—¡Ah! —Craw se alejó instintivamente de la aguja, aunque así sólo consiguió que el hilo le tirase de la mejilla y le doliese aún más—. ¡Ah!
—A menudo —murmuró Whirrun—, es mejor aceptar el dolor en vez de intentar huir de él. Las cosas son menos aterradoras cuando uno las afronta.
—Eso es fácil decirlo cuando eres tú quien maneja la aguja —jadeó Craw entre dientes mientras la punta de la aguja se adentraba nuevamente en su mejilla. No era ni mucho menos la primera vez que le daban puntos, pero resulta curioso lo rápidamente que se olvidan determinados tipos de dolor. Sin embargo, ahora volvía a recordarlo perfectamente—. Lo mejor será acabar cuanto antes, ¿eh?
—No podría estar más de acuerdo, pero la triste verdad es que soy mucho mejor asesino que curandero. Es la tragedia de mi vida. No se me da mal coser y sé distinguir el Pie de Cuervo del Alomantre y cómo aplicar ambos a un vendaje, y puedo canturrear uno o dos ensalmos…
—¿Y funcionan?
—Tal como los canto yo, sólo para espantar a los gatos.
—¡Ah! —gruñó Craw mientras Whirrun apretaba el corte entre el índice y el pulgar y volvía a pasarle la aguja. Ciertamente debía dejar de lloriquear, había muchos que habían sufrido heridas mucho peores que un corte en la mejilla.
—Lo siento —masculló Whirrun—. ¿Sabes? Ya había meditado antes sobre esto, de vez en cuando, en los momentos tranquilos…
—Tienes muchos, ¿verdad?
—Bueno, lo cierto es que te estás tomando tu tiempo para mostrarme mi destino. En cualquier caso, me da la impresión de que un hombre puede llevar a cabo muchas maldades en muy poco tiempo. En realidad, basta con blandir una espada. Pero para hacer el bien hay que dedicarle tiempo. Y todo tipo de esfuerzos. La mayor parte de los hombres carecen de la paciencia necesaria. Especialmente, hoy en día.
—Es el signo de los tiempos —Craw hizo una pausa y se mordisqueó un jirón de piel suelta que tenía en el labio inferior—. ¿Digo demasiado a menudo esa frase? ¿Me estoy convirtiendo en mi padre? ¿Me estoy convirtiendo en un viejo bobo y aburrido?
—Todos los héroes acaban así.
Craw resopló.
—Será los que viven para oír sus canciones.
—Para un hombre, oír las canciones que se cantan sobre él supone una terrible presión. Cualquiera se volvería gilipollas.
—Eso suponiendo que no lo fuese de antemano.
—No creo que eso sea lo habitual. Supongo que oír canciones sobre guerreros hace que los demás se sientan valerosos a su vez, pero, para empezar, un gran guerrero ha de estar como poco medio loco.
—Oh, yo he conocido a un par de grandes guerreros que no estaban locos en absoluto. Sólo eran unos cabrones egoístas y despiadados a los que les daba todo igual.
Whirrun cortó el hilo con los dientes.
—Ésa es la otra opción más común.
—Entonces, ¿qué eres tú, Whirrun? ¿Un loco o un capullo sin corazón?
—Intento hallar el término medio entre ambas opciones.
Craw se rió a pesar de la palpitación que notaba en la mejilla.
—Para eso precisamente sí que hay que ser un puñetero héroe, sí, sin duda.
Whirrun dejó de estar de puntillas y se apoyó por fin sobre los talones.
—Ya estás listo. Y debo decir, aunque eso sea echarme flores, que no ha quedado nada mal. A lo mejor, después de todo, dejo lo de matar para dedicarme a curar.
Entonces, una voz áspera se alzó por encima del débil zumbido que todavía sonaba en los oídos de Craw.
—Bien, pero hazlo después de que haya terminado esta batalla, ¿eh?
Whirrun parpadeó.
—Vaya, pero si es el Protector del Norte. Sí, ya me siento… tan protegido. Completamente envuelto, como en un buen abrigo.
—Toda mi vida he provocado ese efecto en la gente —Dow bajó la mirada hacia Craw, con los brazos en jarras. El sol brillaba a sus espaldas.
—¿Vas a conseguirme un buen combate, Dow el Negro? —preguntó Whirrun, al mismo tiempo que se alzaba lentamente y enderezaba su espada—. Vine aquí para llenar tumbas y el Padre de las Espadas empieza a estar sediento.
—Me atrevería a decir que no pasará mucho tiempo antes de que logre sacar de su madriguera algo que puedas matar. Mientras tanto, necesito hablar en privado con Curnden Craw.
Whirrun se llevó una mano al pecho.
—Jamás me atrevería a interponerme entre dos amantes —acto seguido, se marchó colina arriba con la espada al hombro.
—Qué tipo más extraño —comentó Dow mientras observaba a Whirrun marcharse. Craw gruñó mientras estiraba las piernas y se ponía lentamente en pie, estirando sus doloridas articulaciones.
—Más bien se lo hace. Ya sabes lo que supone tener que estar siempre a la altura de tu reputación.
—La fama es una prisión, de eso no cabe duda. ¿Qué tal tienes la cara?
—Afortunadamente, siempre he sido un cabrón más bien feo. No tendré peor pinta que antes. ¿Sabemos qué es lo que nos ha causado tanto daño?
Dow negó con la cabeza.
—Con los sureños, ¿quién puede saberlo? Debe de tratarse de algún arma nueva. De algún tipo de brujería.
—Realmente maligna, si puede alcanzarnos y liquidar a nuestros hombres de tal manera.
—¿Tú crees? A todos nos aguarda la Gran Niveladora, ¿no es así? Siempre habrá alguien más fuerte, más rápido, más afortunado que tú, y, cuanto más luches, más rápido te encontrará ese alguien. Eso es la vida para los que son como nosotros. El tiempo que pasamos lanzándonos de cabeza hacia ese momento.
Craw no estaba muy seguro de compartir esa opinión.
—Al menos, en el frente, en la carga o en el círculo, un hombre puede pelear. Y fingir que va a afectar al resultado de la batalla —entonces, esbozó una mueca de dolor al tocarse los puntos con la yema de los dedos—. En fin, ¿cómo haces una canción acerca de alguien cuya cabeza ha reventado mientras estaba a punto de decir alguna nadería?
—Como Pezuña Hendida.
—Exacto —Craw no estaba seguro de haber visto en su vida a nadie más muerto que aquel cabrón.
—Quiero que tomes su lugar.
—¿Eh? —dijo Craw—. Todavía me resuenan los oídos. No estoy seguro de haberte oído correctamente.
Dow se acercó más a él.
—Quiero que seas mi segundo al mando. Que dirijas a mis Carls. Que me guardes las espaldas.
Craw le miró de hito en hito.
—¿Yo?
—Sí, tú, ¿qué coño te acabo de decir?
—Pero… ¿por qué yo?
—Tienes experiencia y te respetan… —Dow lo miró un momento con la mandíbula apretada. Después, hizo un aspaviento con la mano como si quisiera espantar así a una mosca—. Me recuerdas a Tresárboles.
Craw parpadeó. Ése podía ser el mejor cumplido que nadie le había dicho nunca y venía de boca de alguien no demasiado proclive a los falsos halagos. Ni a ningún tipo de halagos, en realidad.
—Bueno… No sé qué decir. Gracias, jefe. Eso significa mucho para mí. Una barbaridad. Si alguna vez llego a ser una décima parte de hombre de lo que lo era él, me sentiré más que satisfecho.
—Déjate de gilipolleces y limítate a decirme que aceptas el puesto. Necesito a alguien en quien pueda confiar, Craw, y tú eres de los que hacen las cosas a la antigua. Eres un hombre de honor y ya no quedan muchos así. Sólo dime que aceptas.
De repente, Craw vio algo extraño en la expresión de Dow, una débil curvatura en sus labios. Si no lo hubiera conocido mejor, habría dicho que era miedo. Y de repente lo entendió.
Dow no podía darle la espalda a nadie. No tenía amigos, sólo aquéllos a los que había amedrentado para que le sirvieran y una inmensidad de enemigos. No le quedaba más remedio que confiar en un hombre al que apenas conocía porque le recordaba a un viejo camarada que hacía tiempo había regresado al barro. Ése era el precio a pagar por ser un pez gordo. La cosecha de toda una vida dedicada a asuntos turbios.
—Por supuesto que acepto —y así quedó dicho. Quizá en aquel momento sintió lástima por Dow, a pesar de que eso pareciese una locura. A lo mejor comprendía la soledad de ser jefe. O quizás los rescoldos de sus ambiciones, que creía que se habían consumido por completo hacía tiempo junto a las tumbas de sus hermanos, volvieron a prender una última vez al verse aventadas por Dow. En cualquier caso, había aceptado y ya no había manera de echarse atrás. Lo había hecho sin preguntarse si era lo correcto. Para él o para su docena o para cualquiera. Y, de inmediato, Craw tuvo la terrible sensación de que había cometido un tremendo error.
—Pero sólo mientras dure la batalla —añadió, con el fin de alejarse del precipicio al que intuía que se estaba asomando—. Ocuparé la vacante hasta que encuentres a alguien mejor.
—Eres un buen hombre —Dow le tendió la mano y Craw se la estrechó, y cuando alzó la mirada vio su sonrisa de lobo, y ni rastro de debilidad o temor o de nada remotamente similar—. Has hecho lo correcto Craw.
Craw observó cómo Dow volvía a subir la colina en dirección a las piedras, preguntándose si realmente había dejado que su máscara cayese por un momento o si sólo había sido una treta para ablandarle. ¿Lo correcto? ¿Acaso no acababa de aceptar ser la mano derecha de uno de los hombres más odiados del mundo? ¿Un hombre con más enemigos que ningún otro en una tierra en la que todo el mundo tenía demasiados? ¿Un hombre que ni siquiera le agradaba particularmente y cuya vida había prometido proteger? En ese instante, profirió un gemido.
¿Qué diría su docena acerca de aquello? Yon negaría con la cabeza con el rostro desencajado por la ira. Drofd parecería dolido y confuso. Brack se acariciaría las sienes con… de repente, fue dolorosamente consciente de que Brack había regresado al barro. ¿Wonderful? Por los muertos, ¿qué diría ella cuando…?
—Craw —y allí estaba, justo junto a su codo.
—¡Ah! —exclamó él, retrocediendo un paso.
—¿Qué tal la cara?
—Er… Bien, supongo… ¿Todos los demás están bien?
—Yon tiene una astilla clavada en la mano que le está poniendo de peor humor que nunca, pero sobrevivirá.
—Bien. Eso está… bien. Que todos estén sanos y salvos, quiero decir, no… no lo de la astilla.
Ella frunció el entrecejo, adivinando qué pasaba algo, lo cual no era demasiado difícil teniendo en cuenta sus lamentables intentos por ocultarlo.
—¿Qué deseaba nuestro noble Protector?
—Quería… —por un momento, Craw movió los labios sin pronunciar realmente ninguna palabra, preguntándose cómo iba a explicarlo, pero una cagada es una cagada da igual cómo se presente—. Quería ofrecerme el puesto de Pezuña Hendida.
Craw había esperado que se echara a reír, pero ella se limitó a entornar los ojos.
—¿A ti? ¿Por qué?
Buena pregunta, él también se la estaba empezando a hacer.
—Dice que soy un hombre de honor.
—Ya veo.
—Me ha dicho… que le recuerdo a Tresárboles —añadió, percatándose de lo arrogante y pomposo que sonaba al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras. Desde luego, había esperado que eso sí le hiciera soltar una carcajada, pero ella se limitó a entornar aún más los ojos.
—Eres un hombre en el que se puede confiar. Todo el mundo lo sabe. Pero se me ocurren otros motivos más creíbles.
—¿Como cuáles?
—Como que tenías muy buena relación con Bethod y su grupo y con Tresárboles antes que con él. Quizá Dow crea que le aportarás un par de amigos con los que aún no cuenta. O, en cualquier caso, tendrá un par de enemigos menos gracias a ti —Craw frunció el ceño. Desde luego, ésos sí eran unos motivos más creíbles—. Eso y que sabe que Whirrun irá allá donde tú vayas, y Whirrun es precisamente el tipo de hombre que uno querría tener a su lado si las cosas se ponen feas —mierda, también tenía razón en eso. Le había calado perfectamente—. Y conociendo a Dow el Negro, las cosas se van a poner feas con toda seguridad… ¿Qué le has respondido?
—Le he dicho que sí —Craw esbozó un gesto de contrariedad y se apresuró a añadir—, sólo mientras prosiga la batalla.
—Ya veo —ella seguía sin enfadarse ni mostrar sorpresa y se limitaba a observarle. Aquello le estaba poniendo mucho más nervioso que si le hubiese dado un puñetazo en la cara—. ¿Y qué pasa con la docena?
—Bueno… —a Craw le daba vergüenza reconocer que no se había parado a pensarlo—. Supongo que vendréis conmigo, si os apetece. A menos que quieras volver a tu granja y a tu familia y…
—A menos que quiera… ¿retirarme?
—Sí.
Ella resopló.
—¿La pipa, el porche y el atardecer sobre el mar? Eso es para ti, no para mí.
—Entonces… supongo que pasará a ser tu docena por el momento.
—De acuerdo.
—¿No me vas a echar una bronca?
—¿Por qué motivo?
—Por no haber seguido mis propios consejos, para empezar. Todo aquello de que hay que mantener la cabeza gacha y no llamar la atención, de que no hay meter las narices donde a uno nadie le llama, de que hay que mantener a todo el grupo con vida, o lo de que los caballos viejos no pueden saltar vallas nuevas y bla, bla, bla…
—Eso son cosas que has dicho tú. Pero yo no soy tú, Craw.
Craw parpadeó.
—Supongo que no. Entonces, ¿te parece que he hecho lo correcto?
—¿Lo correcto? —repitió ella, dándole la espalda mientras esbozaba algo que parecía una leve sonrisa—. Eso también es muy propio de ti —acto seguido, se alejó paseando hacia los Héroes, con una mano apoyada sobre la empuñadura de su espada, y lo dejó ahí plantado en medio del viento.
—Por los puñeteros muertos —juró, mientras miraba hacia el otro lado de la colina, buscando desesperadamente un dedo al que todavía le quedara un poco de uña que morder.
Escalofríos estaba de pie no muy lejos de allí. Sin decir nada. Simplemente, se limitaba a observar. De hecho, tenía el aspecto de un hombre que se sintiera desplazado y marginado. El ligero mohín de Craw se convirtió en una mueca de disgusto. Daba la impresión de que ésa estaba pasando a ser la forma natural de su rostro, de una manera u otra.
—El peor enemigo de un hombre es su ambición —solía decirle en su día Bethod—. La mía me ha hundido en toda la mierda en la que hoy me encuentro.
—Bienvenido a la mierda —murmuró Craw para sí, a la vez que apretaba los dientes con fuerza. Ése es el problema de los errores. Puedes cometerlos en sólo un instante. Después de años y años andando de puntillas como un cretino para no cagarla, uno desvía la vista un solo momento y…
Zas.