—¿Dónde se esconde esa ramera cubierta de costras?
Los ojos del hombre parpadearon llenos de incertidumbre, lo había tomado por sorpresa con la taza a medio camino del depósito de agua.
—Tenways está en los Héroes con Dow y los demás, pero si estás…
—¡A la mierda! —Calder lo apartó de un empujón y avanzó a zancadas entre los desconcertados Carls de Tenways, alejándose del Dedo de Skarling en dirección hacia las piedras, iluminadas en lo alto de la colina por el resplandor de las fogatas.
—No vamos acompañarte ahí arriba —le dijo Deep al oído—. No puedo protegerte el culo si te empeñas en meterlo en la boca del lobo.
—No hay dinero por el que merezca la pena volver al barro —afirmó Shallow—. No hay nada que lo compense, en mi opinión.
—Acabas de plantear un interesante debate filosófico —replicó Deep—, por qué cosas merece la pena morir y por cuáles no. Pero no creo que vayamos a…
—Entonces, quédate aquí y sigue diciendo estupideces —Calder continuó caminando colina arriba, mientras el aire frío se le metía en los pulmones y los sorbos de más que le había dado a la petaca de Shallow le ardían en el estómago. Entretanto, la vaina de su espada se golpeaba una y otra vez contra su pantorrilla, como para recordarle amablemente a cada paso que seguía allí, y que no era ni mucho menos la única arma presente.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Pálido como la Nieve, respirando trabajosamente para poder mantener el ritmo.
Calder no contestó. En parte, porque estaba demasiado enfadado como para decir algo que mereciese la pena ser oído. Y en parte, porque no tenía ni la más remota idea de qué iba a hacer y, si empezaba a pensarlo, era más que probable que su valor se esfumara con suma rapidez. Aquel día había pasado demasiado tiempo ya sin hacer nada. Pasó a través del hueco que había en el muro de piedra seca que cercaba la colina. Un par de Carls de Dow el Negro fruncieron el ceño al verlo pasar.
—¡Procura mantener la calma! —gritó Hansul desde algo más atrás—. ¡Tu padre siempre mantenía la calma!
—Me cago en lo que hiciese mi padre —replicó Calder, mirando hacia atrás. Estaba disfrutando de la sensación de no tener que pensar, ya que se limitaba a dejar que la furia lo arrastrara. Que lo impulsara hasta la cima llana que coronaba la colina y a través de dos de esas grandes piedras. En el interior del círculo ardían unas hogueras, cuyas llamas eran tironeadas y sacudidas por el viento, que lanzaba remolinos de chispas a la negra noche. El fuego iluminaba la parte interior de los Héroes con un parpadeo naranja, reflejándose los rostros de los hombres apelotonados a su alrededor en el metal de sus cotas de malla, así como en las hojas de sus armas. Éstos gruñeron y chasquearon la lengua al ver pasar a Calder entre ellos, sin hacerles ningún caso, en dirección hacia el centro del círculo, seguido de cerca por Pálido como la Nieve y Hansul.
—Calder. ¿Qué haces aquí?
Curnden Craw estaba sentado junto a un joven que lo observaba y al que Calder no conocía. El Jovial Yon Cumber y Wonderful también estaban presentes. Calder los ignoró a todos y esquivó a Cairm Cabeza de Hierro, que estaba de pie mirando las llamas con los pulgares metidos en el cinturón.
Tenways se encontraba sentado sobre un tronco al otro lado de la fogata y, en cuanto vio a Calder acercarse, su horrorosa cara despellejada pareció resquebrajarse para dar paso a una resplandeciente sonrisa.
—¡Pero si es el hermoso Calder! Qué bien has ayudado hoy a tu hermano, ¿eh? —los ojos se le abrieron asombrados por un momento y la tensión se apoderó de su cuerpo, mientras procuraba equilibrar su peso para levantarse.
Entonces, Calder le dio un tremendo puñetazo en la nariz. Tenways chilló al caer de espaldas, pataleando, y Calder se echó encima de él y siguió golpeándolo con ambos puños, rugiendo ni siquiera él sabía qué. Le lanzó un sinfín de golpes sin pensar, a la cabeza, los brazos y las manos que movía sin cesar. Incluso consiguió propinar otro buen puñetazo en aquella nariz despellejada antes de que alguien lo agarrase del codo y lo apartase a rastras.
—¡Eh, Calder, ya vale! —exclamó alguien, que le pareció que era Craw. Se dejó arrastrar, a la vez que pataleaba y gritaba como se supone que uno debe hacer. Como si sólo quisiera seguir peleando, a pesar de que se sentía aliviado de que alguien le hubiera detenido, pues se había quedado sin ideas y le dolía ya la mano izquierda.
Tenways se tambaleó hasta conseguir ponerse en pie, la sangre le manaba de las fosas nasales mientras gruñía improperios y apartaba de un manotazo la mano que le tendía uno de sus hombres. Entonces, desenvainó su espada, que emitió ese suave susurro metálico que de algún modo resulta atronador y centelleó bajo la luz del fuego. El silencio reinó. La gran cantidad de curiosos que les rodeaban contuvieron el aliento al unísono. Cabeza de Hierro arqueó las cejas, se cruzó de brazos y se retiró a un lado.
—¡Serás hijo de puta! —gruñó Tenways, saltando sobre el tronco en el que había estado sentado.
Craw arrastró a Calder hasta colocarlo a sus espaldas y, de repente, también él tenía la espada desenvainada. Al instante, un par de los Grandes Guerreros de Tenways flanquearon a su jefe, uno era enorme y con barba y el otro era delgado y tenía un ojo vago, ambos llevaban las armas en ristre; en cualquier caso, parecían esa clase de hombres que nunca se alejan mucho de ellas. Calder se percató de que Pálido como la Nieve se situaba a su lado, sosteniendo baja la espada. Ojo Blanco Hansul cubrió su otro costado, a pesar de que tenía el rostro enrojecido y jadeaba tras el paseo colina arriba, su espada no vacilaba. Entonces, más hombres de Tenways se pusieron en pie y el Jovial Yon Cumber hizo acto de presencia con su hacha, su escudo y su ceño impenetrable.
Fue entonces cuando Calder se dio cuenta de que las cosas habían ido un poco más lejos de lo que había planeado. Aunque la verdad es que tampoco había planeado nada. Pensó que probablemente tendría que haber desenvainado su espada, teniendo en cuenta que todos los demás ya las sostenían en sus manos y que había sido él quien había iniciado la trifulca. Así que él también acabó desenvainándola, al mismo tiempo que sonreía burlonamente a Tenways, cuyo rostro estaba ensangrentado.
Se había sentido fenomenal cuando había visto a su padre ponerse la cadena y sentarse en la Silla de Skarling, a la vez que trescientos Grandes Guerreros se arrodillaban ante el primer Rey de los hombres del Norte. Se había sentido fenomenal cuando había colocado una mano sobre el vientre de su esposa y había sentido cómo su hijo daba una patada por primera vez. Pero no estaba seguro de haberse sentido nunca tan orgulloso como en el momento en el que la nariz de Brodd Tenways se había roto bajo sus nudillos.
Quería seguir sintiendo esa sensación.
—¡Oh, mierda! —Drofd se levantó torpemente, lanzando unas brasas con el pie sobre la capa de Beck, que tuvo que apagarlas resoplando. Había estallado una especie de pelea y Beck no tenía ni idea de quién la había provocado ni por qué ni en qué bando se suponía que debía estar él. Pero la docena de Craw estaba cerrando filas, así que se dejó llevar por lo que hacían los demás, desenvainó la espada de su padre y se plantó hombro con hombro junto a los demás, a la derecha de Wonderful y su alfanje y a la izquierda de Drofd, que sostenía un hacha en la mano y cuya lengua le asomaba entre los dientes. No era tan difícil, sólo había que imitar a los demás. De hecho, habría sido casi imposible no hacerlo.
Brodd Tenways y algunos de sus muchachos se enfrentaban a ellos desde el lado opuesto de una hoguera agitada por el viento. Tenways tenía mucha sangre en su sarmentoso semblante y quizá la nariz rota. Puede que fuera Calder quien le golpeó, lo cual explicaría que hubiese pasado como una exhalación junto a ellos y que ahora estuviera en pie junto a Craw con una espada en la mano y una sonrisa burlona dibujada en la cara. Aun así, el porqué no parecía demasiado importante en aquel momento. Lo que ahora rondaba por las mentes de todos los presentes era el «¿y ahora qué?».
—Envaina esa espada —le dijo Craw lentamente, pero había una especie de aspereza en su voz que indicaba claramente que no estaba dispuesto a retroceder ante nada. Lo cual insufló valor al propio Beck, haciéndole sentir que él tampoco retrocedería ante nada.
Sin embargo, Tenways no parecía dispuesto a dar un paso atrás.
—Envainadlas vosotros —les espetó y escupió sangre sobre el fuego.
La mirada de Beck se cruzó con la de un muchacho del otro bando, quizá uno o dos años mayor que él. Era rubio y tenía una cicatriz en una mejilla. Se volvieron un poco para quedar el uno frente al otro. Era como si por instinto todos estuvieran escogiendo a la pareja más apropiada, como unos campesinos en la danza de la cosecha. Sólo que aquel baile parecía que iba a acabar en baño de sangre.
—Aparta esa hoja ahora mismo —gruñó Craw, y ahora su voz parecía aún más áspera que nunca. Era una advertencia. En ese instante, toda la docena pareció dar un paso adelante a su alrededor, entrechocando sus aceros. Tenways, entonces, les mostró sus dientes podridos.
—Oblígame si tienes huevos.
—Lo intentaré.
Súbitamente, un hombre salió de la oscuridad y aplastó despreocupadamente con sus botas uno de los extremos de la hoguera, levantando así una tormenta de chispas alrededor de sus piernas. Sólo su afilada mandíbula era visible bajo las sombras de su caperuza. Era muy alto, muy delgado y parecía que lo habían tallado en madera. Estaba mordisqueando la carne de un hueso de pollo que llevaba en una mano manchada de grasa. En la otra llevaba, agarrada por debajo de la cruceta y de un modo muy relajado, la espada más grande que Beck había visto en su vida, tan alta como sus hombros desde la punta hasta el pomo. La vaina estaba tan desgastada como la bota de un mendigo, pero su empuñadura relucía con los colores del infierno.
El hombre comió ruidosamente el último jirón de carne que quedaba en aquel hueso y con el pomo de su espada tocó las hojas desenvainadas, que repiquetearon sonoramente.
—No me digáis que tenías pensado pelear sin mí. Ya sabéis lo mucho que me gusta matar gente. No debería, pero un hombre ha de dedicarse a aquello que se le da bien. A ver qué os parece esta receta… —se colocó el hueso entre el pulgar y el índice y después lo arrojó contra Tenways de manera que rebotase en su cota de malla—. Vosotros volvéis a lo vuestro, o sea, a follar ovejas, y yo me encargaré de llenar las tumbas.
Tenways se lamió el ensangrentado labio superior.
—Esta pelea no va contigo, Whirrun.
Entonces todo cobró sentido. Beck había oído bastantes canciones sobre Whirrun de Bligh, e incluso había tarareado un par él mismo mientras cortaba leña. Esas canciones hablaban sobre Whirrun el Tarado. Sobre cómo le había sido entregado el Padre de las Espadas. Sobre cómo había matado a sus cinco hermanos. Sobre cómo había cazado al lobo Shimbul en el invierno eterno del Norte más lejano, cómo había defendido un paso frente a incontables Shankas con la única compañía de dos muchachos y una mujer, cómo había superado al brujo Daroum-ap-Yaught en una batalla de ingenio y lo había dejado atado a una roca para que fuese pasto de las águilas. Sobre cómo había realizado todas aquellas proezas dignas de un héroe en los valles y, después, había descendido al sur para buscar su destino en el campo de batalla. Esas canciones hacían que te bullera la sangre y también te la helaban. Probablemente, en aquel momento, era el guerrero más duro y con mayor reputación de todo el Norte, y ahora estaba justo ahí, delante de Beck, lo suficientemente cerca como para poder tocarlo con la mano. Aunque, con casi toda seguridad, eso no fuese buena idea.
—¿Que esta pelea no va conmigo? —Whirrun miró a su alrededor como intentando averiguar con quién podría ir—. ¿Estás seguro? Las peleas son unas rameras muy retorcidas, una vez has sacado el acero nunca sabes muy bien adonde te van a llevar. Has desenvainado tu espada ante Calder, pero al hacerlo, la has desenvainado también ante Curnden Craw, y al desenvainarla ante Craw también la has desenvainado ante mí, y ante el Jovial Yon Cumber, y Wonderful, y Flood, aunque ahora está por ahí meando, creo. Y también ante este muchacho cuyo nombre he olvidado —dijo señalando por encima del hombro a Beck con el pulgar—. Deberías haberlo visto venir. No hay excusa posible, no puede ser que todo un jefe guerrero como tú vaya dando tumbos en la oscuridad como si no tuviera nada más que un montón de mierda en la sesera. Así que mi pelea tampoco va contigo, Brodd Tenways, pero te mataré igualmente si es menester y añadiré tu nombre a mis canciones y me reiré igualmente cuando haya terminado. ¿Y bien?
—¿Y bien, qué?
—¿Que si debo desenvainar? Y ten siempre en cuenta que una vez que el Padre de las Espadas abandona su vaina debe saciar su sed de sangre. Siempre ha sido así desde antes de los Viejos Tiempos, y así sigue siendo y será siempre.
Permanecieron un largo momento todos inmóviles, todos a la espera. Entonces, Tenways arrugó el entrecejo y esbozó un gesto de contrariedad, Beck sintió que el valor lo abandonaba porque pudo presentir lo que iba a suceder y…
—Pero ¿qué pasa?
Otro hombre apareció bajo la luz de la fogata; sus ojos eran dos estrechas hendiduras, mostraba los dientes, llevaba la cabeza echada hacia delante y los hombros arqueados hacia arriba, como un perro de pelea que únicamente ansiara matar. Su ceño estaba cruzado por viejas cicatrices, le faltaba una oreja y llevaba una cadena de oro de la que pendía una enorme piedra preciosa que centelleaba ante el resplandor anaranjado del fuego.
Beck tragó saliva. Era Dow el Negro, sin duda alguna. El que había derrotado a los hombres de Bethod en seis ocasiones durante el largo invierno y después había quemado Kyning hasta los cimientos con sus habitantes encerrados en sus casas. El que se había enfrentado a Nueve el Sanguinario en el círculo y había estado a punto de vencer, al que se le permitió conservar la vida a cambio de un juramento de lealtad. A continuación, había luchado al lado de éste, y de Rudd Tresárboles, y de Tul Duru, y de Cabeza de Trueno y de Hosco Harding, un grupo tan duro como jamás había visto el Norte desde la Era de los Héroes y del cual, al margen del Sabueso, era el único que seguía vivo. Después, traicionó a Nueve el Sanguinario y mató al que decían que no podía morir, y se adueñó de la Silla de Skarling. Sí, era Dow el Negro quien se hallaba frente a él en aquel preciso instante. El Protector del Norte, o el usurpador del mismo, dependiendo de a quién le preguntases. Jamás había soñado que pudiera llegar a encontrarse algún día tan cerca de él.
Dow el Negro miró a Craw con cara de cualquier cosa menos de contento. Beck no estaba seguro de que con aquel rostro repleto de cráteres pudiera parecerlo alguna vez.
—¿No se supone que deberías estar manteniendo la paz, anciano?
—Eso es precisamente lo que estoy haciendo —Craw mantenía la espada desenvainada, pero ahora apuntaba con ella hacia el suelo. Como casi todos los demás.
—Oh, sí. Ya veo como reina la paz —Dow los fulminó a todos con la mirada—. Nadie desenfunda acero aquí arriba sin que yo lo diga. Ahora guardad las espadas, os estáis poniendo en ridículo.
—¡Ese cabrón cobarde me ha roto la nariz! —protestó Tenways.
—¿Acaso crees que te ha afeado la cara? —replicó Dow—. ¿Quieres que te dé un besito para que se te cure? Permitidme que me exprese en términos comprensibles para unos necios como vosotros. El que todavía sostenga un acero en la mano cuando haya contado hasta cinco entrará en el círculo conmigo, y le haré esas cosas que solía hacer antes de que la edad me ablandase. Uno.
No le hizo falta ni llegar a dos. Craw envainó su espada de inmediato y Tenways le imitó, al igual que todos los demás, de tal modo que todo aquel acero quedó nuevamente oculto casi con la misma rapidez con la que había salido a la luz, dejando a ambas hileras de hombres mirándose mutuamente por encima del fuego bastante avergonzados.
Wonderful susurró a Beck al oído:
—A lo mejor deberías guardar eso.
Se dio cuenta de que todavía tenía la espada en la mano y volvió a envainarla tan rápido que casi se cortó la pierna. Sólo Whirrun quedó allí, entre ambos bandos, con una mano sobre la empuñadura de su espada y la otra en la vaina, pues todavía se encontraba dispuesto a desenvainarla y miraba su arma con una leve sonrisa en los labios.
—¿Sabes? Me siento tentado.
—En otra ocasión —gruñó Dow, quien, después, levantó un brazo—. ¡Bravo, Príncipe Calder! ¡Me siento honrado por tu visita! Estaba a punto de enviarte una invitación, pero te has adelantado. ¿Has venido para contarme qué ha sucedido hoy en el Puente Viejo?
Calder seguía portando la elegante capa que había llevado puesta la primera vez que Beck lo había visto en el campamento de Reachey, pero ahora llevaba cota de malla por debajo y el ceño fruncido en el semblante en vez de una sonrisa.
—Scale ha muerto.
—Eso he oído. ¿No te has dado cuenta? Estoy hecho un mar de lágrimas. Pero lo que te estoy preguntando es qué ha pasado en mi puente.
—Peleó con todas sus fuerzas. Nadie habría podido hacer más.
—Ha caído peleando. Bien por Scale. ¿Y tú qué? No tienes pinta de haber peleado demasiado.
—Estaba dispuesto a pelear —en ese momento, Calder extrajo un papel de su camisa y lo sostuvo entre dos dedos—. Entonces, me llegó esto. Una orden de Mitterick, un general de la Unión —Dow se la arrebató y la abrió, frunciendo el ceño al leerla—. Hay hombres de la Unión en los bosques occidentales, dispuestos a cruzar en cualquier momento. Ha sido una suerte que lo descubriera, ya que, si hubiera acudido a socorrer a Scale, nos habrían sorprendido por el flanco y con casi toda seguridad, ahora mismo, todos vosotros estaríais muertos, en vez de discutiendo estúpidamente si tengo agallas o no.
—No creo que nadie esté discutiendo que tengas agallas, Calder —replicó Dow—. Pero te quedaste ahí sentado sin hacer nada, tras el muro, ¿no?
—Así es, y le pedí a Tenways que enviase ayuda.
Dow miró de soslayo y sus ojos resplandecieron bajo las llamas.
—¿Y bien?
Tenways se restregó la sangre que tenía bajo su nariz rota.
—Y bien ¿qué?
—¿Te pidió que enviases ayuda?
—Yo mismo hablé con Tenways —intervino uno de los hombres de Calder. Un anciano que tenía la cara atravesada por una cicatriz y el ojo de ese lado blanco como la leche—. Le dije que Scale necesitaba ayuda y que Calder no podía acudir debido a la presencia de sureños al otro lado del arroyo. Le expliqué toda la situación.
—¿Y?
El anciano medio ciego se encogió de hombros.
—Dijo que estaba ocupado.
—¿Ocupado? —susurró Dow, endureciendo aún más el gesto, si es que eso era posible—. Así que tú también te limitaste a quedarte sentado sin hacer nada, ¿eh?
—No puedo ponerme en marcha sólo porque ese cabrón me lo diga…
—¿Te has quedado sentado en la colina con el Dedo de Skarling metido en el culo mientras te limitabas a observar lo que pasaba? —rugió Dow—. ¿Te has quedado sentado sin hacer nada mientras veías cómo los sureños tomaban mi puente? —añadió golpeándose el pecho con el pulgar.
Tenways retrocedió, mientras uno de sus ojos era víctima de un tic nervioso.
—¡No había sureños al otro lado del arroyo, eso son sólo mentiras! ¡Mentiras como las que siempre está contando! —gritó, mientras señalaba a Calder a través del fuego con un dedo tembloroso—. Siempre tienes una excusa, ¿eh, Calder? ¡Siempre recurres a algún truco para no ensuciarte las manos! Ya sean charlas de paz o charlas para fraguar alguna traición o algún otro tipo de condenada charla…
—Basta —pese a que Dow el Negro habló con un tono de voz suave, Tenways se calló súbitamente—. Me importa una mierda que haya hombres de la Unión al oeste o no los haya —en ese momento, arrugó el papel con su tembloroso puño y se lo arrojó a Calder—. Lo que realmente me importa es que hagáis lo que os digo —entonces, dio un paso hacia Tenways y se arrimó a él—. Mañana no te quedarás sentado mirando, no, no, no —después, se volvió con un gesto burlón hacia Calder—. Y tú tampoco, príncipe de una nada de mierda. Vuestros días de permanecer sentados sin hacer nada han terminado. Mañana, tortolitos, estaréis los dos allá abajo, junto a ese muro. Eso es. Espalda con espalda. Cogidos del brazo desde el amanecer hasta la puesta de sol. Asegurándoos de que este problema del que sois culpables los dos no apeste aún más. Haciendo aquello para lo que os traje, par de idiotas. ¡Lo cual, por si os lo estáis preguntando, es luchar contra la maldita Unión!
—¿Y si cruzan el arroyo? —preguntó Calder. Dow se volvió hacia él con el ceño fruncido como si no pudiera creer lo que estaba oyendo—. Ya tenemos las tropas demasiado diseminadas; además, hoy hemos perdido a un montón de hombres y nos superan en número.
—¡Estamos en guerra! —rugió Dow, saltando hacia él y haciendo que todo el mundo retrocediera—. ¡Así que pelead contra esos cabrones! —exclamó, golpeando el aire como si así intentara refrenar sus ganas de partirle la cara a Calder—. ¿No eras tú el de los grandes planes? ¿El gran embaucador? ¡Pues engáñales! ¿No querías ocupar el puesto de tu hermano? ¡Pues apechuga, gilipollas, o encontraré a otro que lo haga! Y si alguno de los dos no cumple mañana con su cometido, como vea que alguno se queda sentado sin hacer nada… —Dow el Negro cerró los ojos y volvió el rostro hacia el cielo—. Por los muertos que os grabaré una cruz de sangre en el pellejo. Y os ahorcaré. Y os prenderé fuego. Y acabaré con vosotros de tal manera que compondrán una canción sobre vuestro final que hará palidecer a los bardos. ¿Estoy dejando lugar a alguna duda?
—No —contestó Calder, tan hosco como una mula azotada.
—No —respondió Tenways, no mucho más feliz.
Sin embargo, Beck tuvo la impresión de que la mala sangre entre ellos no se había diluido lo más mínimo.
—¡Entonces, no se hable más, joder! —exclamó Dow, quien se dio la vuelta y, como uno de los muchachos de Tenways se hallaba en su camino, le agarró de la camisa y le arrojó temblando al suelo, para volver a perderse en la noche igual que había llegado.
—Ven conmigo —le susurró Craw a Calder al oído, le agarró del brazo y se lo llevó a rastras.
Tenways y sus muchachos volvieron a sentarse, farfullando. El chico rubio le lanzó a Beck una mirada amenazadora. En otro tiempo, Beck se la habría devuelto, quizá incluso acompañada de un par de duras palabras de reproche. Pero, después del día que acababa de tener, optó por apartar la vista tan rápidamente como le fue posible, mientras sentía aún las palpitaciones de sus latidos en las orejas.
—Qué lástima. Me lo estaba pasando tan bien —Whirrun de Bligh se quitó la caperuza y se alborotó el pelo apelmazado con las uñas—. ¿Cómo te llamas, por cierto?
—Beck —le pareció mejor dejarlo así—. Con vosotros, ¿todos los días son así?
—No, no, no, muchacho. No todos —y la puntiaguda cara de Whirrun se iluminó con una sonrisa de lunático—. Sólo unos pocos muy valiosos.
Craw siempre había albergado la sospecha de que algún día Calder le metería en un buen lío y daba la sensación de que ese día había llegado. Por eso, lo obligó a marchar colina abajo, contra el cortante viento, para alejarlo de los Héroes, mientras lo agarraba con fuerza del codo. Llevaba veinte años intentando mantener su número de enemigos reducido al máximo. Pero, en una sola tarde como segundo de Dow, no hacían más que surgirle enemigos lo mismo que nuevos brotes durante una primavera lluviosa, y Brodd Tenways era uno sin el cual podría haber vivido perfectamente. Aquel hombre era tan feo por dentro como por fuera y tenía buena memoria para recordar los agravios.
—¿A qué ha venido eso? —le espetó a Calder, mientras lo obligaba a detenerse lejos de los fuegos y los oídos indiscretos—. ¡Podrías haber hecho que nos matasen a todos!
—Scale ha muerto. A eso ha venido. Por culpa de ese hijo de puta, Scale ha muerto.
—Ya —Craw se sintió invadido por el desánimo ante esa respuesta. Permaneció un momento en silencio mientras el viento hacía que la alta hierba le azotase las pantorrillas—. Lo siento de veras. Pero sumar cadáveres no va a solucionar las cosas. Y menos el mío —entonces, se llevó una mano a las costillas y notó cómo su corazón palpitaba tras ellas—. Por los muertos, creo que podría morir sólo por culpa de tanta agitación.
—Voy a matarlo —prometió Calder a la vez que volvía su ceño fruncido hacia la fogata; parecía poseer una determinación que Craw no había visto en él con anterioridad. Algo que le hizo poner una mano sobre el pecho de Calder, a modo de advertencia, para hacerlo retroceder con suma gentileza.
—Guarda esa ira para mañana. Guárdala para la Unión.
—¿Por qué? Mis enemigos están aquí. Tenways se ha quedado sentado sin hacer nada mientras Scale moría. Se ha limitado a sentarse y reírse.
—¿Y estás enfadado porque él no ha hecho nada o porque no lo has hecho tú? —inquirió, mientras colocaba la otra mano sobre el hombro de Calder—. Al final, acabé queriendo mucho a tu padre. Y a ti te quiero como al hijo que nunca tuve. Pero ¿por qué siempre tenéis que andar metiéndoos en todas y cada una de las peleas con las que os topáis? Sé que siempre habrá otra pelea más. Te defenderé si puedo, sabes que lo haré, pero ahora mismo debemos tener otras cosas en cuenta además de…
—Ya, ya —Calder se desembarazó de las manos de Craw—. Mantener vivo a tu equipo, no arriesgar el cuello, hacer siempre lo correcto, incluso cuando no es lo adecuado…
Craw volvió a agarrarle de los hombros y lo zarandeó.
—¡Tengo que mantener la paz! Ahora estoy al frente de los Carls de Dow, y no puedo…
—¿A eso te dedicas ahora? ¿A protegerle? —los dedos de Calder se hundieron con fuerza en los brazos de Craw. Le brillaban los ojos, que tenía abiertos de par en par. No era ira, sino una especie de ansiedad—. ¿A colocarte tras él con la espada desenvainada? ¿Ése es tu trabajo? —y Craw, de repente, vio cómo se abría bajo sus pies el pozo que él mismo había cavado.
—¡No, Calder! —exclamó Craw, a la vez que intentaba liberarse—. Cierra la…
Calder siguió agarrándolo, arrastrándolo hacia un extraño abrazo, y Craw pudo oler el alcohol en su aliento cuando éste le susurró al oído:
—¡Podrías hacerlo! ¡Podrías poner fin a todo esto!
—¡No!
—¡Mátalo!
—¡No! —Craw se liberó de su abrazo y le dio un empujón; acto seguido, llevó una mano a la empuñadura de su espada—. ¡No, puñetero estúpido!
Calder miró a Craw como si no pudiera entender lo que estaba diciendo.
—¿A cuántos hombres has matado? Eso es lo que haces para ganarte la vida. Eres un asesino.
—Soy un Gran Guerrero.
—O sea que matar se te da mejor que a la mayoría. ¿Qué más da un muerto más? Además, ¡esta vez será por una causa justa! Podrías detener todo esto. ¡Pero si ni siquiera te cae bien ese cabrón!
—¡Da igual que me caiga bien o no, Calder! ¡Es el jefe!
—Es jefe por ahora, pero si le hundes un hacha en el cráneo, sólo será barro. A nadie le importará una mierda a partir de entonces.
—A mí sí.
Se quedaron mirándose durante lo que pareció ser un largo rato, aún sumidos en la oscuridad, en la que apenas podía verse mucho más que el fulgor de los ojos de Calder enmarcados en su pálido rostro. Su mirada descendió hacia la mano de Craw, que seguía posada sobre la empuñadura de su espada.
—¿Vas a matarme?
—Por supuesto que no —Craw enderezó la espalda y dejó caer la mano—. Pero tendré que contárselo a Dow el Negro.
El silencio se prolongó aún más. Entonces, preguntó:
—¿Qué vas a contarle, exactamente?
—Que me has pedido que lo mate.
Más silencio.
—No creo que le haga demasiada gracia.
—Ni yo.
—Creo que como mínimo me marcará con la cruz sangrienta, me ahorcará y me prenderá fuego.
—Supongo. Por lo cual será mejor que desaparezcas.
—¿Y adónde voy?
—Adonde quieras. Te daré algo de ventaja. No se lo diré hasta mañana. Pero tengo que contárselo. Es lo que habría hecho Tresárboles —aunque Calder no había pedido una explicación, aquélla sonó particularmente endeble en ese momento.
—Tresárboles acabó muerto, ¿recuerdas? A cambio de nada, en mitad de ninguna parte.
—Eso no importa.
—¿Nunca has pensado que deberías buscarte otro hombre al que imitar?
—He dado mi palabra.
—Qué honrados sois los asesinos, ¿eh? ¿Qué pasa, lo has jurado, por la polla de Skarling o algo parecido?
—No me ha hecho falta. He dado mi palabra.
—¿A Dow el Negro? Pero si intentó que me mataran hace un par de noches. ¿Qué debo hacer, esperar sentado a que vuelva a intentarlo? ¡Ese hombre es más traicionero que el invierno!
—Eso no importa. Le dije que sí —y por los muertos, cómo deseaba ahora no haberlo hecho. Calder asintió, con una sonrisilla asomándose en la comisura de los labios.
—Ah, sí. Le diste tu palabra. Y el bueno de Craw es un hombre de honor, ¿verdad? Da igual quién acabe pagando las consecuencias.
—Voy a tener que decírselo.
—Pero lo harás mañana —Calder retrocedió, todavía con una sonrisa burlona dibujada en su rostro—. Me darás ventaja —siguió descendiendo, paso a paso, colina abajo—. No se lo dirás. Te conozco, Craw. Me has criado desde que era un niño, ¿verdad? Sé que tienes agallas. No eres el perro faldero de Dow el Negro. Tú no.
—No es cuestión de agallas, ni tampoco de perros. Le di mi palabra y, por eso, mañana tendré que contárselo.
—No lo harás.
—Sí, lo haré.
—No —entonces, la sonrisa de Calder desapareció en la oscuridad—. No lo harás.
Craw permaneció inmóvil un momento, frente al viento, arrugando el entrecejo. A continuación, apretó los dientes y se llevó los dedos al pelo, se echó hacia atrás y lanzó un ahogado rugido teñido de frustración. No se había sentido tan vacío desde que Wast Never lo había traicionado y había intentado matarle tras ser amigos durante ocho años. Lo cual habría conseguido de no haber sido por Whirrun. Aunque no tenía nada claro quién podría sacarle esta vez de aquel entuerto en particular. No tenía nada claro que nadie pudiera lograrlo. Esta vez era él quien iba a portarse como un traidor. Hiciera lo que hiciese, iba a traicionar a alguien.
Hacer siempre lo correcto parece una regla muy fácil de observar. Pero ¿cuándo se convierte lo correcto en lo erróneo? Ésa es la cuestión.