Novatos

Beck alzó el hacha y gruñó al bajarla con fuerza, partió el leño en dos y se imaginó en todo momento que era la cabeza de algún soldado de la Unión. Se imaginó que chorreaba sangre del leño en vez de una lluvia de astillas. Se imaginó que el murmullo del arroyo eran los gritos de los hombres que lo vitoreaban y las hojas caídas sobre la hierba, mujeres que se desmayan a sus pies. Se imaginó que era un gran héroe, como lo había sido su padre, que se había labrado una gran reputación en el campo de batalla y se había ganado un lugar destacado en las canciones que se cantaban bajo la luz de las hogueras. Sí, era el cabrón más duro de todo el Norte, sin lugar a dudas. O eso le decía su imaginación.

Arrojó los trozos de madera sobre la pila y se agachó para coger otro leño. Se secó el sudor de la frente con la manga y contempló el valle con gesto torvo, mientras tarareaba la Balada de Ripnir. En algún lugar, más allá de aquellas colinas, combatía el ejército de Dow el Negro. Sí, más allá de aquellas colinas, se estaban realizando grandes proezas y se estaban componiendo las canciones del mañana. Se escupió en las palmas de las manos, que tenía encallecidas de tanto manejar el hacha, así como el arado, la guadaña, la pala e incluso la tabla de lavar. Odiaba ese valle y la gente que vivía en él. Odiaba la granja y el trabajo que tenía que hacer en ella.

Había nacido para luchar, no para cortar leña.

Entonces, escuchó unas pisadas y divisó a su hermano, que ascendía con gran esfuerzo por el empinado sendero que llevaba a la casa, totalmente encorvado. Regresaba de la aldea y daba la impresión de que había venido corriendo todo el camino. El hacha de Beck se alzó hacia el cielo y cayó con fuerza, otro cráneo más del Sur besó el suelo. Festen llegó a la cima del camino y se quedó ahí, quieto y agachado, con las temblorosas manos apoyadas sobre unas rodillas trémulas, y las mejillas sonrosadas mientras jadeaba intensamente.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Beck, al mismo tiempo que se agachaba a coger más madera.

—Unos… unos… —Festen tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar, respirar y ponerse recto a la vez—. ¡Unos hombres han llegado a la aldea! —logró decir de carrerilla.

—¿Qué clase de hombres?

—¡Unos Carls! ¡Los Carls de Reachey!

—¿Qué? —inquirió Beck mientras el hacha permanecía inmóvil y olvidada sobre su cabeza.

—Sí. ¡Y están reclutando gente!

Beck permaneció inmóvil un momento más; a continuación, arrojó el hacha sobre una pila de leña ya partida y se dirigió, dando largas zancadas, hacia la casa. Caminaba rápido y con paso firme, embargado por la emoción. Tan rápido que Festen tuvo que acelerar para mantener su ritmo, mientras le preguntaba: «¿Qué vas a hacer?», una y otra vez sin obtener respuesta alguna.

Dejaron atrás el redil, así como las cabras que no les quitaban el ojo de encima y los cinco enormes tocones que se encontraban hechos trizas y repletos de marcas, ya que durante muchos años Beck había afinado en ellos sus habilidades con la espada todas las mañanas. Se adentraron en la oscuridad que hedía a humo de la casa, donde unos haces de luz se filtraban por las contraventanas mal ajustadas, iluminando las tablas de madera de un suelo y unas pieles viejas que apenas tenían pelo ya. La madera crujió bajo sus botas cuando se acercó al arcón, ante el cual se arrodilló, abrió la tapa y, presa de la impaciencia, apartó su ropa para poder alzar con los dedos, con una ternura propia de un amante, la única cosa que le importaba en el mundo.

El oro centelleó en la penumbra mientras aferraba con fuerza la empuñadura, sentía el perfecto equilibrio de aquel acero del que había desenvainado unos treinta centímetros. Sonrió al escuchar ese sonido, ese roce, esa dulce melodía que le alteró aún más los nervios. Cuántas veces había sonreído así, al sacarle lustre y afilarla una y otra vez, mientras soñaba con este día que por fin había llegado. Entonces, volvió a envainar la espada, se giró y… se quedó petrificado.

Su madre se encontraba observándolo desde el umbral de la puerta. Era una sombra negra que destacaba frente al cielo blanco que se hallaba a su espalda.

—Me voy a llevar la espada de mi padre —le espetó, agitando la empuñadura ante ella.

—Fue asesinado con esa misma espada.

—¡Me pertenece!

—Sí.

—No puedes obligarme a quedarme aquí más tiempo —añadió, al mismo tiempo que metía unas cuantas cosas en el petate que tenía ya preparado—. ¡Me dijiste que podría irme este verano!

—Lo sé.

—¡No puedes impedir que me vaya!

—¿Acaso crees que lo estoy intentando?

—¡A mi edad, Shubal la Rueda ya llevaba siete años de campaña!

—Fue afortunado.

—Ya ha llegado mi hora. ¡Sí, llegó hace tiempo!

—Lo sé —replicó su madre, mientras observaba cómo cogía su arco, al que todavía le faltaba la cuerda, y lo envolvía en un trapo junto a unas flechas—. Como las noches van a ser bastante frías durante un par de meses, será mejor que te lleves mi mejor capa.

Ese ofrecimiento le pilló con la guardia baja.

—Eh… no, deberías quedártela.

—Me sentiré mucho mejor si sé que tú la tienes.

No quería discutir por si acaso perdía los nervios. Pese a que era lo bastante grande y audaz como para enfrentarse a miles de miles de hombres del Sur, le daba miedo enfrentarse a la mujer que lo alumbró. Así que cogió la excelente capa teñida de verde de su madre del colgador y se la colocó sobre el hombro mientras se dirigía a la puerta. La trató con cierto desdén a pesar de que era consciente de que era la posesión más valiosa de su madre.

Festen se encontraba fuera, bastante nervioso, ya que no entendía realmente qué estaba ocurriendo. Beck le acarició la cabeza y despeinó a su pelirrojo hermano.

—Ahora eres el hombre de la familia. Si cortas la leña, te prometo que te traeré algo de la guerra.

—Ahí no tienen nada que nosotros necesitemos —afirmó su madre, quien lo observaba desde las sombras. No estaba enfadada, como solía ser normal. Sólo triste. Hasta ese momento, prácticamente, no se había dado cuenta de que ya era mucho más grande que ella. La coronilla de su madre ni siquiera le llegaba a la altura del cuello.

—Eso ya lo veremos —acto seguido, bajó los dos escalones que llevaban afuera, situados bajo los aleros cubiertos de musgo de la casa, pero no pudo evitar girarse—. Bueno, adiós.

—Una última cosa, Beck —al instante, su madre se agachó y lo besó en la frente. Fue un beso muy suave, tan delicado como la caricia de una gota de lluvia. Después, le acarició la mejilla y sonrió—. Hijo mío.

A Beck se le hizo un nudo en la garganta y se sintió muy arrepentido de lo que acababa de decir, aunque también se sentía muy contento por poder emprender su propio camino al fin, y también estaba enfadado por todos los meses de más que se había quedado en casa y triste por tener que marchar y también sentía miedo y lo embargaba la emoción, todo a la vez. Era incapaz de lograr que su rostro reflejara emoción alguna, a pesar de todas las emociones que sentía. Rápidamente acarició el dorso de la mano de su madre y se giró antes de echarse a llorar. A continuación, se alejó por el sendero, en dirección hacia la guerra.

Para recorrer el camino que creía que su padre podría haber seguido.

El reclutamiento no fue tal y como Beck se lo había imaginado.

Llovía, aunque no tan fuerte como para empaparlos a todos, sí lo bastante como para que todo el mundo entrecerrara los ojos y se encorvara, para restarle emoción al momento. Tenían la sensación de estar calados hasta los huesos. La gente que había acudido a alistarse, o a la que habían obligado a presentarse, más bien, podría haber estado dividida en filas en un principio pero había acabado siendo una maraña donde predominaban los chapoteos, los empujones y las quejas. La mayoría eran muy jóvenes, demasiado desde el punto de vista de Beck. Aquellos muchachos seguramente nunca habían visto el siguiente valle y mucho menos una batalla. El resto era gente que ya peinaba canas. Un puñado de tullidos de uno u otro tipo completaba sus filas. Cerca de ese gentío, se encontraban los Carls de Reachey, con sus lanzas en ristre o montados a lomos de sus caballos, con aspecto de estar tan poco impresionados con los nuevos reclutas como Beck. Estaba claro que no se parecían en nada a esa noble banda de camaradas de armas con los que había imaginado que llegaría a ser un héroe.

Hizo un gesto de negación con la cabeza, mientras sostenía firmemente con una mano la capa de su madre a la altura del cuello y con la otra aferraba la cálida empuñadura de la espada de su padre. Se le veía fuera de lugar entre aquella gente lamentable. Quizá Skarling el Desencapuchado también hubiera empezado con un grupo tan poco prometedor que, con el paso del tiempo, logró convertirse en un ejército que fue capaz de derrotar a la Unión, pero Beck no podía imaginarse a nadie narrando las proezas de aquellos desesperados. En cierto momento, había visto cómo pasaba junto a él un grupo recién formado que caminaba arrastrando los pies y estaba encabezado por dos muchachos enclenques que sólo contaban con una lanza para los dos. Un reclutamiento sin suficientes armas, de eso no se suele oír hablar mucho en las canciones.

Por alguna razón, probablemente porque había soñado despierto con ello muchas veces, casi había esperado que el mismísimo Caul Reachey estuviera ahí, un hombre que había luchado en todas las batallas desde tiempos inmemoriales, un hombre que hacía todo a la antigua. Había soñado con que se fijaría en él o le daría una palmadita en la espalda mientras decía: «¡Necesitamos muchachos como éste! ¡Mirad a este zagal! ¡Debemos encontrar más como él!». Pero allí no había ni rastro de Reachey. Ni de nadie que supiera qué estaban haciendo. Por un momento, se quedó observando el embarrado camino que había seguido y se planteó seriamente la posibilidad de regresar a la granja. Podría llegar a casa antes del alba…

—¿Has venido a alistarte? —le preguntó un hombre bajito, pero de amplios hombros, cuyo pelo y corta barba eran grises, y que llevaba una maza en el cinturón que tenía aspecto de haber sido testigo de mucha acción. Se encontraba de pie, apoyando todo su peso en una sola pierna, como si la otra fuera incapaz de soportarlo.

Beck no quería quedar como un necio y desechó la idea de largarse de ahí.

—He venido a luchar.

—Me alegro por ti. Me llamo Flood, asumiré el mando de este pequeño grupo en cuanto se acabe de formar —a continuación, señaló a una fila de chicos muy poco prometedores; algunos de ellos portaban arcos o hachas desgastadas, la mayoría sólo contaba con las ropas que llevaban encima, las cuales se encontraban en un estado lamentable—. Ponte en la fila si de verdad quieres luchar.

—Por supuesto.

Daba la impresión de que Flood al menos era capaz de distinguir una espada de una gorrina; además, todas las filas tenían el mismo aspecto desolador. Beck se acercó al grupo con aire arrogante, sacó pecho y se abrió paso entre los chicos de la parte posterior. Como eran muy jóvenes, les sacaba mucha altura.

—Soy Beck —dijo.

—Y yo Colving —murmuró uno de los muchachos, que no podía tener más de trece años y era bastante rechoncho, que miraba lo que había a su alrededor con los ojos desorbitados y parecía tener miedo a todo.

—Stodder —masculló un zagal abatido que mascaba una carne que parecía podrida y cuyo labio inferior, grueso y húmedo, pendía hacia abajo, lo que le daba el aspecto de estar mal de la cabeza.

—Yo soy Brait —dijo con una voz bastante aguda un chaval que era incluso más pequeño que Colving, que parecía un pordiosero por su vestimenta harapienta y cuyos dedos sucios asomaban a través de una bota rota.

Beck sintió pena por él hasta que se percató de lo mal que olía. Si bien Brait le ofreció su delgaducha mano, Beck no se la estrechó. Estaba demasiado ocupado evaluando al último miembro del grupo, que era mayor que el resto, llevaba un arco sobre un hombro y tenía una cicatriz que le cruzaba una de sus oscuras cejas. Probablemente, se la había hecho simplemente al caerse de un muro, pero le hacía tener un aspecto mucho más peligroso del debido. A Beck le hubiera gustado tener una cicatriz así.

—¿Y tú cómo te llamas?

—Reft.

El muchacho esbozaba una amplia sonrisa de suficiencia que a Beck no le hizo mucha gracia, ya que le daba la sensación de que se estaba riendo de él.

—¿De qué te ríes?

Reft gesticuló con la mano señalando todo el barro que los rodeaba.

—¿Acaso hay algo aquí de lo que no reírse?

—¿Te estás riendo de mí?

—No eres el centro del mundo, amigo.

Beck no estaba seguro de si aquel tipo se estaba burlando de él y haciéndole quedar como un necio, o si eso era algo que estaba logrando él solo, o si simplemente se sentía frustrado porque ninguno de los allí presentes encajaba con lo que había imaginado, pero lo cierto era que se estaba enfadando rápidamente.

—Será mejor que cierres esa…

Reft no le estaba escuchando. Miraba algo situado tras Beck, al igual que el resto. Beck se dio la vuelta para que ver qué pasaba y se quedó anonadado al toparse con un jinete, que iba subido a lomos de un caballo muy alto y que se alzaba amenazante sobre él. Era un buen corcel que portaba una silla aún mejor, cuyos arreos relucían lustrosos. Beck calculó que ese hombre de piel clara y ojos de lince debía de tener unos treinta años. Iba ataviado con una capa excelente, con un ribete bordado y un impresionante cuello de piel, que habría hecho avergonzarse a Beck de la que su madre le había dado si los demás de la fila no hubieran ido vestidos con harapos.

—Buenas tardes —saludó el jinete con una voz dulce y suave, con un acento que no sonaba casi norteño.

—Buenas tardes —dijo Reft.

—Buenas tardes —dijo Beck, quien no pensaba dar a Reft la oportunidad de presentarse como el líder del grupo.

El jinete sonrió desde su magnífica silla, como si todos ellos fueran compañeros de toda la vida.

—¿Seríais tan amables de indicarme dónde está la hoguera de Reachey?

Reft señaló con un dedo a la cada vez más intensa penumbra.

—Creo que está allá, en esa elevación de ahí, al abrigo de esos árboles.

Se refería a unas siluetas negras que destacaban frente al cielo del atardecer, a unas armas iluminadas por la luz de una hoguera.

—Os lo agradezco.

Acto seguido, el hombre agachó levemente la cabeza ante cada uno de ellos para despedirse, incluso ante Brait y Colving, chasqueó con la lengua y espoleó a su caballo para que dejara atrás a aquel grupo de reclutas; una leve sonrisa asomaba de una de las comisuras de sus labios, como si acabara de decir algo gracioso que Beck no acababa de entender.

—¿Quién era ese cabrón? —preguntó, en cuanto el jinete se encontró lo bastante lejos como para no poder oírle.

—No lo sé —contestó susurrando Colving.

Beck torció el morro.

—Claro que no. Además, a ti no te estaba preguntando nada, ¿eh?

—Lo siento —dijo, echándose hacia atrás, como si esperara recibir un tortazo—. Sólo decía que…

—Supongo que ése era el gran príncipe Calder —señaló Reft.

Beck torció aún más el morro.

—¿Cómo? ¿El hijo de Bethod? Pero si ya no es príncipe, ¿no?

—Está casado con la hija de Reachey, ¿no? —comentó Brait con su vocecilla aguda—. Quizá haya venido a presentar sus respetos a su suegro.

—O, a juzgar por su reputación, a intentar recuperar el trono de su padre valiéndose de mentiras —aseveró Reft.

Beck resopló.

—No creo que Dow el Negro vaya a lograr que cambie mucho.

—No, es más probable que le acaben marcando con la cruz de sangre —gruñó Stodder, mientras se chupaba los dedos al acabar de comer.

—Supongo que acabará ahorcado y quemado —conjeturó Colving con su voz atiplada—. Eso es lo que Dow el Negro suele hacer con los cobardes y traidores.

—Sí —afirmó Brait, como si fuera un gran experto—. Los prende fuego él mismo y observa cómo se retuercen.

—No puedo decir que lloraré por él —aseveró Beck, quien de inmediato lanzó una mirada siniestra a Calder, el cual todavía se estaba abriendo paso a través de los reclutas, donde destacaba por encima de los demás montado en su silla. Ese cabrón era todo lo opuesto a un hombre de honor—. No tiene pinta de guerrero.

—¿Y? —Reft, sin dejar sonreír, bajó la mirada hasta el dobladillo de la capa de Beck, del que asomaba la punta roma de la vaina de su espada—. Tú sí pareces un guerrero. Aunque no por eso tienes que serlo.

Beck no estaba dispuesto a soportar esa afrenta. Apartó la capa de su madre, se la colocó sobre el hombro para poder maniobrar mejor y apretó los puños.

—¿Estás insinuando que soy un cobarde?

Stodder se apartó de su camino con sumo cuidado. Colving clavó su asustada mirada en el suelo. Brait siguió esbozando su sonrisilla desvalida.

Si bien Reft se encogió de hombros y no aceptó el desafío, tampoco se acobardó del todo.

—No sé si tienes madera para esto, no te conozco bien. ¿Has luchado ya en alguna batalla?

—No en una oficial —contestó con brusquedad Beck, con la esperanza de que creyeran que había participado en algunas escaramuzas cuando, en realidad, aparte de las peleas a puñetazos con los muchachos de la aldea, sólo había combatido con los árboles de su casa.

—Entonces, todavía no sabes bien qué eres, ¿verdad? Nunca se puede saber qué hará un hombre una vez se han desenvainado las espadas y se encuentra hombro con hombro con sus compañeros de armas, a la espera de la carga del enemigo. Tal vez no huyas y luches como el mismísimo Skarling. O tal vez salgas corriendo. Quizá sólo seas un charlatán que afirma ser un guerrero.

—¡Te voy a enseñar lo que es una lucha de verdad!

Beck avanzó y alzó un puño. Colving gimoteó y se cubrió la cara como si fuera él quien fuera a recibir el golpe. Reft retrocedió un paso y apartó su capa hacia atrás con una mano. Beck atisbo en ese instante la empuñadura de un largo cuchillo y se percató de que, cuando había echado su capa hacia atrás, le había mostrado la empuñadura de la espada de su padre a ese muchacho, que pendía justo junto a su mano; de repente, se dio cuenta de que estaba arriesgando la vida por una tontería. Se dio cuenta súbitamente de que aquello quizá no iba a acabar como las peleas con los chavales de la aldea. Vio el miedo en los ojos de Reft y, al instante, perdió todo su valor y coraje. Titubeó por un momento, sin tener muy claro cómo habían acabado las cosas así o qué debería hacer…

—¡Eh! —exclamó Flood, quien emergió de la multitud trastabillando y arrastrando su pierna mala—. ¡Ya basta! —Beck bajó lentamente el puño y, sinceramente, se sintió tremendamente aliviado ante esa interrupción—. Me alegro de comprobar que poseéis ardor guerrero, pero ya tendréis la posibilidad de demostrarlo en las muchas batallas que libraremos con los sureños, por eso no os preocupéis. Mañana tenemos una larga marcha por delante y caminaréis mejor si no os han partido la boca —entonces, Flood sostuvo su puño en alto ante Beck y Reft; tenía pelos grises en el dorso y los nudillos marcados por un centenar de viejas heridas—. Pero eso es justo lo que conseguiréis a menos que os comportéis, ¿entendido?

—Sí, jefe —contestó de mala gana Beck, quien lanzó una mirada desafiante a Reft, a pesar de que los latidos de su corazón resonaban con tanta fuerza en sus oídos que creía que le iban a estallar de un momento a otro.

—Sí, por supuesto —respondió Reft, a la vez que cerraba su capa.

—Lo primero que tiene que aprender un guerrero es cuándo no debe pelear. Y ahora id para allá los dos.

Entonces, Beck se dio cuenta de que la fila que había estado delante de él se había esfumado y que ahora entre él y la mesa, sobre la cual había un toldo de lona empapado que la protegía de la lluvia, sólo había un tramo de barro pisoteado. Un anciano de barba gris se encontraba aguardándolo, con cara de que no le hacía mucha gracia estar ahí esperándolo. Era manco, por lo que llevaba una manga de su abrigo doblada y cosida al pecho. En la mano que le quedaba sostenía una pluma. Al parecer, estaban dejando constancia por escrito de los nombres de todos ellos en un gran libro. La escritura era una nueva forma de hacer las cosas, como muchas otras. Beck supuso que a su padre eso le habría dado igual y obró en consecuencia. Pero ¿qué sentido tenía combatir contra los sureños si uno acababa aceptando sus usos y costumbres? Al final, atravesó penosamente el barrizal, con cara de circunstancias.

—¿Nombre?

—¿Mi nombre?

—¿De quién coño va a ser si no?

—Beck.

El hombre de barba gris garabateó su nombre en un papel.

—¿De dónde eres?

—De una granja valle arriba.

—¿Edad?

—Diecisiete años.

De inmediato, el hombre alzó la vista y frunció el ceño.

—Pues estás muy crecidito. Llegas unos cuantos veranos tarde, chaval. ¿Dónde te habías metido?

—Estaba ayudando a mi madre en la granja —entonces, se escuchó un bufido a sus espaldas y Beck se giró súbitamente para lanzar una mirada iracunda al responsable de ese ruido. Brait respondió con una sonrisilla compungida que pronto se desdibujó en su rostro y, acto seguido, bajó la mirada para contemplar sus zapatos destrozados—. Como tiene que cuidar de dos hijos pequeños, me quedé a ayudarla. Eso también es una tarea propia de un hombre.

—Bueno, eso da igual, lo que importa es que estás aquí.

—Así es.

—¿Cómo se llama tu padre?

—Shama el Cruel.

En cuanto oyó ese nombre, el viejo alzó la cabeza de inmediato.

—¡No me tomes el pelo, chico!

—No lo hago, anciano. Shama el Cruel era mi padre. Ésta de aquí es su espada.

Beck la desenvainó y el metal siseó. Al sentir su peso en la mano volvió a recobrar el valor y el ánimo. Acto seguido, la colocó sobre la mesa con la punta hacia abajo.

El anciano manco la observó de arriba abajo por un momento, su oro brillaba bajo la luz del crepúsculo y su excelente acero relucía como un espejo.

—Bueno, esto sí que no me lo esperaba. Esperemos que estés hecho de la misma pasta que tu padre.

—Lo estoy.

—Ya lo veremos. Ésta es tu primera paga, chaval —dijo, colocando una diminuta moneda de plata en la palma de la mano de Beck para, a continuación, coger de nuevo su pluma—. Siguiente.

Y de ese modo, dejó de ser un granjero. Así se unió a las filas de Caul Reachey y ya estuvo preparado para luchar en el bando de Dow el Negro contra la Unión. Beck envainó la espada y permaneció de pie en medio de una lluvia cada vez más intensa, sumido en una oscuridad cada vez mayor. Una chica pelirroja, cuyo pelo se había tornado marrón por el aguacero que estaba cayendo, estaba sirviendo ponche a todos aquéllos que ya habían dado su nombre al manco, Beck cogió su ración y se remojó el gaznate. Después, arrojó la copa, mientras observaba cómo Reft, Colving y Stodder respondían al anciano, pensando en que importaba una mierda lo que pensasen esos necios. Se labraría una gran reputación. Les demostraría quién era en verdad un cobarde.

Y quién un héroe.