Su Augusta Majestad:
La división del General Jalenhorm ha llegado ya a la ciudad de Osrung y ha tomado los cruces del río con su habitual competencia y concentración, el Regimiento Sexto y el de Rostod se han hecho fuertes en una colina que los Hombres del Norte llaman los Héroes. Desde su cima, uno puede observar todo el terreno a kilómetros a la redonda, incluido el importantísimo camino a Carleon, pero, aparte de un fuego apagado, no hemos divisado ni rastro del enemigo.
Los caminos siguen siendo nuestros antagonistas más tozudos. Si bien los primeros efectivos de la división de Mitterick ya han llegado al valle, se han entremezclado con las unidades de retaguardia de Jalenhorm, lo cual…
Gorst alzó la mirada bruscamente. Había escuchado unas tenues voces arrastradas por el viento y, pese a que no pudo distinguir las palabras, no cabía duda de que estaban teñidas de una tremenda emoción.
Seguramente me estoy engañando a mí mismo. Es algo que se me da muy bien. Tras el río, no había nada que sugiriera que estaba ocurriendo algo emocionante. Los hombres se encontraban desperdigados a lo largo de la ribera sur, haraganeando bajo el sol mientras los caballos pastaban satisfechos a su alrededor. Uno de ellos tosió al darle una calada a una pipa de chagga. Otro grupo cantaba plácidamente mientras se pasaban una petaca unos a otros. No muy lejos de ahí, su comandante, el coronel Vallimir, estaba discutiendo con un mensajero sobre el significado exacto de la última orden del general Jalenhorm.
—Lo entiendo, pero el general le pide que mantenga su actual posición.
—Y la mantendré, sea como sea, pero ¿nos vamos a quedar en el camino? ¿De verdad no quiere que crucemos el río? ¿O que, al menos, nos despleguemos por la ribera? ¡Ya he perdido un batallón porque lo he tenido que enviar a cruzar un cenagal y ahora, encima, el otro tiene que quedarse en medio del camino por el que pasa todo el mundo! —Vallimir señaló al capitán cubierto de polvo, cuya compañía estaba parada, formando una columna quejosa, en ese mismo camino, a lo lejos. Probablemente, se trataba de una de las compañías a la que estaban esperando los regimientos de la colina. O no. El capitán no había informado a nadie al respecto y tampoco nadie le había preguntado cuál era su misión—. ¡El general no puede pretender que nos quedemos aquí sentados, seguro que entiende lo que quiero decir!
—Lo entiendo perfectamente —replicó con voz monótona el mensajero—, pero el general le pide que mantenga su actual posición.
Bueno, sólo es otro ejemplo más de la incompetencia habitual. Entonces, un grupo de barbudos excavadores pasaron junto a él, con paso firme, caminando al unísono, con sus palas al hombro y gesto adusto. El grupo de hombres más organizado que he visto hoy, y, probablemente, los soldados más valiosos de Su Majestad. El ejército siempre tenía un hambre insaciable de agujeros. Para hacer fuegos, para abrir tumbas y letrinas, para hacer refugios subterráneos y parapetos, para levantar terraplenes y barricadas, para abrir zanjas y trincheras de toda forma, profundidad y propósito imaginable, alguno de los cuales no se le ocurrirían a nadie ni aunque estuviera un mes pensando. En verdad, la pala es más poderosa que la espada. Tal vez, en vez de espadas, los generales deberían llevar paletas doradas como insignias de su gran vocación. Bueno, se acabó la diversión.
Gorst volvió a centrar su atención en la carta y frunció los labios al darse cuenta de que había dejado una mancha de tinta muy antiestética, por lo que, furioso, la apretó con su puño e hizo una bola con ella.
Entonces, el viento volvió a soplar con más fuerza y unos gritos llegaron a sus oídos, ¿De verdad estoy oyendo lo que estoy oyendo? ¿O acaso deseo tanto oír algo así que me lo estoy imaginando? Sin embargo, unos cuantos soldados a su alrededor también habían alzado la vista, con el ceño fruncido, hacia la colina. Súbitamente, el corazón se le desbocó a Gorst, quien también tenía la boca seca. Se puso en pie y caminó hacia el río, como un hombre bajo un hechizo, con la mirada clavada en los Héroes. Creyó ver a unos hombres moviéndose allá arriba, creyó ver unas diminutas figuras en la ladera cubierta de hierba de la colina.
Cruzó la zona llena de guijarros en dirección hacia Vallimir, quien todavía seguía discutiendo inútilmente sobre a qué lado del río deberían situarse sus hombres para seguir sin hacer nada. Sospecho que dentro de poco eso será irrelevante. Rezó para que así fuera.
—… Pero seguramente el general no…
—Coronel Vallimir.
—¿Qué?
—Debería ordenar a sus hombres que se preparen.
—¿Ah, sí?
Gorst no apartó la mirada ni por un solo instante de los Héroes. Ni de las siluetas de los soldados que se divisaban en la ladera oriental. Eran una cantidad considerable. Sin embargo, ningún mensajero del mariscal Kroy había cruzado los bajíos. La única razón que justificaba que tantos hombres estuvieran abandonando la colina era que… los hombres del Norte están atacando en algún otro lado. Un ataque, un ataque, un ataque…
Se percató entonces de que seguía agarrando con tanta fuerza su carta a medio terminar que tenía los nudillos blancos. Soltó ese papel arrugado que revoloteó hasta caer en el río, donde la corriente se lo llevó dando vueltas. Escuchó más voces, que eran incluso más agudas que antes, ahora ya no le cabía ninguna duda de que eran reales.
—Eso parecen gritos —afirmó Vallimir.
Una sensación de inmensa alegría invadió a Gorst, a quien se le formó un nudo en la garganta, de tal modo que su voz sonó más aguda que nunca. Pero no le importó.
—Ordéneles que se preparen de inmediato.
—¿Para qué?
Gorst ya se dirigía a grandes zancadas hacia su caballo.
—Para luchar.