El sol tenía que estar en algún lugar por encima de sus cabezas, pero nadie lo habría dicho. Las enfurecidas nubes se habían multiplicado y la luz seguía siendo muy escasa. Prácticamente, inexistente. Por lo que el cabo Tunny podía ver, y en cierto modo para su sorpresa, nadie se había movido. Los cascos y las lanzas seguían asomando por encima de la franja de muro que tenía bajo vigilancia y se movían de vez en cuando, pero sin alejarse de allí. El ataque de Mitterick había comenzado hacía un buen rato. Podía oírlo desde allí. Sin embargo, en aquel extremo tan alejado del combate, los hombres del Norte aguardaban.
—¿Siguen ahí? —preguntó Worth. En aquellas circunstancias, el mero hecho de tener que esperar solía bastar para que la mayoría de los hombres se cagaran encima. Worth era un tipo singular en ese aspecto, pues, al parecer, eso era lo único que conseguía detenerle.
—Ahí siguen.
—¿Sin moverse? —inquirió Yema con una voz muy aguda.
—Si se estuvieran moviendo, nosotros también nos habríamos puesto en marcha, ¿verdad? —Tunny volvió a mirar a través de su catalejo—. No. No se mueven.
—¿Eso que oigo no es el fragor del combate? —murmuró Worth cuando un golpe de viento llevó hasta ellos los ecos de hombres enfurecidos, de caballos y del entrechocar de metales procedentes de más allá del río.
—O eso o alguien se ha agarrado un enfado de narices en el establo. ¿Cree que alguien se ha enfadado en el establo?
—No, cabo Tunny.
—No, yo tampoco.
—Entonces, ¿qué está pasando? —preguntó Yema.
En ese instante, un caballo sin jinete apareció por encima de la loma, cuyos estribos brincaban vacíos contra sus flancos. Descendió trotando hasta el agua, se detuvo y comenzó a mordisquear la hierba.
Tunny bajó su catalejo.
—Sinceramente, no estoy seguro.
A su alrededor, la lluvia tamborileaba sobre las hojas.
La cebada aplastada estaba sembrada de caballos muertos y agonizantes, de hombres muertos y agonizantes. Se apilaban en una sangrienta maraña frente a Calder y sus estandartes robados. A sólo un par de pasos, tres Carls estaban discutiendo entre sí mientras intentaban liberar sus lanzas, pues todas ellas se encontraban empaladas en el mismo jinete de la Unión. Un par de muchachos habían salido velozmente a recoger flechas usadas. Otro par habían sido incapaces de resistir la tentación de bajar a la tercera zanja para comenzar a desvalijar los cuerpos, a pesar de que Ojo Blanco les gritaba que regresaran a la formación.
La caballería de la Unión había sido liquidada. Su ataque había sido muy valeroso, pero estúpido. A Calder le dio la impresión de que ambas cosas a menudo iban de la mano. Para empeorar las cosas, tras haber fracasado una vez habían insistido en un segundo intento aún más condenado al fracaso. Tres docenas más o menos habían superado la tercera zanja por la derecha y habían conseguido llegar hasta el Muro de Clail y matar a un par de arqueros antes de caer bajo las flechas y las lanzas de sus adversarios. Todo había sido tan inútil como pasar una bayeta por la playa para secarla. Ése era el problema del orgullo, el valor y todas aquellas recias virtudes sobre las que tanto les gustaba cantar a los bardos. Cuantas más de esas virtudes posea uno, más probabilidades tiene de acabar en la parte inferior de una pila de cadáveres. Lo único que habían conseguido los más valientes de la Unión había sido darle a los hombres de Calder la mayor inyección de moral que habían tenido desde los tiempos en que Bethod había sido Rey de los hombres del Norte.
Y, además, se lo estaban haciendo saber a la Unión, ahora que los supervivientes regresaban montando, cojeando o arrastrándose hacia sus líneas. Bailaban, aplaudían y aullaban bajo la lluvia. Se estrechaban las manos y se daban palmaditas en la espalda y entrechocaban sus escudos. Cantaban el nombre de Bethod y el de Scale, e incluso el de Calder con cierta frecuencia, lo cual le resultó gratificante. ¿Quién podría haber imaginado que acabaría gozando de la camaradería de los guerreros? Sonrió a su alrededor mientras los hombres lo jaleaban y lo saludaban con sus a armas; entonces, levantó su espada y les devolvió el saludo. Se preguntó si sería demasiado tarde para manchar su filo con un poco de sangre, ya que no había llegado a tener oportunidad de blandirla. Había cantidad de sangre a su alcance y dudaba que sus anteriores propietarios la echasen de menos.
—¿Jefe?
—¿Eh?
Pálido como la Nieve estaba señalando hacia el sur.
—Quizá sea buena idea ordenarles que vuelvan a colocarse en posición.
La lluvia estaba aumentando de intensidad. Las enormes gotas dejaban la tierra marcada con manchas negras y repiqueteaban sobre las armaduras de los vivos y los muertos. Sobre el campo de batalla, hacia el sur, se había levantado una bruma neblinosa, pero más allá de los caballos sin jinete que vagaban sin rumbo y de los jinetes sin caballo que regresaban tambaleándose hacia el Puente Viejo, a Calder le dio la sensación de que podía ver unas siluetas moviéndose entre la cebada.
Se protegió los ojos con una mano. A continuación más y más formas emergieron entre la lluvia y dejaron de ser fantasmas para convertirse en carne y metal. Era la infantería de la Unión. Avanzaban marcialmente en gran número, de manera muy ordenada y con una escalofriante determinación. Como sus banderas se habían mojado, pendían inertes.
Los hombres de Calder también los habían visto y sus burlas triunfales pasaron a ser un mero recuerdo. Las bruscas voces de los Grandes Guerreros resonaron entre la lluvia, llevándoles de regreso hasta sus puestos tras el tercer foso. Ojo Blanco estaba instruyendo a algunos de los heridos leves para que luchasen como fuerzas de reserva y se encargasen de cubrir cualquier agujero que se abriera en sus formaciones. Calder se preguntó si él también acabaría lleno de agujeros antes de que acabase el día. Sí, eso parecía una apuesta segura.
—¿No se te habrá ocurrido algún truco más? —le interrogó Pálido como la Nieve.
—La verdad, no —a menos que correr como alma que lleva el diablo contase como tal—. ¿Y a ti?
—Sólo uno —acto seguido, el viejo guerrero limpió cuidadosamente la sangre de su espada con un trapo y la levantó hacia el enemigo.
—Oh —Calder bajó la mirada hacia su inmaculada hoja, que se encontraba perlada con gotas de agua—. Ése.