy seguro de que he matado a siete hombres, pero seguro que he mutilado a unos cuantos más. Los he hecho trizas con la esperanza de que mi hazaña llegara a oídos de nuestro veleidoso monarca, para que me conmute esta pena a una muerte en vida que no me merezco. Me he asegurado de ser culpable de un asesinato en masa, para poder ser proclamado inocente de esa otra acusación de incompetencia. A veces, ahorcan a la gente por estas cosas, aunque, otras veces, los aplauden—. Tengo… suerte de seguir vivo.

Finree se le acercó y notó que la sangre se le subía a la cabeza, se sintió tan mareado como cuando uno se encuentra muy enfermo.

—Tengo la sensación de que todos tenemos mucha suerte de que sigas vivo.

Yo sí que tengo una sensación en los pantalones. Yo sí que me sentiría muy afortunado si colocaras una de tus manos justo ahí. ¿Acaso eso es mucho pedir después de haber salvado al ejército y todo eso?

—Lo… —Lo siento mucho. Te amo. Pero ¿por qué lo siento? Pero si no he dicho nada. ¿Acaso un hombre tiene que pedir disculpas por lo que piensa? Bueno, a lo mejor sí.

Para entonces, Finree ya se había alejado para ir a hablar con su padre y no se lo podía echar en cara. Si yo fuera ella, ni siquiera me dignaría a mirarme y mucho menos a escuchar cómo balbuceo con una voz tan aguda y titubeante sobre insípidas tonterías. Aun así, me duele. Sufro muchísimo cuando se va. Entonces, se dirigió penosamente hacia la puerta.

Joder, soy patético.

Calder se marchó sigilosamente de la reunión de Dow para no tener que darle explicaciones a su hermano y se alejó a toda prisa entre las hogueras, ignorando las maldiciones que refunfuñaban los hombres reunidos en torno a ellos. Halló un sendero entre dos de los Héroes, que se encontraban iluminados por las luces de las antorchas, y vio algo dorado centelleando por la pendiente. Acto seguido, dio alcance al dueño de tanto oro mientras éste descendía furioso a zancadas por la pendiente.

—¡Dorado! ¡Dorado, necesito hablar contigo!

Glama Dorado miró hacia atrás, frunciendo el ceño. Tal vez pretendía así mostrar una furia temible, pero, con ese hinchazón de la mejilla, parecía que estaba comiendo algo cuyo sabor no le gustaba. Calder tuvo que reprimir una risita tonta. Esa cara destrozada presentaba una oportunidad para él que no estaba dispuesto a dejar pasar.

—No tenemos nada de qué hablar, Calder —le espetó. Tres de sus Grandes Guerreros se alzaban amenazadores tras él, acariciando sus muchas armas.

—¡Habla en voz baja! ¡Nos vigilan! —exclamó Calder, quien se acercó y arrimó, como si tuviera algunos secretos que compartir. Una actitud que, según había observado, obligaba a los demás a hacer lo mismo, a pesar de que no fueran proclives a las confidencias—. He pensado que podríamos ayudarnos mutuamente, ya que nos hallamos en una posición similar…

—¿Similar? —replicó Dorado, quien se le acercó amenazadoramente con su cara hinchada, enrojecida y ensangrentada. Calder se echó hacia atrás acobardado, dominado por el miedo y la sorpresa, aunque, en realidad, por dentro, se sentía como un pescador que acababa de sentir un tirón en la caña. Las palabras eran su campo de batalla y la mayoría de aquellos necios eran unos inútiles en ese terreno, del mismo modo que él lo era en un campo de batalla real—. ¿Cómo vamos a estar en una situación similar, pacificador?

—Dow el Negro tiene sus favoritos, ¿verdad? Y el resto tenemos que luchar por las migajas.

—¿Favoritos? —Dorado tenía tan machacada la boca que le costaba trabajo articular y cada vez que arrastraba una palabra, parecía más y más encolerizado.

—Hoy has dirigido la carga, mientras otros se quedaban rezagados. Has puesto tu vida en peligro y has resultado herido librando la batalla en nombre de Dow. Y ahora son otros los que ocupan un lugar de honor, en primera línea, mientras tú tienes que quedarte en la retaguardia, ¿no? Deberás quedarte a esperar, por si acaso te necesitan, ¿eh? —Calder se inclinó un poco más—. Mi padre siempre te admiró. Siempre me dijo que eras un hombre muy listo y honrado, alguien en quien se puede confiar.

Resulta asombroso lo bien que funcionan los halagos por muy patéticos que sean. Sobre todo, con gente tremendamente vanidosa. Calder lo sabía muy bien, ya que en su día él también había sido así.

—Nunca me dijo algo así —masculló Dorado, aunque era obvio que quería creerlo.

—Porque no podía —le aduló Calder—. Era el Rey de los hombres del Norte. No podía permitirse el lujo de decirles a sus hombres lo que realmente pensaba —lo cual era cierto y le venía bien, puesto que su padre siempre pensó que Dorado era un tarugo engreído y Calder compartía esa opinión—. Pero yo sí puedo —pero había decidido que era mejor no decírselo—. No hay ninguna razón que justifique que ambos estemos enfrentados. Eso es lo que Dow quiere, quiere dividirnos. Para poder así compartir todo el poder, el oro y la gloria con gente como Pezuña Hendida, Tenways… y Cabeza de Hierro —Dorado se estremeció al oír ese último nombre, como si tuviera clavado un anzuelo en su rostro machacado y acabara de recibir un fuerte tirón. Aborrecía tanto a Cabeza de Hierro que era incapaz de ver más allá de su odio, el muy idiota—. No podemos permitir que eso pase —esto se lo dijo Calder entre susurros, como un amante, y entonces se atrevió a posar una mano con delicadeza sobre el hombro de Dorado—. Juntos, tú y yo podríamos hacer grandes cosas…

—¡Ya basta! —farfulló Dorado a través de sus labios partidos, mientras se quitaba de encima la mano de Calder de un manotazo—. ¡Vete a contar tus mentiras a otro lado!

No obstante, Calder pudo notar cómo la sombra de la duda planeaba sobre Dorado cuando éste se volvió, y eso era lo único que buscaba: sembrar la duda. Si uno no puede hacer que sus enemigos confíen en él, al menos puede provocar que desconfíen entre ellos. Hay que ser paciente, le había dicho su padre, paciente. Se permitió el lujo de esbozar una sonrisa de suficiencia mientras Dorado y sus hombres se perdían en la noche con paso fuerte y firme. Sólo estaba sembrando. Con el tiempo, recogería lo sembrado. Siempre que viviera el tiempo suficiente como para sacar la guadaña.

El Lord Gobernador Meed miró con el ceño fruncido por última vez a Finree, en señal de desaprobación y, acto seguido, la dejó a solas con su padre. Sin duda alguna, era incapaz de soportar que alguien pudiera estar por encima de él en una posición de poder, sobre todo si era mujer. Pero si daba por sentado que ella se iba a limitar a criticarlo a sus espaldas, entonces la había subestimado en exceso.

—Meed es un asno obsesionado con las apariencias —gritó, mirando hacia atrás—. Será tan útil en el campo de batalla como una ramera que vende su cuerpo por sólo dos monedas de cobre —meditó al respecto por un momento—. En realidad, no estoy siendo justa. La ramera, al menos, levantaría la moral de las tropas. Meed es capaz de inspirar tanto como un trapo mohoso. Menos mal que has cancelado el asedio de Ollensand antes de que acabara siendo un fiasco total.

Se sorprendió al comprobar que su padre se había dejado caer sobre una silla, situada tras un escritorio portátil, y se sujetaba la cabeza con ambas manos. De repente, parecía un hombre distinto. Parecía consumido, cansado y viejo.

—Hoy he perdido a un millar de hombres, Finn. Y mil más se encuentran heridos.

—Jalenhorm los ha perdido.

—Todos los hombres de este ejército son responsabilidad mía. Yo los he perdido. A un millar. Es un número que se dice muy fácilmente. Diez por diez y por diez. ¿Ves cuántos hay? —inquirió, esbozando una mueca de disgusto hacia un rincón, como si éste estuviera repleto hasta arriba de cuerpos—. Todos ellos eran padres, maridos, hermanos, hijos. Toda vida que se ha perdido deja un hueco que yo nunca podré llenar, una deuda que nunca podré pagar —entonces, miró a su hija, con los ojos enrojecidos, a través de los huecos que se abrían entre sus dedos—. Finree, he perdido mil hombres.

Su hija dio un par pasos hacia él.

—Jalenhorm los ha perdido.

—Jalenhorm es un buen hombre.

—Con eso no basta.

—Algo es algo.

—Deberías reemplazarlo.

—Uno tiene que depositar un poco de confianza en sus oficiales, si no, nunca serán merecedores de ella.

—¿No crees que ese consejo es realmente tan patético como parece?

Se miraron mutuamente, con el ceño fruncido, hasta que su padre hizo un gesto con la mano para indicar que prefería no responder a esa pregunta.

—Jalenhorm es un viejo amigo del rey y el rey es muy amigo de sus amigos. Únicamente el Consejo Cerrado puede reemplazarlo.

Pero Finree no se había quedado sin ideas que sugerirle.

—Entonces, reemplaza a Meed. Ese hombre es un peligro para el ejército entero e incluso para la gente que no pertenece a él. Si permites que siga al mando mucho tiempo, el desastre de hoy se olvidará pronto. Enterrado bajo otro mucho peor.

Su padre lanzó un suspiro.

—¿Y a quién debería poner en su lugar?

—Conozco al hombre perfecto. Es un joven oficial muy bueno.

—¿Con buena dentadura?

—Pues sí, y es de alta cuna, y vigoroso, bravo, leal y diligente.

—Ese tipo de hombres suelen tener esposas terriblemente ambiciosas.

—Éste más que ninguno.

Su padre se frotó los ojos.

—Finree, Finree, ya he hecho todo lo posible para que ascienda hasta la posición que ahora ocupa. No deberías olvidar que su padre…

—Hal no es su padre. Además, algunos acabamos superando a nuestros padres.

Kroy hizo como que no había oído este último comentario, aunque dio la impresión de que le costó cierto esfuerzo hacerlo.

—Sé realista, Fin. El Consejo Cerrado no confía en la nobleza y su familia ocupaba un puesto muy destacado en esa clase social, estaba a sólo un paso de la corona. Sé paciente.

—Ya —resopló, menospreciando tanto el realismo como la paciencia.

—Si quieres que tu marido ocupe un puesto más importante —en ese instante, su hija abrió la boca para hablar, pero él alzó la voz sobre la suya—, vas a necesitar un mecenas más poderoso que yo. Si quieres que te dé un consejo… y sé que no quieres, pero aun así… aunque sé que harás lo que te dé la gana. Yo me he sentado en el Consejo Cerrado, en el mismo corazón del gobierno y puedo decirte que el poder es un puñetero espejismo. Cuanto más cerca pareces estar de él, más lejos está. Tienes que responder a tantos intereses distintos y equilibrarlo todo. Tienes que soportar tantas presiones. Todas las consecuencias de toda decisión que tomes pesan sobremanera sobre tus hombros… por eso no me extraña que el rey nunca tome ninguna. Nunca pensé que desearía retirarme, pero, tal vez, cuando ya no tenga ningún poder, pueda hacer algo de verdad.

Ella no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

—¿De verdad tenemos que esperar a que Meed provoque alguna catástrofe?

Miró a su hija, con un gesto de contrariedad.

—Sí. De verdad. Luego tendremos que esperar a que el Consejo Cerrado me escriba para exigirme que lo reemplace y me indique cuál será su sustituto. Siempre que no me reemplacen a mí primero, por supuesto.

—¿Quién podría sustituirte?

—Me imagino que el general Mitterick no rechazaría el nombramiento.

—Mitterick es un presuntuoso de lengua viperina y tiene la misma lealtad que un cuco.

—Entonces, será el candidato ideal para el Consejo Cerrado.

—No sé cómo puedes soportarlo.

—Cuando era joven, solía pensar que tenía respuestas para todo. Por eso todavía albergo cierta simpatía culpable hacia quienes aún se hallan bajo ese espejismo —en ese instante, clavó su mirada en su hija—. Pues no son pocos.

—Así que supongo que una mujer debe limitarse a mantenerse al margen, sonreír como una tonta y vitorear mientras los idiotas hacen que suban las cifras de bajas, ¿eh?

—Todos tenemos que vitorear a idiotas de vez en cuando, así es la vida. En verdad, no tiene sentido que alimente el rencor en mis subordinados. Si una persona es digna de desprecio, ella sola se hundirá pronto sin ayuda.

—Ya.

Pero Finree no tenía previsto esperar tanto tiempo, aunque estaba claro que ahí ya no podía hacer nada más. Su padre ya tenía bastantes preocupaciones y se suponía que debía estar insuflándole ánimos en vez de desanimarlo. En ese instante, posó la mirada sobre el tablero del juego de los cuadros, que seguía con las fichas en la misma posición que las habían dejado la última vez.

—¿Aún seguimos jugando?

—Por supuesto.

—Entonces…

Si bien Finree había estado planeando el siguiente movimiento desde la última vez que vio a su padre, movió la ficha como si se le acabara de ocurrir ahora, arrastrándola hacia delante mientras se encogía de hombros.

Su padre alzó la mirada para contemplarla de manera indulgente, tal y como había hecho cuando ella era una niña.

—¿Estás totalmente segura?

Su hija suspiró.

—Es una táctica tan buena como cualquier otra.

Su padre hizo ademán de coger una pieza y, entonces, se detuvo. Sus ojos recorrieron velozmente el tablero, mientras su mano planeaba sobre él. Su sonrisa se desdibujó. Lentamente, retiró la mano y se acarició con un dedo el labio inferior. Acto seguido, volvió a sonreír.

—¿Por qué has…?

—Así tienes algo en qué pensar aparte de las bajas.

—Para eso, ya tengo a Dow el Negro. Por no hablar del Primero de los Magos y sus colegas —replicó negando amargamente con la cabeza—. ¿Te vas a quedar aquí esta noche? Puedo buscarte un…

—Debería estar con Hal.

—Claro. Claro que sí —a continuación, su hija se agachó y lo besó en la frente, él cerró los ojos y la agarró del hombro por un momento—. Ten cuidado mañana. Preferiría perder a diez mil hombres antes que a ti.

—No te vas a librar de mí tan fácilmente —le espetó mientras se dirigía a la puerta—. ¡Tengo intención de vivir para ver cómo resuelves esa jugada!

La lluvia había parado, por el momento, y los oficiales habían regresado con sus unidades. Todos salvo uno.

Daba la impresión de que Bremer dan Gorst había dudado entre apoyarse de manera despreocupada sobre el listón de madera donde tenían atados a los caballos y permanecer de pie, erguido y orgulloso, por lo que había acabado adoptando una postura un tanto extraña a medio camino entre las dos.

Aun así, Finree ya no podía pensar en él como el chico inofensivo que había conocido, cuando mantenían conversaciones formales, breves y ridículas, en los soleados jardines de Agriont. Un mero rasguño en un lado de la cara era el único indicio que demostraba que había estado luchando todo ese día; el capitán Hardrick le había contado que había cargado él solo contra una legión de hombres del Norte y había matado a seis. Para cuando escuchó la historia por boca del coronel Brint, ya habían pasado a ser diez. A saber qué historia estarían contando los reclutas a esas alturas. La empuñadura de su espada centelleó levemente cuando él se enderezó; en ese momento se percató, a la vez que le recorría un extraño escalofrío el cuerpo, de que había matado a algún hombre con esa misma espada, sólo unas pocas horas antes. A varios hombres, según la historia que uno decidiera creer. Eso no tendría que haber elevado lo más mínimo la estima que tenía por él, pero lo había hecho, considerablemente. Ahora lo rodeaba un aura de glamurosa violencia.

—Bremer. ¿Estás esperando a mi padre?

—Había pensado que… —respondió, con esa voz aguda, tan extrañamente fuera de lugar, y, acto seguido, añadió un poco más bajo— quizá necesitaras un escolta.

Finree sonrió.

—Por lo que veo, todavía quedan héroes en este mundo, ¿eh? Ve delante de mí.

Calder se sentó en la húmeda oscuridad, a tiro de un largo escupitajo de la fosa donde la gente solía ir a cagar, mientras escuchaba cómo otros hombres celebraban la victoria de Dow el Negro. No le gustaba admitirlo, pero añoraba a Seff. Añoraba la calidez y seguridad que le brindaba su cama. Sin duda alguna, añoraba su aroma cuando la brisa arreciaba y arrastraba el hedor a heces hasta sus fosas nasales. Pero, en medio de todo aquel caos de cánticos, fanfarronerías y peleas de borrachos que reinaba alrededor de las hogueras, sólo se le ocurría un sitio donde uno podía estar seguro de sorprender a un hombre a solas. Además, la traición siempre requiere de cierta privacidad.

Escuchó unas fuertes pisadas que se acercaban hacia la fosa. La persona que se aproximaba no era más que una silueta negra, cuyo contorno se hallaba definido por la luz anaranjada del fuego y sus facciones eran unos meros tenues rasgos grises; aun así, Calder lo reconoció. Había muy pocos hombres, incluso en esta compañía, que fueran tan anchos. Calder se puso en pie, estiró las piernas, que se le habían agarrotado, se aproximó al borde de la fosa y se colocó junto al recién llegado, arrugando la nariz. Por lo que podía ver, lo único que dejaba la guerra a su paso eran fosas repletas de mierda y fosas repletas de cadáveres.

—Cairm Cabeza de Hierro —dijo con suma tranquilidad—. Qué casualidad, ¿eh?

—Vaya, vaya —entonces, se oyó cómo acumulaba un gargajo en la parte posterior de su boca que escupió a continuación hacia el agujero—. Príncipe Calder, qué gran honor. Creía que habías acampado en el oeste, con tu hermano.

—Así es.

—Entonces, estás aquí porque mis fosas huelen mejor que las suyas, ¿no?

—No mucho mejor.

—Entonces, has venido a ver si la tienes más grande que yo, ¿eh? Pero ya sabes que no importa lo grande que sea, sino lo que hagas con ella.

—Se puede decir lo mismo sobre la fuerza.

—O la astucia.

A partir de entonces, reinó el silencio. A Calder no le gustaban los tipos silenciosos. Uno siempre sabe por dónde atacar a un tipo bravucón como Dorado, colérico como Tenways e incluso a una mala bestia como Dow el Negro. Pero a un hombre callado como Cabeza de Hierro, no. Sobre todo en la oscuridad, donde Calder ni siquiera podía adivinar sus pensamientos.

—Necesito tu ayuda —le dijo para ver cómo reaccionaba.

—Imagina que oyes el murmullo del agua.

—No la necesito para mear.

—Entonces, ¿para qué?

—He oído que Dow el Negro quiere verme muerto.

—Pues sabes más que yo. Además, si fuera cierto, ¿a mí qué más me da? No todos te queremos tanto como tú te quieres a ti mismo, Calder.

—Necesitarás aliados dentro de muy poco tiempo, lo sabes muy bien.

—¿Ah, sí?

Calder resopló.

—Ningún necio llega tan alto como has llegado tú, Cabeza de Hierro. Pero creo que a Dow el Negro le caes casi tan mal como yo.

—Así que le caigo mal, ¿eh? ¡Y yo que creía que me había otorgado un lugar de honor en la batalla! ¡En la vanguardia y en el centro, muchacho!

Calder tuvo la desagradable sensación de que había un leve atisbo de risa burlona en el tono de voz con el que había replicado Cabeza de Hierro. No obstante, vio un posible resquicio por donde atacar y no le quedó más remedio que cargar contra él con su sonrisa más despectiva.

—¿Qué sabrá de honor Dow el Negro? Un tipo que se volvió en contra del hombre que le perdonó la vida y que le robó a mi padre su cadena para quedársela él. ¿Un lugar de honor, dices? Te ha hecho lo que yo le haría al que más temiese. Te ha colocado en el lugar donde tendrás que soportar lo peor de los furibundos ataques del enemigo. Mi padre siempre decía que eras el guerrero más duro del Norte y Dow el Negro lo sabe. Sabe que nunca te arredras ante nada, que nunca retrocedes. Te ha colocado donde sabe que tu propia fuerza se volverá en tu contra. ¿Y quién se beneficiará de ello? ¿Quiénes se han quedado al margen de la batalla? Tenways y Dorado —esperaba que con sólo pronunciar esos nombres, reaccionara, pero Cabeza de Hierro no se inmutó lo más mínimo—. Se quedarán atrás mientras tú, mi hermano y mi suegro lucháis. Espero que tu honor sea capaz de detener una puñalada por la espalda, cuando ésta se produzca.

Entonces, escuchó un gruñido.

—Por fin.

—¿Por fin qué?

De improviso, escuchó el ruido del orín salpicando allá abajo.

—Eso. Además, ya sabes, Calder, tú mismo lo has dicho.

—¿El qué?

—Que ningún necio llegaría hasta donde yo he llegado. No me creo que Dow el Negro haya decidido acabar conmigo o contigo. Pero de ser así, ¿qué clase de ayuda podrías ofrecerme? ¿Los halagos de tu padre? Sus adulaciones perdieron casi todo su valor cuando fue derrotado en las Altas Cumbres, y el poco que quedaba cuando Nueve el Sanguinario le hizo picadillo el cráneo. Huy —Calder sintió cómo el pis le salpicaba las botas—. Lo siento. Me parece que no todos somos tan habilidosos como tú. Me da que seguiré siendo leal a Dow, a pesar de que tu oferta de aliarte conmigo me ha conmovido.

—Dow el Negro no tiene nada que ofrecer salvo la guerra y el temor que le tienen los demás. Si muere, no quedará nada.

Se sumieron de nuevo en el silencio, mientras Calder se preguntaba si no había ido demasiado lejos.

—Oh —se escuchó un tintineo mientras Cabeza de Hierro se apretaba el cinturón—. Entonces, mátalo. Pero hasta que lo hagas, búscate a otros para que escuchen tus mentiras. Y búscate otra fosa para mear, seguro que no quieres acabar ahogándote en ésta.

Acto seguido, le dio un golpe en la espalda con la palma abierta, lo bastante fuerte como para dejarlo tambaleándose en el mismo borde de la fosa, agitando los brazos en el aire para recuperar el equilibrio. En cuanto lo recuperó, se dio cuenta de que Cabeza de Hierro se había marchado.

Calder permaneció ahí un momento más. Si esa charla había sembrado alguna semilla, no estaba nada seguro de qué fruto daría. Pero no tenía por qué ser algo malo. Además, habría aprendido que Cairm Cabeza de Hierro era un tipo mucho más perspicaz de lo que aparentaba. Por eso sólo, ya merecía la pena haber acabado con las botas manchadas de meados.

—Algún día, me sentaré en la Silla de Skarling —susurró Calder en la oscuridad—. Y te obligaré a comerte mi mierda y me dirás que nunca has probado nada tan dulce.

Eso le hizo sentirse un poco mejor.

Se secó las botas como pudo y se perdió ufano en la noche.