Alegatos finales

El ruido era lo que más le sorprendió de la batalla. Probablemente era la cosa más escandalosa que Finree había oído en su vida. En ella, se mezclaban los rugidos y chillidos de varias docenas de hombres que vociferaban con todas las fuerzas de sus quebradas gargantas, los crujidos de la madera al astillarse, los pisotones de las botas y el entrechocar del metal, todo ello amplificado hasta perder el sentido por el hecho de hallarse en un espacio cerrado, cuyas paredes resonaban con los incoherentes ecos del dolor, la furia y la violencia. Si el infierno tenía un sonido, era éste. Aquí nadie podría haber oído las órdenes, pero eso apenas importaba.

A estas alturas, oír las órdenes o no, no supondría ninguna diferencia.

Los postigos de otra ventana fueron abiertos a golpes y, al instante, un aparador dorado que había estado bloqueando el paso cayó, aplastando a un desdichado teniente y vomitando una avalancha de quebradiza vajilla por el suelo. Un enjambre de hombres se coló a través de ese cuadrado de luz, cuyas irregulares siluetas negras fueron cobrando cada vez más detalle de un modo espantoso a medida que irrumpían en la posada. Rugían furiosos y sus rostros estaban untados de pintura y manchados de suciedad. Sus largas melenas estaban adornadas con huesos, anillos de madera tallados y metal forjado. Blandían hachas de filo irregular y garrotes con clavos de hierro. Chillaban y proferían un disparatado clamor, y tenían los ojos desorbitados pues los dominaba la locura de la batalla.

Aliz volvió a gritar, pero Finree se sintió extrañamente calmada. Quizá era la suerte del principiante aplicada al valor. O quizá todavía tenía que darse cuenta de lo mala que era su situación. Que era realmente mala. Sus ojos recorrieron la estancia mientras intentaba asimilarlo todo, sin atreverse a parpadear para no perderse nada.

En el centro, un viejo sargento estaba forcejeando con uno de esos primitivos de pelo cano, se agarraban el uno al otro de las muñecas mientras sus armas raspaban el techo y se arrastraban mutuamente como si siguieran los pasos de un baile ebrio, sin ser capaces de ponerse de acuerdo sobre cuál de los dos debía llevar la voz cantante. Cerca, uno de los violinistas estaba vapuleando a alguien con su destrozado instrumento, que había quedado reducido a una maraña de cuerdas y estaba hecho añicos. Afuera, en el patio, las puertas temblaban y las astillas volaban mientras los guardias intentaban desesperadamente asegurarlas con sus alabardas.

Finree se sorprendió al desear que Bremer dan Gorst estuviese junto a ella en esos momentos. Probablemente, debería haber deseado que Hal estuviera ahí y no Gorst, pero tuvo la impresión de que el valor, el honor y el deber no servirían de nada en aquel lugar. Lo que necesitaba era fuerza bruta e ira.

En ese instante, vio cómo un rechoncho capitán con un arañazo en la cara, del cual se rumoreaba que era el hijo bastardo de alguien importante, apuñalaba a un hombre que llevaba un collar de huesos; ambos estaban cubiertos de sangre. Vio también cómo un agradable mayor, que solía hacerle bromas sin gracia cuando era niña, recibía un garrotazo en la nuca, daba un par de pasos dubitativos y se derrumbaba al doblársele las rodillas como las de un payaso, mientras que con una de sus manos rebuscaba algo en vano en su vacía vaina. De repente, se le clavó la espada extendida de otro oficial y cayó al suelo bañado en sangre.

—¡Están sobre nosotros! —gritó alguien.

De algún modo, los salvajes habían conseguido acceder a la galería y estaban disparando desde ahí sus flechas. Un oficial que se encontraba justo al lado de Finree se derrumbó sobre una mesa con una flecha clavada en la espalda y arrastró uno de los tapices al caer al suelo. Su larga espada se estrelló contra el suelo con estrépito. Finree se agachó nerviosamente junto a él y extrajo un puñal de la vaina del oficial caído. Después, retrocedió hacia la pared, ocultando la hoja entre sus faldas. Como si alguien fuese a quejarse de un pequeño hurto en mitad de todo aquello.

La puerta se abrió de par en par y los salvajes entraron en tropel al salón. Debían de haber tomado el patio y matado a los guardias. Los hombres que intentaban contener desesperadamente a los atacantes en las ventanas giraron sobre sí mismos con muecas de horror dibujadas en sus rostros.

—¡El lord gobernador! —gritó alguien—. ¡Protejan a su…! —la frase quedó cortada por un alarido.

El tumulto se había vuelto totalmente caótico. Los oficiales peleaban fieramente por cada palmo de terreno, pero estaban perdiendo, iban retrocediendo siniestramente contra un rincón, mientras eran aniquilados uno tras otro. Finree se vio empujada contra la pared, quizá por un inútil acto de caballerosidad, aunque lo más probable es que fuera una mera cuestión de azar en medio del caos de la refriega. Aliz estaba a su lado, pálida y llorosa. Al otro lado, se hallaba el Lord Gobernador Meed, quien parecía un poco más entero. Los tres se encontraban tras un muro compuesto por las espaldas de unos hombres que luchaban desesperadamente por sobrevivir.

Finree apenas podía ver por encima del hombro acorazado del guarda que la protegía. Entonces, éste cayó y un salvaje ocupó su espacio empuñando una espada dentada de hierro. Finree observó rápida y atentamente su cara. Era enjuto y rubio, y llevaba unos trozos de hueso incrustados en el lóbulo de una de sus orejas.

Meed alzó una mano y tomó aliento para hablar, gritar o rogar. Al instante, la espada dentada se hundió en el espacio que había entre su cuello y la clavícula. Meed trastabilló, alzó la mirada hacia el techo y puso los ojos en blanco. Con la lengua fuera, se llevó las manos a la irregular herida y la sangre manó entre ellas empapando su desgarrado uniforme. Después cayó de bruces, se golpeó contra una mesa y la volcó de tal manera que una resma de papeles fue a caer sobre su espalda.

Aliz dejó escapar otro chillido desgarrador.

Mientras miraba el cadáver de Meed, a Finree se le pasó fugazmente por la cabeza la idea de que todo aquello podía ser culpa suya. Que los Hados habían organizado todo aquello para propiciar su venganza. Aunque eso parecía un poco desproporcionado, como poco. Se habría sentido satisfecha con algo considerablemente menos…

—¡Ah!

Alguien le había agarrado el brazo izquierdo y se lo estaba retorciendo dolorosamente. De repente, Finree se encontró frente a frente con una cara burlona, con una boca llena de dientes limados en punta, con una mejilla picada pintada de azul y moteada de rojo.

Finree le dio un empujón y el norteño aulló; entonces, se dio cuenta de que llevaba el puñal en la mano y que se lo había hundido en las costillas. El salvaje la empujó contra la pared, inmovilizándole la cabeza. Finree consiguió liberar la hoja, que ahora se había tornado muy escurridiza, y, tras deslizarla entre ambos, gruñó al clavar su punta en el mentón del salvaje, donde el acero se le hundió en la cara. Pudo ver cómo la piel azul de su mejilla se hinchaba al abrirse paso el metal.

El salvaje retrocedió e intentó asir torpemente la ensangrentada empuñadura que tenía clavada bajo la mandíbula, dejando junto a la pared a la jadeante Finree, quien apenas era ya capaz de mantenerse en pie debido al temblor de sus rodillas. Finree notó de repente que le echaban la cabeza hacia un lado y sintió un doloroso pinchazo en el cráneo, en el cuello. Intentó gritar pero se interrumpió en seco cuando su cabeza chocó contra…

El mundo se iluminó totalmente por un momento.

Se golpeó de costado contra el suelo. Oyó unos pies que se arrastraban y crujidos.

Sintió entonces unos dedos alrededor del cuello.

No podía respirar y le clavó las uñas a esa mano que la ahogaba, mientras notaba el pálpito de su pulso en sus orejas.

Le clavaron una rodilla en el estómago y la aplastaron contra una mesa. Sintió un aliento cálido y apestoso en la mejilla. Se sentía como si le fuera a reventar la cabeza. Apenas podía ver, pues todo era sumamente brillante.

Entonces, se hizo el silencio. La mano que le rodeaba la garganta flaqueó un solo segundo, lo suficiente como para dejar pasar una temblorosa inspiración. Tos, ahogo, nuevamente tos. Finree pensó que se había quedado sorda hasta que se percató de que toda la estancia se había sumido en una quietud sepulcral. Había cadáveres de ambos bandos hechos un revoltijo junto a muebles destrozados, cubiertos diseminados, papeles rotos y montones de yeso caído. Oyó un par de débiles gemidos procedentes de hombres agonizantes. Sólo tres oficiales parecían haber sobrevivido, uno de ellos se agarraba un brazo ensangrentado y los otros dos se encontraban sentados con las manos levantadas. Uno lloraba quedamente. Los salvajes se cernían sobre ellos, inmóviles como estatuas. Parecían nerviosos, como si estuvieran esperando algo.

Entonces, Finree escuchó el crujido de una pisada en el pasillo. Y después otra. Era como si un enorme peso estuviera presionando los maderos. Otra quejumbrosa pisada. Volvió los ojos hacia la puerta, esforzándose por ver quién era.

Al instante, entró un hombre. Al menos, tenía la forma de un hombre, aunque no la talla. Tuvo que agacharse por debajo del dintel y después se alzó sospechosamente encorvado, como si se hallara bajo cubierta en un pequeño navío y temiera golpearse contra las vigas del techo. Una melena negra veteada de gris se pegaba a su nudoso rostro, del que sobresalía una gran barba negra, como negro era el pellejo que cubría sus enormes hombros. Observó la escena con una extraña expresión de decepción. Parecía dolido, incluso. Como si le hubieran invitado a tomar el té y, en cambio, se hubiese encontrado una carnicería.

—¿Por qué está todo roto? —inquirió en un tono de voz curiosamente suave. Acto seguido, se agachó para coger uno de los platos caídos, que apenas era un platillo en su inmensa mano, se lamió la punta de un dedo y limpió un par de gotas de sangre que tapaban la marca del fabricante en el dorso, mientras fruncía el ceño como un comprador exigente. Posó su mirada sobre el cadáver de Meed y su entrecejo se hundió más aún—. ¿No os había dicho que quería algún trofeo? ¿Quién ha matado a este anciano?

Los salvajes se miraron unos a otros, con los ojos desorbitados en sus pintados rostros. Finree se dio cuenta de que estaban aterrorizados. Entonces, uno de ellos alzó una temblorosa mano para señalar al hombre que la tenía inmovilizada.

—¡Ha sido Saluc!

La mirada del gigante se posó en Finree, después en el hombre que tenía la rodilla clavada en el estómago de ésta y, a continuación, entornó los ojos. Dejó el plato sobre una mesa destrozada, con tanta delicadeza que no hizo ruido alguno.

—¿Qué estás haciendo con mi mujer, Saluc?

—¡Nada! —respondió, a la vez que soltaba el cuello de Finree, quien retrocedió arrastrándose sobre la mesa, mientras luchaba por respirar en condiciones—. Esta mujer ha matado a Bregga, yo sólo estaba…

—Me estabas robando —el gigante avanzó un paso, ladeando la cabeza. Saluc miró desesperadamente a su alrededor, pero todos sus amigos se apartaron de él como si estuviera infectado por la peste.

—Pero si… sólo quería…

—Lo sé —asintió tristemente el gigante—. Pero las reglas son las reglas.

En un instante, había cruzado la distancia que les separaba. Con una de sus enormes manos, agarró al hombre de la muñeca al tiempo que cerraba la otra alrededor de su cuello casi por completo. Después, lo alzó, mientras se revolvía desesperadamente, y le aplastó el cráneo contra la pared, una, dos, tres veces, salpicando de sangre el yeso agrietado. Acabó con tanta rapidez que Finree no tuvo tiempo ni de estremecerse.

—Uno intenta enseñarles buenos modales… —dijo el gigante, mientras sentaba cuidadosamente al muerto contra la pared, le cruzaba los brazos sobre el regazo y le colocaba la cabeza aplastada en una posición más cómoda, como una madre que estuviera preparando a su hijo para irse a dormir—. Pero algunos hombres nunca llegarán a civilizarse. Llevaos a mis mujeres de aquí. Y no les toquéis ni un pelo. Vivas valen algo. Muertas sólo son… —entonces, propinó una patada al cadáver de Meed con una de sus enormes botas y el cuerpo rodó por el suelo. El lord gobernador quedó de espaldas con sus desorbitados ojos clavados en el techo— basura.

Aliz volvió a gritar. Finree se preguntó cómo podía seguir alcanzando esas notas tan intensas y agudas después de todo lo que había chillado ya. Ella, sin embargo, fue incapaz de proferir un solo sonido mientras la sacaban a rastras de ahí. En parte, porque el golpe que había recibido en la cabeza parecía haberle arrebatado la voz. En parte, porque todavía seguía experimentando dificultades para respirar tras ese intento de estrangulamiento. Pero, sobre todo, porque estaba muy ocupada intentando concebir desesperadamente un plan para sobrevivir a toda aquella pesadilla.

La batalla todavía proseguía en el exterior, Beck podía oír su fragor. Pero abajo todo había quedado muy tranquilo. Quizá los hombres de la Unión pensaran que habían matado a todo el mundo. A lo mejor se les había pasado por alto esa pequeña escalera. Por los muertos, ojalá se les hubiera pasado por alto la…

Uno de los escalones crujió y Beck contuvo la respiración de inmediato. Pese a que quizá todos los crujidos suenan parecidos, de algún modo supo que aquél había sido producido por el pie de un hombre que intentaba no hacer ruido. El sudor perló su piel. Las gotas le caían por el cuello, haciéndole cosquillas. No osó moverse para rascarse. Tensó hasta el último de sus músculos para no hacer ningún ruido e incluso le asustaron los más mínimos resoplidos de su garganta, no atreviéndose ni a tragar. Notaba los testículos, el trasero y las tripas como un peso enorme y helado que esperaba el momento adecuado para descolgarse de su cuerpo.

Otro paso sigiloso más, otro crujido más. A Beck le pareció que podía oír cómo ese cabrón susurraba algo. Creyó que se burlaba de él. Sí, sabía que estaba allí. No pudo distinguir las palabras; el corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba en los oídos y le parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas de un momento a otro. Beck intentó hundirse más aún en el armario y pegó un ojo a la hendidura irregular que había entre las dos planchas de la puerta. La amenazadora punta de una espada apareció en su campo de visión; después divisó la hoja, moteada de rojo. Debía de ser sangre de Colving o de Brait o de Reft. Y también sería la de Beck, dentro de muy poco. El metal retorcido alrededor de la empuñadura indicaba que se trataba de una espada de la Unión.

Beck oyó otro paso, otro chirrido más, y apoyó las puntas de los dedos contra la rugosa madera, sin apenas tocarla para evitar que las oxidadas bisagras le delataran. Aferró la cálida empuñadura de su espada, iluminada por una estrecha franja de luz que caía sobre la brillante hoja, mientras el resto de ella centelleaba en la oscuridad. Tenía que pelear. No le quedaba más remedio, si quería volver a ver a su madre y a sus hermanos y su granja. Y, en aquel momento, eso era lo único que deseaba.

Oyó un paso más. Respiró hondo e hinchó el pecho, permaneció inmóvil, muy inmóvil, y el tiempo se dilató. ¿Cuánto necesitaba un hombre para dar un paso?

Otro paso más.

Beck abrió la puerta de par en par y salió gritando. Una esquina que estaba suelta se enganchó en las tablas del suelo y tropezó con ella, perdiendo el equilibro. No le quedó otro remedio que cargar.

El hombre de la Unión, que aguardaba entre las sombras, volvió la cabeza. Beck se abalanzó sobre él y notó que la punta de su espada penetraba en el pecho de su adversario; después, entró toda la hoja hasta la cruceta de la empuñadura, donde se le clavaron los nudillos. Entre gruñidos, ambos giraron en un abrazo mortal y algo golpeó a Beck en la cabeza. Una viga baja. Cayó de espaldas y el hombre de la Unión se le vino encima con todo su peso. El golpe le robó el aliento y le aplastó la mano alrededor de la empuñadura de la espada. Los ojos de Beck necesitaron un momento para ajustarse, pero, cuando lo consiguieron, se percató de que se hallaba pegado a un rostro retorcido y espantado.

Sólo que no era ni mucho menos el de un hombre de la Unión. Era Reft.

Éste emitió un prolongado y lento resuello y le temblaron las mejillas. Después, tosió sangre sobre la cara de Beck.

Beck lloriqueó, pataleó y se revolvió hasta librarse de Reft. Después, se arrodilló a su lado y se limitó a observar.

Reft estaba tirado de lado. Rascó con una mano el suelo y alzó la vista hacia Beck. Estaba intentando decir algo, pero sus palabras eran meros borboteos. La sangre le burbujeaba en la boca y en la nariz. Fluía de su interior y se arrastraba sobre la madera de las tablas. En las sombras, era negra, pero profundamente roja allí donde atravesaba una zona de luz.

Beck le puso una mano en el hombro. Estuvo a punto de susurrar su nombre, aunque era consciente de que eso sería absurdo. Cerró la otra mano en torno a la empuñadura de su espada, que se encontraba empapada en sangre. Fue mucho más difícil sacarla de lo que había sido introducirla. Hizo un ruido como de succión al salir. Beck casi volvió a pronunciar el nombre de Reft y, entonces, se dio cuenta de que no podía hablar. Los dedos de Reft habían dejado de moverse, tenía los ojos completamente abiertos y los labios y el cuello manchados de rojo. Beck se pasó el dorso de una mano por la boca. Se dio cuenta de que la tenía ensangrentada. Se dio cuenta de que todo él estaba cubierto de sangre. Estaba empapado en ella. Estaba teñido de rojo. Se puso en pie y notó que el estómago se le revolvía. Los ojos de Reft seguían fijos en él. Entonces, se dirigió tambaleándose hacia las escaleras y descendió por ellas, pintando con su espada, con la espada de su padre, un reguero rosa en el yeso.

Abajo nadie se movía. Pudo oír ruidos de pelea en la calle, quizá. Y unos gritos enloquecidos. Había un ligero olor a humo en el aire que le provocó un cosquilleo en la garganta. La boca le sabía a sangre. A sangre, metal y carne cruda. Todos los muchachos estaban muertos. Stodder estaba tirado de bruces cerca de las escaleras, con un brazo extendido hacia ellas. Tenía la parte posterior del cráneo partida en dos y sus rizos oscuros enmarañados. Colving estaba tirado contra la pared, con la cabeza echada hacia atrás, las manos apretadas sobre su rollizo estómago y la camisa empapada en sangre. Brait simplemente parecía un montón de harapos tirados en un rincón. Nunca había parecido mucho más que un montón de harapos, el pobre desgraciado.

También había cuatro hombres de la Unión muertos, muy cerca unos de otros, como si hubieran decidido mantenerse juntos. Beck se plantó en mitad de ellos. Eran el enemigo. Iban muy bien equipados. Portaban petos de acero, protectores en las piernas y unos cascos muy bien pulidos. En cambio, algunos muchachos como Brait habían muerto con poco más que un palo y la hoja de un cuchillo como arma. No era justo, la verdad. Nada de todo aquello era justo.

Uno de ellos estaba de costado, Beck lo enderezó con su bota, haciendo así que le bailara la cabeza y que se quedara mirando con los ojos entrecerrados hacia el techo, como si estuviera bizco. Aparte de su equipo, no parecía tener nada de especial. Era más joven de lo que Beck había esperado y prácticamente barbilampiño. Era el enemigo.

Oyó un golpe. La puerta astillada saltó de sus goznes y alguien se abalanzó al interior de la estancia, sosteniendo un escudo frente a sí y una maza en la otra mano. Beck se quedó inmóvil mirando. Ni siquiera levantó la espada. El hombre avanzó cojeando y dejó escapar un prolongado silbido.

—¿Qué ha pasado aquí, muchacho? —preguntó Flood.

—No lo sé —y, sinceramente, no lo sabía. O al menos sabía el qué, pero no el cómo. Ni el porqué—. He matado… —intentó señalar hacia el piso de arriba, pero no consiguió alzar el brazo. Al final, señaló a los muchachos de la Unión que yacían muertos a sus pies—. He matado…

—¿Estás herido? —inquirió Flood, mientras le manoseaba la camisa empapada en sangre, en busca de alguna herida.

—No es mía.

—Has liquidado a cuatro de estos cabrones, ¿eh? ¿Dónde está Reft?

—Muerto.

—Ya. Bueno. No sirve de nada darle más vueltas. Al menos tú te has salvado —Flood le pasó un brazo por los hombros y lo condujo hacia la luz de la calle.

Beck sintió el frío del viento a través de su camisa empapada en sangre y sus pantalones empapados de orín. Empezó a temblar. Vio que los adoquines estaban cubiertos de polvo y cenizas, de astillas de madera y armas caídas. Había muertos de ambos bandos diseminados por el suelo y también heridos. Vio a un hombre de la Unión alzar indefenso un brazo mientras dos Siervos le asestaban varios hachazos. El humo seguía flotando sobre la plaza; entonces, Beck vio que se estaba librando una nueva batalla en el puente, divisó sombras de hombres y armas entre la bruma, así como alguna que otra flecha perdida.

Un veterano grandote, vestido con una cota de malla oscura y un casco abollado, que iba a lomos de un caballo, azuzaba a sus hombres, mientras señalaba hacia el otro lado de la plaza con un palo de madera roto, rugiendo con todas sus fuerzas con la voz ronca por el humo:

—¡Obligadles a retroceder hasta el otro lado del puente! ¡Empujad a esos cabrones!

Uno de sus hombres portaba un estandarte: un caballo blanco sobre fondo verde. El emblema de Reachey. Lo cual, supuso Beck, convertía al veterano en el propio Reachey.

Beck apenas había empezado a comprender la situación. Los hombres del Norte habían organizado un ataque por su cuenta, tal y como Flood había predicho, sorprendiendo así a los efectivos de la Unión, que se hallaron atrapados entre las casas y los serpenteantes callejones. Los habían obligado a volver a cruzar el río. Parecía que, después de todo, iba a poder sobrevivir a aquel día, y el mero hecho de pensarlo hizo que le entrasen ganas de llorar. A lo mejor lo habría hecho, si no hubiera tenido los ojos húmedos ya por el humo.

—¡Reachey!

El viejo guerrero se volvió hacia ellos.

—¡Flood! ¿Todavía sigues con vida, viejo cabrón?

—Sólo a medias, jefe. Estamos librando una lucha dura en todas partes.

—Dímelo a mí. ¡Se me ha partido la puñetera hacha! Los hombres de la Unión tienen buenos cascos, ¿eh? ¡Pero no lo suficientemente buenos! —Reachey arrojó el astillado mango hacia el otro extremo de la destrozada plaza—. Has hecho un buen trabajo aquí.

—Pero he perdido a todos mis muchachos —replicó Flood—. Sólo me queda éste —añadió, dándole una palmadita a Beck en el hombro—. Ha liquidado a cuatro de esos cabrones él solo, sí, él solo.

—¿Cuatro? ¿Cómo te llamas muchacho?

Beck alzó la mirada hacia Reachey y sus Grandes Guerreros. Todos le estaban observando. Debería haberles contado la verdad. Pero incluso aunque hubiera tenido el valor necesario, que no lo tenía, no habría tenido aliento suficiente para pronunciar tantas palabras. De modo que se limitó a decir:

—Beck.

—¿Sólo Beck?

—Sí.

Reachey sonrió.

—Un hombre como tú necesita un nombre más sonoro y completo, diría yo. Te llamaremos… —miró a Beck de arriba abajo por un momento, después asintió para sí como si tuviera la respuesta— Beck el Rojo —se volvió en su silla de montar y gritó en dirección a sus Grandes Guerreros—. ¿Qué os parece, muchachos? ¡Es Beck el Rojo!

Acto seguido, todos golpearon sus escudos con las empuñaduras de sus espadas, y se golpearon el pecho con sus guantes, provocando así un gran estruendo.

—¿Habéis visto esto? —gritó Reachey—. ¡Éste es el tipo de muchacho que necesitamos! ¡Miradle bien todos! ¡A ver si encontramos más como él! ¡Más cabrones sedientos de sangre!

La plaza se llenó de risas, gritos y asentimientos de aprobación. En su gran mayoría, celebraban que la Unión había vuelto a ser rechazada hasta el otro lado del puente, pero también en parte por lo que había hecho él en ese día teñido de sangre. Siempre había querido que lo respetaran y hallarse en compañía de grandes guerreros, y, por encima de todo, siempre había deseado poseer un apodo temible. Ahora lo tenía todo y lo único que había tenido que hacer para conseguirlo había sido esconderse en un armario, matar a uno de su propio bando y después apropiarse del mérito de lo que éste había hecho.

—Beck el Rojo —Flood sonrió orgulloso, como un padre ante los primeros pasos de su hijo—. ¿Qué te parece el apodo, muchacho?

Beck clavó la mirada en el suelo.

—No sé qué decir.