El enigma del terreno

—Aquí vienen —dijo Pálido como la Nieve, completamente inexpresivo, como si no se les echase encima nada más amenazador que un rebaño de ovejas. Tampoco es que hiciese falta anunciarlo. Calder podía oírles, por muy oscuro que estuviese aún el día. Primero, escuchó la prolongada nota de una trompeta; después, a lo lejos pero cada vez más cerca, el susurro del roce de los caballos al abrirse paso entre las cosechas, salpicado por gritos, relinchos y crujidos de arreos que parecían estremecer a un sudoroso Calder que tenía la piel muy fría. Eran ruidos débiles, pero teñidos de una aplastante inevitabilidad. Iban a por ellos y Calder no sabía si mostrarse petulante o aterrorizado. Se decidió por una mezcla de ambas.

—No puedo creer que hayan picado —casi quería echarse a reír de lo absurdo que le parecía. No sabía si reírse o vomitar—. Cabrones arrogantes.

—Si en algo puedes confiar en una batalla es en que los hombres raras veces hacen algo sensato —bien dicho. Si Calder hubiese tenido algo de sensatez, él también se hallaría en esos momentos a lomos de un caballo, al que espolearía con fuerza en dirección al lugar más lejano posible—. Eso es lo que hizo de tu padre un gran hombre. Siempre mantenía la cabeza fría, incluso ante el fuego.

—¿Dirías que ahora estamos en el fuego?

Pálido como la Nieve se inclinó hacia delante y escupió con sumo cuidado.

—Diría que estamos a punto de entrar en él. ¿Crees que mantendrás la cabeza fría?

—No veo por qué no —los ojos de Calder se movieron nerviosamente de un lado a otro, por encima de la serpenteante línea de antorchas situadas frente al muro. La línea que conformaban sus hombres, siguiendo la suave elevación y caída del terreno.

«El terreno es un enigma que debe ser resuelto», solía decir su padre. «Cuanto mayor sea el ejército, más difícil resulta desentrañar ese enigma». Él había sido un maestro en ese arte. Le bastaba con echar un vistazo para saber dónde colocar a cada hombre y cómo hacer que cada inclinación, árbol, arroyo y vallado jugaran en su favor. Calder había hecho lo que había podido para aprovechar cada túmulo y morón y había colocado a sus arqueros tras el Muro de Clail, pero dudaba que aquel montón de piedras levantadas a la altura de la cintura por algún granjero supusiera para los caballos de guerra nada más que un ligero ejercicio de salto.

La triste verdad era que una extensión plana repleta de cebada no ofrecía mucha ventaja. Excepto para el enemigo, claro. Ellos, sin duda, debían de estar encantados.

A Calder no se le escapaba la ironía de que había sido su padre quien había aplanado aquel terreno. Quien había dividido aquel valle y muchas otros en pequeñas granjas. Quien había arrancado los matorrales y rellenado las zanjas para que los campesinos pudiesen sembrar más cosechas y pagar más impuestos y alimentar a más soldados. Quien había extendido una alfombra dorada de bienvenida para la imbatible caballería de la Unión.

Calder podía distinguir a duras penas, recortada frente a las oscuras rocas del otro extremo del valle, una ola negra que barría aquel negro mar de cebada. Una cresta de metal afilado lanzaba destellos sobre ella. De repente, pensó en Seff. Su rostro se le apareció con tanta claridad que le cortó el aliento. Se preguntó si volvería a ver su cara, si viviría para besar a su hijo. Después, aquellos tiernos pensamientos se vieron aplastados por el tamborileo de los cascos en el momento en el que el enemigo echó a trotar. Por las vociferantes órdenes de los oficiales que se esforzaban por mantener sus filas cerradas, por contener cientos de toneladas de carne equina y convertirla en una masa imparable.

Calder miró de reojo a su izquierda. A no demasiada distancia el terreno se curvaba para ascender hacia el Dedo de Skarling, donde las cosechas daban paso a una hierba muy fina. Aquel terreno era mucho mejor, pero pertenecía a ese hijo puta sibilino de Tenways. Después, miró hacia la derecha. Ahí había otra ladera menos pronunciada, que el Muro de Clail atravesaba por en medio hasta desaparecer por el otro lado, donde descendía hacia el arroyo. Sabía que más allá del arroyo se extendía un bosque que se encontraba repleto de tropas de la Unión, deseosas de cargar contra su mal protegido flanco para destrozarlo. Pero esos enemigos que Calder no podía ver estaban lejos de ser su problema más urgente. Eran los cientos, si no miles, de jinetes fuertemente armados que se dirigían hacia él, y sobre cuyas preciadas banderas había orinado, los que requerían su atención. Sus ojos parpadearon al posarse sobre aquella marea de caballería, donde detectó pequeños detalles en la oscuridad; leves atisbos de rostros, escudos, lanzas, armaduras.

—¿Flechas? —inquirió gruñendo Ojo Blanco, a la vez que se inclinaba junto a él.

Era mejor que pareciese que tenía cierta idea del alcance de sus arcos, por lo que esperó un momento antes de chasquear los dedos.

—Sí, flechas.

Ojo Blanco rugió la orden y, acto seguido, Calder oyó las cuerdas tensarse a sus espaldas. Después, las flechas pasaron por encima de él para caer entre las cosechas que los separaban del enemigo y también sobre el adversario. Pero ¿de verdad podrían aquellos pedazos de madera y metal causar algún daño a toda aquella carne acorazada?

El ruido que anunciaba la llegada de sus rivales era como una tormenta que bramase delante de su faz y que le empujaba hacia atrás a medida que se iban acercando y acelerando, a medida que se dirigían al norte, hacia el Muro de Clail, hacia la endeble línea defensiva de los hombres de Calder. Los cascos castigaban la temblorosa tierra y las cosechas arrasadas salían despedidas a gran altura. Calder sintió la repentina necesidad de echar a correr. Como si una sacudida recorriera todo su cuerpo. Entonces, se percató de que estaba retrocediendo a su pesar. Enfrentarse a aquello era tan insensato como permanecer inmóvil bajo una montaña que se derrumba.

Pero descubrió que a cada momento que pasaba se sentía menos asustado y más embargado por la emoción. Llevaba toda su vida esquivando aquello, inventándose excusas. Ahora se estaba enfrentando a ello y acababa de descubrir que no era tan terrible como siempre había temido. Mostró sus dientes ante el amanecer. Casi sonriendo. Casi riéndose. Él iba a conducir a unos Carls a la batalla. Él iba a enfrentarse a la muerte. De repente, se encontró de pie, con los brazos abiertos en gesto de bienvenida, mientras rugía algo ininteligible con toda la fuerza de sus pulmones. Él, Calder, el mentiroso, el cobarde, estaba interpretando el papel de héroe. En verdad, nunca se sabe quién va a ser llamado a desempeñar ese papel.

Cuanto más se acercaban los jinetes, más se inclinaban sobre sus monturas y bajaban las lanzas. Cuanto más rápido avanzaban hacia un galope letal, más lentamente parecía transcurrir el tiempo. Calder deseó haber prestado más atención a su padre cuando hablaba sobre cómo aprovechar el terreno. Recordó que solía hablar sobre ello con una mirada ausente, como la de un hombre recordando un amor perdido. Deseó haber aprendido a utilizar el terreno como un escultor usa la piedra. Pero había estado muy ocupado presumiendo, follando y ganándose enemigos que le perseguirían durante el resto de su vida. De modo que la noche anterior, cuando había observado el terreno y había visto que jugaba completamente en su contra, había hecho lo que mejor sabía hacer.

Trampas.

Los jinetes no tenían posibilidad alguna de ver la primera zanja, no con aquella oscuridad y entre tanta cebada. Sólo era una pequeña trinchera, de apenas treinta centímetros de ancho y de profundidad, excavada en zigzag a través de los sembrados. La mayor parte de los caballos pasó por encima sin percatarse. Pero un par de ellos metieron sus cascos de lleno y cayeron al suelo. Cayeron con tanta fuerza que acabaron convertidos en un amasijo de miembros, riendas, armas y polvo. Y allí donde caía uno, caían los que le seguían, atrapados en el caos.

La segunda zanja era el doble de ancha y el doble de profunda. Más caballos se precipitaron violentamente en cuanto la línea de vanguardia se hundió en ella. Un jinete salió volando con la lanza todavía en la mano. La formación, endeble ya de por sí debido a su ansiedad por llegar cuanto antes hasta el enemigo, comenzó a romperse por completo. Algunos siguieron avanzando de manera desordenada. Otros intentaron reducir la marcha al darse cuenta de que algo iba mal, extendiendo así la confusión y el caos al mismo tiempo que otra andanada de flechas caía sobre ellos. Se convirtieron en una masa ingobernable, tan peligrosa para ellos mismos como para Calder y sus hombres. El terrible trueno de los cascos se transformó en una lamentable cacofonía de golpes y caídas, gritos y relinchos, y órdenes desesperadas.

La tercera zanja era la mayor de todas. De hecho, eran dos. Tan rectas como eran capaces de cavarlas hombres del Norte en mitad de la noche y con una ligera curvatura hacia el interior. De ese modo, estrechaban el paso de los hombres de Mitterick a ambos lados encaminándolos hacia un pasaje situado en el centro, donde habían colocado las preciosas banderas. Donde aguardaba Calder. Mientras observaba cómo aquella muchedumbre de caballos convergían hacia él, se preguntó si no debería haber buscado otro lugar, pero ya era demasiado tarde para eso.

—¡Lanzas! —rugió Pálido como la Nieve.

—¡Sí! —musitó Calder, blandiendo su espada mientras retrocedía un par de cautos pasos—. Buena idea.

Entonces, unos hombres escogidos por Pálido como la Nieve, que habían peleado con el hermano de Calder y con su padre en Uffrith y Dunbrec, en el Cumnur y en las Altas Cumbres, salieron de detrás de la cebada azotada por el viento dispuestos en cinco filas, aullando su grito de guerra y con sus largas lanzas extendidas en una barrera letal, cuyas puntas centelleaban bajo el primer rayo de sol que caía sobre el valle.

Los caballos relincharon, se resbalaron y tropezaron, arrojaron a sus jinetes de sus lomos y se vieron empujados contra las lanzas por el impulso de quienes les seguían. Al instante, se oyó un enloquecido coro conformado por los chillidos del acero y los hombres atrapados, de la madera torturada y la carne torturada. Los palos de las lanzas se curvaron y partieron, por doquier volaron astillas. Una nueva penumbra cobró forma por mor de la tierra levantada y del polvo que ascendían al aplastarse la cebada. Y, en mitad de todo ello, Calder tosía, mientras su espada pendía de su lacia mano.

Mientras se preguntaba qué extraña convergencia de infortunios había permitido que aquella locura tuviese lugar. Y si algún otro capricho del azar podría permitirle salir de aquella situación con vida.