Afilado mental

La lluvia caía con estrépito y Calder apenas era capaz de ver más allá de cincuenta pasos. Frente a él, sus hombres se encontraban en una insensata maraña con los de la Unión, entrechocando picas y lanzas mientras se aplastaban los brazos, las piernas y los rostros unos contra otros. Rugían, aullaban y se deslizaban sobre el barro, al mismo tiempo que intentaban agarrar los escurridizos mangos de sus armas, las resbaladizas astas de sus lanzas y el metal ensangrentado, mientras arrastraban a los muertos y a los heridos como si fueran corchos en medio de una inundación o los pisoteaban hasta hundirles en el lodo. De vez en cuando, flechas salían volando, aunque era imposible determinar a qué bando pertenecían, y rebotaban sobre los cascos o chocaban contra los escudos y caían al barrizal.

La tercera zanja, o lo que Calder podía ver de ella, se había convertido en una marisma de pesadilla en la que diablos cubiertos de fango se apuñalaban y golpeaban a una velocidad ralentizada. La Unión había conseguido atravesarla por varios lugares. En más de una ocasión, habían saltado el muro y sólo habían logrado expulsarlos gracias a los desesperados esfuerzos realizados por parte de Ojo Blanco y su cada vez más numeroso grupo de combatientes heridos.

Calder tenía la garganta en carne viva de tanto gritar y ni aun así conseguía que alguien lo oyese. Todos los hombres capaces de sostener un arma estaban luchando y, aun así, la Unión persistía en su asalto, una oleada tras otra, sin dejar de avanzar. No tenía ni idea de dónde se había metido Pálido como la Nieve. A lo mejor estaba muerto. Como tantos otros. En un combate cuerpo a cuerpo como aquél, con el enemigo tan cerca como para escupirte a la cara, nadie podía sobrevivir mucho tiempo. Los hombres no están hechos para soportar algo así. Antes o después, uno de los bandos cedería y, como una presa al derrumbarse, se disolvería de inmediato. Y ese momento ya no estaba muy lejos. Calder podía percibirlo. Miró nerviosamente a sus espaldas. Divisó a un par de heridos y un par de arqueros. Más allá, pudo atisbar la desdibujada silueta de la granja donde se hallaba su caballo. Probablemente, no fuese demasiado tarde para…

Unos hombres estaban saliendo a gatas del foso situado a su izquierda y se dirigían hacia él. Por un momento, pensó que eran sus hombres, que habían decidido hacer lo más sensato: correr para salvar el cuello. Después, sintió un escalofrío al darse cuenta de que bajo aquella mugre sólo había soldados de la Unión, que se estaban colando a través de un flanco desprotegido.

Permaneció con la boca abierta mientras se abalanzaban sobre él. Ya era demasiado tarde como para echarse a correr. El hombre que les dirigía había llegado a su lado. Era un oficial de la Unión que había perdido el casco y llevaba la lengua fuera mientras jadeaba para recobrar el aliento. El oficial blandió una espada embarrada y Calder se apartó de un salto y cayó en mitad de un charco. Consiguió bloquear el siguiente golpe y sintió cómo el entumecedor impacto retorcía la espada que sostenía entre sus manos y le provocaba un calambre que le recorrió todo el brazo hasta llegar al hombro.

Quiso gritar de un modo varonil, pero lo único que acertó a decir fue:

—¡Socorro! ¡Joder! ¡Ayuda! —exclamó de un modo tan ronco y agotado que nadie pudo oírle. O, si alguien lo escuchó, le importó una mierda, pues todos seguían luchando por sus vidas.

Nadie podría haber adivinado que cuando Calder había sido un muchacho lo obligaban a salir cada mañana al patio a practicar con la lanza y la espada. No recordaba nada de lo que había aprendido por aquel entonces. Agarró su arma con las dos manos y la movió como una anciana sacudiría su escoba para espantar a una araña, con la boca completamente abierta y los ojos tapados por su cabello mojado. Debería haberse cortado el maldito…

Jadeó cuando la espada del oficial saltó nuevamente hacia él. Entonces, se le enredó el tobillo con algo y perdió el equilibro, intentó agarrarse a la nada y acabó cayendo de culo. Había tropezado con una de las banderas robadas. Qué ironía. Sus caladas botas estirias alzaron barro en todas direcciones mientras intentaba retroceder. El oficial dio un paso con aire cansado y alzó su espada; después, profirió un gemido y cayó de rodillas. Su cabeza rodó hacia un lado y su cuerpo se desplomó sobre el regazo de Calder, lanzando chorros de sangre mientras éste jadeaba, escupía y parpadeaba.

—Se me ha ocurrido venir a echarte una mano.

Quien apareció tras el soldado, espada en mano, no era sino Brodd Tenways, con una desagradable sonrisa dibujada en su cara enrojecida y la cota de malla reluciente por mor de la lluvia. Nunca hubiera podido imaginarse que ese hombre le salvaría la vida.

—No podía dejar que te llevases toda la gloria, ¿verdad?

De una patada Calder se quitó de encima el cuerpo que chorreaba sangre y se levantó torpemente.

—¡Una parte de mí se siente tentada a mandarte a tomar por culo!

—¿Y qué piensa la otra parte de ti?

—La otra parte de mí está cagada de miedo —no hablaba en broma. No le habría sorprendido lo más mínimo que la siguiente cabeza cercenada por la espada de Tenways fuese la suya.

Pero Tenways sólo le ofreció una sonrisa de dientes podridos.

—Puede que sea la primera cosa sincera que te oigo decir en la vida.

—Probablemente, tengas razón.

Tenways asintió en dirección a aquella maraña de hombres.

—¿Vienes?

—Coño, claro —Calder se preguntó por un momento si debía cargar corriendo, rugiendo como un demente, para cambiar el curso de la batalla. Eso es lo que habría hecho Scale. Pero si obraba así, no estaría aprovechando sus puntos fuertes. El entusiasmo que había sentido al ver aniquilada a la caballería hacía tiempo que lo había abandonado, dejándole empapado, frío y exhausto. Fingió una mueca de dolor al dar un paso y se agarró una rodilla—. ¡Ah! ¡Mierda! Ya os alcanzaré.

Tenways sonrió ampliamente.

—Por supuesto. ¿Por qué no ibas a hacerlo? ¡Venid conmigo, cabrones! —gritó mientras conducía una formación en cuña de ceñudos Carls hacia el hueco abierto entre las líneas y nuevos refuerzos descendían de un salto el muro a su izquierda, añadiendo su peso al reñido combate.

La lluvia estaba amainando. Calder pudo ver, por fin, un poco más lejos y, para su gran alivio, tuvo la impresión de que la llegada de Tenways quizá hubiera desequilibrado la balanza en su favor. Era posible. Pero bastaba con que llegasen unos cuantos más soldados de la Unión para que todo volviera a desmoronarse. El sol se asomó entre las nubes por un instante, creando un débil arco iris que se curvó sobre la ondulante masa de metal empapado a la derecha y rozó suavemente la ladera desnuda que se extendía más allá, así como el pequeño muro que la coronaba.

¿Durante cuánto tiempo más se iban a limitar a seguir sentados sin hacer nada aquellos cabrones al otro lado del arroyo?