Sangre

—¡Ya vienen!

Eso Beck ya lo sabía, pero los Héroes estaban tan abarrotados de combatientes que poco más podía saber sobre qué ocurría. Pieles mojadas, armaduras empapadas y armas resplandecientes por la lluvia, rostros malhumorados sobre los que corría el agua. Las mismas piedras eran sombras veteadas, fantasmas tras un bosque de lanzas dentadas. Podían oírse los susurros húmedos de las gotas sobre el metal. El estruendo metálico del acero resonando por las laderas y los gritos de batalla amortiguados por el aguacero.

La multitud sufrió un fuerte empujón y Beck se vio levantado, pataleando sobre el vacío y acabó cayendo sobre una masa de hombres que se revolvían, gritaban y lanzaban puñetazos. Le llevó un momento darse cuenta de que no eran el enemigo, pero había armas de sobra apuntando en todas direcciones y no les hacía falta ser de la Unión para que se te acabaran clavando en las pelotas. Al fin y al cabo, no había sido una espada de la Unión la que había matado a Reft.

Alguien le dio un codazo en la cabeza y se tambaleó hacia un lado; a continuación, recibió otro golpe que le hizo caer de rodillas y alguien le pisó la mano que se hundió en el barro. Se levantó apoyándose en un escudo con una cabeza de dragón pintada, cuyo propietario no pareció demasiado complacido. Era un hombre barbudo que le estaba gritando. Pero el fragor de la batalla era más fuerte. Los hombres luchaban por alejarse o por avanzar. Algunos se agarraban las heridas, de las que manaba una sangre que adquiría un color rosa al mezclarse con la lluvia, otros agarraban sus armas, completamente empapados y enloquecidos de rabia y miedo.

Por los muertos, quería escapar de ahí. No estaba seguro de si estaba llorando o no. Lo único que sabía es que no podía volver a caerse. Craw había dicho que tenía que ser leal y permanecer junto a sus compañeros, ¿verdad? Que debía ser leal a su jefe y permanecer junto a él. Parpadeó mientras observaba la tormenta y vislumbró el estandarte de Dow el Negro aletear calado por la lluvia. Sabía que Craw debía de estar cerca. Se abrió paso hacia allí entre aquellos cuerpos que se empujaban mutuamente, resbalando sobre el barro pisoteado. Le pareció ver fugazmente el rostro de Drofd, que rugía sin parar. De repente, oyó un grito y una lanza se le echó encima, aunque no con gran rapidez. Apartó la cabeza a un lado, todo lo lejos que pudo, estirándose con todas sus fuerzas, y la punta le rozó la oreja. Alguien gimoteó junto a su otro oído y cayó sobre él. Notó algo cálido en el hombro. Escuchó gruñidos y gorgoteos. Sintió cómo un líquido ardiente le bajaba por el brazo. Jadeó y meneó los hombros para quitarse el cadáver de encima, que cayó al fango.

La multitud sufrió otra embestida y Beck se vio arrastrado hacia la izquierda, permaneció boquiabierto mientras se esforzaba por mantenerse erguido. Una lluvia caliente le salpicó en la mejilla. El hombre que tenía delante desapareció bruscamente y Beck se encontró parpadeando frente a un espacio abierto. Frente a una franja de barro, cubierta por cadáveres despatarrados, charcos y lanzas rotas.

Al otro lado de la franja se hallaba el enemigo.

Dow rugió algo sobre su hombro, pero Craw no pudo oírle. Apenas era capaz de oír nada sobre el murmullo de la lluvia y el clamor de las rudas voces, tan atronadoras como una tormenta. Ya era demasiado tarde para dar órdenes. Llega un momento en que un hombre debe conformarse con las que ya ha dado y confiar en que sus hombres harán lo correcto y lucharán. Le pareció ver la empuñadura del Padre de las Espadas asomar entre las lanzas. Debería haber permanecido junto a su docena. Debería haber sido fiel a sus compañeros. ¿Por qué había aceptado ser el segundo de Dow? Quizá porque en otro tiempo había sido el segundo de Tresárboles y, por algún motivo, había pensado que, si recuperaba el puesto que había tenido, el mundo volvería a ser como antes. No era más que un viejo necio que se aferraba a los fantasmas del pasado. Ahora ya era demasiado tarde. Debería haberse casado con Colwen cuando había tenido la oportunidad. Tendría que habérselo propuesto, al menos. Debería haberle dado la oportunidad de rechazarle.

Cerró los ojos un momento y respiró el aire frío y húmedo. «Debería haber seguido siendo carpintero», susurró. Pero la espada había sido la opción más fácil. Para trabajar la madera se necesitan todo tipo de herramientas: formones y sierras, hachas grandes y pequeñas, martillos y clavos, leznas y lijas. Pero para ser un guerrero sólo necesitas dos. Un filo y la voluntad de matar. Aunque Craw no estaba seguro de seguir poseyendo esa voluntad de matar. Apretó el puño con fuerza alrededor de la empapada empuñadura de su espada. El fragor de la batalla era cada vez más intenso y se fundía en sus oídos con el rugido de su respiración, con el rugido de su corazón. Hay cosas que no se pueden cambiar. Entonces, apretó los dientes y abrió los ojos de golpe.

La multitud se partió en dos como un tronco en una serrería y la Unión penetró como un enjambre por el hueco abierto. Un adversario se abalanzó sobre Craw antes de que éste pudiera blandir su espada. Sus escudos entrechocaron y sus pies se deslizaron sobre el barro. Craw vio fugazmente un semblante enfurecido y consiguió inclinar su escudo hacia delante de tal modo que el reborde de metal se hundiese en la nariz de su oponente. Después, empujó hacia arriba, entre gemidos y gorgoteos. Tiró de la agarradera del escudo con todas sus fuerzas y lo golpeó con él, se lo clavó, mientras gruñía y escupía, hasta hundirlo en la cabeza de aquel tipo. Se le enganchó en la hebilla del casco de su rival y casi se lo arrancó. Craw intentó liberar su espada. Súbitamente, una hoja pasó silbando a su lado y se llevó un buen pedazo de la cara del soldado. Éste dejó de oponer resistencia y Craw resbaló sobre el lodo.

Dow el Negro blandió su hacha y clavó el lado de la pica sobre el casco de algún adversario, atravesándolo por completo. La dejó enterrada en la cabeza del cadáver mientras éste caía de espaldas con los brazos en cruz.

Un hombre del Norte manchado de barro se encontraba ensartado con una lanza y se aferraba con uno de los brazos a ella mientras movía su martillo de guerra de un lado a otro inútilmente. Tenía la mano de un enemigo en su rostro, lo que lo obligaba a alzar la cabeza mientras se esforzaba por ver algo entre los huecos que dejaban los dedos.

Un soldado de la Unión se dirigió hacia Craw. Alguien le puso la zancadilla y cayó sobre una rodilla en medio del lodo. Craw le golpeó en la nuca con la empuñadura de la espada y le abolló el casco. Lo volvió a golpear y le hizo caer de bruces. Mientras profería diversas maldiciones, lo volvió a golpear una y otra vez hasta enterrar su cara en el barro.

Escalofríos, con una sonrisa dibujada en la cara, machacó a un enemigo con su escudo. La lluvia hacía que su enorme cicatriz se enrojeciera, dando así la impresión de que era una herida reciente. La guerra lo vuelve todo del revés. Hombres que son una amenaza en tiempos de paz pasan a ser tu mejor esperanza tan pronto como el acero reluce.

Un cadáver bailaba de atrás adelante y de adelante atrás al compás de las patadas. La sangre se arremolinaba en los charcos de agua turbia. Un mandoble del Padre de las Espadas partió a alguien en dos igual que un cincel partiría la talla de un hombre. Craw volvió a agazaparse tras su escudo para protegerse de la lluvia de sangre que cayó sobre él como una neblina de gotas.

Las lanzas empujaban en todas direcciones como una masa desquiciada, traqueteante y resbaladiza. La punta de una resbaló lentamente sobre la madera hasta encontrar una mano, que atravesó y clavó contra un pecho, empujando a su dueño hacia el suelo, a la vez que éste negaba con la cabeza, no, no, e intentaba quitarse de encima la lanza con la otra mano mientras unas despiadadas botas lo pisoteaban.

Craw desvió un lanzazo con el escudo y asestó un mandoble con su espada, acertando a su oponente bajo la mandíbula, cuya cabeza giró violentamente entre un borboteo de sangre y un graznido que sonó igual que la primera nota de una canción que le resultaba conocida.

Tras él, pudo divisar a un oficial de la Unión que llevaba la armadura más hermosa que Craw había visto en su vida, estaba grabada por completo con relucientes diseños dorados. Aquel hombre estaba golpeando a Dow el Negro con una espada embarrada y había conseguido ponerle de rodillas. Uno debe ser leal a su jefe y permanecer junto a él. Craw acudió en ayuda de su jefe rugiendo y hundió un pie en un charco, lo cual provocó que salpicara toda el agua enfangada. Golpeó demencialmente aquel maravilloso peto y abrió una grieta en mitad de aquella obra de arte, obligando a su portador a retroceder tambaleante. Craw avanzó de nuevo y ensartó al hombre de la Unión justo en el momento en que éste se volvía. Su hoja penetró hasta rozar la parte inferior de la armadura y atravesó al oficial, quien se derrumbó de espaldas.

Craw pugnó por recuperar su espada. Tenía la mano y el brazo cubiertos de sangre caliente y pegajosa. Se vio obligado a sostener a aquel cabrón mientras retorcía la hoja para poder extraerla, mientras daban tumbos juntos en el lodo en un mortal abrazo. Craw sintió cómo la rala barba del oficial le raspaba la mejilla, así como su aliento en el oído, y, en ese momento, se dio cuenta de que nunca había llegado a estar tan cerca de Colwen. Hay cosas que no se pueden cambiar, ¿eh? Hay cosas que…

Con desear no siempre es suficiente, y por mucho que Gorst lo desease, no iba a poder llegar hasta ellos. Había demasiados rivales entre medias. Para cuando logró cortarle una pierna al último y pudo arrojarlo a un lado, aquel anciano ya le había atravesado las tripas a Jalenhorm. Gorst pudo ver la punta ensangrentada de la espada asomar bajo el reborde dorado de su peto salpicado por la lluvia. Mientras el hombre del Norte intentaba extraer la hoja de su cuerpo, el general adoptó una expresión de lo más extraña. Casi parecía una sonrisa.

Se ha redimido.

El viejo hombre del Norte se volvió al oír el aullido de Gorst y abrió los ojos como platos mientras alzaba su escudo. El acero lo cortó profundamente, astillando su madera, retorciendo el asidero contra el brazo de su dueño, golpeándole la cabeza contra el reborde metálico y arrojándolo desconcertado a un lado.

Gorst dio un paso adelante para terminar el trabajo, pero, una vez más, volvía a haber alguien en su camino. Como siempre. Era poco más que un muchacho y blandía un hacha a la vez que gritaba. Lo de costumbre, probablemente: muere, muere, bla, bla, bla. Gorst se sentiría feliz de morir, por supuesto. Pero no porque le resulte conveniente a este necio. Echó la cabeza a un lado, dejó que el hacha rebotara inofensivamente en su hombrera y giró sobre sí mismo barriendo el aire en horizontal con su espada. El muchacho intentó desesperadamente bloquear el golpe, pero la pesada hoja le arrebató el hacha de la mano y le abrió la cabeza, sus sesos salieron volando.

Súbitamente, la punta de una espada susurró junto a él y Gorst se echó hacia atrás tanto como se lo permitió su cintura. Sintió una corriente de aire en la mejilla y una persistente molestia bajo el ojo. Un espacio se había abierto entre aquella masa de hombres aulladores. La batalla había dejado de ser un enfrentamiento entre dos fuerzas para convertirse en una maraña de grupos que combatían torpemente en el mismo centro de los Héroes. Todo concepto de frentes, tácticas, direcciones, órdenes e incluso de bandos se había desvanecido como si nunca hubiesen existido. Adiós muy buenas, total, sólo sirven para confundir las cosas.

Por algún motivo, un hombre del Norte semidesnudo lo estaba esperando ahí delante. Aquel tipo sostenía la espada más grande que Gorst había visto en su vida. Y he visto muchas. Era absurdamente larga, como si hubiese sido forjada para un gigante. El metal relucía bajo la lluvia y tenía una única letra estampada cerca de la empuñadura.

Aquel hombre del Norte parecía salido de un cuadro pintoresco pintado por un artista que nunca hubiese visto un campo de batalla. Pero la gente de aspecto ridículo puede ser igual de letal que la que posee una voz ridícula, y Gorst había perdido toda su arrogancia entre toses en el humo de la Casa del Ocio de Cardotti. Un hombre debe afrontar cada pelea como si fuera la última. ¿Será ésta mi última batalla? Eso espero.

Retrocedió un paso, con suma cautela, mientras aquel hombre movía el codo para preparar un golpe lateral. Gorst giró su escudo para detenerlo y preparó su acero para lanzar el contraataque. Pero, en vez de blandir la espada, el hombre del Norte se abalanzó sobre él y usó la enorme hoja a modo de lanza, cuya punta superó el extremo del escudo de Gorst y fue a impactar contra su peto, haciéndole trastabillar. Una finta. El instinto le empujaba con fuerza a contraatacar, pero se obligó a mantener los ojos clavados en la hoja y a estudiar su trayectoria curva a través de la lluvia, seguida por un arco de gotas brillantes.

Gorst se echó a un lado y la gran espada pasó siseando junto a él, alcanzándolo en la armadura a la altura del codo, de la que hizo saltar una pieza. De inmediato, Gorst ya estaba lanzando una estocada, pero la punta de su acero sólo cortó la lluvia, ya que su oponente semidesnudo acababa de driblarle. Gorst echó los brazos hacia atrás para lanzar un salvaje mandoble a la altura de la cabeza, pero su adversario lo evitó, agachándose ágilmente, y levantó su enorme espada con sorprendente velocidad en el momento justo en el que el acero de Gorst descendía. Sus hojas chocaron con tal estrépito que les dejó adormecidos los dedos. Acto seguido, se separaron, vigilantes. El hombre del Norte tenía su mirada clavada serenamente en Gorst, a pesar de la persistente lluvia.

Tal vez su arma pareciese un accesorio teatral sacado de una mala comedia, pero aquel hombre no era ni mucho menos un bufón. La posición, el equilibrio y el ángulo de esa larga hoja le proporcionaban todo tipo de opciones tanto en defensa como en ataque. Uno difícilmente encontraría descrita su técnica en el manual de esgrima de Rubiari, pero, por otra parte, tampoco aparecería semejante espada en ese libro. En cualquier caso, ambos somos maestros de la espada.

Antes de que Gorst se pudiera mover, un soldado de la Unión se interpuso vacilante entre ellos, se encontraba doblado sobre sí mismo por una herida en el estómago y tenía las manos llenas de su propia sangre. Presa de la impaciencia, Gorst lo apartó con un golpe de su escudo y saltó hacia el hombre del Norte semidesnudo, combinando una estocada y un mandoble, pero éste esquivó la estocada y detuvo el mandoble con mayor rapidez de la que Gorst hubiera sospechado posible, teniendo en cuenta el peso que su rival estaba manejando. Gorst fintó a la derecha, después a la izquierda y, por último, lanzó un ataque bajo. Pero el hombre del Norte estaba preparado para esa maniobra y se apartó de un salto. El acero de Gorst rozó el suelo y le cortó de un tajo la pierna a otro combatiente, que se derrumbó con un alarido. No haberte puesto en medio, estúpido.

Gorst se recuperó justo a tiempo para ver cómo aquella gran espada se abalanzaba sobre él y, al instante, se agachó jadeando. La hoja se estampó contra su escudo, dejando una enorme abolladura en el ya maltratado metal y doblándolo con fuerza sobre el antebrazo de Gorst, de tal modo que acabó empujando su propio puño contra su boca. Pero no perdió pie. Tomó impulso, saboreando la sangre, y empujó con su escudo al hombre del Norte, apartándolo a la vez que lanzaba un mandoble del revés seguido de otro del derecho, el primero por arriba, el segundo por abajo. El hombre del Norte logró esquivar el alto, pero el bajo lo alcanzó en la pierna con la punta, de modo que brotó la sangre y la rodilla cedió. Punto para mí. Y, ahora, a terminar con esto.

Gorst extendió el brazo dispuesto a lanzar un revés, pero, entonces, intuyó que algo se movía en el límite de su campo visual, por lo que cambió el ángulo de su mandoble y trazó rugiendo un arco más extenso, golpeando así a un Carl en el lateral de su casco con tanta fuerza que su adversario salió despedido y cayó boca abajo sobre una maraña de lanzas. Gorst se volvió de inmediato blandiendo su acero como una guadaña, pero el hombre del Norte lo esquivó, rodando con la agilidad de una ardilla, y volvió a levantarse completamente en guardia mientras la espada de Gorst lanzaba salpicaduras de agua sucia a su lado.

En cuanto volvieron a encontrarse frente a frente, Gorst se dio cuenta de que estaba sonriendo, en mitad de la empantanada pesadilla en la que se había convertido aquella batalla. ¿Cuándo fue la última vez que me sentí así de vivo? ¿Acaso alguna vez me había sentido así? Su corazón bombeaba fuego, sintió un cosquilleo en la piel al notar las gotas de lluvia sobre ella. Todas las decepciones, todas las vergüenzas y todos los fracasos que he sufrido no son nada ahora. Cada nimio detalle destacaba como una llama en mitad de la negrura, cada momento se prolongaba toda una era, cada movimiento, hasta el más minúsculo, suyo o de su oponente, era una historia en sí mismo. Sólo cabe vencer o morir. Mientras Gorst se sacudía del brazo el destrozado escudo y lo arrojaba al barro, el hombre del Norte le devolvió la sonrisa y asintió. Y nos reconocemos el uno al otro, y nos comprendemos mutuamente, y nos encontramos como iguales. Como hermanos. Había respeto entre ellos, pero no habría misericordia. La menor vacilación por parte de cualquiera de los dos sería tomada un insulto a las habilidades del otro. Gorst devolvió el saludo, pero, antes incluso de haberlo completado, ya se estaba abalanzando sobre su contrincante.

El hombre del Norte detuvo la espada con su enorme acero, pero Gorst tenía la otra mano libre y hundió uno de sus puños enguantados entre las costillas desnudas de su enemigo, al que empujó trastabillando y gruñendo hacia un lado. Gorst dirigió otro puñetazo castigador hacia su rostro, pero su rival lo esquivó. De improviso, el pomo de la gran espada pareció de la nada y Gorst apenas tuvo tiempo de retirar la barbilla para que la bola de metal no impactase contra su nariz por un milímetro. Alzó la mirada y pudo ver cómo el hombre del Norte saltaba hacia él, con la espada bien alzada y dispuesto a hundirla en su cuerpo. Gorst obligó a sus doloridas piernas a tensarse una vez más, agarró su arma con ambas manos y detuvo la larguísima hoja con la suya. El metal chirrió y el filo gris mordió su acero forjado por Calvez, de cuya hoja extrajo una brillante viruta gracias a su filo imposiblemente cortante.

Gorst se vio empujado hacia atrás por la fuerza del impacto, aunque logró detener la enorme espada a corta distancia de su cara, al mismo tiempo que clavaba su mirada sobre el filo empapado y bizqueaba. Consiguió hacer palanca con los talones apoyándose en un cadáver y logró detener así el empuje de su adversario. Intentó hacerle perder el equilibrio mediante una patada, pero su rival bloqueó el golpe con su rodilla y se acercó aún más, estrechando su abrazo. Ambos jadearon y se escupieron mutuamente a la cara, entrelazados, a la vez que frotaban y hacían chirriar sus espadas mientras intentaban desequilibrarse mutuamente, mientras retorcían las empuñaduras hacia un lado y otro, mientras forzaban un músculo u otro, buscando ambos desesperadamente una minúscula ventaja, sin que ninguno fuese capaz de hallarla.

Es un momento perfecto. Gorst no sabía nada sobre aquel hombre, ni siquiera su nombre. Pero, aun así, compartimos un vínculo mucho más estrecho que el de unos amantes, porque compartimos esta sublime esquirla de tiempo. Donde se enfrentaban el uno al otro. Enfrentados a la muerte, que siempre es el tercer convidado en nuestras pequeñas fiestas. Sabedores de que todo podría acabar en un instante. Victoria y derrota, gloria y olvido, se hallaban en perfecto equilibrio.

Es un momento perfecto. Y aunque estaba luchando hasta con la última fibra de su ser para ponerle punto final, Gorst deseó que pudiese prolongarse eternamente. Nos uniremos a esas piedras, seremos otros dos Héroes que se sumarán al círculo, inmovilizados para siempre en este combate, y la hierba crecerá a nuestro alrededor, seremos un monumento a la gloria de la guerra, a la dignidad del combate cuerpo a cuerpo, un eterno duelo de campeones sobre el noble campo de…

—Oh —dijo el hombre del Norte. Y ya no sintió más presión. Las hojas se separaron. Retrocedió tambaleante bajo la lluvia, parpadeando en dirección hacia Gorst y, después, miró hacia abajo, con la boca abierta conformando una mueca estúpida. Seguía sosteniendo su gran espada en una mano, cuya punta arrastraba sobre el barro, dejando un surco acuoso a su paso. Alzó la otra mano para tocar suavemente la lanza que asomaba a través de su pecho, sobre cuyo astil ya corría la sangre.

—Esto no me lo esperaba —afirmó el hombre del Norte. Después, cayó como una piedra.

Gorst permaneció inmóvil, frunciendo el ceño. Tenía la impresión de que había pasado un largo rato, aunque probablemente sólo había transcurrido un instante. No había manera de adivinar de dónde había salido esa lanza. Estamos en una batalla. Hay muchas lanzas por ahí. Dejó escapar un suspiro. En fin. El baile continúa. El viejo que había matado a Jalenhorm estaba revolcándose en el barro a apenas un paso y un mandoble de distancia.

Gorst dio un paso, alzando su acero mellado.

Entonces, una explosión de luz invadió su cabeza.

Beck lo había visto todo a través de los cuerpos en movimiento, había recibido empujones y golpes por todas partes y se sintió completamente entumecido por el terror. Vio a Craw caer y rodar por el fango. Vio a Drofd pasar sobre él y recibir un tajo. Vio a Whirrun pelear contra aquel toro enloquecido que iba vestido con un uniforme de la Unión, contra el que libró un combate que sólo pareció durar un par de momentos salvajes, demasiado rápidos como para que fuese capaz de seguirlos. Vio caer a Whirrun.

Recordó el momento en que Craw le había señalado delante de todos los Carls de Dow. En que lo había señalado como un ejemplo a seguir. Entonces, un hombre se derrumbó chillando frente a él, abriendo así un hueco. Limítate a hacer lo correcto. Sé leal a tu jefe. No pierdas la cabeza. Mientras el hombre de la Unión daba un paso hacia Craw, Beck dio un paso hacia el hombre de la Unión por el lado que éste no podía ver.

Haz lo correcto.

En el último momento, giró la muñeca, de modo que fue la parte roma de la espada de Beck la que le golpeó en la sien y le hizo caer rodando entre el lodo. Y eso fue lo último que pudo ver Beck antes de que el furor de las pisadas, la maraña de armas y los rostros rugientes reaparecieran frente a él.

Craw parpadeó y meneó la cabeza. Después, mientras notaba cómo el vómito se le acumulaba al fondo de la garganta, decidió que eso no le iba a servir para nada. Rodó sobre sí mismo, gimiendo como los mismísimos muertos en el infierno.

Su escudo estaba hecho una ruina, toda la madera estaba astillada y el reborde ensangrentado se encontraba deformado sobre su brazo palpitante. Lo arrastró hasta quitárselo. Acto seguido, se limpió la sangre que le cubría un ojo.

Bum, bum, bum, prosiguió escuchando en su cráneo, como si alguien le estuviera clavando un enorme clavo en él. Al margen de eso, reinaba un extraño silencio. Al parecer, los hombres del Norte habían expulsado de la colina a la Unión. O quizá fuera al revés. Craw se dio cuenta de que apenas le importaba el resultado de la batalla. El retumbar de pies se oía ahora a lo lejos y la cumbre se había convertido en un mar sanguinolento y embarrado de desechos, muertos y heridos, amontonados en el suelo como hojas otoñales, mientras los Héroes proseguían su misma inútil vigía de siempre sobre todo lo acaecido.

—Oh, mierda —Drofd estaba tirado a uno o dos pasos de distancia, con su pálido rostro vuelto hacia él. Craw intentó levantarse y sintió de nuevo unas terribles ganas de vomitar. Así que prefirió acercarse a gatas hasta él, arrastrándose sobre el fango—. Drofd, ¿estás bien? Tienes… —el otro lado del cráneo del muchacho había desaparecido. Craw no supo dónde acababa el amasijo negro que brotaba de su interior y dónde comenzaba el amasijo negro que yacía desparramado por el exterior. Entonces, le dio unas palmaditas a Drofd en el pecho—. Oh, mierda —repitió. No sabía qué otra cosa decir.

Whirrun sonrió mientras se arrastraba hacia él, con los dientes rosados por la sangre.

—Craw. ¡Eh! Me levantaría si pudiera, pero… —alzó la cabeza para observar la punta de lanza—. Estoy jodido.

Craw había visto a lo largo de su vida muchas heridas y supo de inmediato que aquélla no tenía remedio.

—Ya —Craw se sentó lentamente y colocó las manos sobre su regazo, le parecieron tan pesadas como yunques—. Supongo.

—Shoglig sólo me contó un montón de tonterías. Esa vieja zorra no sabía cuándo iba a morir. Si llego a saber esto, me habría puesto una armadura —Whirrun profirió un sonido a medio camino entre una tos y una risa; después, esbozó una mueca de dolor, tosió, volvió a reír y esbozó otra mueca—. Joder, duele. Quiero decir, que uno sabe que no puede ser de otro modo, pero… joder, duele de verdad. Supongo que de todas formas me has mostrado mi destino, ¿eh, Craw?

—Eso parece —aunque desde el punto de vista de Craw, no era un gran destino. Nadie que pudiese elegir lo habría escogido.

—¿Dónde está el Padre de las Espadas? —gruñó Whirrun, intentando revolverse para buscarla.

—¿Qué más da? —la sangre seguía goteando sobre uno de los párpados de Craw, lo cual lo obligaba a cerrar los ojos.

—Tengo que legársela a alguien. Son las reglas. Igual que Daguf Col me la pasó a mí y Yorweel la Montaña se la pasó a él, y creo que… ¿Fue Cuatro Caras quien la tuvo antes? Se me olvidan los detalles.

—Está bien —Craw se inclinó sobre él, a pesar de que la cabeza todavía le palpitaba, desenterró la empuñadura del barro y la presionó contra la mano de Whirrun.

—¿A quién quieres que se la dé?

—¿Te asegurarás de cumplir mi voluntad?

—Me aseguraré de ello.

—Bien. No hay muchas personas en las que confiaría que hiciesen lo que te voy a pedir, pero tú eres un hombre de honor, Craw, como todo el mundo dice siempre. Un hombre de honor —Whirrun le sonrió—. Entiérrala.

—¿Eh?

—Entiérrala conmigo. En otro tiempo pensé que era una bendición y una maldición. Pero, en realidad, sólo es una maldición y no pienso condenar a otro pobre desgraciado a soportar esta pesada carga. En otro tiempo pensé que era una recompensa y un castigo. Pero ésta es la única recompensa que pueden obtener los hombres como nosotros —en ese instante, Whirrun señaló con la barbilla la ensangrentada lanza—. Esto o… vivir lo suficiente para convertirse en alguien del que no merece la pena hablar. Húndela en el barro, Craw —entonces, hizo una mueca mientras depositaba la empuñadura sobre la mano lacia de Craw y lo obligaba a cerrar sus sucios dedos en torno a ella.

—Lo haré.

—Al menos, no tendré que seguir acarreándola. ¿Has visto lo que pesa la condenada?

—Toda espada es un lastre. Los hombres no se dan cuenta cuando las toman. Además, no hacen más que ganar peso con el paso del tiempo.

—Sabias palabras —por un momento Whirrun le mostró sus dientes ensangrentados—. Debería haber pensado algunas sabias palabras para esto. Unas palabras que humedecieran los ojos del pueblo. Algo digno de ser recordado en las canciones. Pero pensaba que todavía me quedaban años. ¿Se te ocurren algunas?

—¿Algunas qué? ¿Palabras?

—Sí.

Craw negó con la cabeza.

—Nunca se me han dado bien. En cuanto a las canciones… me parece que los bardos se limitan a inventárselas.

—Me parece que así es, qué cabrones —Whirrun parpadeó, con la mirada clavada más allá del rostro de Craw, en el cielo. La lluvia por fin comenzaba a remitir—. Sale el sol, al fin —entonces, meneó la cabeza, todavía sonriendo—. ¿Qué te parece? Shoglig no me dijo más que un montón de tonterías.

A continuación, se quedó inmóvil.