La tiranía de la distancia

—¡No veo absolutamente nada! —masculló el padre de Finree, quien se adelantó un paso y volvió a mirar por su catalejo, presumiblemente con el mismo resultado que antes—. ¿Y usted?

—No, señor —gruñó uno de sus subalternos, de manera muy poco servicial.

Habían presenciado la prematura carga de Mitterick sumidos en un atónito silencio. Después, mientras la primera luz del día se había extendido sobre el valle, habían observado el inicio del avance de Jalenhorm. Luego, había llegado la lluvia. Primero, Osrung había desaparecido tras una cortina gris a la derecha, después el Muro de Clail a la izquierda, luego el Puente Viejo y la posada sin nombre en la que Finree casi había encontrado la muerte el día anterior. Ahora incluso los bajíos eran unos fantasmas casi olvidados. Todos los presentes guardaban silencio, paralizados por la preocupación, intentando distinguir los sonidos que ocasionalmente les llegaban desde la distancia, por encima del húmedo susurro de la lluvia. Pues a juzgar por lo que podían ver ahora, bien podía no estar teniendo lugar batalla alguna.

El padre de Finree recorrió la estancia de un lado a otro, moviendo los dedos como si fuese a agarrar algo. Entonces, se detuvo junto a ella, con la mirada perdida en aquella masa acuosa gris.

—A veces, pienso que no hay ninguna persona que se sienta más impotente en el mundo que un comandante en jefe en el campo de batalla —musitó.

—Quizá la hija de ese comandante se sienta aún peor.

Su padre le dedicó una sonrisa muy tensa.

—¿Estás bien?

Finree pensó en devolverse la sonrisa, pero renunció a ello.

—Estoy bien —mintió, de manera bastante evidente. Aparte del dolor que sentía en el cuello cada vez que movía la cabeza, en el brazo cada vez que utilizaba la mano y en el cráneo a todas horas, seguía teniendo una preocupación constante y sofocante. Una y otra vez, se sobresaltaba y rebuscaba con la mirada a su alrededor, como un avaro que hubiera perdido la cartera, pero sin tener ni idea de qué estaba buscando—. Además, tienes cosas mucho más importantes de las que preocuparte.

Como para demostrar que tenía razón, su padre ya se estaba alejando a zancadas para recibir a un mensajero que se acercaba a caballo proveniente del este.

—¿Qué noticias trae?

—¡El coronel Brock informa de que sus hombres han comenzado el ataque contra el puente en Osrung! —entonces, Hal debía de hallarse ya en plena lucha. Dirigiendo el ataque desde primera línea, sin duda. Finree notó que sudaba más que nunca bajo la ropa. La humedad del sudor se venía a sumar a la humedad que se filtraba por el abrigo de Hal en un crescendo de incomodidad—. El coronel Brint, mientras tanto, dirige un asalto contra esos salvajes que ayer… —en ese instante, reparó en la presencia de Finree y lo dominaron los nervios—. Contra esos salvajes.

—¿Y? —preguntó su padre.

—Eso es todo, Lord Mariscal.

Kroy esbozó una mueca de contrariedad.

—Gracias. Por favor, tráiganos más noticias tan pronto como sea posible.

El mensajero saludó, obligó a su caballo a dar la vuelta y cabalgó hasta perderse bajo la lluvia.

—Sin duda alguna, la aportación de su esposo al asalto será tremendamente notable —comentó Bayaz, quien se hallaba junto a ella, apoyado en su bastón y con la calva reluciente por la humedad—. Estará dirigiendo una carga frontal al estilo de Harod el Grande. ¡Sí, es un héroe de nuestros tiempos! Siempre he sentido la mayor admiración por los hombres que tienen madera de leyenda.

—Algún día, debería intentar ser uno de ellos.

—Oh, ya lo intenté en su día. De joven era bastante rebelde. Pero la insaciable sed de peligro resulta poco apropiada para los ancianos. Los héroes tienen su utilidad, pero alguien ha de señalarles la dirección adecuada. Y limpiar los restos que dejan a su paso. Pese a que siempre despiertan el entusiasmo del vulgo, suelen dejar un reguero de puñeteros desastres tras ellos —Bayaz, meditabundo, se dio una palmadita en el estómago—. No, tomar una taza de té en la retaguardia es más de mi estilo. Los hombres como su esposo son quienes deben llevarse las ovaciones y aplausos.

—Es usted demasiado generoso.

—Pocos se mostrarían de acuerdo con esa afirmación.

—¿Y dónde está su té ahora mismo?

Bayaz frunció el ceño en dirección a su mano vacía.

—Mi sirviente tiene… encargos más importantes que realizar esta mañana.

—¿Puede haber algo más importante que atender sus deseos?

—Oh, mis deseos no se limitan a una mera tetera…

Un repiqueteo de cascos resonó entre la lluvia y un jinete solitario apareció en el camino del oeste. Todo el mundo contuvo el aliento hasta ver un rostro sin barbilla que surgía de entre la húmeda penumbra.

—¡Felnigg! —gritó el padre de Finree—. ¿Qué está sucediendo en el flanco izquierdo?

—¡Mitterick ha perdido el juicio! —rezongó Felnigg, al mismo tiempo que bajaba de un salto de la silla—. ¡Ha enviado a la caballería a través de la cebada en plena oscuridad! ¡Ha cometido una horrible imprudencia!

Conociendo el estado de las relaciones entre ambos hombres, Finree sospechó que Felnigg también habría contribuido en algo al fiasco.

—Lo hemos visto —dijo su padre frunciendo los labios, llegando evidentemente a una conclusión similar.

—¡A ese hombre habría que degradarle, maldita sea!

—Quizá más tarde. ¿Cuál ha sido el resultado?

—Seguía siendo… dudoso, cuando me he marchado.

—De modo que no tiene ni la más remota idea de lo que está sucediendo allí, ¿verdad?

Felnigg abrió la boca para responder, pero la cerró enseguida.

—Me pareció mejor regresar de inmediato…

—Y denunciar el error de Mitterick en vez de informarme de sus consecuencias. Muchas gracias, coronel, pero no necesito que nadie más me demuestre su ignorancia; ya tengo de sobra —le interrumpió el padre de Finree, dando la espalda a Felnigg antes de que éste tuviera oportunidad de responder. A continuación, se dirigió de nuevo a la ladera de la colina para mirar infructuosamente hacia el norte—. No debería haberlos enviado —le oyó Finree murmurar cuando pasó a su lado—. Nunca debería haberlos enviado.

Bayaz suspiró y ese suspiro se clavó en los sudados hombros de Finree como un sacacorchos.

—Simpatizo profundamente con su padre.

Finree estaba descubriendo que su admiración por el Primero de los Magos se estaba desvaneciendo, al mismo tiempo que su desagrado se acentuaba con el tiempo.

—Ah, sí —replicó, con el mismo tono en el que alguien podría decir «cállese» y con la misma intención.

Si Bayaz se percató de ello, decidió pasarlo por alto.

—Es una lástima que no podamos ver desde lejos cómo pelean esos hombrecillos. No hay nada como contemplar una batalla desde las alturas y ésta es una de las más grandes que jamás he visto, y eso que estoy curtido en mil batallas. No obstante, el tiempo, el clima no responde ante nadie —Bayaz sonrió hacia los cielos cada vez más solemnes—. ¡Oh, sí, una verdadera tormenta! Esto le añade aún más dramatismo, ¿verdad? ¿Y qué mejor acompañamiento puede haber para el entrechocar de las armas?

—¿La ha convocado usted sólo para aportar el ambiente adecuado?

—Ojalá poseyera ese poder. Imagínese, ¡podría hacer que bramara el trueno cada vez que decidiera aproximarme a alguien! Antaño, mi maestro, el gran Juvens, era capaz de invocar el rayo con pronunciar una sola palabra, de hacer que un río se desbordase con un mero gesto, de provocar una helada con únicamente un pensamiento. Tal era el poder de su Arte —aseveró, mientras extendía los brazos, alzaba el rostro hacia la lluvia y levantaba su cayado hacia los cielos—. Pero de eso hace mucho —dejó caer los brazos—. Hoy en día los vientos soplan a su antojo. Como las batallas. Los que quedamos debemos intervenir de una manera… más indirecta.

Una vez más, oyeron el repiqueteo de unos cascos y, al instante, un desaliñado y joven oficial llegó al galope.

—¡Informe! —exigió Felnigg a voz en grito, haciendo que Finree se preguntase cómo había aguantado tanto tiempo sin que alguien le propinase un puñetazo en la cara.

—¡Los hombres de Jalenhorm han expulsado al enemigo de los manzanos —respondió el mensajero casi sin aliento— y están ascendiendo la colina a paso ligero!

—¿Hasta dónde han llegado? —inquirió el padre de Finree.

—La última vez que los vi estaban a punto de llegar a las piedras más pequeñas. A los Niños. Pero si han sido capaces de tomarlas o no…

—¿Han encontrado mucha resistencia?

—Cada vez más.

—¿Cuándo les ha dejado?

—He cabalgado velozmente hasta aquí, señor, así que a lo mejor… ¿tal vez hace un cuarto de hora?

El padre de Finree mostró los dientes en dirección al chaparrón. El contorno de la colina sobre la que se alzaban los Héroes era apenas una mancha oscura en medio de una cortina gris. Finree podía adivinar lo que estaba pensando. Para entonces, podían haber tomado gloriosamente la cima, o podían estar enzarzados en un furioso combate o podían haber sufrido una sangrienta derrota. En aquel momento, cualquiera de ellos podía estar vivo o muerto, podían haberse alzado victoriosos o haber caído derrotados. Kroy giró sobre sus tacones.

—¡Ensillen mi caballo!

La jactancia de Bayaz se apagó como la llama de una vela.

—No se lo aconsejo. No hay nada que pueda hacer usted allá abajo, Mariscal Kroy.

—Lo cierto es que no hay nada que pueda hacer aquí arriba, Lord Bayaz —replicó el padre de Finree cortésmente, mientras pasaba a su lado y se dirigía hacia las monturas. Sus oficiales del estado mayor lo siguieron, acompañados de varios guardias, a la vez que Felnigg vociferaba órdenes en todas direcciones. El cuartel general cobró súbitamente vida y se sumió en una actividad frenética.

—¡Lord Mariscal! —gritó Bayaz—. ¡No me parece que esté obrando sensatamente!

El padre de Finree no se molestó siquiera en volverse.

—Entonces, quédese aquí si quiere —acto seguido, apoyó una bota en el estribo y se aupó al caballo.

—Por los muertos —masculló Bayaz.

Finree le dedicó una sonrisa siniestra.

—Parece que, después de todo, puede que deba acudir al frente. A lo mejor así podrá ver a esos hombrecillos pelear desde cerca.

El Primero de los Magos no parecía satisfecho.