Una línea muy fina separa la posibilidad de alzarse entre la plebe como líder o como ejecutado colgando de la horca. Cuando Craw se subió sobre un cajón vacío para lanzar su pequeña arenga, tuvo que reconocer que se sentía más cerca de la segunda opción que de la primera. Un mar de rostros se abría frente a él. Los Héroes estaban atiborrados de hombres desde un extremo del círculo a otro y muchos más intentaban entrar en él desde más allá. No le ayudaba a sentirse mejor el hecho de que los Carls de Dow el Negro conformasen el grupo de aspecto más siniestro, sombrío y duro que podía encontrarse en todo el Norte. Y eso que en el Norte no escasean los grupos de tipos duros. Probablemente, esos hombres estaban mucho más interesados en darse al pillaje, la violación y el asesinato que en defender alguna concepción de lo correcto, y seguro que tampoco les importaba mucho quien acabara ensartado al otro extremo de su espada.
Craw se alegró de tener al Jovial Yon, a Flood y a Wonderful colocados alrededor de su cajón con cara de pocos amigos. Se alegraba incluso más aún de tener a Whirrun justo al lado. El Padre de las Espadas poseía el metal suficiente como para añadir cierto peso a las palabras de cualquiera. Entonces, recordó lo que le había dicho Tresárboles cuando le nombró su segundo al mando. Estaba intentando ser su líder, no su amante, y lo mejor para un líder es ser temido en primer lugar y apreciado en segundo.
—¡Hombres del Norte! —bramó contra el viento—. En caso de que todavía no os hayáis enterado, he de deciros que Pezuña Hendida ha muerto y Dow el Negro me ha elegido para ocupar su puesto —en ese instante, buscó con la mirada al cabrón más grande, desagradable y burlón de todo el grupo, un tipo que tenía pinta de afeitarse con un hacha, y se dirigió a él—. A partir de ahora, ¡me obedeceréis en todo lo que os ordene! —exclamó—. En eso consiste vuestra misión a partir de ahora —se lo quedó mirando el tiempo suficiente para dejar claro que no le temía a nada, a pesar de que lo opuesto estuviera más cerca de la verdad—. Mantener a todo el mundo con vida será la mía. Lo más probable es que no lo consiga en todos los casos. Así es la guerra. Pero eso no impedirá que, en cualquier caso, siempre lo intente. Y por los muertos que tampoco impedirá que vosotros siempre intentéis cumplir vuestra misión.
Se quedaron rumiando sus palabras, todavía parecían distar mucho de estar convencidos. Había llegado el momento de alardear de sus logros pasados. La jactancia no era uno de sus puntos fuertes últimamente, pero, en esa situación, la modestia no servía para nada.
—¡Me llamo Curnden Craw y hace treinta años que soy un Gran Guerrero! En su día fui el segundo de Rudd Tresárboles —en cuanto pronunció ese nombre, se oyeron varios asentimientos de aprobación—. También conocido como la Roca de Uffrith. Le sostuve el escudo cuando se batió en duelo con Nueve el Sanguinario —aquel nombre levantó un clamor mayor—. Después, luché por Bethod y ahora lucho por Dow el Negro. He tomado parte en todas las batallas de las que vosotros, capullos, habéis oído hablar —torció el labio—. Así que no hará falta que os preguntéis si voy a estar a la altura de este cargo.
No obstante, el propio Craw se lo preguntaba y eso hacía que tuviera las tripas revueltas y temiera cagarse encima de miedo. Sin embargo, su voz seguía sonando ruda y profunda. Dio gracias a los muertos por poseer una voz de héroe, a pesar de que el paso del tiempo le hubiera dado las tripas de un cobarde. Entonces, añadió:
—¡Quiero que hasta el último hombre que hay aquí presente haga hoy lo correcto! —rugió—. Y antes de que os empecéis a reír y me vea obligado a incrustaros mi bota en el culo, que os quede claro que no estoy hablando de dar palmaditas a los críos en la cabeza o de dar vuestra última miga de pan a una ardilla, ni siquiera de ser más osado que Skarling una vez hayamos desenvainado las espadas. No estoy hablando de hacerse el héroe —en ese instante, señaló con la cabeza las piedras que les rodeaban—. Podéis dejarle eso a estas rocas. Ellas no sangrarán por ello. ¡Estoy hablando de ser leal a vuestro jefe! ¡De ser leal a vuestro grupo! ¡De ser leal al hombre que tengáis a vuestro lado! ¡Y, sobre todo, estoy hablando de no dejaros matar!
Entonces, extendió el brazo para señalar a Beck.
—Mirad a este muchacho de aquí. Beck el Rojo es su nombre —los ojos de Beck se abrieron como platos en el momento en que toda la primera hilera de guerreros se volvió para mirarle—. Ayer hizo lo correcto. Defendió una casa en Osrung cuando la Unión llamó a la puerta. Hizo caso a su jefe. Fue leal a su gente. Mantuvo fría la cabeza. Envió a cuatro de aquellos cabrones de vuelta al barro y salió con vida —puede que Craw lo estuviese embelleciendo todo un poco, pero ése era el propósito de cualquier arenga, ¿verdad?—. Si un muchacho de sólo diecisiete años es capaz de impedir a la Unión la entrada a una casa, imagino que unos hombres de vuestra experiencia no deberían tener problema alguno para impedirles el paso en una colina como ésta. Y como todo el mundo sabe lo rica que es la Unión… sin duda dejarán atrás bienes en abundancia cuando echen a correr ladera abajo, ¿eh?
Esas últimas palabras les arrancaron al menos una risa. Nada funcionaba mejor que despertar su codicia.
—¡Eso es todo! —agregó por último—. ¡A vuestros puestos! —acto seguido, bajó de un salto, balanceándose un poco debido al dolor de su rodilla, aunque, al menos, mantuvo el tipo. No recibió ningún aplauso, pero supuso que se había ganado su confianza lo suficiente como para no recibir una cuchillada en la espalda antes de que la batalla hubiese terminado. Y, con ese tipo de gente, era lo máximo que podía esperar.
—Bonito discurso —comentó Wonderful.
—¿Ah, sí?
—Aunque no me ha acabado de convencer esa parte sobre hacer lo correcto. ¿Tenías que decirlo?
Craw se encogió de hombros.
—Alguien tenía que hacerlo.
—Puede que hayan oído cierta conmoción esta madrugada —dijo el coronel Vallimir, mientras dirigía una mirada severa a los oficiales y sargentos del Primer Regimiento de Su Majestad allí reunidos—. Ese alboroto lo provocó una incursión de hombres del Norte.
—Ese alboroto lo provocó alguien que la cagó hasta el fondo —murmuró Tunny. Se había dado cuenta de lo que ocurría en cuanto había oído el clamor que se alzaba desde el este. No hay mejor receta para cagarla hasta el fondo que combinar estos tres elementos: la noche, unos ejércitos y unas cuantas sorpresas.
—Se produjo cierta confusión en el frente…
—Otra cagada más —murmuró Tunny.
—El pánico se extendió en la oscuridad…
—Y otra más —murmuró Tunny.
—Y… —Vallimir esbozó una mueca— los hombres del Norte se apoderaron de dos estandartes.
Tunny abrió ligeramente la boca, pero no encontró palabras para comentar eso último. Un murmullo de incredulidad recorrió a los ahí reunidos, que fue perfectamente audible a pesar del viento que sacudía las ramas. Vallimir los acalló gritando:
—¡Los estandartes de la Segunda y la Tercera han sido capturados por el enemigo! El general Mitterick… —el coronel dio la impresión de estar eligiendo las palabras con sumo cuidado— no está muy contento.
Tunny resopló. Mitterick nunca estaba contento, ni en la mejor de las ocasiones. Cualquiera podía imaginar cómo habría reaccionado ante el hecho de que les hubieran robado dos de los estandartes de Su Majestad delante de sus mismas narices. Si alguien pudiera pincharlo con un alfiler en aquel instante, probablemente estallaría y se llevaría medio valle consigo. En ese momento, Tunny se dio cuenta de que estaba agarrando el estandarte de la Primera con toda su fuerza y, al instante, aflojó los puños.
—Para empeorar aún más las cosas —prosiguió Vallimir—, al parecer, nos enviaron órdenes de atacar ayer por la tarde, pero nunca las recibimos —Forest miró de reojo a Tunny con suma severidad, pero éste se limitó a encogerse de hombros. Seguían sin tener noticias de Lederlingen. Posiblemente se había presentado voluntario para desertar—. Cuando enviaron la siguiente misiva, ya había oscurecido. De modo que Mitterick quiere que hoy compensemos lo que no hicimos ayer. Tan pronto como amanezca, el general lanzará un asalto contra el Muro de Clail con una fuerza aplastante.
—Oh —Tunny había oído repetidas veces lo de atacar con «fuerza aplastante» en los últimos días y los hombres del Norte seguían sin dejarse aplastar.
—El extremo occidental del muro nos lo van a dejar a nosotros. Es imposible que el enemigo disponga de suficientes hombres para defenderlo una vez haya comenzado el asalto. Tan pronto como les veamos abandonar sus posiciones, cruzaremos el río y atacaremos su flanco —Vallimir se golpeó una mano con otra para ilustrar ese movimiento—. Y así acabaremos con ellos. Es muy sencillo. En cuanto abandonen el muro, atacaremos. ¿Alguna pregunta?
«¿Y si no abandonan el muro?», fue lo que le vino de inmediato a la cabeza, pero Tunny sabía que más le valía no llamar la atención delante de todo un grupo de oficiales.
—Bien —Vallimir sonrió, como si ese silencio significase que el plan debía de ser perfecto, en vez de que sus hombres eran demasiado cortos de mollera, aduladores o cautos como para señalar sus defectos—. Nos faltan la mitad de nuestros hombres y todos los caballos, pero eso no detendrá a la Primera de su Majestad, ¿eh? Si todo el mundo cumple hoy con su deber, todavía tendremos la oportunidad de ser héroes.
Tunny tuvo que reprimir una risa burlona mientras los oficiales cortos de mollera, los aduladores y los cautos rompían filas y se internaban entre los árboles para preparar a sus soldados.
—¿Ha oído eso, Forest? Todos tendremos la oportunidad de ser héroes.
—Me conformaré con sobrevivir a este día, Tunny. Quiero que se adelante hasta el lindero y vigile el muro. Necesito a alguien experimentado ahí arriba.
—Oh, estoy curtido en mil batallas, sargento.
—Y probablemente lo aguarden muchas más, no lo dudo. Tan pronto como vea que los hombres del Norte se marchan, quiero que dé la señal. Otra cosa más, Tunny —éste se volvió—. No será el único que esté observando, así que mejor que no se le ocurran ideas raras. Todavía recuerdo lo que sucedió en aquella emboscada a las afueras de Shricta. O lo que no sucedió.
—No se encontró prueba alguna de negligencia y estoy citando literalmente al tribunal.
—«Citando literalmente al tribunal», menudo personaje está usted hecho.
—Sargento de primera Forest, me deja desolado que un colega como usted pueda tener una opinión tan pésima sobre mí y mi personalidad.
—¿Qué personalidad? —gritó Forest tras él mientras Tunny ascendía la colina entre los árboles. Yema se encontraba agazapado entre los arbustos, prácticamente en el mismo lugar donde habían estado agazapados toda la noche, escudriñando la orilla opuesta del arroyo por el catalejo de Tunny.
—¿Dónde está Worth? —Yema abrió la boca para contestar—. No, no hace falta que responda, me lo puedo imaginar. ¿Ha habido algún movimiento? —Yema volvió a abrir la boca—. Al margen del de los intestinos del soldado Worth, quiero decir.
—No, cabo Tunny.
—Espero que no le moleste que lo compruebe —al instante, le arrebató el catalejo sin esperar respuesta y observó con él la línea que conformaba el muro, pasado el arroyo colina arriba, hacia el este, donde desaparecía por encima de una elevación del terreno—. No es que dude de su experiencia… —no había nadie por delante de aquellas piedras, pero pudo ver numerosas lanzas por detrás, que destacaban ante el oscuro cielo.
—No hay ningún movimiento, ¿verdad, cabo?
—No, Yema —Tunny bajó el catalejo y se rascó el cuello—. Ningún movimiento.
Toda la división del general Jalenhorm, reforzada por dos regimientos de la de Mitterick, había formado filas en la suave pendiente de hierba y cáñamos que conducía hacia los bajíos. Se encontraban de cara al norte. Hacia los Héroes. Hacia el enemigo. Al menos eso lo hemos hecho bien.
Gorst nunca había visto tantas fuerzas desplegadas para una batalla en un mismo momento y lugar; las formaciones desaparecían en la oscuridad y la lejanía a ambos lados. Por encima de la soldadesca, sobresalía un bosque de lanzas y de picas, los gallardetes de las compañías ondeaban y, en un lugar cercano, el dorado estandarte del Octavo Regimiento del Rey se desplegaba mecido por la brisa, mostrando orgullosamente varias generaciones de honores ganados en batalla. Las lámparas proyectaban una luz que resaltaba unos rostros solemnes y hacía centellear el afilado acero. Aquí y allá, unos oficiales a caballo, con sus espadas al hombro, esperaban recibir las órdenes para transmitirlas. Asimismo, un puñado de los desarrapados hombres del Norte del Sabueso aguardaban cerca de la orilla, observando aquella multitud de militares.
El general Jalenhorm vestía para la ocasión con algo que era más una obra de arte que una armadura: portaba un peto de acero reluciente como un espejo, grabado por delante y por detrás con soles dorados cuyos incontables rayos se convertían en espadas, lanzas y flechas, que se entrelazaban con guirnaldas de roble y laurel de exquisita factura.
—Deséeme suerte —murmuró, después espoleó a su caballo y lo condujo sobre los guijarros hacia la primera línea.
—Buena suerte —susurró Gorst.
Los hombres estaban tan callados que incluso se pudo escuchar el débil tintineo de la espada de Jalenhorm al ser desenvainada.
—¡Hombres de la Unión! —atronó, alzándola bien alto—. ¡Hace dos días, muchos de ustedes estuvieron entre aquéllos que sufrieron una derrota a manos de los hombres del Norte! ¡Entre aquéllos que fueron expulsados de la colina que vemos frente a nosotros! ¡La responsabilidad de lo acaecido aquel día fue completamente mía! —Gorst oyó cómo las palabras del general eran pronunciadas por otras voces. Los oficiales estaban repitiendo la arenga para aquéllos que se encontraban demasiado lejos como para oír el discurso de su fuente original—. Espero, y confío, que hoy me ayudarán a ganarme la redención. Ciertamente, me siento muy orgulloso de haber recibido el honor de dirigir a unos hombres como ustedes. A unos hombres valientes de Midderland, de Starikland, de Angland. ¡A los valientes hombres de la Unión!
La disciplina castrense prohibía que nadie gritase, pero, aun así, una suerte de murmullo se alzó entre las filas. Incluso Gorst notó que él mismo alzaba la barbilla, henchido de orgullo patriótico. Se nos humedecen los ojos con tanto patrioterismo barato. Incluso a mí, que sé perfectamente de qué va esto.
—¡La guerra es terrible! —el caballo de Jalenhorm piafó sobre los guijarros y el general tuvo que tirar de las riendas para poder controlarlo—. ¡Pero la guerra es también maravillosa! En la guerra, un hombre puede averiguar lo que es y cómo es verdaderamente. Incluso lo que podría llegar a ser. La guerra nos muestra lo peor de los hombres: ¡su avaricia, su cobardía, su salvajismo! Pero también nos muestra lo mejor: ¡nuestro coraje, nuestra fuerza, nuestra piedad! ¡Muéstrenme hoy lo mejor de ustedes mismos! O mejor aún: ¡muéstrenselo al enemigo!
Se produjo una breve pausa mientras unas voces distantes repetían aquella última frase y diversos miembros de la plana mayor de Jalenhorm hacían saber que la arenga había llegado a su fin. Después, los hombres alzaron los brazos como si fueran uno solo y profirieron una atronadora aclamación. Gorst se dio cuenta al cabo de un momento de que también él estaba sumándose a aquella algarabía con su voz aguda y dejó de gritar. El general siguió sentado a lomos de su caballo con la espada levantada en señal de reconocimiento, después dio la espalda a sus hombres y cabalgó hacia Gorst, mientras su sonrisa se iba desdibujando.
—Buen discurso. Para lo que suelen ser estas cosas —el Sabueso estaba encorvado sobre la baqueteada silla de montar de su jamelgo, mientras se soplaba en las manos ahuecadas.
—Gracias —respondió el general tirando de las riendas—. Simplemente he intentado decir la verdad.
—La verdad es como la sal. Los hombres siempre quieren saborearla, pero si toman demasiada, enferman —el Sabueso les sonrió a los dos. Pero ninguno respondió a su sonrisa—. Por cierto, bonita armadura.
Jalenhorm bajó la mirada, con cierta incomodidad, hacia su magnífico peto.
—Es un regalo del rey. Con anterioridad, nunca había encontrado la ocasión adecuada para ponérmela… —Pero si uno no hace el esfuerzo de ponerse sus mejores galas cuando va a cabalgar hacia su destino, entonces, francamente, ¿cuándo lo va a hacer?
—Bueno, ¿cuál es el plan? —preguntó el Sabueso.
Jalenhorm abarcó con el brazo a toda su división, que permanecía a la espera.
—El Octavo y el Decimotercero de Infantería del Regimiento de Stariksa irán en cabeza —hace que todo esto suene como un baile de boda. Sospecho que las bajas serán más elevadas que nunca—. El Decimosegundo y los Voluntarios de Adua se encargarán de la segunda oleada —como olas que rompen en la playa y se deshacen en la arena y son olvidadas—. Los restos del Regimiento Rostod y del Sexto les seguirán en reserva —restos, restos. Todos seremos restos, a su debido tiempo.
El Sabueso resopló mientras observaba la multitud de soldados.
—Bueno, en cualquier caso no va falto de efectivos —oh, no, y tampoco nos faltará barro en el que enterrarlos.
—Primero, cruzaremos los bajíos —Jalenhorm señaló entonces hacia los retorcidos canales y bancos de arena con su espada—. Supongo que el enemigo tendrá hombres ocultos en la orilla más lejana dispuestos a iniciar una escaramuza.
—Sin duda alguna —dijo el Sabueso.
A continuación, la espada apuntó hacia las hileras de manzanos, que comenzaban a verse en un terreno en desnivel entre el agua centelleante y la base de la colina.
—Esperamos encontrar alguna resistencia en los manzanos —aunque lo de «alguna» seguro que se queda corto, supongo.
—Puede que consigamos obligarles a salir de su escondite entre los árboles.
—Pero no cuenta con más de unas decenas de hombres allí.
El Sabueso guiñó un ojo.
—En la guerra hay cosas que importan más que los números. Ya tengo un par de muchachos ocultos al otro lado del río. Una vez haya cruzado, limítese a darnos una oportunidad de atacar. Si somos capaces de espantarlos, estupendo. Si no, usted no pierde nada.
—Muy bien —replicó Jalenhorm—. Estoy dispuesto a seguir cualquier curso de acción que pueda salvar vidas —aunque así esté ignorando el hecho de que todo este asunto de la guerra se basa en masacrar—. Una vez tengamos controlados los manzanos… —su espada ascendió implacablemente por la desnuda ladera de la colina, señalando las piedras más pequeñas de la estribación sur y, después, las más grandes de la cima, que brillaban con un ligero destello naranja bajo la luz de las mortecinas fogatas. A continuación, se encogió de hombros y dejó caer la espada—. Ascenderemos por la colina.
—¿Cómo que ascenderemos por la colina? —preguntó el Sabueso, arqueando las cejas.
—Eso mismo.
—Joder —replicó el Sabueso. Gorst sólo pudo mostrar su acuerdo con él en silencio—. Llevan ya dos días ahí. Dow el Negro puede ser muchas cosas, pero no es estúpido, estará preparado. Habrá plantado estacas y cavado zanjas. Tendrá hombres apostados en los muros y salvas de flechas listas…
—Nuestro propósito no es necesariamente hacerles retroceder —le interrumpió Jalenhorm, esbozando una mueca como si las flechas estuvieran lloviendo ya sobre él—, sino inmovilizarlos mientras el general Mitterick por la izquierda y el coronel Brock por la derecha rompen sus flancos.
—Ya —dijo el Sabueso, dominado por una cierta incertidumbre.
—Pero esperamos poder lograr mucho más que eso.
—Ya, pero, quiero decir… —el Sabueso respiró hondo y contempló la colina con el ceño fruncido—. Joder —no creo que yo hubiera podido expresarlo mejor—. ¿Está usted seguro?
—Mi opinión no cuenta en este caso. El plan es del Mariscal Kroy, quien sigue las órdenes del Consejo Cerrado y los deseos del rey. Mi responsabilidad consiste en elegir el momento oportuno para llevarlo a cabo.
—Bueno, si tiene que hacerlo, yo no esperaría mucho más —el Sabueso se despidió de ellos asintiendo levemente con la cabeza; después, le dio media vuelta a su jamelgo—. Creo que dentro de poco empezará a llover. ¡Y mucho!
Jalenhorm escudriñó el cielo plomizo, que se hallaba lo suficientemente iluminado como para poder ver las nubes que lo atravesaban rápidamente, y suspiró.
—De mí depende elegir el momento para cruzar el río, los manzanos y subir la colina. Simplemente, debemos dirigirnos al norte. Eso es algo que debería hallarse al alcance de mi capacidad, me parece a mí —entonces, permanecieron sentados en silencio sobre sus monturas un momento—. Deseaba por todos los medios hacer lo correcto, pero he demostrado que… no soy el mejor estratega en el ejército de Su Majestad —suspiró de nuevo—. Al menos, todavía puedo dirigir la batalla desde la vanguardia.
—Con el mayor de los respetos, ¿me permitiría sugerirle que permaneciese en retaguardia?
Jalenhorm volvió violentamente la cabeza, atónito. ¿Ante mis palabras o por haberme oído pronunciar más de tres seguidas? La gente me habla como si estuvieran hablando con una pared y esperan que hable tanto como una pared.
—Su preocupación por mi seguridad es conmovedora, coronel Gorst, pero…
—Llámeme Bremer —bien podría morir ahora con una persona que conoce por fin mi nombre de pila.
Los ojos de Jalenhorm se abrieron aún más. Después, mostró una ligera sonrisa.
—Es realmente conmovedora, Bremer, pero me temo que no puedo ni planteármelo. Su Majestad espera…
Que le den a Su Majestad.
—Es usted un buen hombre —aunque también un completo incompetente—. Pero en la guerra no hay lugar para los hombres buenos.
—Disiento respetuosamente, en ambos casos. La guerra es una oportunidad maravillosa para redimirse —Jalenhorm entornó los ojos hacia los Héroes, que ahora parecían hallarse tan cerca, pues sólo había que cruzar el río—. Si uno sonríe ante las fauces del peligro, se desenvuelve bien y defiende su terreno, entonces, viva o muera, se habrá redimido. La batalla puede… purificar a un hombre, ¿verdad? —No. Si uno se baña en sangre, lo único que consigue es mancharse de sangre—. Basta mirarle a usted. Puede que yo sea un buen hombre o no, pero usted es sin duda un héroe.
—¿Yo?
—¿Quién si no? Hace dos días, aquí, en estos mismos bajíos, cargó usted solo contra el enemigo y salvó mi división. Es un hecho incontestable, yo mismo fui testigo de parte de esa proeza. Y ayer estuvo en el Puente Viejo, ¿verdad? —señaló el general, mientras Gorst arrugaba el entrecejo—. Dirigió un asalto cuando los hombres de Mitterick estaban atascados en la mierda, un asalto que bien podría hacernos ganar esta batalla de hoy. Es usted toda una inspiración, Bremer. Demuestra que un solo hombre todavía puede valer algo en medio de… todo esto. No tendría por qué estar aquí para luchar hoy y, sin embargo, aquí está, dispuesto a entregar la vida por su rey y su país —para desperdiciarla por un rey al que no le importa y un país que no puede permitirse el lujo de que le importe—. Los héroes escasean aún más que los hombres buenos.
—Los héroes son rápidamente ensalzados a partir de los materiales más viles. Son tan rápidamente ensalzados como rápidamente sustituidos. Si yo doy la talla como héroe es porque en verdad no valen nada.
—Permítame discrepar.
—Discrepe, por supuesto, pero, por favor… permanezca en la retaguardia.
Jalenhorm le dedicó una sonrisa triste, alargó el brazo y tocó la abollada hombrera de acero de Gorst con un puño.
—Su preocupación por mi seguridad es verdaderamente conmovedora, Bremer. Pero me temo que no puedo hacerlo. No puedo hacerlo, al igual que no podría hacerlo usted.
—Ya —Gorst contempló con el ceño fruncido la colina, esa masa negra que se alzaba frente a un cielo cubierto de nubes—. Qué lástima.
Calder miró a través del catalejo de su padre. Más allá del círculo de luz que proyectaban todas las lámparas, los campos se desdibujaban en una oscuridad mutable. Abajo, en dirección al Puente Viejo, pudo distinguir pequeños destellos de luz, quizá algún que otro reflejo de metal, pero no mucho más.
—¿Crees que estarán preparados?
—Puedo ver caballos —respondió Pálido como la Nieve—. Muchos caballos.
—¿En serio? Yo no veo una mierda.
—Están ahí.
—¿Crees que nos estarán observando?
—Imagino que sí.
—¿Mitterick estará observando?
—Yo lo haría.
Calder observó el cielo con los ojos entrecerrados y comprobó que se vislumbraban retazos de gris entre las rápidas nubes. Sólo un optimista impenitente lo habría considerado un amanecer y él no lo era.
—Supongo que ha llegado el momento, entonces.
Le dio otro sorbo a la petaca y, tras acariciarse la dolorida vejiga, se la pasó a Pálido como la Nieve; acto seguido, trepó por la pila de cajas, parpadeando a causa de la luz de las lámparas, llamando tanto la atención como una estrella fugaz. Miró hacia atrás y contempló al grupo de hombres que se hallaban reunidos a sus espaldas, conformando una hilera de siluetas oscuras frente al largo muro. En realidad, no les entendía, ni le agradaban, y ellos sentían lo mismo por él, pero había un vínculo muy fuerte entre todos ellos, pues todos se habían beneficiado de la gloria de su padre. Habían sido grandes hombres debido a quién servían. Se habían sentado a la gran mesa del Gran Salón de Skarling, en los lugares de honor. Sin embargo, era cierto que habían caído muy bajo desde la muerte del padre de Calder. Parecía que ninguno de ellos podía soportar seguir cayendo, lo cual era un alivio, ya que un jefe sin soldados no es más que un hombre que se halla muy solo en un enorme campo de batalla bañado en sangre.
Fue perfectamente consciente de que todos los ojos estaban clavados en él mientras se desabrochaba. Tanto los ojos de un par de miles de sus muchachos situados a sus espaldas como también los de unos cuantos hombres de Tenways. Así como la mirada de un par de miles de soldados de caballería de la Unión que tenía frente a él. Esperaba que el general Mitterick se encontrara entre ellos, a punto de estallar de rabia.
Nada. ¿Debía intentar relajarse o empujar? Qué puñeteramente típico sería que después de todo aquel esfuerzo no consiguiera mear. Para empeorar las cosas, como el viento era muy cortante, se le estaba congelando la polla. El hombre que sostenía la bandera a su izquierda, un viejo y canoso Carl con la mejilla atravesada por una gran cicatriz, estaba observando sus esfuerzos con una expresión ligeramente desconcertada.
—¿Te importaría no mirar? —gruñó Calder.
—Lo siento, jefe —respondió el Carl, quien se aclaró la garganta y apartó los ojos de manera pudorosa.
Quizá fue el hecho de que lo llamara jefe lo que lo ayudó a superar el bache. Entonces, Calder notó un cosquilleo de dolor en la vejiga y sonrió, dejó que se incrementara esa sensación, echó la cabeza hacia atrás y miró el cielo cárdeno.
—¡Ja! —la orina arreció brillante bajo la luz de las lámparas y cayó sobre la primera bandera con un chapoteo similar al de la lluvia cuando cae sobre las margaritas. Tras Calder, una oleada de carcajadas sacudió a las tropas. Quizá fuesen fáciles de contentar, pero lo cierto es que los grupos de combatientes no tienden a decantarse por las bromas sutiles, sino que les encantan los pedos, las meadas y las caídas y tropiezos.
—También tengo para ti —afirmó, trazando un pulcro arco hacia la otra bandera; a continuación, sonrió burlonamente en dirección a la Unión. A sus espaldas los hombres comenzaron a brincar y bailar y a hacer cortes de mangas por encima de la cebada. Puede que no fuese un gran guerrero o un gran líder, pero sabía cómo hacer reír a los hombres y también cómo enfurecerles. Acto seguido, señaló al cielo con su mano libre, lanzó un aullido y meneó las caderas esparciendo su orina en todas direcciones.
—¡También me cagaría encima de ellas! —gritó, mirando hacia atrás—. ¡Pero estoy estreñido por culpa de los guisos de Ojo Blanco!
—Entonces, ¡yo me cagaré en ellas! —exclamó alguien, provocando unas cuantas risas agudas.
—¡Resérvate para la Unión, podrás cagarte en ellos tan pronto como lleguen aquí!
Los hombres lo jalearon y rieron, blandieron sus armas en dirección al cielo y golpearon con ellas sus escudos provocando así una alegre algarabía. Un par de ellos habían trepado incluso al muro y estaban meando en dirección a las formaciones de la Unión. A lo mejor les parecía más divertido de lo que realmente era porque sabían lo que venía desde el otro lado de la cebada, pero, aun así, Calder sonrió al oírlo. Al menos, había dado la cara y había hecho una cosa merecedora de formar parte de las canciones. Al menos, había hecho reír a los hombres de su padre. A los hombres de su hermano. A sus hombres.
Antes de que los masacraran a todos.
A Beck le dio la impresión de que podía oír risas resonando en el viento, pero no tenía ni idea de quién podría tener motivos para reír en esas circunstancias. Empezaba a haber luz suficiente como para ver al otro lado del valle. Luz suficiente como para hacerse una idea del número de soldados de la Unión. Al principio, Beck no había creído que aquellos difusos bloques que se veían al otro lado de los bajíos pudieran ser sólidas masas de hombres. Después, había intentando convencerse de que no lo eran. Ahora, no había modo de negarlo.
—Hay miles de ellos —susurró.
—¡Lo sé! —Whirrun prácticamente daba saltos de alegría—. Y cuantos más haya, mayor será nuestra gloria, ¿verdad, Craw?
Craw paró, por un momento, de morderse las uñas.
—Oh, sí. Desearía que fueran el doble.
—¡Por los muertos, yo también! —Whirrun respiró hondo y luego exhaló lentamente a través de una radiante sonrisa—. Pero nunca se sabe. ¡A lo mejor hay más que no alcanzamos a ver!
—No hay que perder la esperanza —gruñó Yon por la comisura de la boca.
—¡Joder, adoro la guerra! —canturreó Whirrun—. ¡Me encanta, joder! ¿A vosotros no?
Beck no dijo nada.
—El olor. Lo que me hace sentir —entonces, recorrió con una mano, de arriba abajo, la manchada vaina de su espada, provocando un ligero ruido de fricción—. La guerra es honesta. No hay mentiras en ella. Aquí no hay que decir lo siento. No hace falta esconderse. No puedes. Y si mueres… ¿qué más da? Mueres entre amigos. Entre enemigos dignos. Mueres mirando a la Gran Niveladora a la cara. ¿Y si sobrevives? Bueno, muchacho, eso sí que es vivir, ¿no te parece? Un hombre no está vivo de verdad hasta que se enfrenta a la muerte —Whirrun pisoteó el suelo—. ¡Me encanta la guerra! Es una lástima que Cabeza de Hierro esté ahí abajo, en los Niños. ¿Crees que conseguirán llegar hasta aquí arriba, Craw?
—No podría decirte.
—Me imagino que sí. Espero que lo hagan. A ser posible antes de que empiece a llover. Ese cielo parece obra de brujas, ¿eh? —era cierto que el primer destello del amanecer tenía un color extraño, pues grandes torres de nubes plomizas se dirigían hacia el norte. Whirrun se puso de puntillas y empezó a dar saltitos—. ¡Me cago en la puta, no puedo esperar más!
—Y, sin embargo, ¿no son personas también? —musitó Beck, pensando en el rostro de aquel hombre de la Unión que había visto muerto en la casa el día anterior—. ¿Acaso no son iguales que nosotros?
Whirrun lo miró entornando los ojos.
—Lo más probable es que sí. Pero si empiezas a pensar de esa manera, en fin… acabarás por no matar a nadie.
Beck abrió la boca para replicar, pero la cerró de inmediato. Ante ese comentario no podía decir gran cosa. Esa reflexión tenía tanto sentido como cualquier otra cosa de las que habían ocurrido en los últimos dos días.
—Para ti es fácil decirlo —rezongó Craw—. Shoglig te dijo el momento y lugar de tu muerte y sabes que no será ni hoy ni aquí.
Whirrun sonrió aún más.
—Bueno, eso es cierto y reconozco que es un estímulo para mi coraje, pero, si me hubiese dicho que iba a ser aquí y ahora, ¿de verdad crees que eso supondría alguna diferencia para mí?
Wonderful resopló.
—A lo mejor no le darías tanto a la lengua.
—¡Oh! —Whirrun ni siquiera estaba escuchando—. ¡Ya se han puesto en marcha, mirad! ¡Qué pronto! —en ese instante, señaló con el Padre de las Espadas hacia el oeste, hacia el Puente Viejo, mientras pasaba el otro brazo por encima de los hombros de Beck. Su fuerza era temible; prácticamente, alzó a Beck sin pretenderlo—. ¡Mira qué caballos tan preciosos! —Beck no pudo ver gran cosa al margen de la oscura tierra, los reflejos del río y algunas motas de luz—. Son tan atrevidos, ¿no os parece? ¡Qué descaro el suyo! ¡Ya están preparados para entrar en acción cuando prácticamente ni siquiera ha amanecido!
—Aún está demasiado oscuro como para cabalgar —observó Craw, meneando la cabeza de lado a lado.
—Deben de estar tan puñeteramente ansiosos como yo. Eso quiere decir que van en serio, ¿eh, Craw? Oh, por los muertos —acto seguido, agitó su espada hacia el valle, arrastrando a Beck hacia delante y hacia atrás; prácticamente, lo levantó en volandas—. ¡Seguro que cantarán canciones sobre este día!
—No me cabe duda —masculló Wonderful entre dientes—. Hay gente a la que cualquier mierda le sirve de excusa para cantar.