El capitán Lasmark se abrió paso violentamente a través de la cebada andando a un ritmo entre paso ligero y carrera lenta, con la Novena Compañía del Regimiento de Rostod avanzando con dificultad tras él como podía, en dirección hacia Osrung con la nada clara orden de «¡ir a por el enemigo!», todavía retumbando en sus oídos.
Sí, ahora el enemigo se hallaba ante ellos. Lasmark pudo ver unas escaleras de asalto apoyadas sobre los maderos musgosos de la valla de la ciudad. Pudo ver cómo los proyectiles revoloteaban arriba y abajo. Pudo divisar unos estandartes que ondeaban bajo la brisa, uno negro y andrajoso destacaba sobre el resto; según los exploradores del Norte, era el estandarte de Dow el Negro. En ese instante, el general Jalenhorm había dado la orden de avanzar, dejando muy claro en todo momento que nada le haría cambiar de opinión.
Lasmark se giró, con la esperanza de no tropezarse y acabar con un montón de cebada en la boca, y urgió a sus hombres a que siguieran avanzando con un gesto de su mano que pretendía ser marcial.
—¡Sigan! ¡Sigan! ¡Avancen sobre la ciudad!
No era ningún secreto que el general Jalenhorm tenía cierta tendencia a dar órdenes muy poco meditadas, pero haber expresado esa verdad en voz alta habría sido terriblemente contrario a las buenas formas. Normalmente, los oficiales procuraban ignorarle siempre que fuera posible y, cuando no lo era, interpretaban de forma muy imaginativa sus órdenes. No obstante, no había muchas interpretaciones posibles que dar a una orden directa de atacar.
—¡Con paso firme, mantengan la formación, muchachos!
Sin embargo, no parecían mantener demasiado la formación; de hecho, la mayoría parecía avanzar a regañadientes y a su propio ritmo, pero Lasmark no se lo podía echar en cara. Tampoco le parecía una buena idea cargar sin ningún apoyo atravesando un campo vacío de cebada, sobre todo porque buena parte del regimiento seguía atascado en esos pésimos caminos situados al sur del río, donde reinaba un caos en el que se entremezclaban hombres e impedimenta. Pero un oficial debe cumplir con sus obligaciones. Él se había quejado formalmente al mayor Popol y el mayor ante el coronel Wetterlant del Sexto Regimiento, quien era el oficial de mayor rango en la colina. No obstante, le había dado la impresión de que el coronel estaba demasiado ocupado como para prestar atención a sus quejas. Además, Lasmark suponía que el campo de batalla no era el lugar más propicio para pensar de un modo independiente y tal vez sus superiores supieran mejor que él qué ocurría.
No obstante, los hechos no refrendaban esa conclusión.
—¡Tengan cuidado! ¡Vigilen esos árboles!
Esos árboles se encontraban a cierta distancia al norte y a Lasmark le dio la impresión de que eran bastante lúgubres y amenazadores. No quería ni imaginar cuántos hombres podrían estar escondidos entre sus sombras. Aunque ese pensamiento siempre le venía a la cabeza cuando veía un bosque y el Norte estaba repleto de bosques. Tampoco estaba muy claro si vigilarlos les iba a servir de mucho. Además, ya no había vuelta atrás. A su derecha, el capitán Vorna exhortó a su compañía a avanzar por delante del resto del regimiento, estaba desesperado por entrar en acción, como siempre, pues quería regresar a casa con un montón de medallas en el pecho y pasarse el resto de su vida alardeando.
—Ese necio de Vorna va a lograr que se rompa la formación —se quejó el sargento Lock.
—¡El capitán se limita a cumplir órdenes! —le espetó Lasmark, quien luego añadió en voz baja—. Menudo gilipollas. ¡Adelante, muchachos, a paso ligero!
Si, al final, los Hombres del Norte aparecían, lo peor que podían hacer era dejar huecos en la formación de ataque.
Incrementaron el ritmo, pese a hallarse fatigados. De vez en cuando, a algún hombre se le enganchaba una bota en la cebada y acababa tendido sobre la cosecha. Iban desorganizándose más y más a cada paso. Debían de encontrarse ya a medio camino entre la colina y la ciudad, con el mayor Popol encabezando la marcha a lomos de su caballo, agitando su sable en el aire y bramando gritos de ánimo inaudibles.
—¡Señor! —exclamó Lock—. ¡Señor!
—Lo sé, maldita sea —replicó entre jadeos Lasmark, a quien ya no le quedaba aire ni siquiera para quejarse—. No oigo ni una palabra de lo que… oh.
Entonces vio lo que Lock le estaba señalando desesperadamente con su espada desenvainada y, de inmediato, se sintió invadido por una horrible y gélida oleada de sorpresa. Después de todo, hay una tremenda diferencia entre esperar que suceda lo peor y comprobar que efectivamente lo peor ocurre. Los hombres del Norte habían emergido del bosque y cruzaban los pastos a toda velocidad en su dirección. Desde su situación, resultaba difícil saber cuántos eran (ya que ese terreno que descendía estaba lleno de zanjas y setos irregulares), pero una nueva sensación más fría que la anterior se apoderó de Lasmark en cuanto sus ojos captaron la anchura del frente enemigo, el centelleo del metal y los puntitos de color que eran en realidad sus escudos pintados.
El Regimiento de Rostod estaba superado en número. Varias compañías todavía seguían alegres y despreocupadas a Popol, quien se dirigía a Osrung, donde aún más hombres del Norte los aguardaban. Otros se habían detenido, conscientes de que una gran amenaza se aproximaba por la izquierda, e intentaban desesperadamente recomponer sus líneas. Sin embargo, el regimiento de Rostod estaba en inferioridad numérica, sus hombres no eran capaces de mantenerse en formación y los habían sorprendido en campo abierto sin apoyo alguno.
—¡Alto! —gritó y se adentró a gran velocidad en la cebada por delante de su compañía. Después, se giró y alzó ambos brazos ante sus hombres—. ¡Formen una línea! ¡Mirando al norte!
Eso era lo mejor que podían hacer, ¿verdad? ¿Qué podían hacer si no? Sus soldados intentaron organizarse en una caótica formación que recordaba vagamente a una rueda, algunos de aquellos rostros reflejaban determinación; otros, pánico mientras se colocaban rápidamente en posición.
Lasmark desenvainó su espada. La había comprado muy barata y, en realidad, era una antigualla cuya empuñadura tendía a repiquetear. Había pagado menos por ella que por su sombrero. Lo cual parecía ahora una decisión muy necia. Pero, por aquel entonces, todas las espadas le parecían iguales y el mayor Popol había sido muy concreto a la hora de detallar qué aspecto debían tener sus oficiales en un desfile. Sin embargo, ahora no se encontraban en un desfile, por desgracia. Lasmark miró hacia atrás y se dio cuenta de que estaba mordiéndose los labios tan fuerte que pudo apreciar el sabor de su sangre. Los hombres del Norte se acercaban con gran celeridad.
—Arqueros, preparen los arcos, los lanceros a la…
Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Un ejército de caballería acababa de emerger desde la parte posterior de una aldea situada aún más lejos, a su izquierda. Era una formación de caballería bastante considerable, que arremetía contra su flanco, y sus cascos estaban levantando una nube de polvo. Escuchó gritos ahogados de alarma y pudo notar cómo el estado de ánimo de sus hombres pasaba de la determinación y preocupación al más puro horror.
—¡Manténganse firmes! —gritó, pero incluso a él la voz le tembló. En cuanto se giró, comprobó que muchos de sus hombres ya estaban huyendo. A pesar de que no había adonde huir. Además, las posibilidades que tenían de sobrevivir eran inferiores si huían que si se quedaban a luchar. Sin duda alguna, el cálculo sereno de sus posibilidades de supervivencia no era una prioridad para ellos. Observó cómo las demás compañías se venían abajo y sus miembros se desperdigaban. Vio fugazmente al mayor Popol, que iba dando botes sobre su silla de montar mientras se dirigía a toda velocidad hacia el río y a quien ya no le interesaba tanto el aspecto de sus hombres. Si los capitanes hubieran tenido caballos, a lo mejor Lasmark ahora habría podido huir con él. Pero los capitanes no contaban con caballos. En el Regimiento de Rostod, no. Debería haber ingresado en un regimiento en el que los capitanes tuvieran caballos, pero la cruda realidad era que nunca habría podido permitirse uno. Había tenido que pedir dinero prestado para comprar su puesto de capitán a un interés atroz y ya no le quedaba nada…
Los hombres del Norte se encontraban ya aterradoramente cerca, atravesando el seto más próximo. Podía distinguir las caras que asomaban en su formación. Unos rostros que gruñían, gritaban y sonreían. Parecían animales y atravesaban la cebada dando brincos con las armas alzadas. Lasmark retrocedió unos cuantos pasos inconscientemente. El sargento Lock se hallaba detrás de él, con la tensión dibujada en su rostro.
—Mierda, señor —dijo.
Lasmark sólo pudo tragar saliva y prepararse mientras sus hombres tiraban sus armas al suelo a su alrededor, al mismo tiempo que se daban la vuelta y corrían hacia el río o la colina, que se encontraban, muy, pero que muy lejos. Entretanto, la formación que había improvisado su compañía se desmoronaba, al igual que la de la compañía de al lado, dejando así únicamente unos grupitos compuestos por los soldados más atónitos y duros para enfrentarse a los hombres del Norte. Ahora ya podía ver cuántos eran. Eran cientos. Cientos y cientos. Una lanza empaló con un golpe sordo a un hombre que se encontraba a su lado, que cayó gritando. Lasmark lo contempló fijamente un instante. Era Stelt. Había sido panadero.
Alzó la vista hacia aquella marea compuesta de hombres que aullaban con la boca muy abierta. A uno le suelen contar historias sobre estas cosas, por supuesto, pero siempre da por sentado que nunca vivirá algo así. Uno asume que es muy importante y que algo así no le puede ocurrir. Se dio cuenta de que no había hecho ninguna de las cosas que se había prometido que haría para cuando tuviera treinta años. Quería tirar la espada y sentarse. Entonces, atisbo fugazmente su anillo y alzó la mano para observarlo. En esa piedra estaba tallado el rostro de Emlin. Ahora no parecía muy probable que fuera a regresar con ella. Con casi toda seguridad, al final, se casaría con ese primo suyo. Aunque eso de casarse con un primo era algo realmente deplorable.
El sargento Lock arremetió contra el enemigo, un gesto valiente e inútil, y logró que un trozo del borde de un escudo enemigo saltara por los aires. El escudo tenía un puente pintado. Volvió a arremeter y, justo en ese momento, otro hombre del Norte se le acercó corriendo y lo golpeó con su hacha. Le acertó de lado y, acto seguido, fue alcanzado por una espada que lo hizo retroceder en dirección contraria y que le dejó un enorme rasponazo en el casco y un profundo tajo en la cara. Se giró, con los brazos alzados como un bailarín y, a continuación, se lo llevaron por delante y se perdió entre la cebada.
Lasmark se abalanzó de un salto sobre el escudo con el puente dibujado, sin apenas reparar, por alguna extraña razón, en el hombre que lo sostenía. Tal vez quería fingir que no había ningún hombre tras él. Si su instructor de esgrima lo hubiera visto, se habría quedado lívido. Antes de alcanzar el escudo, recibió un lanzazo en su peto y se tambaleó. La punta rebotó y, al instante, arremetió contra el hombre que la había lanzado, un tipo muy feo con la nariz horriblemente rota. Le reventó el cráneo de un espadazo y sus sesos salieron volando. Fue sorprendentemente fácil. Supuso que incluso las espadas baratas son muy pesadas y afiladas.
De repente, se oyó un clic y el mundo se volvió patas arriba, cayó sobre el barro, con un golpe sordo, y acabó enredado en la cebada. No veía nada por un ojo. Oía un zumbido, estúpidamente agudo, como si su cabeza fuera el badajo de una enorme campana. Intentó levantarse pero el mundo no paraba de dar vueltas. No había hecho ninguna de las cosas que se había prometido que iba a hacer para cuando tuviera treinta años. Oh. Salvo alistarse en el ejército.
Aunque el sureño intentó ponerse en pie, Sueño Ligero lo golpeó en la parte posterior de la cabeza con su maza y le aplastó el casco. Dio varias patadas en el aire durante un breve instante y todo acabó.
—Estupendo.
El resto de los hombres de la Unión se encontraban rodeados y descendían a gran velocidad o se desperdigaban como una bandada de estorninos, justo como Dorado dijo que harían. Sueño Ligero se arrodilló, se colocó la maza bajo el brazo e intentó arrancarle al sureño muerto del dedo un anillo que tenía buena pinta. Otros dos compañeros suyos estaban reclamando también sus premios y otro estaba gritando mientras le caía sangre por la cara, pero, bueno, era una batalla, ¿no? Si todo el mundo saliera de ellas sonriendo, no tendrían sentido. Entretanto, al sur, los jinetes de Dorado estaban limpiando el terreno, empujando a los sureños en retirada hacia el río.
—¡Dirigíos a la colina! —gritaba Scabna, señalando ese lugar con su hacha—. ¡Id hacia la colina, cabrones!
—Dirígete tú a la colina —le espetó Sueño Ligero, a quien le dolían todavía las piernas de tanto correr, a quien le dolía la garganta de tanto gritar—. ¡Ja!
Por fin, logró sacarle el anillo a ese tipo de la Unión. Lo sostuvo en el aire para verlo bien y frunció el ceño. Pese a que sólo era una piedra pulida en la que habían tallado la cara de alguien, supuso que podría sacar por ella un par de monedas de plata. Se lo metió en su jubón. Luego cogió la espada de aquel hombre por si acaso y se la colocó en el cinturón, a pesar de que parecía más un mondadientes que otra cosa y de que la empuñadura repiqueteaba.
—¡Vamos! —Scabna agarró a uno de esos carroñeros y lo obligó a ponerse en pie, para darle a continuación una patada en el culo y obligarlo a avanzar—. ¡Seguid avanzando, maldita sea!
—¡Vale, vale! —Sueño Ligero salió corriendo tras los demás, en dirección a la colina. Estaba enfadado por no haber podido revisar los bolsillos de esos sureños, quizá podría haberle quitado las botas a ese último. Ahora todo eso se lo llevarían los campesinos y las mujeres que vendrían a continuación. Aunque esos cabrones pordioseros eran demasiado cobardes para luchar, se aprovechaban del trabajo de los demás. Era una desgracia, pero suponía que era algo inevitable. Así es la vida, que tiene cosas igual de fastidiosas, como las moscas y el mal tiempo.
Arriba, en los Héroes, había hombres de la Unión, y pudo ver varios centelleos metálicos alrededor del muro de piedra seca situado cerca de la cima, donde unas lanzas apuntaban hacia el cielo. Mantuvo su escudo en alto y miró por encima del borde del mismo. No quería acabar con una de esas malévolas flechitas que empleaba el enemigo clavada. Si te alcanzaban con una de ésas, jamás lograbas arrancártela.
—Mira eso —gruñó Scabna.
Ahora que habían ascendido un poco más, podían ver todo cuanto ahí había hasta el bosque situado al norte: todo el terreno que había en medio estaba repleto de hombres. Estaba ocupado por los Carls de Dow el Negro, así como por los de Tenways y Cabeza de Hierro. Los Siervos iban detrás en oleadas. Eran millares y todos se dirigían en tropel hacia los Héroes. Sueño Ligero jamás había visto tantos combatientes en un solo lugar, ni siquiera cuando luchó en el ejército de Bethod. Ni en el Cumnur, ni en Dunbrec, ni en las Altas Cumbres. Estuvo planteándose la posibilidad de dejar que los demás tomaran los Héroes mientras él se quedaba rezagado, quizá alegando que se había torcido el tobillo; no obstante, no iba a lograr reunir una buena dote para sus hijas con sólo un anillo barato y una espadita, ¿verdad?
Tras saltar sobre una zanja repleta de charcos marrones, dejaron atrás las cosechas pisoteadas al pie de la pendiente.
—¡Subid la colina, cabrones! —chilló Scabna, agitando su hacha en el aire.
Sueño Ligero ya había tenido que soportar bastante las críticas y quejas de ese necio, que sólo era jefe porque era amigo de uno de los hijos de Dorado. Se giró y le espetó:
—Sube tú a esa colina, hijo de…
Escuchó un golpe sordo y, acto seguido, la punta de una flecha sobresalió de su jubón. Durante un momento, reinó el silencio y se limitó a mirarla fijamente, después respiró hondo y gritó.
—¡Oh, joder!
Gimoteó y se estremeció, el dolor se apoderó de su axila mientras intentaba volver a respirar, tosió sangre y cayó al suelo de rodillas.
Scabna lo observó atentamente, con el escudo alzado para protegerlos a ambos.
—Sueño Ligero, pero ¿qué ha pasado?
—Me cago en… Me han… dado.
Sueño Ligero balbuceó cada una de aquellas palabras y escupió sangre. Ya no podía seguir arrodillado, puesto que sufría demasiado dolor. Se desplomó de lado. Le pareció que era una forma de mierda de volver al barro, aunque quizá todas lo sean. Un montón de pisadas retumbaron a su alrededor mientras otros iniciaban el ascenso de la colina, salpicándole la cara de tierra.
Scabna se arrodilló y le desabrochó el jubón a Sueño Ligero.
—Será mejor que echemos un vistazo.
Sueño Ligero apenas podía moverse. Todo se le volvía borroso.
—Por los… muertos… duele.
—Seguro que sí. ¿Dónde te has guardado ese anillo?
Gaunt bajó la ballesta y observó cómo unos cuantos hombres del Norte caían derribados entre la multitud mientras el resto de la salva de flechas arreciaba sobre ellos. Desde esta altura, las flechas de una robusta ballesta podían reventarles los escudos y atravesar las cotas de malla como si fueran el vestido de una damisela. Uno de ellos soltó sus armas y salió corriendo y aullando, agarrándose el estómago, dejando un rastro ligeramente zigzagueante a través de las cosechas. Gaunt no tenía forma de saber si su flecha había acertado en el blanco o no, pero eso no importaba. Ahí lo importante era la cantidad de flechas lanzadas. Coger flecha, tensar, apuntar y disparar, coger flecha, tensar…
—¡Vamos, muchachos! —les gritó a los hombres que lo rodeaban—. ¡Disparen! ¡Disparen!
—Por los Hados —escuchó susurrar a Rose, con voz ahogada, mientras señalaba con un tembloroso dedo índice hacia el norte.
El enemigo seguía surgiendo de entre los árboles en una cantidad temible. Los campos ya estaban atestados de adversarios, que avanzaban en oleadas al sur hacia la colina conformando una marea tenuemente centelleante. Pero se necesitaba algo más que una manada de simios furiosos para poner nervioso al sargento Gaunt. En su día, en Bishalc, había sido testigo de cómo innumerables gurkos cargaban contra una pequeña colina en la que se encontraban, desde la que disparó con su ballesta todo cuanto pudo durante casi toda una hora y desde la que, al final, pudo ver cómo todos sus enemigos se batían en retirada corriendo. Salvo los que quedaron acribillados en diversas montoneras. Entonces, cogió a Rose por el hombro y lo obligó a retroceder hacia el muro.
—No se preocupe por eso. La siguiente flecha es lo único que importa.
—Sargento —Rose volvió a agacharse sobre su ballesta, pálido pero dispuesto a llevar a cabo su tarea.
—¡Disparen, muchachos, disparen! —Gaunt giró con suma delicadeza y serenidad su propia ballesta, que estaba bien engrasada, limpia y funcionaba a la perfección. Actuó ni muy rápido, ni muy despacio, cerciorándose de que hacía bien su trabajo. Disparó otra flecha, con el ceño fruncido. No le quedaban más de diez en su carcaj—. ¿Qué ha pasado con la munición? —bramó mirando hacia atrás y luego a sus hombres—. ¡Escojan los blancos con mucho cuidado!
Se puso en pie y sostuvo firmemente la ballesta, con la culata apoyada en el hombro.
Lo que vio allá abajo lo obligó a detenerse un instante, a pesar de tratarse de un militar curtido en mil batallas. Los Hombres del Norte más avanzados habían llegado a la colina y estaban ascendiendo por ella, y, si bien la pendiente cubierta de hierba ralentizaba su paso, no mostraban ninguna intención de parar. De un modo preocupante, su grito de guerra se fue escuchando cada vez más fuerte mientras Gaunt se asomaba desde detrás del muro y ese vago alarido se transformaba en un agudo aullido.
Apretó con fuerza los dientes y apuntó hacia abajo. Apretó el gatillo, sintió el retroceso y la vibración de la cuerda. Esta vez, vio adónde iba a parar esa flecha, que impactó con un golpe sordo en un escudo e hizo que el hombre que lo sostenía cayera hacia atrás. A su izquierda, una docena o más de ballestas dispararon sus proyectiles estruendosamente, dos o tres Hombres del Norte fueron derribados, uno recibió un flechazo en la cara y cayó hacia atrás mientras su hacha giraba en el aire bajo el cielo azul.
—¡Eso es lo que hay que hacer, muchachos, sigan disparando! Carguen y…
Entonces, escuchó un ruido seco muy cerca. Gaunt sintió un tremendo dolor en el cuello y se quedó sin fuerza en las piernas.
Fue un accidente. Rose llevaba una semana o más intentando ajustar el gatillo de su ballesta, intentando que dejara de bambolearse, preocupado porque podía dispararse en el momento más inoportuno, pero las máquinas nunca se le habían dado muy bien. No tenía ni idea de por qué le habían adiestrado como ballestero. Habría estado mucho mejor peleando con una lanza. El sargento Gaunt habría acabado mucho mejor si le hubieran dado a Rose una lanza, eso era un hecho incontestable. Se le disparó justo cuando la estaba alzando, la punta del listón de metal le dejó una larga rozadura en el brazo. Mientras juraba por culpa de eso, se le ocurrió mirar de reojo y comprobó que la flecha le había atravesado el cuello a Gaunt.
Se miraron fijamente por un momento, luego Gaunt miró contrariado hacia abajo, hacia las escaleras, soltó su ballesta y se llevó la mano al cuello. Cuando apartó la mano, comprobó que tenía los dedos ensangrentados.
—Gargh —dijo—. Hegbados.
Parpadeó y se cayó súbitamente, se golpeó el cráneo tan fuertemente contra el muro que el casco se le quedó torcido.
—¿Gaunt? ¿Sargento Gaunt?
Rose le dio unas bofetadas en la mejilla como si intentara despertarlo de una siesta no autorizada, mientras la sangre le recorría el rostro. No paraba de manar sangre y más sangre a raudales. De su nariz y de la limpia hendidura por donde la flecha le había atravesado el cuello. Era oscura y aceitosa, casi negra, y destacaba sobre su piel blanca.
—¡Está muerto!
De repente, Rose sintió cómo lo arrastraban hacia el muro. Acto seguido, alguien le volvió a poner bruscamente en sus manos ensangrentadas su ballesta sin cargar.
—¡Dispare, maldita sea! ¡Dispare!
Se trataba de un joven oficial, uno de los nuevos, pero Rose no podía recordar su nombre. En esos momentos, apenas era capaz de recordar su propio nombre.
—¿Qué?
—¡Que dispare!
Rose se dispuso a obedecer, al darse cuenta de que los demás hombres a su alrededor estaban haciendo lo mismo. Empapados de sudor, se esforzaban cuanto podían, maldecían y se apoyaban sobre el muro para disparar. Pudo escuchar los gritos de los heridos y, por encima de ellos, aquel extraño aullido. Buscó a tientas una flecha en su carcaj, la encajó en la ranura, se maldijo a sí mismo por lo mucho que le temblaban los dedos, que estaban teñidos de rosa por culpa de la sangre de Gaunt.
Estaba llorando. Las lágrimas le caían por la cara. Tenía las manos frías, a pesar de que no hacía frío. Le castañeteaban los dientes. El hombre que se hallaba junto a él tiró su ballesta al suelo y salió corriendo hacia la cima de la colina. Muchos hombres hacían lo mismo, ignorando los gritos desesperados de sus oficiales.
Una lluvia de flechas arreció. Una de ellas salió despedida y giró en el aire tras rebotar contra una chapa de acero que se encontraba cerca de él. Otras se clavaron de un modo silencioso y callado en la ladera de la montaña, detrás del muro, como si de repente hubieran brotado de la tierra mágicamente en vez de haber caído del cielo. Alguien más se acababa de girar para salir corriendo, pero antes de que Rose pudiera dar un solo paso, un oficial se interpuso en su camino espada en mano.
—¡Por el rey! —chilló, con la locura reflejada en sus ojos—. ¡Por el rey!
Rose nunca había visto al rey. Entonces, un hombre del Norte saltó el muro, justo a su izquierda y, de inmediato, recibió dos lanzazos, gritó y cayó hacia atrás. El hombre que se encontraba junto a Rose se puso en pie y lanzó un juramento mientras alzaba su ballesta. De repente, la parte superior de su cabeza desapareció, se tambaleó y disparó su flecha hacia el cielo. Un hombre del Norte superó el muro de un brinco y ocupó el hueco que había dejado el muerto; parecía joven y su rostro estaba deformado por la ira. Era un diablo que gritaba como tal. Un miembro de la Unión se le acercó con una lanza, pero logró desviarla con su escudo; después, bajó del muro de un salto, se giró y alcanzó con su hacha a su enemigo en el hombro, la sangre salió volando trazando oscuras estelas. Los hombres del Norte estaban trepando por todo el muro. El hueco de la izquierda estaba repleto de gente que luchaba desesperadamente, de una maraña de lanzas y de botas que desgarraban la hierba embarrada.
Aquel ruido demencial estaba volviendo loco a Rose, el estrépito y el estruendo de las armaduras y las armas al chocar, los gritos de batalla y órdenes confusas, todo ese fragor se mezclaba con su respiración aterrorizada y sus gimoteos. Se limitaba a observar y su ballesta yacía olvidada. El joven norteño bloqueó el mandoble que le había lanzado el oficial y le acertó en un costado, obligándolo a encogerse sobre sí mismo, y lo alcanzó en el brazo con el siguiente golpe, de tal modo que su mano salió volando, tras separarse del hueso, todavía envuelta en su manga bordada. El hombre del Norte le dio una patada en las piernas al oficial y, una vez en el suelo, lo despedazó; su sonrisa acabó salpicada de sangre. Otro norteño estaba trepando por el muro junto a él, tenía una cara enorme, donde destacaba una barba negra y gris, y gritaba algo con un tono de voz bronco.
Otro muy grande y alto, que llevaba sus largos brazos al aire, superó de un salto muy limpio ese revoltijo de piedras y aplastó bajo sus botas la hierba que brotaba en la parte superior del muro mientras alzaba en alto la espada más grande que Rose jamás había visto. Era incapaz de entender cómo un hombre podía ser capaz de blandir una espada tan enorme. Su hoja sin brillo alcanzó a un ballestero en un costado, que se encogió sobre sí mismo y acabó rodando por la ladera de la colina envuelto en una neblina de sangre. De repente, fue como si a Rose se le hubieran desentumecido las extremidades, así que se giró y salió corriendo; alguien que estaba haciendo lo mismo lo empujó y se resbaló y se torció el tobillo. Se levantó como pudo rápidamente, dio una gran zancada tambaleándose y, súbitamente, recibió un golpe tan fuerte en la parte posterior de la cabeza que incluso se mordió la lengua y se la cercenó.
Agrick enterró su hacha entre los omoplatos del arquero para asegurarse, y el mango se estremeció en su mano que estaba en carne viva y pegajosa por la sangre. Vio que Whirrun estaba peleando con un tipo bastante grande de la Unión, al que golpeó en la parte posterior de la pierna con su hacha, destrozándosela, a pesar de que sólo lo había alcanzado con la parte roma, pero le había dado lo suficientemente fuerte como para derribarlo, de modo que Scorry pudo clavarle su lanza mientras bajaba del muro.
Agrick nunca había visto a los hombres de la Unión en tal número, todos tenían el mismo aspecto, parecían copias de un mismo hombre que portaba la misma armadura, las mismas chaquetas, las mismas armas. Era como matar al mismo hombre una y otra vez. Era como si uno no matara a gente real. Como ahora subían corriendo por la pendiente, alejándose del muro cada uno por su lado, decidió correr detrás de ellos como un lobo tras unas ovejas.
—¡Frena, Agrick, cabrón tarado! —le espetó el Jovial Yon, resollando a sus espaldas, pero Agrick no podía parar. La carga era como una gran ola y lo único que podía hacer era dejarse llevar por ella, hacia delante, hacia arriba, para alcanzar a los que habían asesinado a su hermano. Colina arriba, detrás del muro, Whirrun se abría paso con el Padre de las Espadas entre un grupo de sureños que aún seguían en pie, a los que despedazó, llevaran armadura o no. Brack estaba cerca de él, rugiendo mientras blandía su martillo.
—¡Avanzad! ¡Avanzad, joder! —exclamaba el propio Dow el Negro, cuyos labios se curvaban para esbozar una sonrisa que mostraba unos dientes manchados de sangre, mientras en la cima agitaba su hacha en el aire, cuya hoja centelleaba con el color gris del acero y el rojo de la sangre bajo el sol. El saber que su líder se encontraba ahí, luchando junto a él en la vanguardia, avivó las llamas del ánimo de Agrick. Subió hasta hallarse a la misma altura que un hombre de la Unión que se tambaleaba y se abría camino como podía por la pendiente, al que golpeó en la cara con su hacha y noqueó mientras le gritaba.
A continuación, salió corriendo de entre dos de aquellas piedras, la cabeza le daba vueltas como si estuviera embriagado. Embriagado por la sangre y ansioso por obtener más. Había muchos cadáveres en el círculo de hierba del interior de los Héroes. Hombres de la Unión hechos trizas por la espalda y hombres del Norte acribillados con flechas.
Alguien gritó y las ballestas repiquetearon, unas cuantas flechas cayeron a su alrededor, pero Agrick siguió corriendo, hacia una bandera que había en medio de la formación de la Unión, con la voz rota de tanto gritar. Acabó de un hachazo con un ballestero, cuya ballesta destrozada cayó dando tumbos. Arremetió contra el gran sureño que portaba el estandarte, quien detuvo el primer golpe de Agrick con el mástil, donde se enganchó la hoja del hacha. Agrick la soltó, sacó su cuchillo y se lo clavó de arriba abajo al portaestandarte a través de la abertura de su yelmo. Al instante, cayó al suelo como una vaca a la que hubieran propinado un martillazo, con la boca abierta y retorcida y sin emitir ningún sonido. Agrick intentó arrancarle el estandarte de sus puños inertes, una mano seguía aferrada al mástil, la otra a la misma bandera.
Se escuchó a sí mismo lanzar un extraño grito, tan raro que le pareció que ésa no era su voz. Un hombre medio calvo, con pelo gris alrededor de las orejas, echó el brazo hacia atrás y su espada salió del costado de Agrick, rozando el borde inferior de su escudo. Se la había clavado hasta la empuñadura, por lo que la hoja salió totalmente cubierta de sangre. Agrick intentó blandir su hacha, pero no pudo, porque la había soltado instantes antes y su cuchillo seguía clavado en la cara del portaestandarte, así que se limitó a agitar su mano vacía en el aire. Entonces, algo lo golpeó en el hombro y el mundo pareció alejarse de él.
Estaba tumbado en el suelo. Sobre un montón de tierra pisoteada, bajo la sombra de una de aquellas piedras. Tenía en su mano la bandera rasgada.
Se retorció, pero no pudo adoptar una posición cómoda.
Se sentía totalmente entumecido.
El coronel Wetterlant aún no se lo podía creer, pero daba la impresión de que el Sexto Regimiento del Rey tenía serios problemas. Pensó que el muro ya estaba perdido. Si bien todavía quedaba algún grupo que resistía al enemigo, prácticamente los habían sobrepasado; además, los hombres del Norte estaban entrando en el círculo de piedras en tropel desde el norte. ¿De dónde si no iban a venir los hombres del Norte? Todo había ocurrido de un modo puñeteramente rápido.
—¡Debemos rendirnos! —gritó el mayor Culfer por encima del fragor de la batalla—. ¡Son demasiados!
—¡No! ¡El general Jalenhorm va a traer refuerzos! Nos lo prometió…
—Entonces, ¿dónde diablos está? —a Culfer se le iban a salir los ojos de sus órbitas. Wetterlant jamás se hubiera imaginado que aquel hombre pudiera verse dominado por el pánico—. Nos ha abandonado a nuestra suerte, vamos a morir aquí, es…
Wetterlant se limitó a girarse.
—¡Nos vamos a quedar! ¡Y vamos a luchar!
Como era un hombre orgulloso, de una familia también muy orgullosa, estaba dispuesto a quedarse. Si era necesario, se quedaría hasta que llegara el amargo final, moriría luchando con la espada en la mano, como se decía que había muerto su abuelo. Moriría bajo la bandera del regimiento. Aunque, en realidad, no podría hacerlo, ya que el muchacho enemigo al que había atravesado con su espada había arrancado la bandera del mástil cuando cayó. No obstante, Wetterlant no huiría, de eso no cabía duda. Muchas veces se había dicho eso a sí mismo. Normalmente, mientras admiraba su propio reflejo en el espejo tras vestirse para algún acto oficial. Y se enderezaba el fajín.
Sin embargo, tenía que admitir que ahora se hallaba en unas circunstancias muy distintas. Ahí nadie llevaba fajín, ni siquiera él. Además, había sangre y cadáveres por doquier y el pánico se extendía. Los hombres del Norte, que entraban en tropel por los espacios que había entre las piedras y se adentraban en el pisoteado círculo de hierba situado en su centro, proferían aullidos que parecían sobrenaturales. Por lo que Wetterlant podía ver, ahora ejercían una presión prácticamente constante. El principal problema que presentaba la defensa de ese círculo de piedras era sin duda los huecos que quedaban entre ellas. La formación de la Unión, si podía llamarse así a ese grupo improvisado de soldados y oficiales que luchaban desesperadamente allá donde se encontraran, retrocedía ante aquella presión y se hallaba en inminente peligro de disgregarse totalmente; además, no contaba con ninguna posición defensiva más en la que refugiarse al disgregarse.
—¡Eh! —gritó, blandiendo su espada—. Eh…
Todo había sucedido tan, tan rápido. ¿Qué órdenes habría dado el Lord Mariscal Varuz en un momento como éste? Siempre había admirado a Varuz, pues era imperturbable.
Culfer profirió un tenue grito. Una estrecha herida, que le llegaba hasta el pecho, había aparecido en su hombro y unas astillas de hueso blanco emergían por ella. Wetterlant quiso decirle que no debía gritar de esa manera, ya que no era adecuada para un oficial del rey. Un grito como ése habría sido adecuado para alguien de los regimientos de leva, pero en el Sexto Regimiento había que dar unos rugidos más varoniles. Culfer cayó al suelo de un modo un tanto elegante, mientras la sangre rebosaba por su herida. Entonces, un enorme Hombre del Norte se le acercó con un hacha en su puño y lo despedazó.
Wetterlant era vagamente consciente de que debería haber prestado su ayuda de inmediato a su segundo al mando. Pero se percató de que era incapaz de moverse, ya que estaba fascinado por la expresión de serenidad y seriedad de aquel hombre del Norte. Actuaba como si fuera un albañil que estuviera levantando una parte bastante complicada de un muro que quería que cumpliese sus altos estándares de exigencia. Al final, tras sentirse satisfecho con el número de pedazos en que había desmembrado a Culfer (quien parecía seguir emitiendo un tenue chillido aunque pareciera imposible), el hombre del Norte se giró y clavó su mirada en Wetterlant.
El lado más alejado de su rostro estaba surcado por una gigantesca cicatriz, donde una brillante bola de frío metal se encontraba en la cuenca de su ojo.
Wetterlant echó a correr. No fue un acto meditado ni consciente. Su mente se apagó como una vela. Corrió con más rapidez de la que había corrido en treinta años o más, mucho más rápido de lo que creía posible para un hombre de su edad. Saltó entre dos de aquellas antiguas piedras y descendió a trompicones por la ladera abajo, donde sus botas aplastaron la hierba a cada paso, sin ser apenas consciente del resto de hombres que corrían a su alrededor, de los gritos, susurros y amenazas, de las flechas que rasgaban el aire por encima de su cabeza. Entonces sintió un hormigueo en los hombros que le anunciaba la inevitable llegada de la muerte que tenía a sus espaldas.
Dejó atrás los Niños, luego a una columna de soldados desconcertados que habían estado subiendo la colina hasta hacía poco y que justo ahora descendían por ella de manera caótica y desordenada. Metió el pie en un pequeño hoyo y se le torció la rodilla de mala manera. Se mordió la lengua, salió volando de cabeza y se estrelló contra el suelo, donde fue dando tumbos, sin poder detenerse. Rodó hasta una zona cubierta de sombras y, por fin, logró detenerse torpemente en medio de una lluvia de hojas, maleza y tierra.
Se dio la vuelta agarrotado y gimiendo. Su espada había desaparecido y tenía la mano derecha en carne viva. La debía de haber soltado al caer. Esa espada se la había dado su padre el día en que fue nombrado oficial del Ejército de Su Majestad. Se había sentido tan orgulloso entonces. Se preguntó si su padre se habría sentido orgulloso ahora de él. Se encontraba en unos árboles. ¿Entre los manzanos? Había abandonado a su regimiento a su suerte. ¿O acaso el regimiento lo había abandonado a él? Las reglas que regían el comportamiento militar que, hasta hace unos momentos, habían tenido unos cimientos muy sólidos, se habían esfumado como el humo bajo la brisa. Todo había ocurrido tan rápido.
Su maravilloso Sexto Regimiento, al que había dedicado toda su vida, cuyos cimientos eran un reluciente lustre, una instrucción rigurosa y una disciplina inquebrantable, había sido destrozado totalmente en unos breves y demenciales instantes. Si algunos de sus hombres habían logrado sobrevivir, seguramente serían los primeros que habían optado por huir. Los reclutas más verdes y los cobardes más despreciables. Y él era uno de estos últimos. Su primera reacción instintiva fue preguntarle al mayor Culfer qué opinaba al respecto. Estaba a punto de abrir la boca para formular la pregunta cuando se dio cuenta de que aquel hombre acababa de ser masacrado por un lunático con un ojo metálico.
Entonces, escuchó unas voces y unos ruidos, provocados por unos hombres que atravesaban aquellos árboles a gran velocidad, y se acurrucó contra el tronco más cercano, mientras miraba a su alrededor como un niño asustado miraría por encima de las mantas en su cama. Eran soldados de la Unión. Se estremeció, presa de un gran alivio, y abandonó su escondite tambaleándose, agitando un brazo en el aire.
—¡Eh, muchachos!
Se dieron la vuelta al instante, pero no se cuadraron. De hecho, lo miraron fijamente, como si acabaran de ver cómo un fantasma se alzaba de su tumba. Sus caras le resultaban conocidas, pero le dio la impresión de que, de repente, habían dejado de ser unos soldados muy disciplinados para convertirse en unos animales temblorosos y cubiertos de barro. Wetterlant nunca había temido a sus propios hombres, siempre había dado por sentada su obediencia; no obstante, no le quedó más remedio que seguir hablando, con la voz aguda por el miedo y el agotamiento.
—¡Hombres del Sexto Regimiento! ¡Debemos resistir aquí! ¡Debemos…!
—¿Resistir? —chilló uno de ellos, propinándole un golpe a Wetterlant con su espada. No fue un golpe muy vigoroso, sino más bien una sacudida que hizo que le temblara el brazo y que lo obligó a colocarse de lado, jadeando más por la conmoción que de dolor. Se encogió de miedo al comprobar que el soldado volvía a alzar a medias su espada. Entonces, otro soldado chilló y salió corriendo; de repente, todos estaban huyendo. Wetterlant miró hacia atrás y se percató de que unas siluetas se movían entre los árboles. Escuchó unos gritos, proferidos por alguien de voz grave que hablaba en norteño.
El miedo se apoderó otra vez de él y gimoteó, intentó avanzar a través de ese conjunto resbaladizo de maleza y hojas caídas, mientras los restos putrefactos de la fruta caída le manchaban una pernera del pantalón y su propia respiración aterrada reverberaba en sus oídos. Se detuvo allá donde acababan los árboles y se llevó a la boca la parte posterior de una de las mangas de su chaqueta. Había sangre en su mano inerte. Al ver la tela rasgada de su brazo se le revolvieron las tripas. ¿Se trataba de tela rasgada, o carne rasgada?
No podía quedarse ahí. Aunque tampoco lograría llegar al río. Pero no podía quedarse en este sitio. Tenía que irse ya. Abandonó a todo correr la maleza en dirección a los bajíos. Había más hombres corriendo por todas partes y la mayoría de ellos iban desarmados. Corrían como locos, con la desesperación reflejada en sus rostros y la mirada perdida. En ese instante, Wetterlant vio qué provocaba ese terror. Unos jinetes, que se habían desplegado por los campos y convergido en los bajíos, para empujar hacia el sur a los soldados de la Unión que huían. A quienes derribaban con sus armas, o pisoteaban, mientras sus aullidos reverberaban por todo el valle. Siguió corriendo sin parar, se tropezó hacia delante y echó otro vistazo a su alrededor. Un jinete se le acercaba, pudo ver cómo sus dientes se asomaban en una sonrisa en medio de su enmarañada barba.
Pese a que Wetterlant intentó correr más rápido, estaba tan cansado que le fue imposible. Le ardían los pulmones, le ardía el corazón y respiraba convulsamente, el suelo parecía temblar y balancearse de arriba abajo a cada paso, mientras los centelleantes bajíos se iban acercando más y más, así como el retumbar atronador de los cascos a su espalda…
De repente, se vio tumbado en el barro de costado, sintiendo una indescriptible y tremenda agonía en la espalda. También sentía una tremenda presión sobre el pecho, como si le hubieran colocado un montón de piedras encima. Logró mover la cabeza lo suficiente como para poder mirar hacia abajo. Había algo brillante ahí. Algo que relucía en su chaqueta en medio de toda esa tierra. Parecía una medalla. Sin embargo, no se merecía una medalla por haber huido.
—Qué estupidez —resolló, y esas palabras le supieron a sangre. Entonces se dio cuenta, para su sorpresa, y luego para su horror, de que no podía respirar. Todo había ocurrido tan, tan rápido.
Sutt Brittle se deshizo del asta astillada de su lanza. El resto se quedó dentro de la espalda de ese necio que huía. Si bien había corrido muy rápido, para ser un anciano, no había sido tan rápido como el caballo de Sutt, lo cual no fue muy sorprendente. Desenvainó su vieja espada, mientras sujetaba las riendas con la mano en que portaba el escudo, y espoleó a su caballo. Dorado había prometido que daría un centenar de monedas de oro al primero de sus Grandes Guerreros que cruzara el río y Brittle quería ese dinero. Dorado se lo había mostrado, lo tenía guardado en una caja de hierro. Incluso le dejó tocarlo, mientras las llamas de la codicia se apoderaban de la mirada de todos al verlo. Eran unas monedas extrañas, con una efigie estampada en cada cara. Alguien afirmó que procedían del desierto, de muy lejos. Sutt no sabía de dónde había sacado Glama Dorado esas monedas del desierto, pero tampoco le importaba demasiado.
El oro era oro.
Y esto era muy fácil. La Unión huía exhausta, a trompicones y entre sollozos. Sutt sólo tenía que inclinarse un poco en su silla para acabar con ellos, primero por un lado y luego por otro: zas, zas, zas. Por eso mismo, Sutt se dedicaba a eso, no para merodear por ahí y explorar, como habían estado haciendo hasta ahora, retrocediendo una y otra vez, mientras intentaban dar con el lugar adecuado sin llegar nunca a él. Aunque nunca se había sumado al coro de quejas, no, él no. Él había dicho que Dow el Negro lograría que en breve tuvieran un día que festejar para la posteridad y así había sido.
No obstante, tanta matanza los estaba retrasando. Miró a la izquierda, desde donde soplaba el viento, frunciendo el ceño, y se dio cuenta de que ya no se hallaba al frente del grupo. Feathers se encontraba mucho más adelante, agachado sobre su silla, sin molestarse en hacer su trabajo; simplemente, se limitaba a abrirse paso a caballo entre los sureños mientras cabalgaba hacia la ribera y los bajíos.
Sutt no pensaba permitir de ningún modo que un mentiroso como Hengul Feathers le robara sus cien monedas. Azuzó aún más a su caballo, el viento y la crin de su montura le azotaron los ojos, mientras presionaba con la lengua el gran agujero de su boca donde debería haber tenido un diente. Se adentró a gran velocidad en el río y el agua lo salpicó; entretanto, a su alrededor, los hombres de la Unión avanzaban como podían sumergidos hasta las caderas. Hostigó aún más a su caballo, con la mirada clavada únicamente en la espalda de Feathers mientras trotaba hacia una zona repleta de guijarros y…
Súbitamente, Feathers salió volando de su silla y su grito de guerra se vio interrumpido por un torrente de sangre.
Brittle no estaba seguro de alegrarse o no al ver cómo el cadáver de Feathers caía pesadamente y rebotaba en el agua. La parte buena era que, al parecer, ahora se encontraba al frente de todo el grupo de Dorado. La parte mala era que un cabrón con unas pintas muy raras se estaba acercando, portaba una buena armadura e iba a lomos de una buena montura, llevaba una espada corta y las riendas en una mano y una espada larga en la otra; ésta última reflejaba la luz del sol y relucía con la sangre de Feathers. Iba ataviado con un casco sencillo y redondo con una ranura en la parte frontal para poder ver, bajo el cual sólo se veía una hilera de dientes apretados. El solo arremetía contra toda la caballería de Dorado mientras el resto de la Unión huía en la dirección opuesta.
A pesar de que a Sutt lo dominaba la avaricia y la sed de sangre, dudó durante un inquietante momento. Al final, decidió desplazar a su caballo hacia la derecha y alzar su escudo para proteger su cuerpo de ese cabrón con cabeza de acero. Aunque dio igual, ya que, en un abrir y cerrar de ojos, su espada impactó contra el escudo de Sutt y a punto estuvo de arrancárselo del brazo. Antes de que el estruendo del impacto se hubiera desvanecido, su rival intentó alcanzarle con su espada corta, que se le habría clavado directamente en el pecho si su propia espada no se hubiera interpuesto en su camino por pura casualidad.
Por los muertos, ese cabrón era muy rápido. Sutt no podía creer que pudiera ser tan veloz con esa armadura puesta. Esas espadas parecían surgir de la nada en un parpadeo. Sutt logró defenderse de la espada corta, aunque la fuerza del impacto fue tal que casi consigue hacerle caer de la silla. Intentó arremeter contra él mientras recuperaba el equilibrio y gritaba a pleno pulmón.
—Muérete… ¿Eh?
Su mano derecha había desaparecido. Miró fijamente el muñón, del que manaba sangre a chorros. ¿Cómo había ocurrido? Vio algo por el rabillo del ojo y, acto seguido, sintió un tremendo golpe en el pecho, su aullido de dolor se vio interrumpido por un chillido que él mismo dio.
Salió despedido de su silla, sin aire en los pulmones, y cayó sobre la fría agua, donde no había nada salvo burbujas que borboteaban alrededor de su rostro.
Gorst se revolvió en su silla y atacó con su larga espada de acero al lado contrario a gran velocidad. El hombre del Norte, al que le faltaba un diente, se cayó de su caballo. El siguiente enemigo, que llevaba sobre los hombros una piel remendada de animal, logró alzar su hacha y detener el golpe, pero fue inútil. El mandoble de Gorst astilló el mango de su arma y empujó el pico de la parte posterior de la misma, que se le clavó profundamente debajo de la clavícula; después, la punta de acero de la larga espada de Gorst le abrió una enorme herida roja en el cuello. Punto para mí.
El hombre abrió la boca, probablemente para gritar, y Gorst le clavó su espada corta en un lado de la cabeza, de tal modo que la punta acabó sobresaliendo por una de sus mejillas. Otro más. Gorst logró sacar su espada del cuerpo de su enemigo caído justo a tiempo, a la vez que desviaba la espada de su nuevo rival con su escudo, cuyo filo resbaló inofensivamente por la hombrera de su armadura. Alguien lo agarró. Gorst le aplastó la nariz con la empuñadura de su espada larga. Acto seguido, volvió a golpearle con ella y se la clavó en la cabeza.
Lo tenían rodeado. El mundo era una mera franja de luz reluciente que atravesaba la ranura de su yelmo, repleta de caballos que se zambullían en el río, hombres que se movían frenéticamente y armas centelleantes, donde sus propias espadas revoloteaban de aquí para allá por puro instinto para defenderse, para cortar y despedazar al mismo tiempo que tiraba de las riendas y obligaba a su montura, a la que dominaba el pánico, a dar vueltas en círculo sin sentido. Logró derribar a otro hombre de su silla y los anillos retorcidos de la cota de malla de éste salieron volando como el polvo de una alfombra al ser sacudida. Después, consiguió detener el mandoble de una espada cuya punta relució a corta distancia de su yelmo, aunque el impacto provocó que le zumbaran los oídos. Antes de que su dueño pudiera volver a arremeter contra él, recibió un hondo tajo en la espalda y cayó hacia delante gritando. Gorst lo agarró, prácticamente lo abrazó, y lo empujó bruscamente hacia el río, donde lo aguardaban los poderosos cascos de los caballos.
La caballería de la Unión había cargado desde la ribera norte y estaba atravesando los bajíos y chapoteando a su alrededor, iban al encuentro de los hombres del Norte para sumarse a ese estruendoso y terrible tumulto. Eran los hombres de Vallimir. ¡Cuánto me alegro de que os unáis a nosotros! El río se convirtió en un amasijo de cascos que pisaban con fuerza y salpicaduras de agua, de metal y sangre que salía a borbotones, por el que Gorst se abrió paso a espadazos, mientras apretaba los dientes con fuerza y esbozaba una gélida sonrisa. Me siento como en casa.
Perdió su espada corta en medio de aquella locura, pues se quedó clavada en la espalda de alguien y tuvo que soltarla. Quizá ese alguien fuera un hombre de la Unión. Pero eso le daba igual. Apenas podía escuchar otra cosa que no fuera su propia respiración, sus propios gruñidos, sus propios chillidos de niña mientras arremetía, una y otra vez, y otra vez, abollando armaduras, aplastando huesos y desgarrando carne, cada impacto estremecedor que recorría su brazo lo embargaba de emoción. Cada golpe era como un trago para un borracho, que cada vez sabía mejor y mejor y nunca era suficiente.
Casi consiguió decapitar a un caballo. El hombre del Norte que lo montaba esbozó un gesto de sorpresa muy cómico, como si fuera un payaso de un espectáculo barato, mientras seguía tirando de las riendas aun cuando su montura se venía abajo. Un jinete chilló, tenía sus propias entrañas en las manos. Gorst lo golpeó en la cabeza con el revés de su escudo, que salió despedido de su puño tras el impacto y voló por los aires en medio de un torrente de sangre y esquirlas de dientes, mientras giraba como una moneda lanzada al aire. ¿Cara o cruz? ¿Quién quiere apostar?
Un enorme hombre del Norte se hallaba a lomos de un caballo negro en medio del río, repartiendo hachazos a diestro y siniestro. Tanto su casco, que portaba unos cuernos, como su armadura y su escudo estaban adornados con espirales doradas. En medio de aquel combate, Gorst espoleó a su montura en dirección hacia él. Mientras avanzaba, alcanzó a un hombre del Norte en la espalda y derribó a otro de su silla al cortarle la pata trasera a su caballo. Su espada larga brillaba de rojo, cubierta de sangre. O más bien, embadurnada, como un eje engrasado.
Al instante, arremetió contra el escudo dorado sobre el que impactó estremecedoramente, dejando una profunda abolladura en esa hermosa obra de artesanía. Gorst volvió a arremeter y cruzó la anterior marca con otra nueva, de tal modo que el hombre dorado se tambaleó en su silla. Entonces, Gorst alzó su espada larga para propinarle el golpe de gracia y, de repente, alguien se la arrebató de la mano.
Un hombre del Norte que tenía una desgreñada barba pelirroja se la había quitado a golpe de maza, con la que pretendía ahora aplastarle la cabeza. Qué falta de modales. Gorst agarró el mango de la maza con una sola mano y con la otra sacó una daga, clavándosela hasta la cruceta a aquel hombre del Norte por debajo de la mandíbula y ahí se quedó mientras se caía hacia atrás. Ay, esos modales. El hombre dorado había recuperado el equilibrio, había vuelto a meter los pies en los estribos y sostenía su hacha en alto.
Gorst se aferró a su enemigo, lo obligó a compartir un torpe abrazo mientras sus dos caballos los zarandeaban. A pesar de que intentó alcanzarlo con su hacha, sólo el mango impactó contra el hombro de Gorst, la hoja únicamente rozó inofensivamente su espaldar. Gorst agarró uno de los absurdos cuernos que sobresalían del casco dorado de aquel hombre y lo retorció, más y más, retorciéndole a su vez la cabeza hasta que ésta acabó pegada al peto de Gorst. El hombre dorado, que ya estaba prácticamente fuera de su silla, gruñó y resopló, no se caía porque una de sus piernas se había quedado atrapada en un estribo. Intentó soltar el hacha para poder seguir forcejeando, pero no pudo, ya que su correa se le había enredado en la muñeca y se le había enganchado a la armadura de Gorst, y el otro brazo lo tenía atrapado por su escudo machacado.
Gorst sonrió y le mostró todos sus dientes, alzó un puño y lo golpeó en la cara, su guantelete se estrelló contra uno de los laterales de su casco dorado. Su puño era un martillo que iba arriba y abajo, arriba y abajo; poco a poco, fue dejando marcas y luego abolladuras en el casco hasta deformar por completo uno de sus lados, de tal modo que se le acabó clavando a aquel hombre en la cara. Mucho mejor que con la espada. Siguió golpeando y golpeando, hasta doblarlo más y más, hasta que se le clavó en la mejilla. Así es todo mucho más personal. Así no había necesidad de discutir o justificarse, ni de presentaciones ni de etiqueta, ni de sentirse culpable ni de dar excusas. Todo quedaba reducido a un increíble ejercicio de violencia. Tan intenso que tuvo la sensación de que aquel hombre de la armadura dorada debía de ser su mejor amigo del mundo. Te quiero. Te quiero y por eso debo reventarte la cabeza. Se echó a reír mientras machacaba con sus nudillos enguantados el bigote rubio cubierto de sangre de aquel hombre. Se reía y lloraba a la vez.
Entonces, algo impactó contra su espaldar con un estruendo sordo, la cabeza se le fue hacia atrás y fue derribado de la silla, cayó cabeza abajo entre dos caballos y acabó sumergido en el frío río mientras su yelmo se llenaba de agua y burbujas. Se levantó tosiendo y los cascos de los corceles le salpicaron la cara.
El hombre de la armadura dorada había logrado hacerse con un caballo que carecía de jinete y se estaba subiendo, a trompicones, a su silla de montar. Había cadáveres por doquier: de hombres y caballos, de la Unión y de los hombres del Norte, tirados sobre los guijarros y flotando en el vado, arrastrados delicadamente por la suave corriente. Por lo que pudo ver, apenas quedaba algún miembro de la caballería de la Unión en pie. Sólo hombres del Norte, con sus armas alzadas, azuzando sus caballos con suma cautela a acercarse hacia él.
Gorst buscó a tientas el cierre de su yelmo y se lo quitó de encima, sintiendo así, súbitamente, un viento impactantemente frío en el rostro. Se puso en pie, con la armadura repleta de agua del río. Extendió los brazos, como si fuera abrazar a un viejo amigo, y sonrió a la vez que el hombre del Norte más próximo alzaba su espada.
—Estoy listo —susurró.
—¡Disparen!
Escuchó una salva de clics y repiqueteos a sus espaldas. El hombre del Norte se cayó de su silla, acribillado por un buen número de flechas de ballesta. Otro más chilló, su hacha cayó dando tumbos mientras se llevaba la mano a la mejilla donde tenía clavada una flecha. Gorst se giró, estúpidamente, para echar un vistazo hacia atrás. En la ribera sur de los bajíos había una larga hilera de ballesteros arrodillados. De inmediato, otra hilera se colocó entre ellos mientras éstos recargaban; los miembros de esta nueva hilera se arrodillaron y prepararon sus ballestas con precisión mecánica.
Había un hombre bastante grande sentado a lomos de un gran caballo gris en el extremo más alejado de aquella formación. Era el general Jalenhorm.
—¡Segunda hilera! ¡Disparen!
Acto seguido, se escuchó el siseo y gorjeo de otra salva de flechas. Unos cuantos enemigos más cayeron acribillados, un caballo se encabritó y retrocedió, aplastando así a su jinete. El resto, sin embargo, ya habían llegado a la ribera opuesta y se alejaban entre la cebada, corriendo hacia el norte tan rápidamente como habían llegado.
Gorst dejó sus brazos caer lentamente a medida que el ruido de los cascos de los caballos se fue desvaneciendo. A partir de entonces, reinó un silencio muy extraño, quebrado únicamente por el murmullo del agua y los gemidos de los heridos.
Al parecer, la batalla había acabado y seguía vivo.
Resulta extrañamente decepcionante.