No debemos preguntarnos por qué

—Le encanta esa puñetera yegua, ¿verdad, Tunny?

—Tiene mejor conversación que usted, Forest, eso seguro, y montar a lomos de ella es bastante mejor que caminar, ¿verdad, querida? —Tunny acarició con la nariz la larga cara de su corcel y le dio de comer un puñado extra de grano—. Es mi animal favorito en todo este puñetero ejército.

Entonces, sintió un leve golpecito en el brazo.

—¿Cabo?

Era Yema, quien tenía la mirada clavada en la colina.

—No, Yema, me temo que he de reconocer que usted no está entre mis favoritos, ni por asomo. De hecho, va a tener que esforzarse mucho más para no acabar siendo el animal que más desprecio…

—No es eso, cabo. ¿Ése de ahí no es Gurts?

Tunny frunció el ceño.

—Gorst.

El espadachín sin cuello venía del manzanar situado en la ribera más lejana y estaba cruzando a caballo el río, donde los cascos de su montura levantaban espuma y su armadura centelleaba tenuemente bajo la brillante luz del sol. Espoleó a su montura para que ascendiera la ribera y se mezcló con los oficiales del regimiento, incluso estuvo a punto de derribar a un joven teniente. Eso podría haberle hecho gracia a Tunny, pero había algo en Gorst que era capaz de acabar con todas las risas del mundo. Se bajó del caballo con suma destreza a pesar de su corpulencia, y se acercó caminando pesadamente al coronel Vallimir, a quien saludó de manera envarada.

Tunny arrojó el cepillo y dio unos cuantos pasos hacia ellos, mientras los observaba detenidamente. Los muchos años que había pasado en el ejército le habían hecho desarrollar un sexto sentido por el que siempre sabía cuándo estaban a punto de joderle; ahora mismo, estaba teniendo una dolorosa premonición en ese sentido. Gorst habló durante unos instantes, con un rostro totalmente inexpresivo. Vallimir señaló la colina con el brazo y luego al oeste. Gorst volvió a hablar. Tunny se acercó un poco más, intentando captar más detalles. Vallimir alzó las manos súbitamente, presa de una gran frustración, y luego se alejó, gritando.

—¡Sargento primero Forest!

—Señor.

—Según parece, hay un sendero que recorre esas ciénagas situadas al oeste.

—¿Señor?

—El general Jalenhorm quiere que el Primer Batallón lo cruce. Para cerciorarnos de que los Hombres del Norte no puedan usarlo en nuestra contra.

—¿Se refiere a la ciénaga situada más allá del Puente Viejo?

—Sí.

—No seremos capaces de lograr que los caballos atraviesen esa…

—Lo sé.

—Los acabamos de recuperar, señor.

—Lo sé.

—Pero… ¿y qué vamos a hacer con ellos mientras tanto?

—¡Los tendrán que dejar aquí, maldita sea! —le espetó Vallimir—. ¿Acaso cree que me gusta la idea de tener que enviar a la mitad del regimiento a que cruce una puñetera ciénaga sin sus caballos? ¿Acaso cree que me gusta?

Forest tensó la mandíbula, lo cual provocó que la cicatriz que tenía bajo la mejilla cambiara de forma.

—No, señor.

Vallimir se alejó a grandes zancadas e hizo una seña a uno de sus oficiales para que se acercara. Forest se quedó inmóvil por un momento, a la vez que se frotaba con fuerza la parte posterior de la cabeza.

—¿Cabo? —susurró Yema, en voz muy baja.

—¿Sí?

—¿Es éste otro ejemplo más de cómo todo el mundo se caga sobre el que tiene debajo?

—Muy bien, Yema. A lo mejor acabamos haciendo de usted todo un soldado.

Forest se detuvo delante de todos ellos, con las manos en las caderas, y observó con el ceño fruncido la zona superior del río.

—Al parecer, el Primer Batallón tiene una misión.

—Maravilloso —comentó Tunny.

—Vamos a dejar aquí nuestros caballos y nos dirigiremos al oeste para cruzar esa ciénaga —esas palabras fueron recibidas por un coro de quejidos—. ¿Acaso creen que a mí me gusta la idea? ¡Recojan sus cosas y muévanse!

Acto seguido, Forest se marchó deprisa para comunicar la feliz noticia en otra parte.

—¿Con cuántos hombres cuenta este batallón? —masculló Lederlingen.

Tunny respiró hondo.

—Cuando dejamos Adua, constaba de unos quinientos. Ahora mismo, cuatrocientos, más o menos, recluta arriba, recluta abajo.

—¿Cuatrocientos? —dijo Klige—. ¿Y vamos a cruzar todos esa ciénaga?

—¿Qué clase de ciénaga es? —murmuró Worth.

—¡Es una ciénaga! —gritó Yema, como si se tratara de un perro enano furioso que ladrara a otro más grande—. ¡Una puñetera ciénaga! ¡Una enorme charca de barro! ¿Acaso hay otra clase de ciénaga?

—Pero… —Lederlingen miró fijamente a Forest, luego a su caballo, sobre el que acababa de cargar casi todo su equipo y parte del de Tunny—. Eso es una estupidez.

Tunny se frotó los ojos cansados con el pulgar y el índice. ¿Cuántas veces se lo iba a tener que explicar a esos reclutas?

—Miren. Deben tener en cuenta que las personas se comportan de manera estúpida casi todo el tiempo. Los viejos cuando se emborrachan. Las mujeres en las ferias de las aldeas. Los chavales cuando les lanzan piedras a los pájaros. Así es la vida. Está repleta de necedad y vanidad, de egoísmo y derroche. De mezquindad y tontería. Pero creen que en la guerra eso va a ser distinto, que va a ser todo mucho mejor. Que como la muerte aguarda a la vuelta de cada esquina, todos se unirán frente a las adversidades y juntos combatirán al astuto enemigo, que la gente pensará más, mejor y más rápido. Que todo será… mejor. Que serán héroes.

Acto seguido, se dispuso a descargar los paquetes de la silla de su yegua.

—Pues no. Todo sigue igual. De hecho, por culpa de tanta presión, de tantas preocupaciones y de tanto miedo es todo mucho peor. Hay muy pocos hombres que piensen con mayor claridad cuando hay tanto en juego. Por eso, la gente se comporta de forma más estúpida en una guerra que durante el resto del tiempo. Siempre están pensando en cómo esquivar las culpas, o cómo alcanzar la gloria, o cómo salvar el pellejo, en vez de en algo que realmente sirva para algo. No hay otro trabajo en donde se perdone más la estupidez que el de soldado. Ningún otro trabajo la fomenta más.

Observó a sus reclutas y se dio cuenta de que todos le devolvían la mirada, horrorizados. Salvo por Yema, que permanecía ajeno a todo y se encontraba de puntillas intentando bajar su lanza del caballo, que quizá era la más larga de todo el regimiento.

—Da igual —les espetó—. Esa ciénaga no se va a cruzar sola —a continuación, les dio la espalda a sus hombres, le dio una palmadita con gran delicadeza a su yegua en el cuello y suspiró—. Oh, bueno, amiga mía. Me parece que vas a tener que apañártelas un poco más sin mí.