Estimada señora Worth,
Lamento mucho tener que informarle del fallecimiento de su hijo en acto de servicio en el campo de batalla de Osrung. Es costumbre que el oficial al mando escriba las cartas, pero, en este caso, he solicitado que me concedan el honor de redactar esa misiva, ya que conocía personalmente a su hijo. Raras veces a lo largo de mi dilatada carrera he servido junto a un camarada tan dispuesto, amable, capaz y valeroso. Encarnaba todas las virtudes que uno busca en un soldado. No sé si le causará satisfacción alguna ante tan gran pérdida, pero no falto a la verdad al afirmar que su hijo murió como un héroe. Me siento honrado de haberle conocido.
Reciba mis más sinceras condolencias de parte de un servidor.
Cabo Tunny, portaestandarte del Primer Regimiento de Su Majestad
Tunny profirió un suspiró, dobló la carta cuidadosamente y marcó dos dobleces con el pulgar. Probablemente, fuese la peor carta que esa pobre mujer iba a recibir en su vida, así que, al menos, debía hacerle unos pliegues decentes. Se la guardó en la chaqueta, junto a la de la señora Klige, desenroscó el tapón de la petaca de Yema y le dio un sorbo; a continuación, mojó la pluma en el tintero y comenzó la siguiente.
Estimada señora Lederlingen,
Lamento mucho tener que informarle del fallecimiento de su hijo en…
—¡Cabo Tunny! —exclamó Yema, quien se acercaba con un contoneo a medio camino entre el de un proxeneta y un granjero. Tenía las botas cubiertas de barro seco y la sucia chaqueta abierta, mostrando su sudoroso pecho; además, tenía el rostro quemado por el sol y cubierto por una irregular barba de varios días y, en vez de una lanza al hombro, llevaba una pala gastada. Parecía, en resumen, un orgulloso veterano del ejército de Su Augusta Majestad. Se detuvo cerca de la hamaca de Tunny y posó la mirada sobre los papeles—. ¿Está calculando todo lo que le deben?
—Más bien lo que debo yo —Tunny dudaba seriamente que Yema supiese leer, pero, aun así, decidió tapar la carta inconclusa con una hoja en blanco. Si se sabía que había redactado ese tipo de cartas, podría echar a perder su reputación—. ¿Va todo bien?
—Sí, dentro de lo que cabe —contestó Yema, mientras dejaba la pala en el suelo, aunque bajo el buen humor del que hacía gala parecía, de hecho, un tanto pensativo—. El coronel nos ha tenido haciendo de enterradores.
—Oh —Tunny volvió a ponerle el tapón al tintero. En su día, a él también le había tocado realizar bastantes enterramientos y nunca era una tarea agradable—. Siempre hay que hacer algo de limpieza tras la batalla. Hay muchas cosas que solucionar, tanto aquí como en casa. Puede costar años limpiar lo que se tarda un día o quizá tres en ensuciar —en ese instante, secó su pluma con un trozo de trapo—. Y, aun así, puede que nunca se consiga del todo.
—Entonces, ¿por qué lo hacemos? —preguntó Yema, mirando con el ceño fruncido hacia las neblinosas colinas, situadas más allá de la cebada iluminada por el sol—. Quiero decir que, tras tantos esfuerzos y tantos muertos, ¿qué es lo que hemos conseguido?
Tunny se rascó la cabeza. Nunca había tenido a Yema por un filósofo, pero supuso que todo individuo tiene sus momentos de reflexión.
—Según mi considerable experiencia, puedo afirmar que a menudo las guerras no cambian gran cosa. Quizá cambien algo un poquito aquí o allá, pero, en general, tiene que haber maneras mejores para que los hombres puedan arreglar sus diferencias —se detuvo un momento a meditar al respecto—. Tanto los reyes y los nobles como los Consejos Cerrados y demás… nunca he entendido muy bien por qué insisten en ello, teniendo en cuenta que las lecciones de la historia parecen prevenirnos poderosamente en contra. La guerra es un trabajo condenadamente incómodo por el que se reciben unas recompensas exiguas, y siempre son los soldados los que se llevan la peor parte.
—Entonces, ¿qué sentido tiene ser un soldado?
Tunny se quedó por un instante sin palabras. Después, se encogió de hombros.
—Es el mejor trabajo del mundo, ¿no?
Un par de soldados pasaron por un sendero cercano conduciendo sin premura una recua de caballos, cuyos cascos resonaron sobre el barro. Uno de ellos se apartó del grupo y se acercó tranquilamente, mientras mordía una manzana. Era el sargento Forest, que esbozaba una gran sonrisa.
—Oh, maldita sea —murmuró Tunny, ocultando rápidamente las cartas y lanzando a un lado el escudo sobre el que se había estado apoyando bajo la hamaca.
—¿Qué pasa? —susurró Yema.
—Cuando el sargento primero Forest sonríe, raras veces trae buenas noticias.
—¿Es que alguna vez hemos recibido buenas noticias?
Tunny tuvo que reconocer que a Yema no le faltaba razón.
—¡Cabo Tunny! —Forest terminó de comer esa manzana y arrojó el corazón de un papirotazo—. Está despierto.
—Lamentablemente, sargento, sí. ¿Alguna noticia de nuestros estimados superiores?
—Alguna —Forest señaló con el pulgar hacia los caballos—. Le alegrará saber que estamos recuperando nuestras monturas.
—Maravilloso —gruñó Tunny—. Las recuperamos justo a tiempo para poder volver por donde vinimos.
—Que no se diga que Su Augusta Majestad no proporciona a sus leales soldados todo lo necesario. Partiremos mañana. O a la mañana siguiente, como muy tarde, en dirección a Uffrith, donde nos espera un barco cómodo y acogedor.
Tunny logró esbozar una sonrisa. Ya se estaba hartando del Norte.
—Volvemos a casa, ¿eh? Es mi destino favorito.
Forest vio la sonrisa de Tunny y la superó con un diente por cada lado.
—Lamento decepcionarle. Nos envían a Estiria.
—¿Estiria? —masculló Yema con las manos en las caderas.
—¡A la bella Westport! —Forest pasó un brazo por encima de los hombros de Yema y extendió una mano frente a ambos, como si les estuviera mostrando así una magnífica vista en vez de los árboles podridos que tenían delante—. ¡Es el cruce de caminos del mundo! Debemos reunimos con nuestros osados aliados en Sipani y tomar las armas contra la célebre diablesa Monzcarro Murcatto, la Serpiente de Talins. ¡Según todos los informes, es un demonio con forma de mujer, una enemiga de la libertad y la mayor amenaza a la que jamás se ha enfrentado la Unión!
—Desde Dow el Negro —apostilló Tunny, a la vez que se frotaba el puente de la nariz. Su sonrisa no era ya sino un mero recuerdo—. Con el cual firmamos la paz ayer.
Forest le dio una palmada a Yema en el hombro.
—Lo bonito de esta profesión, soldado, es que en el mundo nunca van a faltar villanos. ¡Y el Mariscal Mitterick es el hombre más indicado para darles su merecido!
—¿El Mariscal… Mitterick? —Yema parecía desconcertado—. ¿Qué ha pasado con Kroy?
—Está acabado —gruñó Tunny.
—¿Usted a cuántos ha sobrevivido ya? —preguntó Forest.
—Déjeme que lo piense… a ocho, creo, así a bote pronto —Tunny los fue enumerando con los dedos—. Frengen, Altmoyer, después aquel bajito…
—Krepsky.
—Krepsky. Después, vino el otro Frengen.
—El otro Frengen —resopló Forest.
—Un verdadero necio, incluso para lo que suelen ser los comandantes en jefe. Después, vinieron Varuz, Burr, West…
—Un buen hombre, West.
—Le perdimos demasiado rápido, como a todos los buenos. Después, vino Kroy…
—Los mariscales son por naturaleza transitorios —explicó Forest, señalando a Tunny—. Pero ¿los cabos? Los cabos son eternos.
—¿Sipani, has dicho? —Tunny volvió a recostarse lentamente en su hamaca, alzando una bota y balanceándose suavemente con la otra—. Nunca he estado ahí —ahora que lo pensaba, estaba empezando a ver ciertas ventajas en su nueva misión. Un buen soldado siempre está dispuesto a sacar provecho a cualquier situación—. Tiene un buen clima, supongo.
—Un clima excelente —contestó Forest.
—Y tengo entendido que allí se encuentran las mejores putas del mundo.
—Desde que llegaron las órdenes, se ha mencionado en alguna ocasión a las damas de esa ciudad.
—Pues ya son dos cosas buenas a tener en cuenta.
—Es decir, dos más de las que hemos visto aquí en el Norte —Forest mostró una sonrisa más amplia aún. Más amplia de lo que parecía necesario—. Y, entre tanto, viendo que tu destacamento ha quedado tan tristemente reducido, aquí tienes otro.
—Oh, no —gimió Tunny, al comprobar que sus esperanzas de disfrutar de las rameras y el sol se esfumaban rápidamente.
—Oh, sí. ¡Acérquense, muchachos!
Los cuatro se aproximaron. Se trataba de unos nuevos reclutas, que, por su aspecto, acababan de bajarse de un barco procedente de Midderland. Hacía poco que debían de haberse despedido con unos besos de sus madres o sus novias o ambas. Sus uniformes eran nuevos y estaban muy bien planchados, sus tirantes relucían y sus hebillas brillaban; sí, estaban preparados para experimentar la noble existencia del soldado. Observaron boquiabiertos a Yema, quien difícilmente podría haber presentado un contraste mayor, con su rostro enjuto y ratonil, su chaqueta deshilachada y manchada de barro tras haber estado cavando tumbas; además, uno de los tirantes de su petate se había roto y lo había reparado con hilo. Forest señaló con un gesto a Tunny, como si fuera el director de un espectáculo que les estuviera mostrando a un monstruo de feria y, a continuación, soltó la misma arenga de siempre.
—Muchachos, éste de aquí es el famoso cabo Tunny, uno de los oficiales que lleva más tiempo sirviendo en la división del general Jalenhorm. Un veterano que ha sobrevivido a la Rebelión de Starikland, a la Guerra Gurka, a la última Guerra del Norte, al Asedio de Adua, al desagradable conflicto que ahora nos ocupa y a ciertos periodos de paz que habrían matado de aburrimiento a alguien con una mente más aguda —Tunny desenroscó el tapón de la petaca de Yema, le dio un buen trago y se la devolvió a su propietario, el cual se encogió de hombros y se la llevó también a los labios—. Ha sobrevivido a las prisas, a la suciedad, al hacinamiento, a los escalofríos otoñales, a las caricias de los vientos del Norte, a los zarandeos de las mujeres sureñas, a marchas de miles de kilómetros, a muchos años de comer las raciones de Su Majestad e incluso a unas pocas batallas para hallarse… sentado ante ustedes ahora.
Tunny cruzó una destrozada bota sobre la otra, se hundió lentamente en la hamaca y cerró los ojos, mientras percibía el rosado fulgor del sol a través de los párpados.