—¿Cree que podríamos calificar esto de amanecer? —preguntó el general Jalenhorm.
El coronel Gorst encogió sus grandes hombros, lo cual provocó que rechinara ligeramente su baqueteada armadura.
El general bajó la mirada hacia Retter.
—¿Usted diría que esto es un amanecer, muchacho?
Retter parpadeó hacia el cielo. Hacia el este, donde imaginaba que debía de estar Osrung, aunque él nunca había estado allí, donde las pesadas nubes tenían un leve y ominoso matiz de claridad a lo largo de sus contornos.
—Sí, mi general —respondió con un patético tono de voz agudo y chillón, por lo que, acto seguido, se aclaró la garganta, avergonzado.
El general Jalenhorm se inclinó hacia él y le dio una palmadita en el hombro.
—No hay vergüenza alguna en sentir miedo. El valor consiste en estar asustado y cumplir de todas maneras.
—Sí, señor.
—Limítese a quedarse cerca de mí. Si cumple con su deber, todo irá bien.
—Sí, señor —aunque Retter se vio obligado a preguntarse cómo el mero hecho de cumplir con su deber iba a detener una flecha. O una lanza. O un hacha. A él le parecía una locura ascender una colina tan grande como aquélla, repleta de norteños babeantes al acecho. Todo el mundo decía que babeaban. Pero él sólo tenía trece años y llevaba seis meses en el ejército, así que no sabía gran cosa al margen de limpiar botas y de tocar la corneta para indicar a las tropas qué maniobras debían realizar. Ni siquiera estaba completamente seguro de qué significaba la palabra «maniobras», sólo fingía que lo sabía. No obstante, no había lugar más seguro en esa batalla que hallarse junto al general y a un verdadero héroe como el coronel Gorst, aunque no tuviera ni mucho menos aspecto de héroe y tampoco tuviera la voz de un héroe. Pese a que carecía por completo de carisma y encanto, Retter supuso que, en caso de necesitar un ariete, aquel hombre haría muy bien las veces de éste.
—Muy bien, Retter —dijo Jalenhorm, a la vez que desenvainaba su espada—. Toque la orden de avance.
—Sí, señor —Retter se humedeció cuidadosamente los labios con la lengua, inspiró profundamente y alzó la corneta, preocupado, repentinamente, ante la posibilidad de que se le resbalase de su sudorosa mano y se equivocara de nota, de que estuviera por algún motivo llena de barro y sólo sonase como un pedo miserable mientras escupía una llovizna de agua sucia. Tenía pesadillas con eso. Quizá esto que estaba viviendo fuese otra de ellas. Esperaba que así fuese.
Pero la orden de avance sonó con gran intensidad y nitidez, igual de recia que en los desfiles. «¡Adelante!», cantó la corneta. Al instante, la división de Jalenhorm se puso en marcha, el propio Jalenhorm se puso en marcha, así como el coronel Gorst y los demás subalternos del general, ondeando los gallardetes. Así que, con cierta renuecencia, Retter se vio obligado a espolear a su poni y chasqueó la lengua, y también él se puso en marcha. Su montura aplastó bajo sus cascos los guijarros de la orilla y, después, se internó en las aguas estancadas.
Suponía que podía considerarse afortunado de al menos ir a caballo, pues saldría de allí con los pantalones secos. A menos que se mease encima. O le hiriesen en las piernas. Dos posibilidades bastante probables, ahora que lo pensaba.
Un par de flechas salieron volando desde la otra orilla, si bien Retter no habría podido decir exactamente de dónde. Estaba más interesado en hacia dónde se dirigían. Un par chapotearon inofensivamente entre los canales, más adelante. Otras se perdieron entre las tropas, sin causar daños aparentes. Retter se estremeció cuando una de ellas rebotó contra un casco y cayó dando vueltas entre las piernas de los soldados. Todos los demás tenían armadura. El general Jalenhorm llevaba la que tenía pinta de ser la armadura más cara del mundo. A Retter no le parecía justo que él no tuviera también una, pero suponía que lo justo era algo que no tenía cabida en el ejército.
Echó una mirada hacia atrás mientras su poni salía del agua y se adentraba en una pequeña isla de arena, cubierta en un extremo por una maraña de maderos a la deriva. Los bajíos se encontraban repletos de soldados que marchaban hundidos hasta los tobillos, las rodillas y, en algunos lugares, incluso hasta la cintura. Tras ellos, la larga orilla se hallaba completamente cubierta por hombres que esperaban su turno para seguirles y aún más seguían apareciendo sobre la cima que se erguía tras ellos. Ser uno entre tantos hizo que Retter se sintiera envalentonado. Aunque los hombres del Norte matasen a cien, aunque matasen a mil, seguirían quedando muchos millares en pie. No estaba completamente seguro de cuántos eran un millar, pero debían ser muchos.
Entonces se le ocurrió que todo aquello estaba muy bien a menos que él fuese uno de los miles que iban a acabar en el fondo de un hoyo, en cuyo caso, eso no iba a estar bien en absoluto; sobre todo, después de haber oído que sólo los oficiales obtendrían ataúdes, ya que a él no le agradaba nada la idea de yacer tirado en el frío barro. Miró con nerviosismo hacia los manzanos y volvió a estremecerse cuando una flecha rebotó contra un escudo a una docena de pasos de distancia.
—¡Mantenga el ritmo, muchacho! —exclamó Jalenhorm, espoleando a su caballo hacia el siguiente banco de guijarros. Habían atravesado la mitad de los bajíos y ahora la gran colina se cernía más escarpada aún por detrás de los árboles.
—¡Señor! —Retter se dio cuenta de que estaba encorvando los hombros, encogiéndose sobre la silla de montar para ofrecer un blanco más pequeño. Se dio cuenta de que parecía un cobarde y, de inmediato, se obligó a sentarse derecho. En la orilla opuesta vio cómo varios hombres salían precipitadamente de entre los arbustos. Se trataba de unos hombres desarrapados que llevaban arcos. Se percató de que debían de ser el enemigo. Unos norteños dispuestos a librar alguna escaramuza. Se hallaban lo suficientemente cerca como para que si les gritaba, lo oyeran. Tan cerca que parecía un poco absurdo. Como cuando jugaba al «que te pillo» detrás del granero. Se sentó más erguido aún y se obligó a echar los hombros hacia atrás. Sus adversarios parecían tan asustados como él. Uno, que tenía el pelo rubio y alborotado, se arrodilló para disparar una flecha que cayó de manera inofensiva entre la arena, por delante de la avanzadilla. Después, se volvió y corrió a refugiarse entre los manzanos.
Curly se agachó entre los árboles junto a los demás, atravesó corriendo la oscuridad impregnada del olor a manzana y se dirigió colina arriba. Brincó por encima de los troncos caídos y se dejó caer de rodillas al otro lado para mirar hacia el sur. El sol apenas se había alzado y los manzanos se encontraban cubiertos de sombras. Podía ver el resplandeciente metal que sostenían unos hombres escondidos en una hilera entre los árboles.
—¿Ya vienen? —preguntó alguien—. ¿Están aquí?
—Ya vienen —contestó Curly. Puede que hubiese sido el último en echar a correr, pero eso no era motivo de orgullo alguno. Estaban hechos un manojo de nervios tras ver la abrumadora cantidad de cabrones que había allí. Era como si la misma tierra estuviese hecha de hombres. Como si bullera de adversarios. No merecía la pena seguir en la orilla, donde apenas había protección, salvo la que brindaban un par de escuálidos arbustos; además, sólo contaban con un par de docenas de flechas para disparárselas a toda aquella masa informe, lo cual sería tan inútil como atacar a un enjambre de abejas con una aguja. Allí entre los árboles podrían probar mejor sus fuerzas. Cabeza de Hierro lo entendería. Curly esperaba que lo entendiese, joder.
Mientras retrocedían, acabaron juntándose con otros tipos a los que no conocía. Un veterano alto que llevaba una capucha roja se encontraba agazapado junto a él entre las moteadas sombras. Probablemente, era uno de los muchachos de Dorado. Los grupos de Dorado y de Cabeza de Hierro no solían tenerse demasiado cariño. No más del que se tenían los propios Dorado y Cabeza de Hierro; es decir, no se podían ver. Pero ahora mismo tenían otras preocupaciones.
—¿Habéis visto cuántos son? —gimoteó alguien.
—Cientos, joder.
—Cientos y cientos y cientos y…
—No estamos aquí para detenerles —gruñó Curly—. Sino para ralentizar su avance, eliminar a unos cuantos y darles algo en lo que pensar. Después, cuando no quede más remedio, retrocederemos hasta los Niños.
—Retrocederemos —repitió alguien, como si le pareciera la mejor idea que había oído en su vida.
—¡Cuando no quede más remedio! —replicó Curly, mirando hacia atrás.
—Los acompañan unos cuantos hombres del Norte —afirmó alguien—. Los chicos del Sabueso, supongo.
—Cabrones —rezongó alguien.
—Sí, son unos cabrones. Unos traidores —apostilló el hombre de la capucha roja, que escupió por encima del tronco—. He oído que Nueve el Sanguinario está con ellos.
Entonces, reinó un tenso silencio. El mero hecho de oír aquel nombre no envalentonaba precisamente a nadie.
—¡Nueve el Sanguinario volvió hace tiempo al barro! —exclamó Curly, agitando nerviosamente los hombros—. Murió ahogado. Dow el Negro lo mató.
—Quizá —el hombre de la capucha roja parecía tan siniestro como un enterrador—. Pero he oído que está aquí.
La cuerda de un arco resonó junto al oído de Curly y éste se volvió bruscamente.
—¿Pero qué co…?
—¡Lo siento! —replicó un joven al que le temblaba un arco en la mano—. No quería hacerlo, ha sido…
—¡Nueve el Sanguinario! —anunció un grito entre los árboles a su izquierda. Un grito quejoso y aterrorizado—. ¡Nueve el…! —el grito se convirtió en un prolongado chillido que acabó transformándose en un desconsolado sollozo. Después, una risotada demente brotó de los manzanos situados frente a ellos, lo cual provocó que a Curly se le empapara el cuello de sudor. Era un sonido más propio de un animal. Un sonido diabólico. Todos permanecieron agazapados durante un momento muy largo. Observando, en silencio, incrédulos.
—¡A la mierda! —gritó alguien; al instante, Curly se volvió a tiempo de ver a uno de los muchachos alejarse corriendo entre los árboles.
—¡No pienso pelear contra Nueve el Sanguinario! ¡No, no lo haré! —exclamó un chico mientras retrocedía y alborotaba las hojas caídas.
—¡Volved aquí, cabrones! —gritó Curly agitando su arco, pero ya era demasiado tarde. Volvió a girar la cabeza al oír otro grito ahogado. No consiguió adivinar de dónde había salido, pero desde luego sonaba como algo surgido del mismísimo infierno.
—¡Nueve el Sanguinario! —rugió alguien de nuevo entre la penumbra que reinaba al otro lado. A Curly le pareció ver unas sombras entre los árboles y tal vez el centellear del acero. Unos cuantos más habían echado a correr, a izquierda y derecha. Abandonaron así unos buenos puestos defensivos tras aquellos troncos sin haber disparado siquiera un dardo ni haber desenvainado una espada. Cuando miró hacia atrás, la mayor parte de sus muchachos le estaban dando ya la espalda. Uno incluso había dejado atrás su carcaj, colgando de un arbusto.
—¡Cobardes! —exclamó, pero no podía hacer nada. Un jefe puede meter en vereda a uno o dos de sus muchachos, pero cuando todos a la vez echan a correr, se siente presa de una absoluta impotencia. El poder que confiere el mando puede parecer algo indiscutible y férreo, pero en última instancia sólo es una idea que todo el mundo ha decidido creer. Para cuando volvió a refugiarse tras el tronco, todos sus chicos ya habían dejado de creer en esa idea, y, por lo que Curly pudo apreciar, ya sólo quedaban él y el desconocido de la capucha roja.
—¡Ahí está! —murmuró éste, poniéndose tenso de repente—. ¡Es él!
Las carcajadas de ese demente volvieron a recorrer ese bosquecillo y rebotaron entre los árboles, parecían provenir de todas partes y de ninguna. Curly preparó una flecha, sintiendo las manos pegajosas por el sudor y el arco también pegajoso entre ellas. Sus ojos se movieron inquietos hacia todos lados, captando sombras aquí y allá, ramas rotas y sombras de ramas rotas. Nueve el Sanguinario estaba muerto, eso todo el mundo lo sabía. Pero ¿y si no fuese así?
—¡No veo nada! —gritó, mientras le temblaban las manos, pero a la mierda, Nueve el Sanguinario sólo era un hombre y una flecha bastaría para matarle como a cualquier otro. Sólo era un hombre, nada más. Y Curly no pensaba huir de hombre alguno, por muy duro que fuese y por mucho que todos los demás hubieran escapado. Ni hablar—. ¿Dónde está?
—¡Allí! —susurró el de la capucha roja, quien le cogió del hombro y señaló entre los árboles—. ¡Ahí está!
Curly levantó el arco, escudriñando entre la penumbra.
—No lo… ¡Ah! —de repente, notó un intenso dolor en las costillas y soltó la cuerda. Su flecha cayó inerte al suelo. Curly sintió nuevamente aquel dolor punzante y bajó la mirada para ver que el hombre de la capucha roja lo había apuñalado. Tenía la mano manchada de sangre. La empuñadura de la daga le sobresalía del pecho. Curly agarró de la camisa a aquel hombre y se la retorció.
—¿Qu…? —pero no le quedó aliento suficiente para terminar la pregunta y se percató de que era incapaz de tomar otra bocanada.
—Lo siento —dijo el hombre, esbozando una mueca de disgusto mientras lo acuchillaba de nuevo.
Si bien Sombrero Rojo miró rápidamente a su alrededor, con el fin de asegurarse de que nadie lo estuviera observando, daba la impresión de que todos los muchachos de Cabeza de Hierro estaban muy ocupados corriendo como posesos colina arriba, en dirección a los Niños; con casi total seguridad, muchos de ellos debían de tener ahora los calzones de color marrón. Se habría echado a reír si no hubiera sido por lo que acababa de hacer. Tendió en el suelo al hombre que acababa de matar, le dio gentilmente una palmadita en el pecho ensangrentado mientras sus ojos se apagaban, mientras todavía esbozaba una expresión ligeramente desconcertada, ligeramente molesta.
—De verdad que lo siento —un final despiadado para un hombre que sólo había estado haciendo lo que tenía que hacer lo mejor posible. Mejor que la mayoría, si se tenía en cuenta que había elegido quedarse cuando los demás habían huido. Pero así es la guerra. En ocasiones, a uno más le valía cumplir mal su cometido. La guerra es un asunto siniestro y no tenía sentido llorar al respecto. Las lágrimas no limpian a nadie, como solía decirle su madre a Sombrero Rojo.
—¡Nueve el Sanguinario! —gritó, con todo el horror y el pánico que fue capaz de simular—. ¡Está aquí! ¡Está aquí! —después, lanzó un chillido mientras limpiaba su cuchillo con el jubón del muchacho al que había asesinado, a la vez que escudriñaba las sombras en busca de indicios de otros focos de resistencia, pero no detectó ninguno.
—¡Nueve el Sanguinario! —rugió alguien, a no más de una docena de pasos detrás de él. Sombrero Rojo se volvió y se puso en pie.
—Ya puedes parar. Se han marchado.
El rostro gris del Sabueso apareció entre las sombras. Sostenía su arco y sus flechas de manera muy relajada en la mano.
—¿Cómo? ¿Todos?
Sombrero Rojo señaló el cadáver que acababa de tender sobre el suelo.
—Todos salvo un par.
—¿Quién iba a pensarlo? —el Sabueso se acuclilló a su lado mientras algunos de sus muchachos emergían sigilosamente de entre los árboles—. La de cosas que se pueden llegar a conseguir con sólo pronunciar el nombre de un muerto.
—Con eso y la risa de un muerto.
—Colla, vuelve ahí atrás y dile a la Unión que los manzanos están despejados.
—Sí —dijo uno de los recién llegados, que se escabulló entre los árboles.
—¿Qué tal pinta la cosa más adelante? —el Sabueso se deslizó sobre los troncos e inspeccionó el lindero, agachado en todo momento. Siempre era tan cuidadoso, pues siempre intentaba minimizar el número de bajas. En ambos bandos. Algo raro en un Jefe Guerrero y muy loable, pues todas las canciones famosas tendían a centrarse en las tripas derramadas y cosas similares. Se agazaparon allí entre los arbustos, entre las sombras. Sombrero Rojo se preguntó cuánto tiempo habrían pasado juntos agazapados, entre los arbustos, entre las sombras, de un confín al otro del Norte. Semanas y semanas, probablemente—. No pinta demasiado bien, ¿verdad?
—No demasiado, no —contestó Sombrero Rojo.
El Sabueso se aproximó más aún al lindero del bosquecillo y volvió a acuclillarse.
—Y desde aquí no pinta mejor.
—Como esperábamos, la verdad.
—Ya. Pero lo último que se pierde es la esperanza.
El terreno no les ofrecía demasiada ventaja. Ahí sólo había otro par de árboles frutales, un par de arbustos escuálidos y, a continuación, la desnuda ladera inclinándose escarpadamente hacia arriba. Entretanto, algunos de los que habían huido continuaban ascendiendo trabajosamente por entre la maleza. Más allá, el sol comenzó a arrojar algo de luz sobre el terreno, dejando a la vista la línea irregular de una excavación. Más allá, pudieron ver el muro en ruinas que rodeaba los Niños, y más allá los Niños en sí.
—Todo eso está abarrotado de muchachos de Cabeza de Hierro —musitó el Sabueso, expresando lo mismo que estaba pensando Sombrero Rojo.
—Sí, y Cabeza de Hierro es un cabrón muy testarudo. Una vez se ha instalado en su sitio, siempre cuesta horrores echarlo de ahí.
—Es como la sífilis —comentó el Sabueso.
—E igual de bienvenido.
—Sospecho que la Unión necesitará algo más que un montón de héroes muertos para subir ahí.
—Sospecho que necesitarán que también lleguen unos cuantos vivos.
—Sí.
—Sí —Sombrero Rojo se protegió los ojos con una mano, dándose cuenta demasiado tarde de que se había manchado la frente de sangre. Le pareció ver a un tipo grandote de pie ante las zanjas abiertas frente a los Niños, que estaba abroncando a los rezagados que huían. Sólo pudo oír sus bramidos. Si bien no alcanzó a entender las palabras, pudo deducir perfectamente por el tono de voz qué quería decir.
El Sabueso estaba sonriendo.
—No parece muy contento.
—No —replicó Sombrero Rojo, sonriendo a su vez. Como solía decir su madre, no hay música más dulce que la desesperación del enemigo.
—¡Cabrones cobardes! —rugió Irig, al mismo tiempo que le daba una patada en el trasero al último de ellos, que se hallaba doblado sobre sí mismo y jadeante tras la subida, en cuanto pasó a su lado, y lo enviaba de bruces contra el barro. Poco para lo que se merecía. Tenía suerte de habérselas visto únicamente con la bota de Irig, en vez de con su hacha.
—¡Cabrones cobardes! —exclamó burlonamente Temper con la voz más chillona, mientras le propinaba una segunda patada en el culo a aquel cobarde justo cuando empezaba a levantarse.
—¡Los muchachos de Cabeza de Hierro nunca huyen! —gruñó Irig, dándole una patada en el costado a ese cobarde que le hizo rodar.
—¡Los muchachos de Cabeza de Hierro nunca huyen! —repitió Temper, dándole una patada al muchacho en la entrepierna que le hizo lanzar un alarido.
—¡Pero Nueve el Sanguinario está ahí abajo! —gritó otro, con el rostro tan blanco como la leche y los ojos abiertos como platos, que se estremecía como un niño. Nada más oírse ese nombre, se alzó un murmullo teñido de preocupación que llegó hasta los muchachos que aguardaban tras la zanja. «Nueve el Sanguinario». «¿Nueve el Sanguinario?». «Nueve el Sanguinario». «¿Nueve…?».
—¡Que le den —gruñó Irig— al maldito Nueve el Sanguinario!
—Eso —masculló Temper—. Que le den. ¡Que le den, joder!
—¿Alguien lo ha visto?
—Bueno… no. Quiero decir, no personalmente, pero…
—Si no está muerto, que lo está, y, si tiene agallas, que no las tiene, puede subir aquí si quiere —afirmó Irig, quien se inclinó sobre el muchacho y le acarició la parte inferior de la barbilla con la punta de su hacha—. Y podrá vérselas conmigo.
—¡Eso! —Temper chilló de tal manera que se le marcaron las venas de la cara—. Puede subir aquí y vérselas… ¡con él! ¡Con Irig! ¡Eso es! ¡Cabeza de Hierro os ahorcará a todos, cabrones, por haber huido! Igual que colgó a Crouch y le rajó las tripas por traidor, os hará lo mismo a todos, lo hará y nosotros…
—¿Crees que así estás ayudando en algo? —le espetó Irig.
—Lo siento, jefe.
—¿No sabéis que hay hombres de renombre que nos apoyan? Tenemos a Cairm Cabeza de Hierro ahí arriba en los Niños. Y tras él, en los Héroes, tenemos a Whirrun el Tarado y a Caul Escalofríos y al mismísimo Dow el Negro, ya puestos…
—Ya, allá arriba —murmuró alguien.
—¿Quién ha dicho eso? —chilló Temper—. ¿Quién cojones ha dicho…?
—Cualquier hombre que se alce y cumpla su cometido —Irig levantó su hacha y la meneó con cada palabra que pronunciaba, ya que a menudo había comprobado que un hacha es capaz de añadir filo al más romo de los argumentos—, obtendrá su lugar junto al fuego y su lugar en las canciones. Cualquier hombre que abandone su puesto… en fin… —Irig escupió sobre el cobarde que se encontraba hecho un ovillo junto a su bota—. Le ahorraré a Cabeza de Hierro la molestia de tener que juzgarlo. Me limitaré a haceros pasar por mi hacha y no habrá más que hablar.
—¡Sí, no habrá ni hay más que hablar! —chilló Temper.
—Jefe —alguien le estaba tirando del brazo.
—¿Es que no ves que estoy…? —gruñó Irig dándose media vuelta—. Mierda.
¿Quién tenía tiempo para preocuparse de Nueve el Sanguinario cuando la Unión se acercaba?
—Coronel, debe desmontar.
Vinkler sonrió. Incluso el mero hecho de sonreír representaba un esfuerzo.
—Me resulta imposible.
—Señor, francamente, no es momento para heroicidades.
—Entonces —dijo Vinkler mirando de reojo las filas de hombres que emergían de entre los manzanos a ambos lados—, ¿cuándo será exactamente el momento para ello?
—Señor…
—Además, mi puñetera pierna no me lo permitirá —Vinkler esbozó una mueca de dolor mientras se tocaba el muslo. Incluso el mero peso de su mano le causaba ahora una tremenda agonía.
—¿Es grave, señor?
—Sí, sargento. Creo que es bastante grave —no era cirujano, pero había sido soldado durante veinte años y conocía bien lo que implicaba el mal olor que se desprendía de sus vendas y el sarpullido de cardenales purpúreos que rodeaba la herida. Sinceramente, aquella mañana, se había sorprendido al despertarse aún vivo.
—Quizás debería retirarse y ver a un cirujano, señor.
—Me parece que los cirujanos van a tener un día muy ocupado. No, sargento, gracias, pero seguiré avanzando —Vinkler obligó a girar a su caballo dando un tirón a las riendas, mientras deseaba que su propio coraje no se viera debilitado por la preocupación que el sargento mostraba por él. Ya que iba a necesitar todo el que le quedaba—. ¡Hombres del Decimotercer Regimiento de Su Majestad! —exclamó, a la vez que desenvainaba la espada y la apuntaba hacia la formación de piedras que se alzaba sobre ellos—. ¡Adelante! —acto seguido, espoleó con su pierna buena a su caballo para que iniciara el ascenso de la ladera.
Ahora, era el único jinete que seguía montado sobre su caballo de toda la división, al menos que él pudiera ver. Los demás oficiales, el general Jalenhorm y el coronel Gorst entre ellos, habían dejado sus monturas entre los manzanos para seguir avanzando a pie. Después de todo, sólo un loco habría intentado ascender una pendiente tan pronunciada como aquélla a lomos de un caballo. Sólo un loco o el héroe de un improbable libro de relatos. O un muerto.
Lo más irónico de todo era que ni siquiera había sufrido una herida demasiado aparatosa. Años atrás, había resultado herido en Ulrioch y el Lord Mariscal Varuz le había visitado en el hospital de campaña y le había cogido su sudorosa mano mientras adoptaba una expresión de profunda consternación y le había dicho algo acerca de la valentía que Vinkler a menudo desearía haber recordado. Pero, para sorpresa de todos, y sobre todo la suya, había sobrevivido a esa herida. Quizá por eso no le había dado mayor importancia al arañazo que había sufrido en el muslo en esta nueva batalla. Una herida que tenía toda la pinta de que iba a acabar matándolo.
—Me cago en las apariencias —juró entre dientes. Lo único que podía hacer ahora era sonreír a pesar de la agonía. Eso era lo que debía hacer un soldado. Había escrito todas las cartas necesarias y suponía que con eso ya era bastante. A su esposa siempre le había preocupado no recibir siquiera una nota de despedida si él fallecía.
Estaba empezando a llover. Notó algunas gotas sobre su rostro. Los cascos de su caballo resbalaban sobre la hierba y el animal se agitaba y resoplaba, obligándolo a esbozar muecas de dolor cada vez que se le movía la pierna bruscamente. Entonces, una andanada de flechas salió disparada justo delante de ellos. Eran muchísimas. Y fueron curvando su trayectoria grácilmente, para caer desde lo alto.
—Oh, me cago en todo —entornó los ojos y encorvó los hombros instintivamente, igual que lo haría un hombre al salir de un porche bajo una granizada. Algunas de ellas cayeron a su alrededor, clavándose silenciosamente en la hierba. Oyó unos chasquidos y diversos ruidos metálicos en cuanto rebotaron contra los escudos y las armaduras. Luego, oyó un alarido, seguido de otro. Y gritos de hombres heridos.
No podía quedarse ahí quieto sin hacer nada.
—¡Arre! —Vinkler espoleó a su caballo y se estremeció al abalanzarse colina arriba, muy por delante de sus hombres. Se detuvo a quizás unos veinte pasos de la trinchera del enemigo. Vio cómo sus arqueros apuntaban hacia abajo y sus arcos destacaban recortados en negro frente al cielo, que estaba volviendo a oscurecerse mientras la llovizna arreciaba sobre su casco. Estaba terriblemente cerca. Era un blanco ridículamente fácil. En ese instante, más flechas pasaron silbando junto a él. Con gran esfuerzo, se volvió en su silla de montar y, apretando los labios por el dolor, se puso en pie sobre los estribos y alzó la espada.
—¡Hombres del Decimotercer Regimiento! ¡Avancen a paso ligero! ¿O acaso los esperan en alguna otra parte?
Un par de soldados de las primeras filas cayeron asaeteados, pero el resto lanzó un fiero rugido y rompió en algo parecido a una carrera, lo que fue una extraordinaria demostración de su presencia de ánimo después de la marcha que llevaban recorrida.
Vinkler fue entonces consciente de una extraña y palpitante sensación en la pierna, bajó la mirada y le sorprendió ver una flecha asomando de su muslo inerte. Al instante, estalló en carcajadas.
—¡Ése es mi punto menos vulnerable, imbéciles! —les rugió a los hombres del Norte de la trinchera. Sus hombres más adelantados ya habían llegado a su altura y avanzaban con paso firme y gritando por la colina.
Una flecha fue a clavarse profundamente en el cuello de su caballo. El animal se encabritó y Vinkler rebotó en su silla, aunque logró aferrarse a duras penas de las riendas, lo cual demostró ser en cualquier caso una pérdida de tiempo, ya que su montura trastabilló y, a continuación, se derrumbó de lado con un golpe sordo.
Vinkler movió la cabeza de lado a lado como si quisiera así quitarse el mareo de la cabeza. Intentó mirar a su alrededor, pero se encontraba atrapado bajo su caballo. Peor aún, al parecer, había aplastado a uno de sus soldados y la lanza de éste le había atravesado al caer. Su punta ensangrentada asomaba a través de la cadera de Vinkler, justo por debajo de su peto. Dejó escapar un suspiro plagado de impotencia. Al parecer, por mucha armadura que uno se pusiera, nunca la llevaba colocada en el sitio adecuado.
—Santo cielo —dijo, mientras miraba la flecha rota que asomaba de su pierna y la punta de lanza que le atravesaba la cadera—. Qué estropicio —pero apenas le dolía, lo cual era de lo más extraño. Tal vez eso fuese una mala señal. Probablemente. Entretanto, a su alrededor, sus hombres avanzaban con paso firme mientras cargaban colina arriba—. A por ellos, muchachos —les animó, moviendo débilmente una mano. Tendrían que seguir el resto del camino sin él. Miró hacia las trincheras, que no se hallaban muy lejos. Nada lejos en absoluto. Entonces, vio a un hombre de pelo alborotado encaramado allí, que lo apuntaba con un arco.
—Oh, maldita sea —se lamentó.
Temper disparó contra aquel cabrón que había subido hasta ahí a caballo. Se hallaba atrapado bajo el cuerpo del animal y no representaba ningún peligro para nadie, pero que un hombre mostrase semejante osadía encontrándose a tiro del arco de Temper era un insulto a su puntería. Por veleidades del azar, alguien le golpeó en el codo justo cuando iba a soltar la cuerda, de tal modo que su flecha salió volando y se perdió en las alturas.
Agarró otra flecha, pero, para entonces, la situación se estaba ya complicando un poco. Bueno, más que un poco. La Unión había alcanzado ya la zanja que habían excavado y el muro de tierra que habían levantado. En ese momento, Temper deseó que hubieran excavado mucho más hondo y hubieran levantado un muro mucho más alto, ya que ahora había un montón de malditos sureños por los alrededores y muchos más en camino.
Los muchachos de Irig se encontraban apelotonados sobre esa tierra aplastada, asestando lanzazos por doquier y gritando como posesos. Temper divisó numerosas lanzas apuntando en la otra dirección. Se levantó de puntillas, para intentar ver qué ocurría, y se quitó de en medio justo a tiempo para ver cómo el hacha de Irig pasaba junto a su nariz. Cuando le hervía la sangre, a aquel cabrón le importaba muy poco quién pudiera recibir sus mandobles.
Un hombre del Norte pasó tambaleándose a su lado y se agarró a Temper, a quien estuvo a punto de derribar; aquel tipo se agarraba el pecho mientras la sangre manaba a través de su desgarrada cota de malla. De improviso, un hombre de la Unión apareció sobre el muro de tierra ocupando su lugar como impulsado por un resorte. Un cabrón sin cuello con una mandíbula enorme y robusta, cuyas pobladas cejas se encontraban fruncidas sobre unos ojillos acerados. Si bien no llevaba casco, sí portaba una armadura de gruesas placas, así como escudo en una mano y una pesada espada, ya oscurecida con sangre, en la otra.
Temper se apartó de él a trompicones, pues sólo tenía a mano su arco y siempre le había gustado pelear a una distancia prudencial, dejando así hueco para que un Carl, que ya enarbolaba una espada y estaba más predispuesto a luchar, se enfrentase con él. El tipo sin cuello pareció perder el equilibrio. Temper dio por hecho que la hoja poco menos que lo decapitaría, pero, mediante un rápido movimiento, logró bloquear el golpe; acto seguido, se oyó un estruendo metálico y vio una lluvia de sangre. El Carl cayó de bruces. Antes de que éste hubiera quedado inmóvil del todo, el tipo sin cuello ya había golpeado a otro rival con tanta fuerza que lo había levantado por los aires y lo había enviado dando vueltas colina abajo.
Temper retrocedió aun más, con la boca completamente abierta, donde notó un sabor salado, debía de tratarse de la sangre de otro, convencido de estar viendo al fin a la Gran Niveladora cara a cara. Y menuda cara más espantosa. Entonces, Irig cargó velozmente con su hacha en mano.
El tipo sin cuello se vino abajo con una gran abolladura en el escudo. Temper estalló en carcajadas, pero aquel hombre de la Unión sólo se había venido abajo hasta donde le permitían sus flexibles rodillas, después volvió a alzarse repentinamente, quitándose así de encima al voluminoso Irig, al que le rajó el estómago de lado a lado con un único movimiento. A Irig se le empapó la cota de malla de sangre y se le desorbitaron los ojos más de la sorpresa que del dolor. Simplemente, no se podía creer que lo hubiesen despachado con semejante facilidad, como tampoco se lo podía creer Temper. ¿Cómo podía un hombre seguir moviéndose tan rápido y con semejante fuerza tras haber subido corriendo aquella colina?
—¡Es Nueve el Sanguinario! —aulló alguien, a pesar de que era condenadamente evidente que no era él para nada. En cualquier caso, estaba provocando el pánico. Otro Carl fue a por él lanza en ristre y el tipo sin cuello la esquivó a la vez que le asestaba un mandoble al Carl que le dejó una enorme abolladura en el casco, aplastándole así el cráneo. Acto seguido, cayó al suelo sufriendo fuertes convulsiones.
Temper apretó los dientes, alzó su arco y apuntó cuidadosamente a aquel hijo puta sin cuello. Pero justo en el instante en el que soltó la cuerda, Irig consiguió levantarse, agarrándose las tripas con una mano mientras alzaba la espada con la otra. Siendo el azar como es, se interpuso justo en la trayectoria de la flecha que fue a clavarse en su hombro, haciéndole gruñir.
El hombre de la Unión miró al instante hacia un lado y su espada siguió el movimiento de sus ojos, cortándole el brazo a Irig como si nada. Casi antes de que la sangre comenzara a manar del muñón, la hoja regresó en la dirección contraria y le abrió una sangrienta grieta en el pecho; a continuación, osciló nuevamente como un péndulo para abrirle en dos la cabeza a Irig entre la boca y la nariz, de tal modo que sus dientes superiores acabaron volando por los aires y rodando colina abajo.
El tipo sin cuello se agazapó y se cubrió con su abollado escudo, mientras mantenía la espada alzada y los ojos, enmarcados en un enorme rostro manchado de salpicaduras rojas, clavados al frente; permanecía tranquilo como un pescador a la espera de sentir un tirón en el sedal. Cuatro hombres del Norte muertos yacían a sus pies, mientras Irig caía de lado lentamente en la zanja, más muerto aún.
Aquel cabrón sin cuello bien podría haber sido el mismísimo Nueve el Sanguinario, a juzgar por el modo en el que los Carls se pisoteaban unos a otros para alejarse de él. Entonces, muchos más hombres de la Unión comenzaron a penetrar por ambos flancos, superando el muro de tierra. En ese instante, dejaron de retroceder para huir abiertamente.
Temper huyó con ellos, tan ansioso como el que más. Recibió un codazo en el cuello, resbaló y se golpeó la barbilla contra la hierba, dándose un mordisco espantoso en la lengua. Se levantó como pudo y siguió corriendo, rodeado de hombres que gritaban y chillaban. Echó desesperadamente un vistazo hacia atrás y vio cómo el tipo sin cuello partía en dos a uno de los Carls que huía con la misma tranquilidad con la que uno espantaría a una mosca. Junto a él, un hombre de la Unión bastante alto, que iba protegido por un deslumbrante peto, señalaba hacia Temper con su espada desenvainada, gritando a pleno pulmón.
—¡Adelante! —rugió Jalenhorm, blandiendo su espada en dirección a los Niños. Maldición, estaba sin aliento—. ¡Arriba, arriba! —debían mantener el impulso. Gorst había abierto un resquicio y ahora tenían que empujar antes de que se cerrase—. ¡Adelante, adelante! —se agachó y les ofreció su mano a sus hombres para ayudarlos a salvar la zanja, mientras les daba palmaditas en la espalda tan pronto como reiniciaban el ascenso de la colina.
Parecía como si los hombres del Norte que huían estuvieran desatando el caos en el muro de piedra seca que los aguardaba más arriba, al tropezarse con los defensores de esa posición y extender el pánico, permitiendo así que la avanzadilla de Jalenhorm los siguiera sin toparse con resistencia alguna. En cuanto recuperó el aliento necesario, los siguió de inmediato por la escarpada ladera. Tenía que seguir avanzando.
Cadáveres. Ahí no había más que cadáveres y hombres heridos diseminados sobre la hierba. Un hombre del Norte, con las manos ensangrentadas unidas sobre la coronilla, lo miró fijamente. Un soldado de la Unión se agarraba desconcertado un muslo del que brotaba un manantial de sangre. Un soldado que corría justo a su lado soltó algo similar a un hipo y cayó de espaldas. En cuanto Jalenhorm miró hacia atrás, pudo comprobar que aquel hombre tenía una flecha clavada en la cara. No podía detenerse por él. Sólo podía seguir avanzando, mientras reprimía una repentina sensación de náusea. El retumbar de los latidos de su corazón y los jadeos de su respiración sofocaron los gritos de guerra y el entrechocar de los metales hasta convertirlos en una especie de irritante traqueteo. La lluvia cada vez más espesa dificultaba aún más las cosas, pues convertía la hierba pisoteada en una pista deslizante. El mundo brincaba y oscilaba, estaba repleto de hombres que corrían, de hombres que resbalaban entre flechas, hierba y barro.
—Adelante —gruñó—. Adelante —pero nadie podía ya oírle. Sólo se daba órdenes a sí mismo—. Adelante —aquélla era su única oportunidad de redimirse. Si al menos pudieran conquistar la cima. Si pudieran vencer a los hombres del Norte ahí donde se resistían con más fuerza—. Arriba. Arriba —entonces, nada más importaría. Habría dejado de ser el viejo e incompetente compañero de borracheras del rey, que había caído en desgracia desde el primer día. Por fin se habría ganado su puesto—. Adelante —resolló—. ¡Arriba!
Siguió avanzando, encogido sobre sí mismo, mientras se agarraba a la hierba húmeda con la mano libre. Estaba tan pendiente del suelo que el muro le pilló por sorpresa. Se enderezó, blandiendo inciertamente la espada, sin saber si ese muro estaría en poder de sus hombres o del enemigo ni qué debería hacer en cualquiera de los dos casos. Entonces, alguien le tendió una mano enguantada. Era Gorst. Jalenhorm se vio aupado con sorprendente facilidad y ascendió sobre las húmedas piedras hasta llegar a la superficie plana de la estribación.
Los Niños se alzaban justo delante. Mucho más grandes de cerca de lo que había imaginado, consistían en un círculo de rocas burdamente talladas y un poco más altas que un hombre. Allí había más cadáveres, pero menos que en la ladera. Parecía que la resistencia enemiga en ese lugar había sido moderada y, por el momento, al menos, la habían vencido por completo. Los soldados de la Unión aguardaban allí arriba, sumidos en varios estados de agotada confusión. Más allá, la colina volvía a ascender hacia la cima. Hacia los mismísimos Héroes. Era una pendiente algo más suave, que se hallaba abarrotada de hombres del Norte que retrocedían. Por lo que a Jalenhorm le pareció a simple vista, esta vez no estaban huyendo desordenadamente, sino que se batían en retirada de una manera organizada.
Un vistazo fue lo único que pudo permitirse. Ante la falta de peligro inmediato, se vino abajo. Permaneció durante un momento con las manos en las rodillas, respirando pesadamente mientras el estómago le rozaba incómodamente contra el interior de su maravilloso peto con cada jadeo. Aquel armatoste ya ni siquiera le quedaba bien ajustado. Bueno, en realidad, nunca le había quedado bien ajustado, joder.
—¡Los hombres del Norte se retiran! —chilló Gorst, cuyo extraño falsete perforó los oídos de Jalenhorm—. ¡Debemos perseguirlos!
—¡General! Deberíamos reagruparnos —le aconsejó uno de los miembros de su plana mayor, la armadura empapada de lluvia—. Estamos muy por delante de la segunda oleada. Demasiado por delante —añadió, mientras gesticulaba hacia Osrung, ahora oculta por un manto de lluvia—. Además, la caballería norteña ha atacado al regimiento de Stariksa. Han quedado inmovilizados a nuestra derecha.
Jalenhorm consiguió enderezarse.
—¿Y los voluntarios de Adua?
—¡Siguen en los manzanos, señor!
—Nos estamos quedando aislados de los refuerzos —añadió otro.
Gorst les dedicó un airado aspaviento. Su aguda voz contrastaba ridículamente con su rostro salpicado de sangre y apenas parecía cansado.
—¡A la mierda con los refuerzos! ¡Sigamos!
—General, señor, el coronel Vinkler ha muerto y los hombres están agotados. ¡Debemos parar!
Jalenhorm observó la cima y se mordió el labio. ¿Debían aprovechar el momento o esperar a los refuerzos? Vio el contorno de las lanzas de los hombres del Norte silueteadas frente a un firmamento cada vez más oscuro. Vio el rostro salpicado de rojo de un Gorst presa de la ansiedad. Vio las caras limpias de unos oficiales del estado mayor presas del nerviosismo. Esbozó una mueca de contrariedad, contempló el puñado de hombres que tenía a su disposición y, después, hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Esperaremos aquí un rato a que lleguen los refuerzos. Aseguraremos esta posición y recuperaremos fuerzas.
Gorst había adoptado una expresión que recordaba a la de un niño al que le acaban de decir que no le van a regalar un perrito este año.
—Pero, general…
Jalenhorm puso una mano sobre su hombro.
—Comparto su impaciencia, Bremer, créame, pero no todo el mundo puede correr sin descanso. Dow el Negro está preparado y es astuto. Esta retirada podría ser simplemente un ardid. Y no pretendo dejarme engañar por segunda vez —miró de refilón las nubes de aspecto cada vez más fiero que se acumulaban sobre ellos—. Además, el tiempo está en nuestra contra. Tan pronto como volvamos a ser suficientes en número, atacaremos.
Tal vez no fueran a disponer de mucho tiempo para descansar, ya que los soldados de la Unión seguían superando en masa el muro, anegando el círculo de piedras.
—¿Dónde está Retter?
—Aquí, señor —respondió el muchacho. Parecía pálido y asustado, pero así estaban todos.
Jalenhorm sonrió al verle. Allí tenía, ciertamente, un héroe.
—Llama a filas, muchacho. Y prepárese para dar la orden de avance con su corneta.
No podían ser imprudentes, pero tampoco podían permitirse echar a perder esta oportunidad ahora que tenían la iniciativa. Aquélla iba a ser su única oportunidad para redimirse. Jalenhorm miró anhelante en dirección a los Héroes mientras la lluvia resonaba sobre su casco. Se hallaban tan cerca. Los últimos hombres del Norte estaban alcanzando ya la cumbre. Entonces, uno de ellos se detuvo para volverse a mirar a través de la lluvia.
Cabeza de Hierro frunció el ceño en dirección a los Niños, que se encontraban ya abarrotados de soldados de la Unión.
—Mierda —murmuró.
Le había dolido hacer aquello. Se había ganado su apodo porque nunca había cedido terreno, pero tampoco se lo había ganado en combates perdidos de antemano. No estaba dispuesto a enfrentarse él solo a todo el poderoso ejército de la Unión para que otros pudieran sonarse la nariz mientras afirmaban que Cairm Cabeza de Hierro había muerto con valentía. No tenía intención de seguir los pasos de Costado Blanco o de Huesecillos o del Viejo Yawl. Sí, todos ellos habían muerto con valentía, pero ¿quién cantaba canciones sobre esos cabronazos hoy en día?
—¡Retroceded! —les gritó a los últimos de sus hombres, mientras los animaba entre las estacas a que culminaran su ascenso hasta los Héroes. Mostrarle la espalda al enemigo era algo realmente vergonzoso, pero mejor tener sus ojos en la espalda que sus espadas en el estómago. Si Dow el Negro quería luchar por aquella colina y aquellas piedras sin ningún valor, podía hacerlo él mismo.
Con el ceño fruncido, subió a grandes zancadas bajo la lluvia y atravesó el hueco que se abría en el muro musgoso que circundaba los Héroes. Caminó lentamente, estirando los hombros y alzando la cabeza, mientras albergaba la esperanza de que los demás pensaran que todo aquello había estado bien planeado y que no había hecho nada que pudiera ser considerado una cobardía ni por asomo…
—Vaya, vaya, vaya. ¿A quién he visto huir corriendo de la Unión sino a Cairm Cabeza de Hierro? —quién iba a hacer esa pregunta sino Glama Dorado, aquel capullo engreído, que se encontraba apoyado contra una de las grandes piedras con una enorme y grasienta sonrisa dibujada en su amoratada cara.
Por los muertos, cómo odiaba Cabeza de Hierro a aquel individuo. Cómo odiaba sus grandes mejillas hinchadas. Cómo odiaba aquel mostacho, que se asemejaba a un par de babosas amarillas sobre su gordo labio superior. A Cabeza de Hierro se le erizaba la piel con sólo verlo. El mero hecho de verlo tan pagado de sí mismo hizo que le entrasen ganas de arrancarse los ojos.
—Nos hemos retirado —gruñó.
—Habéis huido como cobardes, diría yo.
El comentario fue saludado con algunas risas, que se cortaron en seco en cuanto Cabeza de Hierro avanzó mostrando amenazadoramente los dientes. Dorado dio un precavido paso atrás y clavó la mirada en la espada desenvainada de Cabeza de Hierro, a la vez que bajaba la mano hacia su hacha, por si acaso.
Entonces, Cabeza de Hierro decidió que debía contenerse. No había obtenido su apodo dejando que la ira le dominase. Ya llegaría el momento adecuado para solucionar aquello de un modo también adecuado; no, no era el momento idóneo, no en una lucha de igual a igual con todo tipo de testigos. No. Esperaría su momento y se aseguraría de disfrutarlo también. De modo que se obligó a esbozar una sonrisa.
—No todos podemos ser tan valientes como tú, Glama Dorado. Hace falta tener unos cojones muy grandes para golpear el puño de un hombre con la cara como has hecho tú.
—Joder, yo al menos peleé, ¿no? —replicó Dorado mientras sus Carls se arremolinaban a su alrededor.
—Si llamas pelear a que un hombre se caiga de su caballo y luego salga corriendo…
Esta vez, le tocó a Dorado mostrar amenazadoramente los dientes.
—¿Y tú te atreves a hablarme a mí de salir corriendo, maldito cobar…?
—Basta —le interrumpió Dow el Negro, quien tenía a Curnden Craw a su izquierda, a Escalofríos a su derecha y al Tarado Whirrun justo detrás. Iba acompañado por esos tres hombres y todo un grupo de Carls cargados de armas, cubiertos de cicatrices y de muy mal humor. Si bien su compañía era temible, la expresión que había dibujada en el rostro de Dow era más temible aún. Estaba lívido de rabia y tenía los ojos tan desorbitados que parecía que fuesen a explotar—. ¿A estos tipejos consideráis unos Grandes Guerreros hoy en día? ¿A un par de niños enrabietados que se esconden tras unos grandes sobrenombres? —Dow retorció la lengua y escupió en el barro entre Cabeza de Hierro y Dorado—. Rudd Tresárboles era un cabronazo muy cabezota, Bethod un cabrón muy astuto y Nueve el Sanguinario un cabrón malvado, los muertos bien lo saben, pero hay momentos en que los echo de menos. ¡Ellos sí eran hombres de verdad! —rugió esa última palabra frente al rostro de Cabeza de Hierro, al que regó de saliva, haciendo que todo el mundo se estremeciera—. ¡Cuando decían que iban a hacer algo, lo hacían, joder!
Cabeza de Hierro consideró que le convenía retirarse por segunda vez aquel día, sin apartar la mirada en ningún momento de las armas de Dow, por si acaso debía salir corriendo aún con más presteza. Le apetecía aún menos verse inmerso en una pelea con Dow que combatir contra la Unión. Pero, con un poco de suerte, Dorado no podría resistirse a meter sus rotas narices donde nadie le llamaba.
—¡Estoy contigo, jefe! —gritó—. ¡Contigo hasta el fin!
—¿Ah, sí? —Dow se volvió hacia él con una mueca de desprecio dibujada en la boca—. ¡Qué suerte la mía! —acto seguido, apartó a Dorado de su camino golpeándolo con el hombro y se encaminó hacia el muro, seguido por sus hombres.
Cuando Cabeza de Hierro se volvió, se encontró con Curnden Craw, que lo observaba con esa mirada enmarcada en sus encanecidas cejas.
—¿Qué? —le espetó.
Craw se limitó a seguir mirándole con la misma expresión.
—Ya sabes qué.
Craw pasó entre Cabeza de Hierro y Dorado, rozándolos, mientras movía la cabeza de lado a lado. Como Jefes Guerreros eran lamentables. O como hombres, en realidad. Pero Craw los había conocido peores. El egoísmo, la cobardía y la avaricia habían dejado de sorprenderle. Era el signo de los tiempos.
—¡Vaya par de gusanos! —masculló Dow bajo la lluvia mientras Craw se aproximaba a él. Arañó el viejo muro de piedra seca y arrancó una roca suelta, a continuación, permaneció inmóvil y en tensión, moviendo sólo los labios pero sin proferir sonido alguno, como si no supiese si arrojarla ladera abajo o abrirle el cráneo a alguien con ella o aplastarse su propia cara con ella. Al final, se limitó a lanzar un gruñido de frustración y la volvió a dejar sobre el muro—. Debería matarlos. A lo mejor lo hago. A lo mejor lo acabo haciendo. Podría quemarlos a los dos.
Craw esbozó una mueca de contrariedad.
—No sé si prenderían bien con este tiempo, jefe —observó, mientras escudriñaba los Niños a través de la lluvia—. Además, supongo que dentro de muy poco estaremos matando de sobra —la Unión estaba acumulando un número imponente de tropas allí abajo y, por lo que parecía, estaban recuperando el orden. Estaban organizándose en formaciones. En una fila tras otra de soldados—. Parece que van a subir.
—¿Por qué no iban a hacerlo? Cabeza de Hierro prácticamente ha invitado a esos cabrones a subir —Dow inspiró malhumorado y resopló como un toro dispuesto a cargar, mientras su aliento formaba humo en aquel ambiente húmedo—. Cabría pensar que ser jefe sería más sencillo —entonces, movió los hombros como si la cadena le pesara en exceso—. Pero esto es como arrastrar una montaña a través del barro. Tresárboles ya me lo advirtió. Me dijo que todo líder se encuentra solo.
—El terreno sigue jugando a nuestro favor —afirmó Craw, quien pensó que debía intentar ser positivo—. Y la lluvia también nos ayudará.
Dow bajó la mirada hacia su mano libre, separó los dedos y frunció el ceño.
—Una vez se han manchado de sangre…
—¡Jefe! —exclamó un muchacho que se estaba abriendo camino entre la multitud de empapados Carls y tenía la parte de los hombros de su jubón calado—. ¡Jefe! ¡El enemigo ha barrido a Reachey en Osrung! Han superado el puente y están peleando en las calles. Necesita que alguien… ¡Gah!
Dow le agarró por el pescuezo, lo arrastró hasta el muro y le puso de cara hacia los Niños y los hombres de la Unión, que los cubrían por entero y que correteaban como hormigas sobre un hormiguero pisoteado.
—¿A ti te parece que me sobran hombres? ¿Y bien? ¿Tú qué crees?
El muchacho tragó saliva.
—Que no, jefe.
Dow le dio un empujón, pero Craw reaccionó a tiempo y extendió una mano para cogerlo antes de que cayese al suelo.
—Dile a Reachey que resista como pueda —le ordenó Dow, quien, acto seguido, escupió por encima del hombro—. Dile que quizá en algún momento reciba ayuda.
—Se lo diré —a continuación, el muchacho retrocedió rápidamente y pronto se perdió entre los guerreros.
Los Héroes quedaron sumidos en una extraña y fúnebre calma. Sólo se oían murmullos ocasionales, el ligero traqueteo del equipo y el suave golpeteo de la lluvia sobre el metal. Abajo, en los Niños, alguien estaba tocando una corneta. Aquella melodía ascendió entre la lluvia y sonó como una tonada melancólica. O a lo mejor sólo era una tonada y era Craw quien se hallaba melancólico, pues se estaba preguntando cuántos de aquellos hombres que lo rodeaban matarían antes de que se hubiera puesto el sol y cuántos resultarían muertos. Se estaba preguntando quiénes de entre todos ellos tenían la fría mano de la Gran Niveladora sobre el hombro. ¿Quizá él? Cerró los ojos y se hizo la promesa de que, si sobrevivía a todo aquello, se retiraría. Igual que lo había hecho una docena de veces con anterioridad.
—Parece que ha llegado el momento —Wonderful le estaba tendiendo la mano.
—Sí —Craw se la tomó, se la estrechó y la miró a la cara. Apretaba la mandíbula con fuerza, tenía su corto cabello oscurecido por la lluvia y la larga cicatriz de su cabeza destacaba en su blancura—. No te mueras, ¿eh?
—No tengo intención de morir. Quédate cerca de mí e intentaré que tú tampoco lo hagas.
—Trato hecho.
Todos se estaban estrechando las manos y dándose palmaditas en la espalda, disfrutando de un último momento de camaradería antes de que se derramase la sangre, cuando uno se siente más próximo a sus compañeros que a cualquier miembro de su propia familia. Craw dio la mano a Flood y a Scorry, a Drofd e incluso a Escalofríos, y buscó entre varios desconocidos la manaza de Brack hasta que recordó que éste se encontraba ya bajo tierra.
—Craw —dijo el Jovial Yon. Su expresión lastimera anunciaba claramente lo que buscaba.
—Sí, Yon, se lo diré. Sabes que lo haré.
—Lo sé.
Al instante, se estrecharon las manos y Yon torció la comisura de sus labios, para esbozar lo que podría haber sido una sonrisa para él. Mientras tanto, Beck se limitó a seguir ahí en pie, con su oscuro pelo apelmazado y pegado a su pálida frente, mirando hacia los Niños como si estuviera contemplando la nada.
Craw tomó la mano del muchacho y le dio un apretón.
—Limítate a hacer lo correcto. Sé fiel a tus compañeros, sé fiel a tu jefe —entonces, se acercó un poco más—. Y no te dejes matar.
Beck le devolvió el apretón.
—Sí. Gracias, jefe.
—¿Dónde está Whirrun?
—¡No temáis! —exclamó éste abriéndose paso entre los calados e infelices Carls—. ¡Whirrun de Bligh está con vosotros!
Por razones que sólo él conocía, se había quitado la camisa y apareció ante ellos desnudo hasta la cintura, con el Padre de las Espadas al hombro.
—Por los muertos —murmuró Craw—. Cada vez que peleamos llevas menos ropa.
Whirrun echó la cabeza hacia atrás y parpadeó bajo la lluvia.
—No pienso llevar camisa con la que está cayendo. Con una camisa húmeda sólo lograría que se me irritaran los pezones.
Wonderful negó con la cabeza.
—Todo forma parte del misterio del héroe.
—Eso también —sonrió Whirrun—. ¿Qué me dices tú, Wonderful? ¿Se te irritan los pezones cuando llevas una camisa mojada? Necesito saberlo.
Ella le estrechó la mano.
—Tú preocúpate de tus pezones, Tarado, que yo lo haré de los míos.
Ahora el mundo entero brillaba y permanecía inmóvil y silencioso. El agua relucía sobre las armaduras, las pieles que portaban se curvaban por la humedad y el rocío perlaba los coloridos escudos. Craw vio entonces una sucesión de rostros, conocidos y desconocidos. Sonrientes, severos, dementes y temerosos. Extendió la mano y Whirrun la estrechó en la suya, sonrió y le mostró así hasta su último diente.
—¿Estás listo?
Craw siempre albergaba dudas. Las comía, las respiraba, llevaba viviendo con ellas veinte años o más. Las muy cabronas apenas le daban un momento de respiro. Todos los días lo asolaban, desde que había enterrado a sus hermanos.
Pero aquél no era momento para dudar.
—Estoy listo —afirmó, desenvainando su espada. Acto seguido, miró hacia los hombres de la Unión, que eran centenares y centenares y se hallaban desdibujados bajo la lluvia hasta parecer meras manchas y destellos de color. Entonces, sonrió. A lo mejor Whirrun tenía razón y un hombre no está vivo de verdad hasta que se enfrenta a la muerte. Craw alzó su espada cuanto pudo y lanzó un aullido, y a su alrededor todos los demás hicieron lo mismo.
Y esperaron la llegada de la Unión.