La fuga

Finree creyó que estaban en una especie de cabaña. El suelo era de tierra húmeda y soplaba una corriente que la hizo temblar. Olía a animales y a cerrado.

Le habían vendado los ojos y obligado a marchar a empellones a través de húmedos campos y arboledas. La maleza se le había enredado alrededor de los pies y los arbustos habían intentado agarrarla del vestido. Menos mal que llevaba puestas sus botas de montar, pues, de otro modo, probablemente habría acabado descalza. Le pareció haber oído ruido de lucha a sus espaldas. Aliz había seguido chillando un rato, cada vez más ronca, pero al fin había parado. Nada había cambiado. Después, habían cruzado una corriente en una destartalada barca. Quizá por la parte norte del río. Luego, las habían metido allí dentro, habían oído una puerta cerrarse y el ruido metálico de un cerrojo.

Y allí las habían dejado, a oscuras. Aguardando quién sabía qué.

A medida que Finree recuperaba el aliento, el dolor iba apoderándose de ella. Le picaba terriblemente el cuero cabelludo, le palpitaba la cabeza y el cuello le enviaba terribles calambrazos hacia los omoplatos cada vez que intentaba volver la cabeza. Pero, desde luego, estaba mucho mejor que la mayoría de los que habían quedado atrapados en aquella posada.

Se preguntó si Hardrick habría conseguido ponerse a salvo o si le habrían derribado en campo abierto. De ser así, su inútil mensaje nunca habría sido entregado. Finree seguía viendo el rostro del mayor al trastabillar de costado con la sangre manando de su cráneo abierto, tremendamente sorprendido. Y a Meed, arañándose la herida borboteante del cuello. Todos habían muerto. Todos.

Inspiró profundamente y se obligó a no pensar más en ello. No podía permitírselo, igual que un funámbulo no puede permitirse pensar en el suelo. «Tienes que mirar al futuro», recordó que le había dicho su padre, mientras sacaba otra de sus piezas del tablero de cuadros. «Concéntrate en lo que puedas cambiar».

Aliz llevaba sollozando desde que habían cerrado la puerta. Finree tenía unas ganas tremendas de abofetearla, pero tenía las manos atadas. Estaba razonablemente convencida de que no saldrían de allí llorando. Pero tampoco sabía cómo iban a lograrlo.

—Calla —susurró Finree—. Cállate, por favor, necesito pensar. Por favor. Por favor.

Los sollozos remitieron hasta convertirse en unos lamentos irregulares, que, si acaso, eran peores aún.

—¿Nos van a matar? —preguntó Aliz, sorbiendo por la nariz—. ¿Nos van a asesinar?

—No. Si quisieran matarnos, ya lo habrían hecho.

—Entonces, ¿qué van a hacer con nosotras?

La pregunta quedó suspendida entre ellas como un abismo sin fondo que nada salvo el eco de sus respiraciones pudo llenar. Finree se revolvió hasta conseguir sentarse, mientras apretaba los dientes ante el dolor que sentía en el cuello.

—Tenemos que pensar, ¿vale? Tenemos que mirar al futuro. Tenemos que intentar escapar.

—¿Cómo? —lloriqueó Aliz.

—¡Como podamos! —silencio—. Tenemos que intentarlo. ¿Tienes las manos sueltas?

—No.

Finree consiguió arrastrarse por el suelo, deslizando su vestido sobre la tierra, hasta que chocó con la espalda contra la pared y gruñó por el esfuerzo. Con los dedos palpó los costrones de escayola y piedras húmedas de la pared.

—¿Estás ahí? —chilló Aliz.

—¿Dónde voy a estar?

—¿Qué estás haciendo?

—Intento soltarme las manos —algo se enganchó en la cintura de Finree, desgarrando la tela. Acto seguido, apoyó los omoplatos contra la pared para alzarse, siguiendo la tela prendida con los dedos. Sí, ahí había una alcayata oxidada. La frotó hasta quitarle las escamas de escayola reseca, entonces notó una punta dentada y una repentina oleada de esperanza la invadió. Separó las muñecas, esforzándose por encontrar el metal con las cuerdas que las retenían.

—Y si consigues soltarte las manos, ¿después qué? —inquirió Aliz con su agudo tono de voz.

—Te soltaré las tuyas —masculló Finree entre dientes—. Y después los pies.

—¿Y después qué? ¿Qué pasa con la puerta? Habrá guardas, ¿verdad? ¿Dónde estamos? ¿Qué haremos si…?

—¡No lo sé! —Finree se obligó a bajar la voz—. No lo sé. Cada cosa a su tiempo —añadió, mientras serraba las cuerdas con la alcayata—. Cada cosa a su… —de repente, Finree no acertó con una de sus manos y cayó hacia atrás. El metal le dejó una sensación ardiente muy dolorosa en el brazo.

—¡Ah!

—¿Qué?

—Me he cortado. Nada. No te preocupes.

—¿Que no me preocupe? ¡Hemos sido capturadas por hombres del Norte! ¡Por unos salvajes! ¿No has visto…?

—¡Quería decir que no te preocupases por el corte! Y sí, lo he visto todo —tenía que concentrarse en lo que podía cambiar. Liberarse las manos ya era suficiente desafío. Le dolían las piernas del esfuerzo que había hecho para sostenerse contra la pared, podía sentir la grasienta humedad de la sangre en los dedos y del sudor en el rostro. Le palpitaba la cabeza y su cuello era una agonía cada vez que movía los hombros. Restregó la cuerda contra aquel pedazo de metal oxidado, una y otra vez, una y otra vez, gruñendo, presa de la frustración.

—Maldición. Puñetera… ¡Ah!

Y así quedó libre. Se quitó la venda de los ojos y la tiró a un lado. Apenas podía ver mucho más sin ella. Alguna que otra pequeña grieta de luz alrededor de la puerta, entre los maderos. Unas paredes agrietadas relucientes de humedad y el suelo cubierto de paja embarrada. Aliz estaba de rodillas a un par de pasos de ella, con el vestido manchado de tierra, las manos atadas e inertes sobre su regazo.

Finree fue saltando hasta ella, pues seguía teniendo los tobillos atados, y se arrodilló a su lado. Le quitó de un tirón la venda y la tomó de ambas manos, estrechándolas entre las suyas. Le habló despacio, mientras la miraba directamente a los enrojecidos ojos.

—Escaparemos. Debemos hacerlo. Lo haremos.

Aliz asintió, esbozando una sonrisa desesperadamente esperanzada por un momento. Finree le observó las muñecas y tiró con sus entumecidos dedos de los nudos, esforzándose por agarrar las ligaduras con sus uñas rotas.

—¿Cómo sabe que las tengo? —Finree se quedó helada. O más helada aún de lo que ya estaba. Acababa de oír una voz que hablaba en norteño y el pesado ruido de unas pisadas acercándose. Notó que Aliz se quedaba inmóvil en la oscuridad, sin atreverse siquiera a respirar.

—Al parecer, cuenta con ciertos medios para enterarse.

—Sus medios pueden hundirse en el último rincón del mundo, por lo que a mí respecta —era la voz del gigante. Aquella voz lenta y suave parecía ahora teñida de rabia—. Las mujeres son mías.

—Sólo quiere una —el otro hombre hablaba en susurros, con una voz áspera y bronca.

—¿Cuál?

—La de pelo castaño.

Al instante, se oyó un resoplido airado.

—No. Quería que ésa me diese hijos.

A Finree se le desorbitaron los ojos. Se quedó sin respiración. Estaban hablando de ella. Siguió intentando soltar el nudo de las ataduras de las muñecas de Aliz con aún mayor premura, mientras se mordía el labio.

—¿Cuántos hijos quieres? —preguntó el de la voz susurrante.

—Quiero hijos civilizados. A la manera de la Unión.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Quiero hijos civilizados.

—¿Que coman con tenedor y todo eso? Mira, yo he estado en Estiria y he estado en la Unión. La civilización está sobrevalorada, créeme.

Se produjo una pausa.

—¿Es cierto que tienen agujeros en los que puedes cagar y la mierda se va sola?

—¿Y qué? Una mierda sigue siendo una mierda. Siempre acaba en alguna parte.

—Quiero disfrutar de la civilización. Quiero hijos civilizados.

—Confórmate con la rubia.

—Me resulta menos agradable a la vista. Y es una cobarde. No hace nada más que llorar. La otra mató a uno de mis hombres. Tiene redaños. Los hijos heredan el coraje de la madre. No aceptaré hijos cobardes.

El hombre de voz susurrante bajó aún más el tono, demasiado como para que Finree pudiera oírlo. Entonces, tiró desesperadamente de los nudos con las uñas, musitando varias maldiciones.

—¿Qué están diciendo? —susurró Aliz aterrorizada.

—Nada —murmuró Finree—. Nada.

—Dow el Negro quiere aprovecharse de su influencia para imponerme su voluntad —se quejó el gigante.

—También lo hace conmigo y con todos. Así son las cosas. Tiene bien agarrada la cadena.

—Me cago en su cadena. El Extraño que Llama no tiene más amos que el cielo y la tierra. Dow el negro a mí no me da…

—No te está ordenando nada. Sólo te lo está pidiendo educadamente. Puedes decirme que no y yo le transmitiré tu negativa. Después, ya veremos qué pasa.

Se produjo una pausa. Finree apretó la lengua con fuerza contra los dientes, sí, el nudo empezaba a ceder, empezaba a ceder…

La puerta se abrió de golpe y ambas parpadearon ante la repentina luz. Había un hombre en el umbral. Uno de sus ojos brillaba de un modo muy extraño. Demasiado extraño. Pasó bajó el dintel y Finree se percató de que su ojo estaba hecho de metal y de que se encontraba en medio de una enorme cicatriz moteada. Nunca había visto un hombre de aspecto más monstruoso. Aliz resolló tímidamente. Por una vez parecía demasiado asustada incluso para gritar.

—Se ha soltado las manos —susurró el recién llegado mirando hacia atrás.

—Ya te he dicho que tenía redaños —replicó el gigante desde el exterior—. Dile a Dow el Negro que tendrá que pagar un alto precio por esto. Un precio por la mujer y un precio por el insulto.

—Se lo diré.

El hombre del ojo metálico avanzó y sacó algo de su cinturón. Era un cuchillo. Finree vio cómo ese metal centelleaba en la penumbra. Aliz lo vio también, gimoteó y se agarró con fuerza a los dedos de Finree. Ella le devolvió el apretón. No estaba segura de qué otra cosa podía hacer. El hombre se acuclilló frente a ellas, apoyando los antebrazos en las rodillas y dejó inertes ambas manos, en una de las cuales llevaba relajadamente el cuchillo. Los ojos de Finree se fijaron alternativamente en el brillo de la hoja y el brillo de su ojo metálico, no estaba segura de cuál le resultaba más espantoso.

—Hay un precio para todo, ¿verdad? —le susurró aquel hombre.

Saltó hacia delante, con el cuchillo en mano, y cortó la cuerda que le ataba los tobillos con un solo movimiento. Después buscó algo a sus espaldas y le colocó una bolsa de lona sobre la cabeza, sumiéndola así en una oscuridad impregnada de un mustio olor a cebollas. Luego, la arrastró por las axilas y se vio obligada a soltar las manos de Aliz.

—¡Espera! —oyó que gritaba Aliz a sus espaldas—. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué pasa con…?

La puerta se cerró de golpe.