Todo el mundo sirve a alguien

—Entonces, ¿vas a estar de mi lado? —preguntó Calder, resplandeciente como una mañana de primavera.

—Si todavía queda sitio.

—Eres tan leal como Rudd Tresárboles, ¿eh?

Cabeza de Hierro se encogió de hombros.

—No insultaré a tu inteligencia diciendo que sí. Pero sé que apoyarte es lo mejor para mis intereses. También señalaría que la lealtad es una base peligrosa sobre la que levantar nada. Tiende a deshacerse con la primera tormenta, mientras que el interés soporta cualquier tiempo.

Calder asintió al oír aquello.

—Un principio sensato —miró de reojo a Foss Deep, que había vuelto a ponerse a su servicio ahora que habían terminado las hostilidades y personificaba el egoísmo interesado. A pesar de su desagrado declarado por las batallas, había conseguido hacerse con un espléndido peto de la Unión, grabado con un sol dorado, que relucía bajo su andrajoso abrigo—. Cualquier hombre debería tener ¿eh, Deep?

—¿Tener qué?

—Principios.

—Oh, creo muy, pero que muy fervientemente en ellos. Mi hermano también.

Shallow dejó de hurgarse furiosamente en las uñas con la punta de su cuchillo por un momento.

—A mí me gustan con leche.

Se impuso un silencio ligeramente incómodo. Después, Calder se volvió hacia Cabeza de Hierro.

—La última vez que hablamos me dijiste que apoyabas a Dow. Después, me measte en las botas —levantó una de las suyas, que se encontraba gastada, agrietada y manchada—. Hace una semana, eran las mejores botas de todo el Norte. De cuero estirio. Y, ahora, mira.

—Me alegrará comprarte un par nuevo.

Calder hizo una mueca de dolor al levantarse y sentir dolor en las costillas.

—Que sean dos.

—Lo que tú digas. A lo mejor hasta compro otro para mí.

—¿Estás seguro de que algo metálico no sería más de tu estilo?

Cabeza de Hierro se encogió de hombros.

—Las botas de metal en tiempos de paz están fuera de lugar. ¿Algo más?

—Por ahora, limítate a tener a tus hombres bien cerca. Debemos seguir dando un buen espectáculo hasta que la Unión se aburra de esperar y desaparezca. No debería faltar mucho.

—Entendido.

Calder se alejó un par de pasos; después, se volvió de nuevo.

—Compra también un regalo para mi esposa. Algo bonito, ya que falta poco para que nazca mi hijo.

—Sí, jefe.

—Y no te sientas demasiado mal por ello. Todo el mundo sirve a alguien.

—Muy cierto —replicó Cabeza de Hierro, que ni siquiera parpadeó. La reunión había sido ligeramente decepcionante, la verdad. Calder había esperado hacerle sudar. Pero ya habría tiempo más adelante para eso, en cuanto la Unión se hubiese retirado. Ya habría tiempo para todo tipo de cosas. Así que saludó con un asentimiento señorial y se marchó, seguido por sus dos sombras.

Tenía de su parte a Reachey y a Pálido como la Nieve. Había mantenido una pequeña charla con Wonderful, que a su vez le había transmitido sus palabras a los Carls de Dow, cuya lealtad se había fundido como la nieve. La mayoría de los hombres de Tenways se habían diseminado y Ojo Blanco Hansul había jugado la baza de defender sus propios intereses y había convencido a los demás para que hicieran lo mismo. Cabeza de Hierro y Dorado seguían odiándose mutuamente demasiado como para presentar una amenaza y el Extraño que Llama, por razones que Calder no alcanzaba a comprender, le trataba como a un viejo y apreciado amigo.

De hazmerreír a rey del mundo gracias a un solo mandoble de espada. Suerte. Algunos hombres la tienen, otros no.

—Ha llegado el momento de medir el alcance de la lealtad de Glama Dorado —afirmó Calder felizmente—. O de sus propios intereses, en cualquier caso.

Caminaron colina abajo en la oscuridad creciente. Las estrellas empezaban a asomar entre el tintado cielo y Calder sonreía pensando en el modo en que iba a hacer retorcerse a Dorado. En cómo iba a obligar a aquel cabrón engreído a hacerse un nudo en la lengua al intentar congraciarse con su nuevo jefe. En lo mucho que iba a disfrutar apretándole las tuercas. En cuanto alcanzaron una bifurcación en el camino, Deep giró a la izquierda, rodeando el pie de los Héroes.

—El campamento de Dorado está a la derecha —rezongó Calder.

—Cierto —contestó Deep, sin dejar de caminar—. Tienes un dominio absoluto de los puntos cardinales, lo que te pone un peldaño por encima de mi hermano en la escalera del conocimiento.

—A mí me parecen todos iguales —vociferó Shallow.

De repente, Calder notó algo punzante en la espalda. Algo frío y sorprendente, no del todo doloroso, pero tampoco placentero. Le costó un momento darse cuenta de lo que era, pero, cuando lo hizo, toda su jactancia lo abandonó como si la punta de ese puñal ya hubiera abierto un agujero.

Qué endeble es la arrogancia. Basta un pedazo de metal afilado para acabar con ella bruscamente.

—Vamos a ir por la izquierda —la punta del arma de Shallow volvió a presionarle la espalda y Calder echó a andar, con las manos en alto, mientras dejaba de esbozar su sonrisa burlona en la penumbra.

Había mucha gente a su alrededor. Hogueras rodeadas por rostros medio iluminados. Unos jugaban a los dados, otros inventaban mentiras sobre sus hazañas en la batalla y uno de ellos daba palmadas a la capa de alguien sobre la que habían caído algunas brasas extraviadas. Un grupo de siervos borrachos pasaron a su lado, pero apenas los miraron. Nadie acudió al rescate de Calder, pues no vieron nada que les pareciese digno de mención. E incluso aunque así hubiera sido, les importaba una mierda. Como a la mayoría, por lo general.

—¿Adónde vamos? —inquirió Calder, aunque la única pregunta real era si habrían cavado ya su tumba o pensaban discutir después a quién le iba a tocar hacerlo.

—Ya lo verás.

—¿Por qué?

—Porque llegaremos allí.

—No. Me refiero a por qué estáis haciendo esto.

Los dos se echaron a reír a la vez, como si acabaran de oír un chiste.

—¿Crees que te estábamos vigilando por accidente en el campamento de Caul Reachey?

—No, no, no —canturreó Shallow—. No.

Ahora se estaban alejando de los Héroes. Había cada vez menos gente y menos hogueras. Ahí casi no había luces, salvo el círculo luminoso que proyectaba la antorcha de Deep sobre los sembrados. Cualquier esperanza de auxilio se desvanecía en la negrura a sus espaldas, junto a las bravatas y las canciones. Si Calder pretendía salvarse, más le valía intentar hacerlo él mismo. No se habían molestado en quitarle la espada. Pero ¿a quién quería engañar? Incluso aunque no hubiera tenido la mano derecha inutilizada, Shallow podría haberle rebanado el pescuezo una docena de veces antes de que fuese capaz de desenvainarla. Al otro lado de los oscuros campos, pudo intuir el contorno de una arboleda que se extendía hacia el norte. A lo mejor si echaba a correr…

—No —Shallow volvió a presionar a Calder en un costado con el puñal—. No ni no… no… no.

—En serio, no —insistió Deep.

—Tal vez podríamos llegar a un acuerdo. Tengo dinero…

—Nadie posee un bolsillo lo suficientemente hondo como para competir con quien nos paga. Lo mejor que puedes hacer es obedecer cuanto te ordenen como un buen chico —Calder lo dudaba mucho pero, por muy inteligente que le gustara creerse, no se le ocurría ninguna alternativa mejor—. Sentimos tener que hacer esto, ¿sabes? Te respetamos mucho, igual que respetábamos mucho a tu padre.

—¿De qué me va a servir que lo sintáis?

Deep se encogió de hombros.

—De poco menos que nada, pero siempre nos tomamos la molestia de decirlo.

—Se cree que eso nos aporta clase —aseveró Shallow.

—Un cierto aire de nobleza.

—Oh, sí —afirmó Calder—. Sois un par de putos héroes.

—Un tipo que no es un héroe para nadie es lamentable —aseguró Deep—. Aunque sólo sea para sí mismo.

—O su mami —apostilló Shallow.

—O su hermano —Deep sonrió, mirando hacia atrás—. ¿Qué pensaba tu hermano de ti, señorito?

Calder pensó en Scale, que luchó en abrumadora minoría en aquel puente, esperando una ayuda que nunca llegó.

—Imagino que al final debió de pensar lo peor de mí.

—Yo tampoco derramaría demasiadas lágrimas por eso. Raro es el individuo que no resulta ser un villano para alguien. Incluso aunque sólo sea para sí mismo.

—O su hermano —susurró Shallow.

—Ya hemos llegado.

Una desvencijada granja había aparecido entre las tinieblas. Era grande y silenciosa, tenía las paredes de piedra cubiertas por enredaderas y los descascarillados postigos descolgados en las ventanas. Calder se percató de que era la misma en la que había dormido durante dos noches, pero ahora parecía mucho más siniestra. Como cualquier cosa cuando uno tiene un cuchillo en la espalda.

—Por aquí, por favor —le indicó Deep, mientras lo guiaba hacia el porche desprovisto de tejas que recorría el lateral de la casa y protegía una mesa podrida rodeada por unas sillas que se encontraban tiradas en el suelo. Una lámpara pendía suavemente de una alcayata en una de las columnas. Su luz alumbraba un patio cubierto de malas hierbas y una valla inclinada que separaba la granja de los campos de cultivo.

Había muchas herramientas apoyadas contra la valla. Palas, hachas y azadones, todas ellas cubiertas de barro como si un equipo de trabajadores las hubieran utilizado enérgicamente aquel día y hubiesen sido dejadas allí para volver a usarlas al día siguiente. Unas herramientas que servían para cavar. Calder notó que su miedo, que había disminuido ligeramente durante el paseo, volvía a dejarle helado. A través de un hueco en la valla, la luz de la antorcha de Deep iluminó un trecho de cosechas pisoteadas y tierra recién removida. Una tierra que se había acumulado en un montón que le llegaba hasta la altura de la rodilla, tan grande como los cimientos para un granero. Calder abrió la boca, quizá para rogar desesperadamente, para intentar negociar por última vez, pero fue incapaz de decir nada.

—Han trabajado muy duro —afirmó Deep, en el mismo momento en que un segundo montón surgió de la noche junto al primero.

—Como esclavos —añadió Shallow, a la vez que la luz revelaba un tercero.

—Dicen que la guerra es algo terrible, pero costaría encontrar a un enterrador que esté de acuerdo con esa afirmación.

Aquella última fosa aún no había sido tapada. A Calder se le erizó la piel cuando la antorcha iluminó sus contornos; tenía cinco pasos de ancho, quizá. El otro extremo se perdía entre las sombras. Deep se acercó a una esquina y miró hacia abajo.

—Puaj —clavó la antorcha en el suelo, se volvió y llamó haciendo señas a Calder—. Vamos, vamos. Caminar despacio no va a cambiar nada.

Shallow le dio un pequeño empujón y Calder avanzó pesadamente, mientras notaba que se le iba cerrando la garganta cada vez que respiraba a medida que iba viendo mejor, tras dar un paso vacilante tras otro, los costados de la fosa.

Vio tierra, guijarros y raíces de cebada. Luego, una mano pálida. Después, un brazo desnudo. A continuación, cadáveres. Luego, muchos más. La fosa estaba llena de cuerpos, amontonados en una siniestra maraña. Eran los desperdicios de la batalla.

La mayoría estaban desnudos, pues los habían despojado de todo. ¿Acabaría algún enterrador quedándose la excelente capa de Calder? A la luz de la antorcha, la sangre y la suciedad tenían el mismo color. Conformaban manchas negras sobre la blanca piel de los muertos. Era complicado distinguir a qué cuerpo pertenecían esas piernas y esos brazos retorcidos.

¿Acaso todos esos cuerpos habían sido unos hombres hacía tan sólo un par de días? ¿Hombres con ambiciones y esperanzas a los que les importaban ciertas cosas? Ahí había un montón de historias inacabadas, que habían sido cortadas de cuajo. Ésa era la recompensa de los héroes.

Sintió que algo cálido le recorría la pierna y, entonces, se dio cuenta de que se había meado encima.

—No te preocupes —dijo Deep con un tono de voz comprensivo, como si fuera un padre que le hablara a su hijo asustado—. Sucede a menudo.

—Nosotros hemos visto de todo.

—Y eso es quedarse corto.

—Ponte ahí —Shallow le guió hasta donde quería, agarrándolo de los hombros, y le hizo volverse hasta situarlo de cara al foso, inerte e indefenso. Uno nunca piensa que hará mansamente todo lo que le pidan cuando se enfrente al momento de su muerte. Pero todo el mundo lo hace—. Ve un poco más a la izquierda —le pidió, mientras lo guiaba un paso hacia la derecha—. Eso es la izquierda, ¿verdad?

—Eso es la derecha, animal.

—¡Joder! —Shallow tiró aún más fuerte de Calder y éste resbaló sobre el borde de la fosa, haciendo caer varios montones de tierra sobre los cuerpos. Shallow lo agarró y lo enderezó—. ¿Ahí?

—Ahí —contestó Deep—. Vale, muy bien.

Calder permaneció inmóvil, miró hacia abajo y se echó a llorar en silencio. Ya no le parecía que la dignidad fuese una virtud tan importante. Dentro de poco, tendría aún menos importancia. Se preguntó cuán profundo sería el foso. Con cuántos cadáveres lo compartiría cuando mañana alguien tomara esas herramientas y apilara tierra sobre ellos. ¿Cien? ¿Doscientos? ¿Más?

Observó al que estaba más cerca, justo bajo sus pies. Aquello tenía una enorme herida negra en la parte trasera de la cabeza. Aquello no, ese hombre, se corrigió Calder, pese a que le costaba verlo como un hombre. Pues era una cosa, despojada de toda identidad. Despojada de todo… a menos que…

El rostro de Dow el Negro… si bien tenía la boca abierta y medio llena de tierra, era el Protector del Norte, de eso no cabía duda. Casi parecía que estaba sonriendo; además, tenía un brazo estirado, como dando la bienvenida a Calder, a un viejo amigo, a la tierra de los muertos. De vuelta al barro, ciertamente. Con qué rapidez puede pasar uno de ser dueño y señor de todo a ser un montón de carne tirado en un agujero.

Las lágrimas corrieron por el rostro acalorado de Calder y relucieron a la luz de la antorcha mientras caían al foso, donde abrieron surcos entre la suciedad que cubría la fría mejilla de Dow el Negro. Haber muerto en el círculo habría sido una honda decepción, pero ésa era peor aún, ¿no? Iba a morir en una fosa común y su destino sería ignorado por aquéllos que lo amaban e incluso por los que le odiaban.

Estaba sollozando como un bebé, hinchando las doloridas costillas, mientras contemplaba el foso y los cadáveres desdibujados a través de sus saladas lágrimas.

¿Cuándo lo iban a hacer? Seguramente, ahora, sí, ya. Una brisa se alzó y enfrió las lágrimas de su rostro. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos con fuerza y gimió como si pudiese notar ya el cuchillo penetrando en su espalda. Como si el metal ya estuviese dentro de él. ¿Cuándo lo iban a hacer? Probablemente, ahora…

El viento amainó y le pareció escuchar un tintineo. Entonces, oyó unas voces a sus espaldas, que provenían de la casa. Permaneció inmóvil un rato más, sollozando cada vez que inhalaba aire.

—Tenemos pescado para empezar —dijo alguien.

—Excelente.

Calder se fue volviendo lentamente, temblando, estremeciéndose, realizando un esfuerzo descomunal para poder llevar a cabo cada movimiento.

Deep y Shallow se habían desvanecido. Su antorcha parpadeaba abandonada al borde del foso. Más allá de la desvencijada verja, bajo el desvencijado porche, se hallaba la vieja mesa, que había sido cubierta con un mantel y estaba siendo preparada para la cena. Un hombre extraía unos platos de una gran cesta. Otro aguardaba sentado en una de las sillas. Calder se enjugó las lágrimas con el dorso de su temblorosa mano, pues no se fiaba de lo que le estaban indicando sus sentidos. El hombre de la silla era el Primero de los Magos.

Bayaz sonrió.

—¡Caramba, pero si es el Príncipe Calder! —exclamó, como si se hubieran encontrado por accidente en el mercado—. ¡Únase a mí, haga el favor!

Calder se limpió los mocos del labio superior, esperando aún que un cuchillo saliese despedido de entre las tinieblas. Después, muy lentamente, con las rodillas temblándole de tal manera que podía oírlas golpear contra el interior de sus húmedos pantalones, se encaminó hacia el porche a través de un hueco en la cerca.

El sirviente enderezó una de las sillas caídas, le quitó el polvo y se la señaló con la palma de la mano abierta. Calder se hundió en ella, conmocionado, todavía llorando ligeramente, y observó cómo Bayaz pinchaba un trozo de pescado con un tenedor, se lo llevaba a la boca y lo masticaba de manera deliberadamente lenta hasta tragarlo.

—Entonces, el Torrente Blanco seguirá siendo la frontera norte de Angland.

Calder permaneció un momento sentado en silencio y fue consciente de que lanzaba un ligero resoplido por la nariz cada vez que respiraba, pero era incapaz de evitarlo. Acto seguido, parpadeó y finalmente asintió.

—La comarca entre el Torrente Blanco y el Cusk, incluida la ciudad de Uffrith, será gobernada por el Sabueso. Pasará a ser un protectorado de la Unión, con seis representantes en el Consejo Abierto.

Calder volvió a asentir.

—El resto del Norte hasta el Crinna será suyo —Bayaz se llevó el último trozo de pescado a la boca y dibujó un círculo con el tenedor en el aire—. Los territorios situados más allá del Crinna pertenecen al Extraño que Llama.

El día anterior Calder podría haberle lanzado una puya desafiante, pero en lo único en lo que podía pensar ahora era en lo afortunado que se sentía de no estar desangrándose sobre el barro y en lo mucho que deseaba seguir entero.

—Sí —replicó con voz ronca.

—¿No necesita tiempo para… rumiarlo un poco? ¿Una eternidad en un foso lleno de cadáveres, quizás?

—No —susurró Calder.

—¿Perdón?

Calder respiró honda y temblorosamente.

—No.

—Bien —entonces, Bayaz se limpió los labios con una servilleta y alzó la mirada—. Así está mucho mejor.

—Muchísimo mejor —aseveró el sirviente del pelo rizado, con una sonrisa traviesa dibujada en su faz, mientras retiraba el plato de Bayaz y lo cambiaba por otro limpio. Una sonrisa probablemente muy parecida a la que solía exhibir Calder, pero le agradó tanto verla en el rostro de otro hombre como le habría agradado ver a otro follándose a su esposa. En ese instante, el sirviente retiró el cobertor de un plato con una floritura.

—¡Ah, la carne, la carne! —Bayaz observó cómo el sirviente manejaba el cuchillo para cortarla en finísimas rodajas con una pericia cegadora—. El pescado está muy bien, pero la cena no empieza de verdad hasta que no te han servido algo que sangra.

A continuación, el sirviente añadió unas verduras con la destreza de un prestidigitador; después, se volvió con su sonrisa burlona hacia Calder.

A Calder le pareció que había algo extraño e irritantemente familiar en él. Le parecía que tenía su nombre en la punta de la lengua. ¿Acaso alguna vez lo había visto visitar a su padre, ataviado con una elegante capa? ¿O junto a la hoguera de Cabeza de Hierro con un casco de Carl en la cabeza? ¿O junto al Extraño que Llama con la cara pintada y pedazos de hueso en las orejas?

—¿Quiere carne, señor?

—No —contestó Calder con un susurro, quien sólo podía pensar en toda la carne que había amontonada en las fosas apenas a unos cuantos pasos de allí.

—¡De verdad que debería probarla! —exclamó Bayaz—. ¡Adelante, ponle un poco! Y ayuda al príncipe a partirla, Yoru, ya que tiene la mano derecha herida.

Yoru sirvió a Calder la carne, que chorreaba un jugo sangriento que centelleó entre la penumbra, y, acto seguido, se dispuso a cortarla con una velocidad aterradora, haciendo que Calder se estremeciera con cada movimiento del cuchillo.

Al otro lado de la mesa, el Mago ya estaba masticando satisfecho.

—Debo reconocer que no me gustaron del todo los derroteros por los que transcurrió nuestra última conversación. En cierto modo, me recordó usted a su padre —Bayaz hizo una pausa, como si esperase una respuesta, pero Calder no tenía ninguna que dar—. Lo digo como un pequeño elogio y como una gran advertencia. Durante muchos años, su padre y yo nos… entendimos bastante bien.

—Para lo que le sirvió.

El brujo alzó las cejas.

—¡Qué poca memoria tiene su familia! ¡Por supuesto que le sirvió! De mí obtuvo regalos y todo tipo de ayudas y buenos consejos. ¡Y bien que prosperó! ¡Pasó de ser un jefecillo de tercera a ser el Rey de los Hombres del Norte! ¡Forjó una nación donde antes sólo había un montón de campesinos malhumorados y estiércol! —el filo del cuchillo de Bayaz chirrió al rozar el plato y su voz adoptó un tono mucho más duro—. Pero la gloria lo volvió arrogante y olvidó las deudas que había contraído, de modo que se atrevió a enviar a sus malcriados hijos a plantearme exigencias. Exigencias —masculló el Mago, mientras sus ojos centelleaban desde las sombras de sus cuencas—. A .

Calder notó cómo se le iba formando un incómodo nudo en la garganta mientras Bayaz se recostaba sobre su respaldo.

—Bethod decidió renunciar a nuestra amistad, sus aliados lo abandonaron, todos sus grandes logros se marchitaron y murió de manera sangrienta para acabar enterrado en una tumba sin marcar. He ahí una buena lección. Si su padre hubiese saldado sus deudas, quizás todavía seguiría siendo Rey de los hombres del Norte. Tengo la esperanza de que usted aprenda de sus errores y recordará cuánto me debe.

—Yo no le debo nada.

—¿Cree… que… no? —Bayaz enfatizó cada una de esas palabras curvando cada vez más los labios—. Nunca podrá saber, ni siquiera llegará a comprender, las muchas maneras en las que he intercedido en su favor.

El sirviente arqueó una ceja.

—La lista es muy larga.

—¿No pensará que todo le ha salido a pedir de boca porque es encantador? ¿O astuto? ¿O inusualmente afortunado?

De hecho, eso era justo lo que pensaba Calder.

—¿Acaso fue el encanto lo que le salvó de los asesinos de Reachey cuando estaba reclutando gente o fueron los dos pintorescos hombres del Norte que envié para que lo vigilaran?

Calder no fue capaz de dar una respuesta.

—¿Fue su astucia lo que le salvó en la batalla o el hecho de que ordenara a Brodd Tenways que lo mantuviera alejado de todo daño?

Ante aquello aún tenía menos que decir.

—¿Tenways? —susurró.

—En ocasiones, resulta difícil distinguir a los amigos de los enemigos. Le pedí que actuase como si fuera un fiel seguidor de Dow el Negro. A lo mejor era un actor demasiado bueno. Tengo entendido que ha muerto.

—Cosas que pasan —replicó Calder con voz ronca.

—No a usted —el «todavía» quedó implícito, pero, aun así, resultó ensordecedor—. ¡Incluso después de haberse enfrentado en un duelo a muerte con Dow el Negro! ¿Y acaso fue la suerte lo que inclinó la balanza a su favor cuando el Protector del Norte yacía muerto a sus pies o fue mi viejo amigo el Extraño que Llama?

Calder se sintió como si se hubiese hundido en arenas movedizas hasta el pecho y hasta entonces no se hubiera dado cuenta.

—¿Es uno de sus hombres?

Bayaz ni se rio ni se regodeó. Más bien, parecía aburrido.

—Le conozco desde que todavía lo llamaban Pip. Pero los grandes hombres necesitan grandes nombres, ¿eh, Calder el Negro?

—Pip —musitó éste, intentando encajar al gigante con el nombre.

—Pero yo no se lo diría a la cara.

—No le llego a la cara.

—Pocos lo hacen. Quiere llevar la civilización a los pantanos.

—Le deseo mucha suerte.

—Guárdese esa suerte para usted. Es a usted a quien se la he otorgado.

Calder estaba demasiado ocupado intentando desentrañar toda aquella maraña de intrigas.

—Pero… el Extraño que Llama luchó por Dow. ¿Por qué no le pidió que pelease por la Unión? Así, podrían habernos ganado durante la segunda mañana de batalla y habernos ahorrado a todos un…

—No estaba satisfecho con mi primera oferta —respondió Bayaz, a la vez que empalaba agriamente un par de verduras con su tenedor—. En cuanto demostró su valía, tuve que hacerle otra mejor.

—¿Todo esto ha ocurrido porque no se pusieron de acuerdo en el precio?

El Mago ladeó la cabeza.

—¿Qué se pensaba que era una guerra? —esa noción se fue hundiendo lentamente en el silencio que se hizo entre ellos como un barco con toda su tripulación—. Muchos otros tienen deudas contraídas conmigo.

—Como Escalofríos.

—No —le corrigió el sirviente—. Su intervención fue un feliz accidente.

Calder parpadeó.

—Sin él… Dow me habría hecho pedazos.

—Los buenos planes no impiden que sucedan ciertos eventos inesperados —aseveró Bayaz—, sino que los permiten. Un buen plan es aquél en el que todo hecho casual puede ser usado en su favor. No soy un jugador tan torpe como para hacer una única apuesta. Pero el Norte siempre se ha caracterizado por carecer de buen material con el que jugar y reconozco que usted es mi juguete preferido. No es ningún héroe, Calder. Y eso me gusta. Ve a los hombres tal y como son. Posee la astucia, la ambición y la crueldad de su padre, pero no su orgullo.

—El orgullo siempre me ha parecido una manera de malgastar esfuerzos —murmuró Calder—. Todo el mundo sirve a alguien.

—Si mantiene eso en mente, prosperará. Si lo olvida, bueno… —Bayaz se llevó un pedazo de carne a la boca y masticó ruidosamente—. Mi consejo sería que mantuviera esa fosa llena de cadáveres siempre a sus pies. Que tuviera siempre presente esa sensación que ha experimentado al mirar hacia ahí abajo, esperando la muerte. Esa espantosa indefensión. El cosquilleo mientras aguardaba el cuchillo. Cómo se ha lamentado por todo lo que todavía no había hecho. Cuánto ha temido por la seguridad de aquéllos que va a dejar atrás —entonces, le ofreció una deslumbrante sonrisa—. Empiece cada mañana y termine cada día al borde de esa fosa. Recuérdela bien porque la desmemoria es la maldición del poder. Y, entonces, podría encontrarse una vez más en pie ante su propia tumba, sólo que esa vez el final será mucho menos feliz. Para que eso suceda, le bastará con desafiarme.

—Me he pasado los últimos diez años de mi vida hincando la rodilla delante de un hombre u otro —Calder no tenía por qué mentir. En su día, Dow el Negro le había dejado vivir; después, le había exigido obediencia y, por último, lo había amenazado. Y mira como había terminado todo—. Mis rodillas se doblan con facilidad.

El Mago se relamió los labios mientras tragaba un último trozo de zanahoria y arrojaba los cubiertos sobre el plato.

—Lo cual me alegra. No puede imaginarse la cantidad de conversaciones parecidas que he mantenido con hombres de rodillas recias. He dejado de tener paciencia con ese tipo de gente. Pero puedo ser muy generoso con aquéllos que entran en razón. Puede que, en algún momento, envíe a alguien para pedirle algún… favor. Cuando llegue ese día, espero que no me decepcionará.

—¿Qué tipo de favores?

—Del tipo que impedirán que vuelva a encontrarse siendo guiado por el camino equivocado por unos hombres armados con cuchillos.

Calder se aclaró la garganta.

—Ese tipo de favores siempre estaré dispuesto a concederlos.

—Bien. A cambio, recibirá abundante oro.

—¿En eso consiste la generosidad de los Magos? ¿En oro nada más?

—¿Qué esperaba, una bragueta mágica? Esto no es un cuento infantil. El oro lo es todo y todo lo compra. Poder, amor y seguridad. Es a la vez espada y escudo. No se puede dar mayor regalo. En cualquier caso, resulta que tengo otro —Bayaz hizo entonces una pausa, como un bromista a punto de contar el final de un chiste—. La vida de su hermano.

Calder notó que se le contraía la cara. ¿Era un gesto de esperanza o de decepción?

—Scale está muerto.

—No. Perdió la mano derecha en el Puente Viejo, pero sigue vivo. La Unión piensa liberar a todos los prisioneros. Como gesto de buena voluntad, como parte del histórico acuerdo de paz que acaba de aceptar sumamente agradecido. Podrá recoger a ese cabeza de chorlito mañana al mediodía.

—¿Qué debo hacer con él?

—No tengo intención alguna de indicarle qué ha de hacer con su regalo, pero uno no llega a rey sin hacer sacrificios. Y usted quiere ser rey, ¿verdad?

—Sí —las cosas habían cambiado mucho desde el inicio de la velada, pero de eso Calder estaba más seguro que nunca.

El Primero de los Magos se levantó y cogió su cayado mientras el sirviente se disponía a recoger ágilmente los platos.

—Entonces, un hermano mayor siempre es una terrible molestia.

Calder observó un momento cómo el Mago miraba tranquilamente los campos envueltos en sombras como si estuvieran llenos de flores en vez de cadáveres.

—¿Ha comido aquí, a una meada de distancia de una fosa común… sólo para demostrarme lo despiadado que es?

—¿Acaso todo debe tener un motivo siniestro? He comido aquí porque tenía hambre —Bayaz ladeó la cabeza mientras miraba desde arriba a Calder. Como un pájaro a un gusano—. Las tumbas no significan nada para mí.

—¿Y los cuchillos —murmuró Calder— y las amenazas y los sobornos y la guerra?

Los ojos de Bayaz resplandecieron bajo la luz de la lámpara.

—¿Sí?

—¿Qué clase de mago es usted?

—La clase de mago a la que uno obedece.

El sirviente fue a recoger su plato, pero Calder lo agarró de la muñeca antes de que pudiera hacerlo.

—Déjalo. Puede que me entre hambre más tarde.

El Mago sonrió al oír aquello.

—¿Qué te había dicho, Yoru? Tiene más estómago de lo que tú pensabas —dijo, mientras se despedía agitando la mano por encima del hombro mientras se alejaba—. Creo que, por ahora, el Norte está en buenas manos.

El sirviente de Bayaz tomó la cesta, descolgó la lámpara y siguió a su amo.

—¿Y el postre? —gritó Calder tras ellos.

El sirviente le dedicó una última sonrisa burlona.

—Lo tiene Dow el Negro.

La luz de la lámpara los siguió alrededor de la casa hasta que ambos desaparecieron, dejando a Calder hundido en su silla de mimbre en mitad de la oscuridad, respirando profundamente, dominado por una mezcla de decepción desoladora y de un alivio más desolador aún.