La paz de nuestra época

Había hombres heridos tirados por todas partes en las laderas de la colina. Tanto moribundos como muertos. A Finree le pareció ver rostros familiares entre ellos, pero no pudo estar segura de si de verdad eran amigos fallecidos o conocidos o sólo cadáveres con un corte de pelo similar. En más de una ocasión, vio entre ellos el rostro inerte de Hal congelado para siempre en una mueca de dolor, en una mirada de sorpresa o una sonrisa. Pero eso no parecía importarle demasiado. Lo verdaderamente horripilante de los muertos es que se percató de que se había acostumbrado a ellos.

Pasaron a través de un hueco que se abría en un muro de escasa altura y penetraron en un círculo de piedras, donde los cadáveres se amontonaban sobre cada centímetro libre de hierba. Un hombre intentaba taparse una enorme herida que tenía en la pierna, pero, en cuanto conseguía taponar un extremo, se abría el otro, derramando un arroyo de sangre. Su padre se bajó del caballo, seguido por sus oficiales, seguidos a su vez por ella. Un muchacho pálido que agarraba una corneta en su mano manchada de barro la observó en silencio. Se abrieron paso entre aquella locura conformando una pálida procesión, mientras eran prácticamente ignorados. Su padre miraba a su alrededor apretando la mandíbula con fuerza.

Un oficial de baja graduación daba vueltas inútilmente a su alrededor, ondeando una espada doblada.

—¡Formen! ¡Formen! ¡Usted! ¿Qué demonios…?

—Lord Mariscal —dijo alguien, con una voz inconfundiblemente aguda. Gorst se levantó, vacilante, de entre un grupo de soldados andrajosos, y ofreció al padre de Finree un saludo cansado. Sin duda alguna, había participado en lo peor del combate. Su armadura se encontraba repleta de abolladuras y manchas. La vaina de su espada se hallaba vacía y pendía entre sus piernas de un modo que podría haber resultado cómico cualquier otro día. Tenía un corte largo y recubierto por una costra negra bajo un ojo y salpicaduras de sangre seca sobre una mejilla, la mandíbula y todo un costado de su ancho cuello. Cuando giró la cabeza, Finree vio que tenía el otro ojo inyectado en sangre y que sus vendas estaban empapadas.

—Coronel Gorst, ¿qué ha sucedido?

—Atacamos —contestó Gorst parpadeando, quien, al ver a Finree, pareció titubear, aunque después alzó silenciosamente las manos y las dejó caer—. Y perdimos.

—¿Los hombres del Norte siguen controlando los Héroes?

Gorst asintió lentamente.

—¿Dónde está el general Jalenhorm? —preguntó el padre de Finree.

—Ha muerto —dijo Gorst con su vocecilla.

—¿Y el coronel Vinkler?

—También.

—¿Quién está al mando?

Gorst guardó silencio. Entonces, el padre de Finree se volvió con el cejo fruncido hacia la cima. La lluvia estaba aclarando y la larga ladera que conducía hasta los Héroes comenzaba a tomar forma entre el lluvioso velo gris. A cada paso, aparecían más cadáveres. Más muertos de ambos bandos, más armas y armaduras rotas, más estacas destrozadas y flechas clavadas. Luego, divisó el muro que circundaba la cima y más pedruscos ennegrecidos por la lluvia de la tormenta. Bajo el muro había más cadáveres. Por encima se atisbaban las lanzas de los hombres del Norte. Todavía resistían. Todavía los aguardaban.

—¡Mariscal Kroy! —el Primero de los Magos no se había molestado siquiera en desmontar. Seguía sentado con las muñecas cruzadas sobre el arzón de su silla, de donde pendían sus gruesos dedos. Mientras asimilaba la carnicería, mostraba un semblante ligeramente decepcionado y exigente, como el de alguien que ha pagado para que limpien de malas hierbas su jardín y al inspeccionar el terreno descubre que todavía crecen uno o dos cardos—. Un pequeño revés, pero siguen llegando refuerzos y el tiempo está mejorando. ¿Me permite que le sugiera que reorganice sus fuerzas y prepare a sus hombres para otro ataque? Al parecer, el general Jalenhorm ha conseguido llegar hasta los Héroes, de modo que un segundo intento podría…

—No —le interrumpió el padre de Finree.

Bayaz frunció ligeramente el ceño y esbozó una mueca de desconcierto. Como si un sabueso habitualmente obediente se hubiera negado a sentarse.

—¿No?

—No. Teniente, ¿lleva consigo una bandera blanca?

El portaestandartes de su padre miró nerviosamente a Bayaz y, acto seguido, tragó saliva.

—Por supuesto, Lord Mariscal.

—Quiero que lo ate a esa asta, que suba con sumo cuidado hacia los Héroes y compruebe si los hombres del Norte están dispuestos a hablar.

Un extraño murmullo se extendió por todos los hombres que se encontraban al alcance de su oído. Gorst dio un paso adelante.

—Mariscal Kroy, si atacamos de nuevo, creo que…

—Usted es el observador del rey, así que limítese a observar.

Gorst se quedó inmóvil por un momento, miró de reojo a Finree y, a continuación, cerró la boca y retrocedió.

El Primero de los Magos observó la bandera blanca con una expresión tormentosa en su semblante, a pesar de que los cielos clareaban cada vez más. Espoleó a su caballo hacia delante, obligando a un par de agotados soldados a apartarse bruscamente de su camino.

—Su Majestad se sentirá profundamente decepcionado, Lord Mariscal —aseveró, proyectando un aura temible, incongruente para un anciano calvo y orondo ataviado con un abrigo mojado—. Espera que hasta el último hombre cumpla con su deber.

El padre de Finree se plantó frente al caballo de Bayaz, sacó pecho y alzó la barbilla, soportando toda la animosidad del Mago.

—Mi deber consiste en salvaguardar las vidas de estos hombres. Simplemente, no puedo tolerar que se produzca otro ataque. No mientras yo esté al mando.

—¿Y cuánto tiempo supone que seguirá estándolo?

—Lo suficiente. ¡Vamos, váyase! —azuzó a su portaestandarte, quien se alejó cabalgando, haciendo ondear su bandera blanca.

—Lord Mariscal —Bayaz se inclinó hacia delante, dejando caer cada sílaba de aquellas palabras como si fueran enormes piedras—. Sinceramente, espero que haya sopesado las consecuencias…

—Lo he hecho y estoy satisfecho con mi decisión —el padre de Finree también se había echado ligeramente hacia delante, entornando los ojos como si se hallara ante un vendaval. A ella le pareció ver que le temblaban las manos; no obstante, su tono de voz era tranquilo y mesurado—. Sospecho que de lo que más me voy a arrepentir es de haber permitido que las cosas hayan llegado tan lejos.

El Mago arrugó aún más las cejas y su susurrante voz casi resultó dolorosa para los oídos de los allí presentes.

—Oh, un hombre puede arrepentirse de cosas mucho peores que ésa, Lord Mariscal.

—Con permiso —dijo el sirviente de Bayaz, mientras avanzaba ágilmente entre el caos en dirección hacia ellos. Estaba completamente empapado, como si hubiera cruzado un río a nado, y totalmente cubierto de barro, como si hubiera vadeado una marisma, pero no daba muestras de sentir la menor incomodidad. Bayaz se inclinó hacia él y el sirviente le susurró algo al oído. El Mago relajó lentamente el ceño mientras escuchaba. Después, se volvió a incorporar sobre la silla de montar, meditabundo, para finalmente encogerse de hombros.

—Muy bien, Mariscal Kroy —dijo al fin—. Suyo es el mando.

El padre de Finree le dio la espalda.

—Necesitaré un traductor. ¿Quién habla su idioma?

Un oficial con el brazo vendado dio un paso al frente.

—El Sabueso y algunos de sus hombres del Norte estaban con nosotros al comienzo del ataque, señor, pero… —entonces, dejó de hablar y examinó a la multitud de soldados heridos y agotados arremolinados en aquel lugar. ¿Quién podía saber dónde estaría en aquel momento alguno de ellos?

—Yo lo chapurreo un poco —afirmó Gorst.

—Si sólo lo chapurrea, podría darse algún malentendido. Y no podemos permitirnos ninguno.

—Entonces, iré yo —dijo Finree.

Su padre la contempló de hito en hito, como si le asombrara verla allí, y no digamos oírla presentarse voluntaria a esa misión.

—Ni mucho menos. No puedo…

—No puedes permitirte seguir esperando, ¿verdad? —le interrumpió su hija—. Ayer mismo hablé con Dow el Negro. Me conoce. Fue a mí a quien confió su oferta. Soy la más adecuada. Debería ser yo.

Su padre la observó un momento más y, a continuación, le ofreció una leve sonrisa.

—Muy bien.

—Los acompañaré —intervino Gorst en una muestra de caballerosidad desagradablemente inapropiada al hallarse entre tantos muertos—. ¿Me permite tomar prestada su espada, coronel Felnigg? La mía se ha quedado en la cima.

De ese modo, se pusieron en marcha, los tres, bajo la llovizna. Ahora, los Héroes resultaban perfectamente visibles en lo alto de la colina. Poco después de haber comenzado el ascenso, su padre resbaló y jadeó al caer torpemente, mientras se agarraba a la hierba. Finree se apresuró a ayudarle a levantarse. Él sonrió y le dio unas palmaditas cariñosas en la mano, pero, de repente, le pareció que había envejecido mucho. Era como si su enfrentamiento con Bayaz le hubiera arrebatado diez años de vida. Siempre se había sentido orgullosa de su padre, por supuesto. Pero no creía haberse sentido tan orgullosa de él como en aquel momento. Orgullosa y triste a la vez.

Wonderful pasó la aguja, tiró del hilo y lo anudó. Normalmente, habría sido Whirrun el encargado de hacerlo, pero el Tarado había cosido ya los últimos puntos que había dado en vida, una lástima.

—Es una suerte que tengas la cabeza tan dura.

—Pues sí, mira lo bien que me ha servido toda la vida —Craw bromeó sin pensar demasiado, sin ofrecer ni esperar risas, justo en el momento en que unos gritos surgieron desde la parte del muro que daba a los Niños. Del lugar del que procederían los gritos si la Unión fuera a reanudar su ataque. Se levantó y el mundo pareció girar a su alrededor por un momento. Se sentía como si le fuera a estallar el cráneo. Yon le agarró del codo.

—¿Estás bien?

—Sí, dentro de lo que cabe —acto seguido, Craw reprimió la necesidad que sentía de vomitar y se abrió paso a través de la multitud. El valle se abrió frente a él y observó que el cielo se encontraba manchado con unos extraños colores ahora que la tormenta estaba amainando—. ¿Vuelven a subir?

No estaba seguro de que fuesen capaces de resistir otro embate. Estaba seguro de que él no podría. Dow, sin embargo, estaba sonriendo.

—En cierto modo —respondió Dow, señalando hacia tres figuras que ascendían por la pendiente hacia los Héroes. Seguían el mismo camino que había seguido Hardbread hacía un par de días cuando había llegado para reclamar aquella colina. Cuando Craw todavía tenía una docena casi completa que confiaba en que él los mantendría a salvo—. Parece que quieren hablar.

—¿Hablar?

—Vamos —dijo Dow, quien, tras lanzarle su hacha incrustada de sangre a Escalofríos, se enderezó la cota de malla sobre los hombros y atravesó dando grandes zancadas el hueco que se abría en el muro cubierto de musgo para dirigirse colina abajo.

—No vayas tan rápido —le pidió Craw, al ir tras él—. ¡No creo que mis rodillas sean capaces de aguantar ese ritmo!

Las tres figuras se acercaron aún más. Craw se sintió ligeramente más tranquilo en cuanto se percató de que una de ellas era la mujer que había conducido hasta el puente el día anterior, que iba ataviada con un abrigo de soldado. Pero el alivio desapareció de inmediato en cuanto vio quién era el tercero. Se trataba del corpulento hombre de la Unión que había estado a punto de matarle y que ahora llevaba el cráneo vendado.

Se encontraron más o menos a medio camino entre los Héroes y los Niños. Donde las primeras flechas brotaban como púas del suelo. El anciano se detuvo con los hombros erguidos y las manos unidas por detrás de la espalda. Iba bien afeitado, llevaba su canoso pelo bastante corto y parecía muy atento a todo, como si ningún detalle pudiera escapársele. Iba vestido con un abrigo negro, con hojas bordadas con hilo plateado alrededor del cuello. De su cintura pendía una espada, cuyo pomo parecía hecho a partir de alguna joya; daba la sensación de que nunca había sido desenvainada. La muchacha estaba junto a él y el soldado sin cuello un poco más atrás, con los ojos clavados en Craw. Tenía uno de ellos completamente enrojecido y el otro subrayado por un feo corte. Al parecer, había perdido su espada entre el barro en lo alto de la colina, pero había encontrado otra. No era difícil encontrarlas en aquel lugar. Sí, era el signo de los tiempos.

Dow se detuvo a un par de pasos de ellos y Craw a un paso por detrás de él, con los brazos cruzados. Lo suficientemente cerca como para alcanzar su espada con rapidez, a pesar de que dudaba de si conservaba aún fuerzas suficientes como para desenvainar ese puñetero trasto. Sobre todo, cuando mantenerse en pie ya le suponía un desafío considerable. Dow, no obstante, parecía más animado que él.

—Vaya, vaya —dijo, a la vez que sonreía a la muchacha, le mostraba todos los dientes y abría los brazos a modo de saludo—. No esperaba que volviéramos a vernos tan pronto. ¿No quieres darme un abrazo?

—No —contestó Finree—. Éste es mi padre, el Lord Mariscal Kroy, comandante en jefe del ejército de Su Majes…

—Me lo imaginaba. Por cierto, me mentiste.

La muchacha lo miró contrariada.

—¿En qué te mentí?

—En su altura, es más bajo que yo —la sonrisa de Dow se ensanchó aún más—. O, al menos, eso es lo que parece desde aquí. Menudo día estamos teniendo, ¿verdad? Esto sí que es un día para recordar —en ese instante, levantó una lanza de la Unión que se hallaba caída en el suelo con la punta de su bota y después la lanzó hacia un lado—. En fin, ¿qué puedo hacer por vosotros?

—A mi padre le gustaría que terminasen las hostilidades.

Craw se sintió invadido por tal oleada de alivio que sus hinchadas rodillas estuvieron a punto de ceder bajo su peso. Dow parecía más reticente que él.

—Las hostilidades podrían haber acabado ayer si hubiera aceptado mi oferta. Además, nos habríamos ahorrado todos mucho trabajo cavando, joder.

—La está aceptando ahora.

Dow miró a Craw y éste se limitó a encogerse de hombros.

—Más vale tarde que nunca.

—Oh —Dow clavó una mirada malhumorada en la muchacha, en el soldado y en el mariscal, como si se estuviera planteando decir que no. Después, puso los brazos en jarras y suspiró—. Está bien. No puedo decir que haya deseado llegar a esto. Sobre todo, cuando podría estar matando a gente de mi propio bando en vez de desperdiciar mis fuerzas con cabrones como vosotros.

La muchacha le dijo algunas palabras a su padre y éste contestó.

—Mi padre se siente enormemente aliviado.

—Entonces, me alegro de haber vivido para ver esto. Tengo que arreglar un par de cosas antes de que podamos ultimar los detalles —entonces, echó un vistazo a la carnicería que se había producido a los pies de los Niños—. Probablemente, vosotros también. Hablaremos mañana. Digamos que después del almuerzo. Soy incapaz de negociar con el estómago vacío.

Mientras la muchacha le traducía a su padre lo que Dow acababa de decir al idioma de la Unión, Craw miró al soldado del ojo enrojecido y éste le devolvió la mirada. Tenía una gran mancha de sangre en el cuello que o bien era suya o de Craw o de alguno de los amigos de Craw. No había pasado ni una hora desde que habían estado luchando con todas sus fuerzas, tratando de matarse el uno al otro. Ahora no había necesidad. Lo cual le llevó a preguntarse por qué la había habido en otro momento.

—Vuestro hombre es un guerrero de primera, ahí donde le veis —afirmó Dow, resumiendo más o menos lo que estaba pensando Craw.

La muchacha miró hacia atrás.

—Es… —dijo, buscando las palabras más adecuadas— el observador del rey.

Dow resopló.

—Pues hoy no se ha limitado a observar, joder. Ese tipo lleva el diablo dentro, y lo digo como un cumplido. Un hombre como él tendría un gran futuro a nuestro lado. Si fuese un hombre del Norte, aparecería en todas las canciones. Puede que incluso fuese rey en vez de observar —aseveró Dow, a la vez que mostraba aquella sonrisa asesina tan propia de él—. Pregúntale si quiere trabajar para mí.

La muchacha abrió la boca para hablar, pero el soldado sin cuello se le adelantó, habló con un acento muy marcado y la vocecita más extraña, aguda y femenina con la que Craw jamás había oído hablar a un hombre.

—Soy feliz donde estoy.

Dow alzó una ceja.

—Por supuesto que sí. Muy feliz. Será por eso que se te da tan bien matar.

—¿Qué pasa con mi amiga? —preguntó la muchacha—. La que fue capturada conmigo.

—No renuncias a ella, ¿eh? —Dow volvió a mostrar los dientes—. ¿Crees que ahora alguien querría aceptarla de vuelta?

La muchacha lo miró directamente a los ojos.

—Yo la quiero de vuelta. ¿No te he conseguido lo que querías?

—Sí, pero ya es demasiado tarde para algunos —Dow recorrió superficialmente con la mirada la carnicería y los cadáveres diseminados sobre la pendiente, respiró hondo y suspiró—. Pero así es la guerra, ¿eh? Tiene que haber perdedores. No sería mala idea que enviáramos unos cuantos mensajeros, para hacerles saber a todos que pueden dejar de pelear y dedicarse a cantar. Sería una lástima que siguieran matándose mutuamente por nada, ¿verdad?

La mujer parpadeó y, acto seguido, volvió a hablar el idioma de la Unión.

—A mi padre le gustaría poder recoger los cadáveres de nuestros muertos.

Pero el Protector del Norte ya se estaba dando media vuelta.

—Mañana. De ahí no se van a mover.

Dow el Negro se encaminó colina arriba y el hombre mayor le dirigió a Finree una leve sonrisa de disculpa antes de seguirlo. Finree respiró hondo, retuvo el aire un instante y después lo dejó escapar.

—Entonces, supongo que ya está.

—La paz siempre resulta algo decepcionante —aseveró su padre—, pero no es menos deseable por ello.

A continuación, inició envaradamente el descenso hacia los Niños, con su hija caminando a su lado.

Una conversación perfectamente olvidable, un par de comentarios jocosos bastante malos que la mitad de las cinco personas ahí reunidas ni siquiera habían entendido y todo había quedado solucionado. La batalla había terminado. La guerra había terminado. ¿No podrían haber mantenido aquella conversación al principio de modo que ahora aquellos hombres —todos aquellos hombres— hubieran seguido vivos? ¿De modo que hubieran conservado sus brazos y piernas? Por muchas vueltas que le diera, Finree no conseguía asimilarlo. Quizá debería haberse sentido enfurecida por aquel descomunal desperdicio de vidas humanas, pero estaba demasiado cansada, demasiado malhumorada por el modo en el que las ropas mojadas le estaban irritando la espalda. Y, al menos, ahora, todo había acabado tras…

Un trueno cruzó el campo de batalla. Un trueno terrible y espantosamente estruendoso. Por un momento, le pareció que debía de haber caído un relámpago sobre los Héroes. Un último y petulante golpe de la tormenta. Después, vio cómo una gigantesca bola de fuego se alzaba en Osrung, tan enorme que le pareció que incluso podía sentir su calor en el rostro. Vio unas motas que salieron despedidas hacia el cielo, seguidas por diversas estelas y espirales. Se dio cuenta de que eran pedazos de edificios. De vigas, de bloques. De hombres. La llama se desvaneció y una gran nube de humo negro ocupó su lugar, inundando el cielo como una cascada a la inversa.

—Hal —musitó, y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, había echado a correr.

—¡Finree! —gritó su padre.

—Yo la seguiré —replicó Gorst.

Finree ignoró a ambos y siguió corriendo colina abajo lo más rápidamente posible mientras los faldones del abrigo de Hal se le enredaban entre las piernas.

—Pero ¿qué…? —murmuró Craw, mientras veía cómo esa columna de humo, que el viento ya arrastraba hacia ellos, ascendía, mientras las llamas naranjas seguían parpadeando a su alrededor, engullendo las ruinas que habían sido unos edificios hasta hacía unos instantes.

—Huy —dijo Dow—. Ésa debía de ser la sorpresa que tenía preparada Ishri. Lo cierto es que su sentido de la oportunidad deja mucho que desear.

Cualquier otro día, Craw podría haberse sentido horrorizado, pero, en aquel momento, le resultó muy difícil. Hay un límite a cuánto puede llegar a lamentarse un hombre y él había sobrepasado el suyo con creces. Tragó saliva y dio la espalda al gigantesco árbol de humo y residuos que extendía sus brazos sobre el valle; acto seguido, prosiguió el dificultoso ascenso en pos de Dow.

—No es que esto pueda calificarse exactamente de victoria —decía éste—, pero, si tenemos en cuenta todo lo que ha ocurrido, tampoco hemos obtenido un mal resultado. Será mejor enviar un mensajero a Reachey para que le diga que deponga las armas. A Tenways y a Calder también, si aún están…

—Jefe —Craw se detuvo en la húmeda pendiente, junto al cadáver boca abajo de un soldado de la Unión. Un hombre ha de hacer lo correcto. Ha de ser leal a su jefe, al margen de sentimientos personales. Era un principio que llevaba respetando toda su vida; además, se suele decir que a un caballo viejo no se le pueden enseñar trucos nuevos.

—¿Sí? —la sonrisa de Dow se desvaneció al ver el rostro de Craw—. ¿A qué viene esa cara?

—Hay una cosa que he de decirte.